Juan Villoro y la escritura: del placer privado al vicio compartido
Por Gregory Zambrano (@gregoryzam)

En una de sus visitas a Tokio, pudimos conversar con Juan Villoro, entre otros temas, sobre las resonancias de la cultura japonesa en algunas de sus obras. Villoro, narrador, ensayista y periodista mexicano, recordó los detalles de su cercanía con Japón y éstas fueron sus impresiones…
—JV: A mí siempre me ha interesado la cultura japonesa. En mi novela El testigo, se expresa esa relación. Aparece el jardín japonés del poeta Tablada. El personaje Félix Robirosa se casa con una japonesa a quien había conocido en Kioto. También aparece Doraemon, el gato cósmico. No sé si se castellaniza de esta manera. En México no existe Doraemon. Existe el gato mágico. Mis hijos lo conocieron en Barcelona. En castellano le cambian la grafía. No sé. Es como Pokemon, que tiene un falso acento y la gente no le dice Pokemón. He escuchado que los japoneses le dicen Pokemón.

—¿Hay alguna razón por la que estos elementos aparecen en la novela?
Es algo inconsciente. No hay ningún propósito. En la novela El testigo no me propuse tocar temas japoneses de manera deliberada. Lo que sucede es que desde hace mucho tiempo ha habido influencias culturales en mi vida que tienen que ver con Japón. En México, cada generación tiene su relación con la cultura de masas. Yo pertenezco a la generación de Astroboy. Y mis hijos pertenecen a la generación de Doraemon porque vivieron en Barcelona, donde el gato mágico está muy presente. Eso, en lo que toca a la cultura Pop. Aparte, la literatura japonesa siempre me ha interesado, especialmente autores como Kawabata, Tanizaki, Abe, Oé, me han gustado mucho. Estuve en Japón en el 82 y fui a ver el bunraku, el teatro noh, el teatro kabuki. También estas expresiones de la cultura tradicional japonesa me han interesado mucho. Octavio Paz fue un gran interlocutor entre la literatura mexicana y Oriente. Y escribió haikus. Antes que él José Juan Tablada, fue un gran enamorado de Japón. También él escribió haikus. En México he tenido la oportunidad de conocer a varios japoneses. Yo fui preseleccionado olímpico de tenis de mesa y nuestro entrenador se llamaba Nobuyuki Kamata, un japonés que vivía entre nosotros. Todos estos elementos, que forman parte del entorno, de alguna manera se colaron en la novela, pero no fue un gesto programático sino la aparición de elementos un tanto casuales. Por ejemplo, el hecho de que la esposa del protagonista sea italiana, tiene que ver con una apertura hacia Italia, que es otro país que me interesa mucho. En otra novela, Arrecife, el protagonista es un bajista que tiene solo cuatro dedos y su momento de gloria también ocurrió en Japón. Aquí se presentó en el Nippon Budokan, donde él tocó con un mexicano-japonés, que se llama Yoshio, un cantante pop mexicano muy interesante. Yo estuve en un concierto en el Nippon Budokan cuando tocó con B. J. Thomas y para mí fue un gran momento del kitsch pop, tal vez por eso está en mi novela. Así aparecen otros temas, pero no es una cultura de la que yo me considere especialista ni nada. Es un simple interés por ella.
—En relación con lo pop, en la novela se observa una cierta actitud crítica ante la cultura. El personaje Julio Valdivieso se resiste a participar en la producción una telenovela y tiene una reacción fuerte ante quien dirige la televisión. Aquí hay una cita muy particular en relación con este medio: “Estoy asombrado de la irrealidad a la que se llega en televisión, tal vez eso sea lo bueno. Tengo una teoría: la televisión no pertenece a la cultura sino a la neurología; estimula un enlace de neurocircuitos que te permite ver en estado de zombi, suspendiendo el juicio. Y no sólo eso, también los que están dentro de la pantalla se encuentran alterados”…
—Esa es la imagen que tiene un personaje muy anticuado en la novela, que se llama el tío Donasiano. Para él los discursos televisivos tienen algo demoníaco. Yo no comparto esa idea pero sí creo que la telenovela es una forma muy exitosa de la telebasura y cuando se ha tratado de hacer algo un poco mejor, se ha transformado en telebasura de autor. El problema es que un país como México, en donde el principal medio de comunicación es la televisión, muchos de los grandes temas nacionales se tratan a través de la pantalla chica, y entonces yo imaginé lo que sería la transición a la democracia. Ya había ganado un partido conservador, el PAN (Partido Acción Nacional) en México, entonces imaginé que la transición a la democracia traería excesos pop, como la reivindicación del catolicismo, por ejemplo. La verdad es que me quedé corto porque ocurrieron hechos mucho más fuertes en el plano de la cultura de masas reivindicando la cultura católica mexicana que gobernó México antes de la revolución de 1910.
Por ejemplo, el hecho de que se beatificara a trece mártires de la Guerra Cristera, que es la guerra de la que yo hablo en El testigo, que fue la última rebelión popular de México, y fue una revolución cristiana, católica y estos mártires fueron reivindicados oficialmente en el estadio Jalisco, con la presencia del que luego sería designado Secretario de Gobernación. Lo curioso fue que se beatificó a esos mártires en un estadio de fútbol. Entonces fue una verdadera apoteosis de masas, de reivindicación católica. Vemos en esta misma línea, cómo la candidata de México al Miss Universo, como traje tradicional, iba a utilizar un traje que llevaba motivos de la Guerra Cristera. Esto se discutió mucho y luego se cambió el traje. Pero ha habido una reivindicación del catolicismo tratando de demostrar que la revolución no ocurrió o no debió haber ocurrido. Entonces cuando escribí la novela pensé que esto iba a pasar, pero me quedé muy corto, desde luego, porque el fanatismo que hoy impera en México es mayor.
En El testigo sí hay una visión muy crítica, sobre todo, de la televisión. Recordando aquella frase de Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, de que la historia sucede dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa, uno de los personajes de la novela dice que la historia sucede dos veces. La primera como tragedia y luego como telenovela, que es la banalización mediática de la historia. Y es que la banalización de la televisión ocurre porque la cultura mexicana depende mucho de ella y porque la televisión no tiene discursos oponentes, porque la prensa escrita se lee muy poco y los libros se leen aún menos. Eso permite que la sociedad en su conjunto padezca una anestesia generalizada.
—¿Cuál sería la función de la radio en ese punto de intermediación, pensado en tu propia experiencia como conductor de programas de radio o tu presencia frecuente en el medio, en el que regularmente comentas o participas como cronista de hechos culturales o eventos deportivos? ¿Cuál es el poder de la radio como contrapeso al poder de la televisión?
—La radio es el espacio informativo que más se ha renovado en México en los últimos tiempos, el que ha alcanzado mayores márgenes de libertad, y se ha vuelto un medio de comunicación muy urgente. Por ejemplo, el solo hecho de que la Ciudad de México tenga un tráfico que permanentemente está estancado, hace que la radio sea un elemento necesario para tratar de saber cómo moverse por la cuidad. La radio establece todos los días, a través de helicópteros que sobrevuelan la ciudad, una cartografía del desastre y esta cartografía tiene rutas de evacuación posibles que solamente se pueden detectar desde el aire. Así que es útil escuchar la radio si uno circula en coche. Al mismo tiempo los trayectos, aunque uno obedezca a los oráculos viales de la radio, son trayectos de dos horas, de hora y media, de cuarenta minutos, que permiten escuchar la radio. Entonces este medio se ha hecho muy significativo por esa razón y al mismo tiempo porque hay una buen calidad informativa y una buena competencia informativa, que es muy importante. Por eso creo que hoy en día en la radio se están produciendo los cambios más importantes sobre la manera de comunicar las noticias en México.
—Pero también hay un gran monopolio de cadenas comerciales o circuitos radiales…
Sí, pero comparado con la televisión, que es un duopolio, que sólo son dos las cadenas televisivas, los grupos de la radio son más variados, y más plurales, sobre todo porque han entendido que su negocio también está en informar. No solamente en ser serviles al poder. Los medios impresos están muy afectados por los altos precios del papel, por la pérdida de lectores debido a los espacios virtuales de internet. Entonces han perdido fuerza los medios escritos y la televisión está dedicada a producir telebasura en lo que toca a la televisión comercial, que es más o menos el 95% de la televisión.
—¿Como escritor, cómo te sientes al estar imbuido, ya no en la cultura pop o ante la presencia de elementos de la cultura japonesa que has comentado, sino ante el desarrollo de nuevos medios que alimentan el concepto de la globalización, de la cultura on line? ¿Cómo te sitúas frente a estos espacios?
Una de las paradojas que han ocurrido es que los medios escritos, para no quedarse atrás con respecto a la información en línea y a los medios virtuales, han tratado de imitar sus recursos y sus procedimientos; entonces la mayoría de los periódicos se parecen cada vez más en su diseño y en contenidos web. Tienen muchas imágenes y textos muy breves. Yo creo que es un error muy grave pues están desconfiando de sus recursos, que son diferentes y que solo ellos pueden ejercer. Yo creo que el futuro de la cultura de la letra, en lo que toca al periodismo impreso, está en aprovechar lo que puede hacer este medio y no pueden hacer los demás medios, es decir, en reportajes largos, textos para ser leídos, en el manejo manual de las páginas. Todo esto te da un extra que nunca te va a poder dar el sitio web. Sin embargo, ahora, en este momento de desconcierto y desconfianza están tratando de imitar lo que se produce en línea. Otra paradoja es que la mayoría de los periódicos hechos en México viven de la publicidad en el formato impreso y no del servicio en línea, aunque tengan cada vez más lectores en línea. Entonces el servicio en línea aumenta la circulación pero no las ventas, y mientras esto no cambie será necesario el formato en papel. Esto hay que defenderlo haciendo buen periodismo, que se pueda aprovechar mejor en un formato impreso. Yo no tengo nada en contra de los formatos virtuales y gracias a Internet un escritor de América Latina puede ser leído en los lugares más disímbolos, pero creo que hay que defender la profundidad de la cultura de la letra.
—¿Una novela puede ser una forma de defensa de la literatura? ¿Cómo funcionaria ésta en relación con la historia? No en el sentido de banalizar la historia, pues la novela va más allá de ser un remedo de la realidad…
Me interesan más la relación entre los sucesos reales, que pasaron en el mundo de los hechos y su representación, es decir, cómo contamos nosotros lo real. Esto me viene del periodismo y de la crónica, pero también desde la historia. El tema central de la novela que se ocupa de la historia es plantearse la historia como un problema de conocimiento. Toda historia se cuenta de manera subjetiva; tiene distintas versiones, muchas veces contradictorias. Entonces, el tipo de novela que me interesa, –Respiración artificial, de Ricardo Piglia, Santa Evita, de Tomas Eloy Martínez, Conversación en la catedral, de Mario Vargas Llosa, por ejemplo- es aquella que toma los sucesos reales como un problema de conocimiento, que puede ser interpretado desde distintos ángulos, pero que también tiene zonas que nunca van a ser interpretadas. Es decir, que no solamente contamos lo que conocemos sino que investigamos misterios de la historia que nunca se van a poder conocer del todo. Allí está la puesta en tensión de lo que realmente sucedió y las versiones sobre eso, que son siempre aproximadas, tentativas, provisionales.
Esto me parece fascinante pues recrea un tejido de versiones cruzadas. Yo creo que a lo que llamamos historia es precisamente este tejido, que son como líneas de teléfono que se interceptan unas con otras, y donde están hablando personas que no querían hablar entre ellas. Y a estos teléfonos descompuestos los llamamos la historia. Entonces el conjunto de esas versiones y discusiones es lo que a mí me interesa. No creo en las novelas históricas que te dicen: así sucedieron las cosas, de manera inapelable, porque eso no lo puedo decir nadie. Por supuesto que hay novelas como las de Sir Walter Scott, que tratan de reproducir un hecho histórico como si hubiera ocurrido tal y como se cuenta. Y a veces esas novelas tienen tanto éxito que son más creídas que los verdaderos hechos, pero eso a mí no me interesa porque es ocioso pensar que las cosas solamente ocurren de una manera. Hay que ver las distintas versiones, lo que opinan las personas. Por ejemplo Sergio Pitol escribió una novela sobre esto. Se titula El desfile del amor, y es una novela sobre un historiador que trata de indagar en un hecho real: un asesinato ocurrido en México en 1942. Al tratar de averiguarlo se encuentra con un «rashomon» de interpretaciones que lo lleva a la conclusión de que la única manera genuina de reproducir lo que ha sucedido es la contradicción misma. Es decir, reproducir los discursos contradictorios a la manera de un novelista. Este es un tema fascinante y está abordado de esa manera en mi novela El testigo. En la novela no hay una versión concluyente de lo que pasó y empiezan a salir historias como esqueletos mal guardados, y se trata de responder a ellas, pero sin estar seguro de qué fue lo que pasó.

—Según Octavio Paz, una de las funciones del crítico literario, consiste en conseguir vínculos secretos que existen entre las obras. El testigo tiene un parentesco inocultable con El desfile del amor, la novela de Pitol. ¿Podríamos decir que esta novela influyó en El testigo?
—Ciertamente, ésta es la novela que más me interesa de Pitol. Llegó a un punto culminante ahí. Tan es así que luego se interesó más bien en combinar, en hacer formas híbridas: la ficción con el ensayo y con las memorias, en libros como El arte de la fuga. Es muy interesante por esta reflexión, como decía yo antes, de plantear cuál es el sentido de la narración. Podemos decir que el mundo de la información, de los datos, es un mundo unívoco. Cuando las cosas suceden de un modo, y eso es inapelable, pero el mundo de la narración es siempre ambiguo. Por claro o diáfano que sea, incluye un misterio. Si nosotros contamos un suceso, lo podemos contar en clave de información o de narración. Por ejemplo, el famoso cabezazo de Zinedine Zidane en la final de la copa del mundo de 2006, como dato objetivo, podemos decir que un futbolista termina su trayectoria con ese partido; no obtiene el campeonato del mundo, a pesar de haber sido el mejor jugador del torneo y sale expulsado de la cancha. Ésos son los datos objetivos. La pregunta narrativa es por qué lo hizo y la respuesta es, por supuesto, múltiple. Se trata de uno de esos momentos en donde no basta conocer los hechos para que estos se resuelvan así mismos. Necesitamos la interpretación, la conjetura, la posibilidad y las claves ocultas, muchas veces secretas; incluso la propia interpretación del jugador es insuficiente como lo es la de Marco Materazzi, el jugador que recibió el cabezazo. Estamos ante uno de esos momentos en que la información no basta para resolver el tema. Requerimos de la narración, que forzosamente es ambigua y múltiple.
El libro de Sergio Pitol, El desfile del amor, es una puesta en práctica de este recurso. El protagonista va recibiendo noticias que son datos objetivos que no sirven de nada. Es un historiador que logra atrapar sucesos y esto no le servía de mucho. La única manera de poner en relación los hechos es a través de la conjetura, de lo que pudo haber pasado, de lo que una persona implica, de lo que es contrario a lo que otra persona implica. Yo creo que este ejercicio fue decisivo para mí. Tuve la suerte de leer El desfile del amor en borrador, porque Sergio Pitol vivía en Praga en esa época, y yo vivía en Berlín oriental y ninguno de los dos tenía quien leyera sus borradores. Yo pasaba fines de semana en Praga y nos veíamos mucho. Pitol me dejó leer su novela en borrador. Vi cómo se estaba construyendo, y pude discutir algunos aspectos con él y naturalmente me influyó mucho, como me influyeron muchas de las lecturas de Sergio Pitol, sus consejos como lector, las traducciones que ha hecho, cuando yo mismo he practicado la traducción. Y en buena medida lo hice por consejo de él, como un aprendizaje necesario. Entonces estoy muy cerca de sus maneras de ver la literatura.
—Al principio de esta conversación mencionabas a la Ciudad de México como un escenario tan múltiple, tan complejo. La ciudad de México que aparece en El disparo de argón, y la Ciudad de México que aparece en otras de tus obras, ¿cómo se superponen, y cómo esta ciudad se transforma día a día en ese sujeto complejo, diverso, como ese monstruo que se quiere narrar?
—He escrito dos novelas que tienen a la Ciudad de México como su eje, que son El disparo de argón y Materia dispuesta. En la primera traté de reproducir la ciudad y su sistema de crecimiento a partir de una zona inmóvil, de un solo barrio. La idea era equivalente a describir un océano a partir de una isla que se encuentra en él. De alguna manera, las escenas y el ritmo de vida que allí se concentraran prefiguraran una inmensidad que rodea este espacio. Inventé un barrio que se llama San Lorenzo, donde transcurre la novela. Quise captar una inmensidad inabarcable a través de una realidad reducida. En Materia dispuesta el ejercicio era tratar de captar una realidad inmensa a partir de sus zonas de transformación. Por más grande que sea una ciudad debe tener una orilla y la novela se ubica precisamente en una orilla de la ciudad, donde están los canales de Xochimilco, el último remanente del lago de los aztecas. Es una zona anfibia, entre la ciudad y el campo, la tierra y el agua, lo construido y lo natural, y ahí crece el personaje. También hay una colonia imaginaria, que se llama Terminal Progreso. Él se interesa mucho en conocer la vida por sus restos, por sus huellas. Tiene una pequeña colección que llama su “colección de basuras”, y a mí me parece que una de las maneras de conocer algo es conocerlo a través del desecho que deja. Él se convierte en un videasta con el tiempo porque es un coleccionista de desechos y finalmente aparecen cosas que luego desaparecen. Todo queda en el video, como una huella, pero desaparecen como actos. Digamos que son dos estrategias para captar una ciudad inabarcable.
A El testigo no la considero propiamente una novela sobre la ciudad. Aun cuando hay distintos paisajes urbanos, es una novela que más bien se fija en una zona de resonancia que es el pasado. Es una novela sobre la memoria, sobre cómo fluye el tiempo; tanto el tiempo de la historia de los hechos objetivos como un tiempo personal que tiene que ver con el pasado del protagonista. Una historia de amor inconclusa, la ciudad que él dejó y a la que regresa veinticuatro años después. El pasado del país, el de la vida del poeta Ramón López Velarde que él está investigando. Yo creo que su gran territorio es imaginario, y es el pasado.
—¿De todos los géneros que cultivas hay alguno en el que pudieras decir que te sientes más cómodo?
—La verdad es que con ninguno. Por eso escribo en varios. Es que si fueran cómodos se perdería el reto de la escritura, el desafío. Se volverían géneros con formula. Quizás me divierto más cuando escribo crónicas de fútbol. Es un placer privado que se convirtió en un vicio compartido. Yo no esperaba que eso fuese a suceder cuando cubrí como periodista el mundial de fútbol de Italia, en 1990. Fui a cubrir el mundial sólo con el boleto de avión y las entradas a los partidos. Me tuve que pagar la estancia, y no tenía sueldo ni mayor apoyo. Fue una extravagancia, una oportunidad que pensé que podría hacer por una vez en la vida. Tenía un amigo, que me hospedó en Roma. Con el tiempo, hablar de fútbol se fue convirtiendo en un hábito, tanto para los medios como para mí y de allí es de donde creo que sale una pulsión más grande, como la pulsión del juego infantil.
(Participaron en esta conversación Kazunori Hamada, Gen Yamabe, Ryukichi Terao, Silvia Lidia González, Ulises Granados y Gregory Zambrano).

Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) se pasea entre el mundo de las novelas y los cuentos, el de los artículos periodísticos y las ciudades. Viaja constantemente, aunque confiesa que prefiere estar en Barcelona, reposado, escribiendo sus ficciones. Lo vimos en Tokio, donde tuvo lugar este diálogo informal en el que comenzamos por preguntarle sobre el origen de una de sus novelas más emblemáticas, Jardines de Kensington…

Foto: Gregory Zambrano
Rodrigo Fresán: Hay escritores que se obsesionan con lo que más saben, a mí me pasa lo contrario, que me voy obsesionando en la medida en que voy escribiendo. En el caso de Jardines de Kensington, es una novela que no tenía entre mis planes. En mi infancia no había visto la película de Peter Pan, de Walt Disney, ni había leído el libro que trataba de Peter Pan. Pero una noche mientras veía la televisión, haciendo zapping, me detuve en una película en blanco y negro, muy lenta, de cine mudo o muy antigua, en la que aparecían George Bernard Shaw y Chesterton, vestidos de vaqueros e indios, como jugando en un jardín de una manera muy incómoda. Y en eso entra un hombre muy bajito dando saltos y comienza a darles instrucciones. Era un programa documental sobre John Matew Barrie. Ya no me interesó más, apagué inmediatamente el televisor, pero me quedé pensando en que me gustaría escribir una novela sobre este hombre, que es el autor de Peter Pan. Entonces me compré todas las biografías que había sobre John Mattew Barrie, y no fue que me las leí para después escribir aquella novela, sino que las fui leyendo en la medida en que iba escribiendo, y me sorprendía muchísimo el aliento novelesco de su biografía. Me pareció que el tiempo y la vida dramática de este hombre eran una novela perfecta. Y también, en la medida que escribía, me iba llenando de pánico, pues pensaba que en algún momento la vida de ese hombre dejaría de ser interesante. Cosa que podía ocurrir perfectamente, sin embargo, mientras avanzaba en la biografía, el personaje se me iba haciendo cada vez más apasionante.
El otro tema tiene que ver con el mundo de la infancia. En todos mis libros hay siempre algo relacionado con los niños. En Mantra, esta presencia es muy poderosa; en Esperanto también, en La parte inventada, ocurre de igual manera. Muchos lectores lo señalan, aunque yo, cuando escribo, no estoy muy consiente de eso; pienso en una frase de Barrie, cuando dijo, que lo esencial en la vida nos ocurre antes de los doce años; luego queda otra experiencia profunda, que es también como la ultima experiencia infantil, o su prolongación, que es el debut sexual.
¿Tuviste que hacer una investigación exhaustiva en Inglaterra para reconstruir el ambiente de los jardines?
No. Realmente no fue así. Yo había ido a Londres, con mi padre, cuando era niño, pero fue un viaje fallido. Nos alojamos en las afueras de Londres y no pude visitar nada de interés, ni el Big Ben, ni el Palacio de Buckingham. Lo que sí fue como mi epifanía turística fue haber visto la fábrica que aparece en la portada de “Animals”, el disco de Pink Floyd. Así que empecé a escribir el libro, y en un momento pensé que iría a Londres, pero preferí seguir así como Salgari escribió sobre la Malasia o Julio Verne sobre la Patagonia. Para mí era una especie de Londres imaginaria. Y cuando se publicó el libro, sí fui y tuve una enorme decepción. Como aparece en el libro, yo pensé que Kensington Garden sería una jungla tupidísima, pero no es así, es una especie de planicie; la estatua de Peter Pan es una pequeña efigie, pero me quedé contento porque si hubiese ido antes, la decepción hubiese sido tan grande que tal vez no hubiera escrito el libro. Así que mi Kensignton Garden es mas bien el jardín botánico de Buenos Aires. Y volví de nuevo a Kensignton Garden con mi hijo, que está muy interesado por la arquitectura y me reconcilié un poco. Me gusta que Londres sea algo así como un estado mental, más que una postal.
Gregory Zambrano: ¿Cómo recuerdas tu infancia y adolescencia?, con alegría, con nostalgia…
Rodrigo Fresán: Yo tuve una infancia muy activa con mis padres, que a veces eran como una especie de niños grandes; pero llegó un momento en el que yo me sentía más maduro que mis padres. Mi padre siempre me decía una frase que, vista en la perspectiva del tiempo, siempre me hiela la sangre. Mi padre me decía “yo quiero ser tu mejor amigo”. Y para mí eso era terrible porque yo quería que fuese mi padre, no mi mejor amigo. De mi adolescencia tengo recuerdos lamentables, por ejemplo, cuando mi padre intentaba seducir a mis novias. Una de mis primeras novias me dijo un día: —“pero, ¿qué le pasa a tu papá?”, y yo me moría de vergüenza. Pero bueno, así es la vida. Tengo muy claras las sensaciones infantiles y cuando tienes un hijo, tienes como un flash back, y te conviertes en una persona más sensible y acaso más tierna.
En aquellos años de transición entre la infancia y la adolescencia, te tocó el drama del exilio, el traslado de Argentina a Venezuela, ¿cómo recuerdas esos cambios en el espacio y en el tiempo?
Bueno, aquellos años yo los recuerdo como hechos muy traumáticos. Pero también, vistos en el tiempo, los recuerdo como un privilegio. Haber podido salir de Argentina los diez años, y haber llegado a la Venezuela de entonces. Yo era muy fan del Corto maltés, de Hugo Pratt, y una de las obras de esta serie,Siempre un poco más lejos, transcurría en Venezuela, y yo quería ir a Maracaibo. Tenía esos referentes vivos y los años en que me tocó vivir en Venezuela yo hubiera tenido que pasarlos bajo una dictadura en Buenos Aires; pero la pasé muy bien en Caracas. Vivía en las residencias “Country”, que tenían un salón de fiestas, una gran piscina, y yo podía tener no una sino varias novias. Era una especie de microcosmos aquella vida sentimental entre rascacielos. En ese sentido, no tengo ningún trauma. Yo no me siento argentino puntualmente, pero en mí hay una constante argentina. Recuerdo una frase de Julio Cortázar que dice “ser argentino es una forma de estar lejos”. Y estoy de acuerdo. En Venezuela estuve como cuatros años, sin embargo, cuando lo recuerdo siento que fue más tiempo.
Y luego de esos años tu familia volvió a radicarse en Argentina…
Cuando regresamos a Argentina todo fue muy complicado en la parte académica, porque los programas en Venezuela y en Argentina eran completamente diferentes. Y no me adapté. Por eso, para la ley argentina, soy un sujeto casi semianalfabeta, porque sé leer y escribir, pero no pude terminar la educación primaria. Entonces debía hacer todo desde cero. Yo tenía decidido desde muy chico que quería ser escritor. Desde que tengo memoria nunca tuve otro destino posible para mí, por eso siempre pienso que sigo siendo un infante. En el mejor sentido de la palabra. Yo quería ser escritor cuando mis amigos quería ser pilotos de «Fórmula 1» o Superman, presidente de la República, o integrante de la selección nacional de fútbol. Entonces, fue estupendo no haber tenido que renunciar a mi vocación más infantil y primaria.

Foto: Gregory Zambrano
¿Consideras que fue un privilegio que tus padres te hayan dejado decidir lo que querías hacer cuando eras apenas un niño?
Desde que tengo memoria soy escritor. Recuerdo claramente que cuando entré al colegio primario, a los cinco años, siempre quería terminar la clase para poder dedicarme a leer y escribir. Yo antes de la escuela podía leer ciertas cosas; por ejemplo, recuerdo que aprendí inglés leyendo la obrita del El granjero Pimienta, con un diccionario. No estudié inglés formalmente. El tema de la infancia es para mí muy grato y por eso disfruto mucho estar con mi hijo; cuando entro con él a una juguetería, en realidad voy a comprar juguetes para mí. En Japón estuve buscando un Godzilla para mi hijo. Me encanta que a él le guste Godzilla. A mi me hubiera gustado tener un Godzilla. Pero entonces no llegaban esos juguete a Buenos Aires.
¿Es verdad que apuntabas todo en un cuaderno Rivadavia?
Sí, yo utilizaba cuadernos Rivadavia, allí apuntaba todo. Todavía conservo varios cuadernos Rivadavia con las anotaciones de la infancia. En ellos escribí muchos micros relatos.
¿Y es cierto que llevabas contigo un cuaderno Rivadavia cuando te secuestraron?
Bueno no todo es verdad. La parte del pasado que se narra en ese cuento último de Historia argentina es todo cierto, la del futuro es inventada. Pero es sólo algo que muestra mucho el poder de la literatura. Cuando me secuestraron -realmente me secuestraron- estaba junto a mi hermano, que es un año y medio menor que yo. Pero consideré que, dramáticamente, cuando relataba la historia, no me convenía tener a mi hermano al lado. Ahora, cuando evoco lo que viví, me acuerdo más de lo que escribí, que de lo que viví realmente; es decir, que cuando yo me ocupo del recuerdo de aquel momento, ya mi hermano no está y realmente él estuvo cuando vivimos ese hecho. Lo siento por él, pero él también podría escribir su versión.
¿Con cuál de tus libros te sientes más afín?
Me siento afín con todos mis libros, pero de manera distinta. Quizás con Historia argentina, por ser mi primer libro, tengo una relación especial. La primera vez que lees tu nombre escrito en un formato de libro y lo pones en la biblioteca, es como tu primer amor. Con un beneficio para mí y es que no me arrepiento de ese primer libro, como suele ocurrir con algunos escritores que sí se arrepienten de su primer libro. O no lo reeditan. En Historia argentina ya hay bastante de lo que iba a venir. Después, tengo mucho cariño por Esperanto, sobre todo porque es una novela que escribí en una semana. Y porque es producto de un sueño. Cuando desperté de un sueño recordaba las primeras escenas, pero me puse a escribirlas y sentí que me las dictaban. Así escribí la novela entera, sin parar, durante una semana. Por eso le tengo mucho cariño, porque sé que no voy a poder repetir esta acción. Pero también le tengo poco de miedo. Escribí un capítulo por día y lo terminé al séptimo día, la semana siguiente. Es una cosa rarísima. Y tiene poquísimas correcciones. Lo único que hice en una reedición fue sugerir una foto de Bob Dylan.
Luego, La velocidad de las cosas, es un libro al que le tengo especial cariño porque significa un cambio muy grande en mi ADN de lector y escritor. Esperanto fue tal vez el hecho que motivó esa escritura; el haberme pasado encerrado en un hotel durante quince días leyendo En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Leí los siete volúmenes seguidos. Y eso me cargó tanto las baterías que luego ya no puede parar el ejercicio de escritura. Yo pensaba que Esperanto había sido una especie de regalo y que ahora las cosas se pondrían difíciles. La velocidad de las cosas me parece interesante porque es un libro que también es una especie de teoría del cuento. La literatura argentina es una de las pocas en las que el género rey es el cuento y no la novela. Incluso sus grandes novelas como Facundo, Sobre héroes y tumbas, Respiración artificial, Adán Buenosayres y Rayuela son novelas muy cuentisticas. Para mí la más perfecta formalmente es la de Bioy Casares, El sueño de los héroes, que además es mi favorita y no deja de ser la historia de una novela que quiere acordarse de un cuento. Mantra me gusta porque es un libro escrito por encargo y me lo encomendaron solamente porque estaba casado con una mexicana. Y el editor quería sumar una historia que transcurriera en México. En esa colección hay un libro de Santiago Gamboa, uno de Roberto Bolaño, otro de Rodrigo Rey Rosa. Yo hubiera preferido escribir situándome en Nueva York. Entonces tuve que recurrir a cosas que mí me gustan mucho de México, como los cómics, la lucha libre, y otros elementos que tienen que ver con el lenguaje.
¿Crees que haya un “acento” particular en tu escritura, es decir, que el hecho de asumirte en tu lengua materna deje esos rastros en la escritura artística?
Yo no escribo con un español porteño, sino que trato de escribir en un español muy neutro, como el doblaje de las series o películas que hacen en México. Pero ese también es el español de Borges cuando traduce, el de José Bianco, el de Enrique Pezzoni, cuando traduce Lolita o Moby Dick, y yo creo que es el mejor español. Es un español esperántico, neutro. Cada una de mis novelas tiene un atractivo diferente. Por ejemplo, Jardines de Kensignton me ha dado muchas alegrías por cuanto se tradujo a dieciocho idiomas, o a diecinueve, incluyendo ahora el japonés -que está en camino- y en el fondo, es un libro que tuve que recortar, lo comprimí y lo convertí en otra cosa, una especie de prosa poética, es más lírico. Y como me gusta mucho la ciencia ficción siento que éste es un libro de ciencia ficción que le da gran importancia al pasado. Y La parte inventada me gusta mucho porque es el libro más personal, aunque en él no cuento cosas reales. Con Vidas de santos y con Trabajos manuales, tal vez son libros con lo que tengo una relación difícil. Quizás porque los dos vienen después de haber tenido mi primer éxito como escritor con Historia argentina. Porque con este libro yo supe lo que es acostarse un día como un desconocido y unas horas después, amanecer siendo famoso. Nunca ocurrió algo así y nunca me lo han perdonado. Fue número uno en ventas, tal vez por el enganche con el título. El editor no estaba de acuerdo con el título, porque pensaba que la gente iba creer que era un manual escolar de historia. Y por eso me costó mucho luchar para que se titulara de esa manera.
Luego vino Vidas de santos que es un libro provocador, revulsivo. Pero ni siquiera el Vaticano se escandalizó, que eso nos pudo haber salvado. Pero un año después salió Dan Brown con El código Da Vinci y le ocurrió lo que me tuvo que ocurrir a mí, y hoy yo fuese millonario. O si por lo menos, hubiese sido prohibido por Juan Pablo II… La idea de este libro es que cuando nace Jesucristo, tiene un hermano mellizo. Así, va Jesucristo por el mundo mientras al otro lo tienen encerrado en un monasterio para que cuando crucifiquen al otro, el mellizo aparezca diciendo: “!Resucité!”. Ese es su único momento de gloria. Es un resentido absoluto pero con un agravante, y es que el tipo es inmortal. Y eso tiene lo peor de ambos mundos, porque tiene que hacer las veces del hermano y quedarse así para siempre sin poder decir: éste soy yo y no aquel que andaba diciendo “amaos los unos a los otros”.
En una entrevista hiciste un comentario acerca de la zona misteriosa, muy personal, que hay en la literatura. En esta nueva novela, La parte inventada, ¿haces algo con esa zona misteriosa?
Lo que dije es que la literatura, no es que haya perdido todas las batallas, sino que ya no es lo que era. Que la novela ya no es el artefacto donde la gente conocía otros mundos, o recibía ideas, porque la gente tiene otros medios donde busca y encuentra eso, ni mejor ni peor, porque el libro no tiene la garantía de que la gente encuentre algo noble; pero me parece que la única zona de misterio que le queda a la literatura es el estilo. Lo único donde se puede competir con los medios audiovisuales. Hay ciertos directores de cine que sí son unos estilistas. Como Stanley Kubrick, por ejemplo; pero también directores como Terrence Malik, o los hermanos Cohen o Woody Allen. Para mí todos ellos están más cerca de la escritura que del cine. Me parece que estando todo perdido, que no queda nada para ganar, y esto sobrepasa la crisis del sector literario, de la escritura y del papel incluso, creo que es el momento de los grandes gestos. Paradójicamente, ya que puedes hacer realmente lo que quieres. Me parece muy bien que aparezcan novelas cada vez más extremas, más complejas, menos complacientes.
¿Por qué siempre en tus libros hay escritores como personajes?
No sé si sea mi vocación primera como escritor o una forma de permanecer en la infancia, pero los amigos escritores, o la vida de los escritores, siempre se me ha hecho muy interesante. Un amigo mío, Alan Pauls, que es un escritor también argentino, siempre me hace una apuesta. Si en tu próximo libro no hay un escritor te pago una cena en el mejor restaurante que elijas. Lo acepto, pero siempre pierdo la apuesta. La parte inventada era mi intento de acabar con todos los escritores que hay en mis libros, pero no pude. Traje de vuelta a un escritor. Me gusta leer la biografía de los escritores y también me parece que sus vidas son muy interesantes.
En tus obras, me parece que lo ficticio está en la mente de los personajes, pero la verdad también está en la mente…
La parte inventada trata sobre eso, ¿cuánto de verdad debe haber en algo para luego pueda ser inventada? Me gusta mucho una expresión de Nabokov, cuando dice que la realidad está sobrevalorada. La realidad no es más que información más especialización. Así que si uno es escritor, va a tener una relación literaria con la realidad. Pero, por ejemplo, si tú vas a un restaurante y comes un pan, no hay nada más allá de ese acto natural de comer, pero si va un panadero, ve la cantaste del pan de otra manera, porque esa es su zona de especialización. Pero hay otra realidad en la que nos movemos todos, que es una realidad neutra. Igual que pasa con los niños, que tienen una relación aparte con el mundo real, que es de su propio tamaño. Al principio, para el niño todo es gigantesco y luego todo comienza a achicarse. Borges dijo que el pasado es la memoria y el futuro son la esperanza y el miedo. Todo está en la mente de las personas. En la medida que vas creciendo el pasado es cada vez más grande y el futuro es cada vez más pequeño. Tienes más para recordar, y recordar es reescribir. Eso está en todo mis libros, pero quizás en La parte inventada está tratado de manera más exhaustiva.
¿Podrías mencionar algunos autores o libros que te hayan influido -si pudiera decirse de esa manera- o que te hayan ayudado a escribir?
Ese tema de las influencias es algo muy complejo, uno tiende a pensar que los autores que más te gustan son los que mas te influyen, pero no siempre es así. Podría ser el caso de que se tengan muchas influencias, pero que no se está consiente de ello y te las reencuentras luego. Por ejemplo, yo leí a Nabokov muy mal traducido al español durante mi adolescencia; no volví a leerlo hasta hace muy poco, traducido al inglés y cuando lo releí me di cuenta de lo mucho que me había influenciado. Y Nabokov no están entre mis autores preferidos. Me gustaría hablar más que de autores, de libros. Me marcaron mucho Drácula, Martin Eden, una novela criptobiográfica de Jack London, eso cuando era niño. Después tuve mi periodo de lectura de Keruac. Todos los escritores beatnik me parecen muy interesantes. Luego Proust,En busca del tiempo perdido. También Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut, que tiene un párrafo que yo siempre cito en todos mis libros. Un párrafo sobre los libros y los extraterrestres, en el que todo transcurre al mismo tiempo. Es el libro que me hubiese gustado escribir, que me ha influido mucho, tanto en lo formal como con el tratamiento del humor, y en cierto tono de escritura; también las novelas de John Banville, un autor irlandés. Entre los escritores, podría mencionar a Adolfo Bioy Casares, que me gusta mucho más que Borges, lo cual siempre me ha traído muchos problemas, pero yo no tengo ningún reparo en decirlo. También me gustan Roberto Bolaño y Enrique Vila Matas, amigos muy cercanos.

Colaboraron con esta entrevista los académicos y traductores Ryukichi Terao y Akifumi Uchida, a quienes expreso mi gratitud.
©Gregory Zambrano. Tokio, 2015
Una respuesta a “Entrevistas”