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Ango Sakaguchi sobre la decadencia de Japón: el caos necesario

Por Gregory Zambrano (@gregoryzam)

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El escritor aguza los sentidos ante un país que parecía desdibujarse, sumido en la frustración. Intenta cambiarle el rostro a la desesperanza, mientras su memoria reconstruye algunos pliegues sensoriales del maltrecho experimento de recomenzar. El impulso melancólico puede encontrarse como una atmósfera en los ensayos de Ango Sakaguchi. El primero, titulado “Mi visión de la cultura japonesa”, fue publicado en marzo de 1942 y marca su primera mirada cuestionadora de los estereotipos que han prevalecido en cualquier acercamiento a la cultura japonesa, hasta el presente. Su atisbo está enfocado más bien en lo disonante y revela que la añoranza muchas veces encubre a plenitud la esencia, lo que le da sentido a las pasiones. Por ello encara con cierto malestar lo que llama “lo japonés”, percibido a veces como algo patológico, al igual que cuestiona el concepto de “lo vulgar”, como algo inherente a la condición humana; se plantea el sentido de “la casa” como un espacio de seguridad engañosa,  y rehace la idea de belleza, que encuentra en espacios despojados a priori de esa condición, tales como una cárcel, una fábrica de hielo o un barco encallado.

Posteriormente Sakaguchi publicó dos ensayos más, que le darían notoriedad nacional e internacional. Ambos fueron escritos a comienzos de la posguerra: “Sobre la decadencia”, publicado en abril de 1946 y “Más sobre la decadencia”, en diciembre del mismo año. Ambos aparecieron en la revista Shinchō y fueron escritos desde la perspectiva de la derrota, ya como una certeza, pues el autor desde el principio estaba convencido de que Japón no tenía posibilidad de salir victorioso de la guerra, y en esa visión crítica pudo desmontar la farsa que se escondía en el nacionalismo, que hacía a buena parte de la sociedad irremediablemente conformista frente al destino. Los tres ensayos se reúnen en el volumen titulado Sobre la decadencia (Madrid, Satori, 2020), traducido por Lucía Hornedo Pérez-Aloe y con prefacio de Iván Díaz Sancho.

PORTADA SOBRE LA DECADENCIA

Desde que comenzó la era Meiji en 1868, se impuso a los jóvenes japoneses un sentido retórico en relación con la lealtad, el sacrificio y la muerte, como formas de servir a los valores del imperio. En ese sentido, el motivo inspirador de los kamikazes era sacrificarse por un ideal noble y bello; la muerte era vista como un ejercicio de liberación, de fugacidad, solo comparable con la belleza de la caída de los pétalos de cerezo en la primavera. Las consecuencias de la guerra, negativas desde todo punto de vista, llevaron al joven escritor Ango Sakaguchi a plantearse un giro en la concepción de ese ideal, viéndolo como algo propio de una cultura decaída y pesimista, que intentaba rehacerse sobre las cenizas de la destrucción.

El bushidō como código de honor y los samuráis como depositarios de ese honor, representaban modelos de un Japón que ya no era; obsoletos para el nuevo orden que se avenía con la posguerra, no tenía sentido sostener arbitrariamente su poder solo como representación de un valor simbólico: “El bushidō, esa rudimentaria moral que inventaron, tenía su máxima razón de ser en blindarse ante los asuntos débiles del ser humano”, dirá de manera contundente. Quizás la percepción de Sakaguchi fue temeraria, al apostar su objetivo hacia la visión del futuro y ante la inevitable occidentalización, afirmar que ya no eran viables en Japón los ideales de su tradición estática.

Mucho se ha insistido en que, entre los principales problemas de la posguerra, uno de los más recurrentes es el tema de la identidad. La identidad japonesa se había construido como una forma de resistencia, reivindicando aspectos añejos, como los templos, las ciudades antiguas, la ceremonia del té, las maiko, las geishas y el sumo, que a la larga se convirtieron básicamente en convenciones y conceptos para reivindicar la simplicidad, pero también para entender aspectos como el honor, o el hecho de morir por la patria, como formas de encubrimiento; así por ejemplo, la paradójica manera de justificar la honorabilidad del deber que expresaron muchos padres al recibir los cadáveres de sus hijos muertos en combate.

Ango Sakaguchi enfila su opinión contra la visión estereotipada de Japón; la valora desde una perspectiva negativa al rebelarse, no para subvertir el orden, sino más bien para cuestionar el nacionalismo desde una perspectiva liberadora que él cree necesaria. En ese sentido era un disidente. Cuestiona el acercamiento que entonces ya empezaba a tener la perspectiva orientada a idealizar valores —como la belleza o la espiritualidad—, pues le interesaba mostrar más bien el sentido decadente de la sociedad a la que pertenecía. Pero ese declive tiene una perspectiva muy particular que el ensayista articuló a contracorriente. Como ha sido notorio, Sakaguchi tuvo una juventud bastante contradictoria, persiguió una formación espiritualista basada en valores de la cultura india, con niveles de sacrificios y privaciones personales que tuvieron efectos negativos en su salud; se congregó con otros jóvenes escritores —Osamu Dazai, Kazuo Dan, Jun Ishikawa y Sakunosuke Oda—, bajo la denominación de buraiha  (“los libertinos” o “degenerados”), un grupo que quería disfrutar de la libertad basada en los derroches sensuales y con frecuencia se reunía en el bar “Lupin” de Ginza, para disfrutar del alcohol y conversaciones fuera de los tabúes, el disimulo y la censura.

5Sakaguchi joven

Sakaguchi nació de Niigata en 1906 y desde joven se aficionó a la lectura de autores occidentales emblemáticos como Balzac, Poe y Baudelaire, entre otros, y de escritores japoneses como Tanizaki y Akutagawa. Siguió estudios de filosofía india en la Universidad Tōyō, pues dado su interés en el budismo, en temas religiosos y en la búsqueda de la verdad, persiguió la idea de alcanzar la iluminación. Aficionado a las lenguas, principalmente el latín y el francés, se dedicó desde muy joven a la literatura. Salió de su tierra natal, vivió en Tokio y luego pasó una temporada en Kioto,  escribiendo una novela, que tituló Fubuki monogatari (Historia de una ventisca), publicada en 1938, la cual no tuvo el éxito que esperaba.

Volvió a Tokio al comenzar la guerra y se instaló en uno de los barrios que fue más severamente afectado por los ataques aéreos. Sin embargo, resistió bajo los bombardeos y convirtió esa tenacidad en una reflexión profunda sobre su contemporaneidad. “Si bien somos muy sumisos a las normas, en el fondo sentimos lo contrario. La historia de la guerra japonesa más que dictada por el bushidō, es una historia de ardides, y comprenderemos mejor sus mecanismos si, en vez de confiar en el testimonio de la Historia, escuchamos nuestro propio interior”. Y eso es lo que intentó en sus ensayos.

Portada En el bosque bajo los cerezosQuizás su obra más conocida sea En el bosque, bajo los cerezos en flor, de 1947. Al final de su vida, alcanzó gran notoriedad como novelista, ensayista y cuentista. De alguna manera fue un guía para muchos jóvenes que trataban de encontrarle sentido a sus vidas en la posguerra. Estos jóvenes reconocían en él la expresión de su propia angustia. Sakaguchi murió repentinamente, a causa de un aneurisma cerebral, en 1955. Tenía 48 años. A su funeral asistieron prestigiosos escritores como Haruo Sato y Yasunari Kawabata, quien pronunció la oración fúnebre.

El valor literario que expresa su escritura ensayística y el valor histórico que se le reconoce en la sustancia de estos documentos es notable. En Sobre la decadencia, una vez que cuestiona la razones por las cuales se siguió de manera ciega el liderazgo militar para hacer la guerra, revela realmente una visión sin censura del ideario que había sostenido la tradición japonesa, pero lo que él cuestiona y en lo que persiste, es en las pasiones —humanamente insaciables— y su disfrute contumaz, evidenciadas en el desenfreno amoroso, las sustancias estimulantes, el ocio y otras formas de subvertir la moral conservadora. Muchos jóvenes lo leyeron como una guía para encarar la razón de ser en la posguerra o acaso como la necesidad de hacer un mea culpa, necesario para emprender el camino del renacimiento de una nueva sociedad. Sus reflexiones sobre el emperador, las tradiciones, la identidad y el comportamiento social, en general, siguen teniendo alguna vigencia por cuanto persiste esa visión ecléctica del país que mira hacia el futuro, pero que está anclado fuertemente en las tradiciones del pasado.

La defensa a ultranza del poder divino del emperador conformaba una especie de enajenación generalizada que justificaba el devenir, ante lo cual Sakaguchi se mantuvo escéptico y cuestionador: “Autoproclamarse divino y exigir al pueblo reverencia absoluta es inviable”, escribía. Más que el valor que puede haber en la idealización de los templos o los jardines, quiso expresar que la belleza reside en lo que es utilitario, en lo que sirve al hombre para resolver sus necesidades y es desde allí que pondera su valor estético. Piensa que el devenir está marcado principalmente por lo que será necesario al hombre. Sakaguchi fue un escritor mordaz, arriesgado, capaz de quitar el velo a las dobleces que sustentan una idea de civilización y cultura basados en la simulación. Para él lo necesario es lo que importa y eso ya iba en contra de los valores establecidos. En su perspectiva los valores verdaderos están en la dimensión primordial de lo necesario, expresar esto en su tiempo era sumamente audaz, se diría que para la mayoría de los japoneses era inconcebible. Por eso se admira su valentía, pues hizo serios cuestionamientos a partir de una visión lógica y sobre todo libre, que para muchos era una forma de autocensura. Más allá de la contemplación estática que reside en la belleza tradicional, su esfuerzo sintético buscaba subvertir aquella mirada acartonada y rígida que había prevalecido durante tantos años.

¿Sakaguchi hubiera escrito estos ensayos si no hubiera sido un protagonista de la guerra, si no hubiera visto caer frente a sus ojos las edificaciones, los hogares de gente conocida, las calles y los templos? ¿Su expectación justificaba el inminente peligro de la muerte? Tal vez no. Quiso estar allí y presenciarlo todo para después intelectualizar su experiencia, consciente de que “lo único que une al individuo con la guerra es la muerte”.

La terrible realidad era de alguna manera el laboratorio en el que podía percibir y contrastar comportamientos humanos, al mismo tiempo que iba reflexionando sobre el mundo que se convertía en ruina frente a sus ojos. Sakaguchi reaccionó con su mirada punzante en medio del desconcierto. Por eso, para él no había mucha esperanza en el futuro. Aunque el deber primordial significaba sostener la figura del emperador como un ideal de cohesión, pensando en posibilidades futuras de pacificar y democratizar a Japón, era necesario también atribuir buena parte de la responsabilidad a la casa imperial. Eso permitió que en el proceso de pacificación de la posguerra se mantuviera la figura emblemática del emperador, aunque ya despojado del carácter divino y más vinculado a la preeminencia de una incuestionada nobleza. Esa pausa arropaba entonces una especie de declaración de humanidad que permitía redimensionar el devenir de Japón.

El uso del término “decadencia” en Sakaguchi es significativo. Lo considera un elemento inherente a la naturaleza humana; para él no es un motivo vergüenza, sino la constatación de que el hombre decae debido a su condición humana: “No decae porque haya perdido la guerra. Decae porque es humano, decae simplemente porque está vivo” . Según Sakaguchi, es necesario que las personas recorran indefectiblemente hasta el final el camino de la decadencia; ésta es una forma de tocar fondo, pero también es la oportunidad de recomenzar. Y ese sentido se ha asimilado, más allá de su ambigüedad, como una manera de asumir que aún los conceptos más rígidos pueden ser cuestionados, transformados o negados. Forma parte de la condición humana y en todo caso se reivindica la necesidad de llegar al caos y abre el camino a la posibilidad de volver al orden otra vez. Advertir la necesidad de sanar era una forma de asumir que la sociedad estaba enferma. En ese sentido, la interpretación tendría una connotación positiva. Asumir la condición decadente era para él una forma de posicionarse con sinceridad y sentido realista en la expectativa de unas condiciones más favorables. Su pensamiento no es pesimista sino, por el contrario, es promisorio; después de tanta muerte, producto de la devastación, habría un renacer del hombre y de la cultura verdaderos, es decir, vendría un cambio necesario para construir una nueva historia. Y esto era también un cuestionamiento a la carrera bélica de Japón. ¿Qué es lo que queda al final de la guerra? Un hombre sobreviviente, vulnerable, desnudo de solemnidad y, sin embargo, esperanzado. Su obra es en sí una declaración por la vida y por el anhelo, que emergen de un contexto sumamente negativo, oscuro y pesimista.

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En medio de la guerra nadie puede pensar con libertad y todos están sometidos a la coyuntura, impelidos por la necesidad de conservarse con vida a pesar de la destrucción, pero en el fondo lo que se desea es que termine pronto, no importa ya el resultado, la victoria o la derrota, sino que la guerra acabe. En ese sentido, para Sakaguchi la conciencia de la sobrevida, ya sin la represión ejercida por el Estado que sostiene el conflicto, es el camino para recuperar la libertad y por consiguiente, los japoneses tendrían la posibilidad de volver a sentirse dueños de sí mismos, es decir, perfectamente humanos. Con la derrota, y la declaración del emperador el 15 de agosto de 1945 en la que admitía que era necesario asumir “lo soportable e insoportable, lo insufrible e insufrible”, los japoneses se liberaron de alguna manera del sistema imperial, de la fatalidad del destino como impulso divino y volvía a situarse la idea de liberación como algo psicológico por cuanto exoneraba al pueblo japonés de la muerte segura.

La derrota, de alguna manera, les devolvió la fe en la vida. Cuestionar la infausta superioridad del ejército y la condición divina del emperador se convirtió durante mucho tiempo en la mirada crítica al sistema imperial; algo que era tabú, y por consiguiente no se podía cuestionar, así que muchos jóvenes que participaron como miembros del ejército del emperador tenían que seguir ciegamente sus principios. Los ensayos de Sakaguchi sirvieron para que muchos jóvenes se quitaran la venda de los ojos. El desconcierto de la posguerra y la consecuencia de una especie de abatimiento social, se trocaron después en lucidez en el sentido de propiciar la liberación psicológica. Su pensamiento ayudaba a exorcizar los fantasmas de la guerra y reclamaba el derecho a pensar y a cuestionarse en la plenitud de su condición humana.

Señala la traductora Lucía Hornedo que: “Las contundentes afirmaciones de Ango de que sentir miedo a la muerte o quedarse impasible ante la destrucción no son reacciones por las que sentir vergüenza sino sentimientos profundamente humanos, ayudaron a muchos japoneses a afrontar esta convulsa época de transición que fue la guerra y a mirar hacia el futuro”. A lo largo del tiempo se ha reconocido que el pensamiento de Ango Sakaguchi captó la esencia de la época y aventuró un desenlace que la historia confirmó, de allí su carácter visionario, y profundamente innovador. Sin demeritar sus alcances debido a las oscilaciones y a veces contradicciones que pudieran hallarse en sus ensayos, se ha destacado que estos expresaron un malestar colectivo como lo han hecho pocos documentos en la historia de Japón.

Oportuna la publicación de estos tres ensayos de Ango Sakaguchi, reunidos en un precioso volumen. El lector podrá admirar también su estilo narrativo en el modo como intercala los episodios de su cotidianidad, acompañados siempre por las resonancias de una reflexión en voz alta, que apela al seguimiento expectante del escucha. Esto también hace que la lectura sea un acto ameno y diría que inolvidable, a pesar de los temas disonantes que aborda.

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Sakaguchi Ango, Sobre la decadencia, prefacio Iván Díaz Sancho, traducción, notas y epílogo Lucía Hornedo Pérez-Aloe, Gijón, Satori Ediciones, 2020, 158p. ISBN 978-84-17419-54-7 (Fotografìas por Hayashi Tadahiko)

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Mori Ponsowy. Okāsan: el fulgor de los adioses

Gregory Zambrano
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Okāsan. Diario de viaje de una madre (2019), de Mori Ponsowy es un libro de crónicas de viaje y es un itinerario; una bitácora y también un antídoto contra la tristeza. La madre evoca al hijo que se ha ido a vivir en Japón cuando apenas ha traspasado el umbral de la adolescencia. Él siempre quiso, desde niño, conocer aquel país que imaginaba y se aparecía en sus sueños. Ella viaja desde Argentina para visitarlo y durante dos semanas vive una experiencia afectiva, sensorial, subjetiva y contradictoria.

Escribe su itinerario, necesita recordar cada paso, cada paisaje, calles y esquinas, lugares que quiere preservar como un sello en la memoria. Reconstruye diálogos, desvela sentimientos y cada vuelta de hoja es un punto de inflexión en su papel como madre y compañera de aquel hijo único, durante todas las etapas de su vida. Siempre viajaron juntos, nunca se habían separado. Cuando el joven Mati se prepara para la gran aventura, pasa unos pocos días con su padre, que entonces vivía en Venezuela. Encuentro y despedida, porque poco después de iniciar su ansiado viaje a Japón el padre muere.

el padre

En la bitácora se capturan los pormenores del recorrido, y con un lenguaje metafórico la narradora contrasta constantemente lo intuido, lo temido e imaginado y lo real que la sacude. Una atmósfera de cercanía y tensión se va apoderando de los viajeros por fin reunidos.

Okāsan es un libro de encuentros y despedidas, que deja abierto el camino a la confesión y a la melancolía. La experiencia del reencuentro es única e irrepetible, y va mucho más allá de las expectativas. La escritura ayuda a encontrar algunas certezas, entre ellas el temor a la pérdida, la convicción de que el dolor producido por el distanciamiento nunca desaparece.

La madre entreteje su propia historia como un relato paralelo, que en distintos momentos se quiebra, y se cruza con la de su hijo. Sus propios gestos de rebeldía adolescente ahora se confrontan con los del hijo. Como si estuviera frente a un espejo que le recuerda sus años pasados e interpela en su memoria la relación con sus propios padres, esforzados y protectores.

mi madre

En la antesala del viaje la madre describe pormenores de su vida entre Argentina, donde ella nació, y Venezuela, donde nació su hijo. Luego, su permanencia en Estados Unidos, donde ambos pasaron un buen tiempo. La narración va desplazándose por distintas geografías hasta volver al presente para seguir la pista del niño que soñaba conocer Japón, pero que antes pudo hacer un viaje de autorreconocimiento, una experiencia de expectativas sobrevenidas en un programa de Work and Travel que llevó al joven, con dieciocho años recién cumplidos, a Nueva Zelanda. Lo más importante de esa experiencia fue constatar que ya no quería seguir sus estudios universitarios en Argentina y que había llegado el momento de emprender el camino de los sueños de la infancia: desde la historia del Ratón Pérez, que le escribía cartas donde hablaba de sus viajes,  hasta la fascinación inicial ante los kanjis, ideogramas del idioma japonés combinados con los juegos de Pokémon. Después de aquella experiencia neozelandesa, vinieron los estudios más sistemáticos de japonés, inglés y matemáticas, pasos necesarios para poder seguir una carrera universitaria en Tokio.

El ojo fotográfico de la narradora permite reconstruir a través de la escritura cada una de las filigranas por donde pasa. Aguzar la pupila para detallar formas y colores y volverlos escritura; es también una manera de respirar en ese espacio de contrastes y dar cuenta de su singularidad. Muchos lugares de Japón le ofrecen ese resquicio para captar el detalle: “Todo, aquí, es tan distinto. No hay una sola irregularidad del pavimento. Hay silencio. El aire es límpido. No hay veredas en esta calle angosta. Las tapas de las alcantarillas son todas diferentes: cada una tiene dibujado un motivo en relieve. A veces los motivos se repiten, lo que no se repite son los colores con los que están pintados los espacios entre las áreas en relieve. Flores o formas geométricas de color amarillo, azul, rojo, blanco, verde”.

Kioto en otoño
«Kioto en otoño». Foto: Gregory Zambrano. Colección: Caleidoscopio del paisaje japonés.

La narradora constantemente mira hacia el pasado de su hijo y del suyo propio. Son muchas las imágenes que recuperan los recuerdos, y otras tantas que reconstruye cuando mira sus cuadernos de anotaciones. Recurre a su diario de madre primeriza e, inevitablemente, encuentra que hay mucho de nostalgia en la certeza de que aquel paraíso ya no será posible.

El camino hacia Japón no fue fácil para el hijo. La experiencia neozelandesa le había proporcionado un entrenamiento para aprender a desenvolverse y romper ciertas barreras, como la dificultad para hacer amigos o comunicarse con los demás.  Postularse para un programa de becas en Japón, que le permitiera seguir estudios de pregrado, significó un enorme esfuerzo de aislamiento casi monacal, que lo obligó a concentrarse en rutinas agotadoras y sostenidas para mejorar las destrezas exigidas por el proceso de selección; sin embargo, ese primer intento no rindió los frutos esperados. No obtuvo la beca y este fracaso, lejos de amilanarlo, le infundió las fuerzas necesarias para volver a intentarlo un año más tarde.

El hijo que ya se ha hecho hombre y que tiene al parecer su propio camino ya trazado, muestra ante los ojos de la madre la dualidad que encara el desplazamiento de un péndulo estremecedor, entre la admiración y el deseo, que no deja de producir cierto desconcierto: “lo veo partir,  lo veo de espaldas. Me gusta. Lo amaría aunque no fuera su madre. Si yo tuviera su edad y no fuera su madre, lo amaría”.

Pero esta confesión también forma parte de los instantes de desasosiego, cuando la narradora pareciera constatar que el hijo ya quiere estar solo, en el espacio que eligió para quedarse, lejos del nido familiar, de la mirada y los abrazos sobreprotectores de la madre. En este punto hay alguien desesperado, desasido, que solo puede escribir. Esa autorreferencialidad surge a menudo, cuando la escritura no alcanza: “¿Cuánto más puedo contar?¿Qué tanto puede decir una madre acerca del orgullo, la nostalgia, la satisfacción y el dolor que siente cuando su único hijo —un hijo aún muy joven, no del todo adulto— ha partido tan lejos? ¡Y pensar que en otros lugares del mundo, hijos de otras madres, hijos menores que el mío, parten a la guerra!”.

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Y nuevamente la escritura es como un recurso de salvación ante el destino inexorable. En las entrelíneas de estas crónicas de viaje se intercalan otros márgenes de reflexión y otras experiencias de lenguaje: una novela inconclusa, la frustración de haber perdido el rumbo de la historia, o la certeza de estar frente a una encrucijada en la que el paso siguiente es definitivo: “¿Cómo seguir? Sucede lo mismo cuando escribo una novela. Empiezo con entusiasmo pero, cuando voy más o menos por la mitad, la encuentro llena de problemas que parecen imposibles de resolver: entro en pánico y no puedo escribir más. Me pregunto por qué elegí -como si fuera algo que uno elige- ser escritora. Me deprimo. Pasan meses en los que no puedo avanzar ni una sola línea. Me doy por vencida. Me concentro en las clases, en los artículos y en la lectura”.

En el presente de la narración hay una urgencia de la palabra, la que se escribe para registrar el momento y la que quiere expresarle a su hijo; una conversación pendiente que se posterga, siempre esperando una mejor oportunidad, pero que no llega. La madre aguarda por ese instante, que se va prolongando a lo largo de los días. La voz interior llena los silencios y aplaca la ansiedad.  Ya se anuncia el final del viaje, y también la culminación del recorrido introspectivo. El tiempo se agota y aquel momento tan esperado para decir lo guardado celosamente sigue lejos. (No me corresponde como lector revelarlo aquí).

Jardin del Hotel New Otani
«Jardín del hotel «New Otani», Tokio. Foto: Gregory Zambrano. Colección: Caleidoscopio del paisaje japonés.

Todo lo que queda es escritura, es palabra e imaginación. Leemos este testimonio como un relato de alguien que desea confesar lo singular. Es la compañera de viaje quien cuenta, es la “okāsan”, la madre que se ve junto a otras madres, que también atesoran sus historias y que se encuentran bajo la misma atmósfera íntima y a la vez colectiva del onsen, el baño tradicional japonés de aguas termales: “Una mujer está desnuda en el agua caliente, de noche, bajo las estrellas. Una mujer está desnuda, tiene un hijo que ha crecido y se ha ido lejos. Una mujer está desnuda y llora. Lo que nos hace parecidas es mucho más que todo lo que nos diferencia. Amo a estas mujeres. Me siento una más entre ellas. Imagino que en los albores de la humanidad también habremos hecho lo mismo. Nos habremos bañado desnudas, juntas, bajo las estrellas. Habremos extrañado a nuestros hijos que, ya adultos, se han ido de caza. Habremos llorado, sin estar del todo seguras si esto es la felicidad”.

Esta historia tan personal, tan íntima, primero se abre al lector como ante un amigo cercano, pero no para buscar complicidades, sino para constatar que ha valido la pena hacer el largo viaje, y segundo, como una forma de autoconocimiento. Ella va en procura del hijo, pero también de su propia voz; quiere mitigar su angustia y desazón en compañía de un lector ausente .

Espejo de agua
«Espejo de agua». Foto: Gregory Zambrano. Colección: Caleidoscopio del paisaje japonés.

Antídoto contra la tristeza, la de quienes —padres y madres— hemos visto partir a nuestros hijos, porque de alguna manera seguimos aferrados a ese ser que ha dejado el nido familiar para iniciar su aventura vital en tierras lejanas. Queda el vacío, queda el silencio, y siempre una certeza: “Sé lo que quisiera transmitir, pero no sé si pueda hacerlo con palabras. El idioma, a veces, no alcanza”.

Sólo podemos escribir sobre los libros que nos conmueven, y Okāsan es uno de esos relatos que en su superficie son como el agua reposada, mansa y transparente, pero que en su interior guarda el misterio borrascoso de los fondos abisales.

                                                                             (Tokio, mayo de 2020).

Mori Ponsowy Foto Gregory Zambrano
Mori Ponsowy en una cafetería de Ginza, Tokio. Foto: Gregory Zambrano.

Mori Ponsowy, Okāsan. Diario de viaje de una madre, Buenos Aires, Penguin Random House, 2019, 140 p. La autora nació en Buenos Aires. Ha vivido en Perú, Venezuela y Estados Unidos. Es autora de los poemarios Enemigos afuera y Cuánto tiempo un día. Ha publicado tres novelas: Los colores de Inmaculada; Abundancia y Busco un amigo. Actualmente reside en Buenos Aires.

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Juan Liscano: la pasión observada

Por Miguel Ángel Campos (@mcampostorres)

El 7 de julio de 1915 nació en Caracas Juan Liscano. Hombre de múltiples facetas y autor de una obra extensa y rica en sus múltiples registros. Fue un empeñado divulgador de la cultura venezolana, puso su acento en la recuperación de las manifestaciones del folclor, en la edición y en el fortalecimiento de las instituciones culturales venezolanas. De igual manera, en su obra creativa encontramos títulos fundamentales, tanto en la poesía como en la crítica literaria y la reflexión sobre su tiempo. Liscano murió en Caracas, el 17 febrero de 2001. Aquí lo recordamos con este enjundioso ensayo de Miguel Ángel Campos.

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Juan Liscano en su estudio. Foto: Ricardo Razetti.

Juan Liscano nos ha dejado un testimonio marginal sobre la evasión, está en una conversación con Arlette Machado, su poder de representación desborda la propia experiencia del sujeto, y en esa medida se hace arquetípica, ajusta en todos sus detalles a la aspiración de quien siempre dijo estar inconforme con la proyección de su vida. Manejaba hasta su casa —dice— en una calle de Caracas, sumido en un automatismo venido del desdén por la rutina, de ponto siente que el lugar no le es familiar, había perdido la ruta, el sentido de orientación, pero el no saber dónde está no lo hizo presa del desconcierto, tampoco de temor, sino de alegría. Se había producido la ruptura con lo cotidiano desde un acto de fuerza al margen de la mentalización de sus angustias, pero sin duda como resultado de su lucha contra lo anodino, los residuos del pasado circular. Toda su experiencia parece estar signada por esta clase de incidentes de reminiscencia freudiana: de apropiación, de regresión, transferencias, inside. En él vigilia y sueño, razón y fantasía, no eran compartimentos estancos, sino dimensiones conectadas por una fisura, la manera de acercamiento en una psiquis de alta absorción; uno se imagina que en alguien así eso que los psicoanalistas llaman actos fallidos debían ser muy frecuentes. Fruto del suceso es un poema que escribió inmediatamente al llegar a su casa, resulta un texto sin particular brillo, hecho de oraciones informativas, casi realistas, y sin embargo él lo consideraba uno de sus mejores poemas.

EL APOCALIPSIS SEGÚN JUAN LISCANO lipologo

La sobrevaloración del texto no es ajena a la valoración misma de la experiencia, ésta se le descubre como atisbo fuera de programa, al margen de cuanto es sólo retórica, nominalismo, la insistencia del pensamiento ordenador en un mundo que no satisface. Su aprecio de un texto menor, “Rodeo” se llama, nada tiene que ver con el alcance del poeta, del indagador que pone en un lenguaje titánico sus visiones. La manera como el escritor efectivo se deslumbra por lo apenas expresivo tiene su origen en su consideración de lo oculto, movilizador, de unos objetos compartidos, llámense arte o pensamiento, el estar detrás la experiencia límite hace que aquel fruto pálido sea atesorado desde este prestigio.  De todos modos, nos queda así una notable definición formal de la poesía: “es la ruptura de lo cotidiano”, y de esa manera la frase se hace colofón, remate sancionador de aquella experiencia. La tensión entre lenguaje y esencia, escritura y drama óntico, sueño y razón, atraviesa la obra de Liscano como un camino minado donde a fuerza de vigilia se ejecuta quizás la escritura más adánica del pensamiento venezolano. Quien insiste en comunicar para hacer sus propios ajustes, y tal vez oírse, llegará a darse de frente con los desmayos de la literatura, a recelar de su aptitud de mostrar, se le antoja débil y abrumada de retórica por su propio espectáculo; “relación tormentosa” llama a una simbiosis cuyo destino le parece una pendencia, o creciente anulación. Rafael Arráiz Lucca ha señalado este momento en la biografía de Liscano, lo asocia a una necesidad de silencio, aunque no sea ese el fondo del conflicto. “Es curioso, la búsqueda de silencio para llegar al meollo de la cosa, sin el subterfugio de la literatura, no trajo para Liscano ningún sosiego, sino una crisis personal de grandes proporciones…”

Veía el agotamiento de la literatura como resultado del triunfo de lo profano, pero sobre todo como vaciamiento de las pulsiones míticas, la palabra usurpando el santuario del misterio, pero no era solo un hecho funcional; el fondo de este conflicto está representado por un acto de soberbia del autor, del hombre-escritor como sujeto de su propio espectáculo puesto en primer plano de la apoteosis prometeica. La cosificación era para él un hecho cumplido, pero en una dirección distinta a la del resquemor clasista del marxismo, se trataba de la pérdida absoluta del anclaje con los orígenes, el hombre se habría encontrado con su orfandad, y terminaría celebrándola, emancipado en la apoteosis de una gula. De un autor francés que ha traducido, y amigo personal, Alain Bosquet, dirá que “está devorado por el cáncer de la palabra”, de Andrés Mariño Palacio, y quizás sin acertar adecuadamente, que estaba “enfermo de literatura”. Es claro que se trata de un hallazgo previsible, el de la expresión mediadora hecha obstáculo, muro cegador venido de la reificación, cuando el arte se consolida como objeto, entonces entra en crisis, pues su función es mediar entre este mundo y el otro, según Murena, entre lo absoluto y lo relativo. Nunca perdió, entonces, la “voluntad literaria”, la suya es una de las obras más disciplinadas, en él se deshace, sí, la fe en la interlocución representada por el lenguaje, lo comunicado siendo sustituido por lo artístico y la personalidad del artista. Su duda permanente de las posibilidades del instrumental intelectual —de su poca eficacia para conjurar lo real, trasfundir el plano histórico— es una tentativa donde lo angélico disputa con lo prometeico en un desenlace incierto. En una entrevista escrita desarrolla una teoría de la creación donde unidad y fragmentación se oponen en tanto conflicto de completación, la inmediatez de la anécdota, dice, aplasta la visión totalizadora, en la proliferación de información la realidad es reducida al puro fenómeno, el bullir de lo cotidiano desgastando todo sentido, convertido en consumo inmediato del que no queda memoria. “Y no se puede encontrar ilación entre estos, dispersos, fragmentados, múltiples, reiterados, nadas de una terrible nada compuesta precisamente de una instantaneidad en continua dispersión”. En su exigencia de ampliación de la realidad insistía en el alcance de los instrumentos en los cuales se había formado, la razón abriéndose paso hacia el mundo como alteridad, desdeñaba los estados de conciencia alterados quizás para ser consecuente con su método de búsqueda.

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Los procedimientos del surrealismo se le antojaban demasiado pagados de lo literario, y en esa medida artificiosos, y no por eso menos dogmáticos. Su idea de renovación, y casi contrapuesta a la de cambio, se aferra al sentido de mutación como dinámica de lo proteico, en cambio, la novedad se le aparece como cargada de demagogia. Una conciencia aletargada, dominada por el hábito, debía abrirse paso por medio de su propia potencia de percepción. El descubrimiento de este desasosiego tiene un largo expediente, desde Elemire Zolla hasta Bloom, desde Murena hasta Alfredo Chacón (Ser al decir), digamos, para nombrar sólo autores familiares. Convertido en toda una categoría del proceso creador, es un objeto que pone en evidencia los pliegues y penumbras donde se refugia, y persiste, el arte en su función demoniaca. Profano y sagrado sería una distinción apenas civil, nos sirve para separar dos intereses desde la sola perspectiva de una moral pública. En Liscano estos dos momentos, escindidos y sin posibilidad alguna de diálogo, constituyen todo el horizonte sustentador de cuanto se dispuso a ejecutar desde los días iniciales de su expedición a los Valles del Tuy, en busca de la emoción de lo primigenio. En los años finales de su vida aquella certidumbre se acentuará y elegirá un catálogo de lo sagrado que pugna, no como rito y menos como culto: lo verifica y nombra desde la naturaleza en su amplitud cósmica.

Gaia y la sustantivación de la Madre Tierra, el planeta Tierra como herencia ética, nicho de una teodicea mayor, fuera del mito histórico, lo retienen ensimismado, y en abierta disputa con los ruidos de la misma interlocución. Condenará la tecnología banal, se escandalizará ante el culto cibernético, y opondrá un núcleo de misticismo a la civilización que ha tomado un curso narcisista de índole cientificista; su pensamiento se hace fecundo en medio de un ecumenismo agónico, pero fuera de toda urgencia, el medio de intercambio ya no debía ser el inmediato de un país sumido en sus intereses nacionales o patrioteros, atascado en la poquedad de sus sectores sociales, y aún intelectuales. Sus juicios de la sociedad tecnocientífica de finales del siglo XX son radicales, ninguna fe le alienta la revolución de las comunicaciones ni la sociedad de masas, tampoco el espectáculo de la redención material venida de una comunidad del conocimiento de cuño tecnócrata. Ni justicia social, ni conciliación con la naturaleza produjo ese ascenso, vivió para confirmar hambrunas y crimen ecológico, en la era de mayor autonomía del proyecto humano. Sobre ese proyecto decía que “estamos alcanzando la orilla última del viaje imperial”, convencido de que tanto la especie como la civilización eran solo un ciclo y su destino desaparecer. Ideas finalistas y de desencanto, la experiencia del individuo, que en este punto ya ha trascendido su inmediato estatuto político. Pesimismo, respecto al proyecto de la vida inteligente, y convencimiento de traspasar la realidad dimensional de lo sensible desde el condicionamiento de una cultura fundada en la sola validación de la historia.

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Tenía la memoria individual como un obstáculo para la regeneración, renovación, como prefería definirla, se imponía una manera de anulación de aquella a fin de limpiar los canales de percepción. “A lo largo de nuestras conversaciones han salido a luz ciertos bloqueos de la memoria”, le dice a Arlette Machado. La mayoría de sus libros de poesía tiene una circunstancia, y a él le agradaba recordarlas, no salían de la mera actividad profesional del escritor sumando obra, correspondían a un acto de explicación o aclaración de su experiencia personal, teñida de las convicciones más generales de una realidad aleccionadora. Así tenemos el origen de Nuevo Mundo Orinoco (1959), escrito en periódicos alejamientos hacia un pueblo cercano a París. La historia de Cármenes (1966) es ya distinguida, lo termina encerrándose en una casa de la costa vasca francesa. “Mendichka es un lugar mítico de mi vida. No lo puedo olvidar, es memoria indestructible”. El libro se salvó en un último momento, pues lo publicaría Jorge Gaitán Duran en las ediciones de la revista “Mito”, como se sabe, el avión del escritor colombiano se estrella en medio de una tormenta, pero el manuscrito no estaba en su maletín. La significación de Cármenes vale por toda una regresión psicoanalítica en voz alta, se trata de un exorcismo, la crónica de un rompimiento y el alejamiento definitivo de una pasión erótica. “Exorcicé una presencia femenina dislocadora, devoradora. No me plantee la escritura de ese libro como tal, pero comprendí, después de haberlo escrito, que yo me había liberado”. La mujer que lo inspiró, nos dice, rechazaba el libro, parecía detestarlo en una emoción instintiva, pues ella estaba ahí expuesta, desmantelada. La acción terapéutica no resulta poca cosa cuando el mismo Liscano le asigna una función más que salvadora —“Yo creo que, de no haber escrito ese libro, hubiera quedado enfermo, hechizado, quizás destruido”.

Libros extraviados, otros reconstruidos a partir de un fragmento; en su ensayo sobre Borges, truncado inicialmente, reescrito años después, cuenta como en un sueño se le aparece un conjunto de símbolos atados al texto de Borges, “Poema Conjetural”, al verse precisado a indagar sobre ellos termina encontrando analogías y simetrías que iluminan el texto hasta situarlo en una realidad de secretas correspondencias. La explicación sobre Laprida y el sentido de la historia, asimismo, no le hubiera sido indiferente al propio Borges; la utopía como como negatividad, desarrollada en ese mismo texto, “La experiencia borgeana y el horror por la historia”, resulta una disidencia de largo alcance que toca sensiblemente las filosofías políticas. El escritor plantado en la literatura, se mueve sin embargo desde otras fuerzas, su primer libro de poesía es despachado por la crítica de una manera que roza la ironía: “está fuera del lenguaje de la poesía”, dirá Gerbasi, para calificar lo que considera un contenido esquemático.

liscano juan nuevo mundo orinoco

El hombre que tras regresar de Europa va en búsqueda de la Venezuela profunda, prematuramente tocado por el mal de la civilización, sabrá ir hasta el fondo en aquel rechazo de una cultura aletargada, creerá ver en la naturaleza americana el justo destino de una búsqueda. Había llegado a una contraposición drástica, irónicamente alimentada y dirigida desde la literatura como documentación, pues confiesa el ascendiente de sus lecturas de Whitman, Lawrence, Waldo Frank, como un evangelio donde la apoteosis del Nuevo Mundo se le revelaba. La fotografía, hecha por él mismo, de la segunda edición de aquel libro, 8 poemas, es una rústica mesa apenas iluminada con una vela que se agota, parece resumir una austeridad que tiene mucho de recato sensorial. Venezuela le resultaba una alta representación de América, la Europa crispada alistándose para la guerra en la que había vivido los años claves de sensibilización contrastaba con la expectación paradisiaca del continente que debía ser redescubierto. Liscano despierta de aquella alucinación, pero no lo hace en un rapto de abjuración, en un proceso de contención va situando emociones y despejando un universo donde todo espera por ser ordenado y asimilado. “Hoy sé que el Nuevo Mundo reside en cada uno de nosotros. Que la superación de la historia no es posible sino en forma individual, mediante el desarrollo espiritual y la liberación interior.” La “fuga” había terminado y comienza la inmersión en otra identidad, la construcción de una obra donde el verdadero objeto de búsqueda es él mismo, soledad y libre albedrío como otro paraíso, sombrío y umbrío a la vez. Su rompimiento con ese horizonte idílico, de idealización del entorno virgen y exaltación de una tierra como hallazgo del hombre nuevo, está en proporción directa al desencanto, lo nuevo no sería sino elementos inerciales para obrar con ellos desde otra sensibilidad, pero mientras esta no emerja, el fabuloso entorno nada puede reconfigurar.

“El planeta no tiene ya islas afortunadas ni paraísos, la América mestiza es un infierno”. Casi parece la conclusión de un espantado. Con seguridad a comienzo de los cuarenta ya sus ideas sobre la cultura y la redención de las formas públicas de una Venezuela sitiada de calamidades están sustentadas en el conocimiento del proceso de una nación urgida de ejecutar un proyecto institucional. “Comprendí de manera desgarradora que no se podía volver al Paraíso de antes de la caída; que la cultura era planetaria y no nacional; que la historia no se desandaba; que América era parte de Occidente en tanto que civilización.” Su valoración galleguiana es sobre todo paradigmática, Canaima la novela elegida, porque ella contiene su generalización de la inmersión del hombre en el fuego de la tierra sustentadora. Marcos Vargas es un personaje en el cual confluyen iniciación y arrebato, en él la psiquis concluye integrándose a lo raigal de la naturaleza informe en una solución de armonía, y no de oposición, para él falsa, civilización-barbarie. La elaboración básica está adelantada en su libro Rómulo Gallegos y su tiempo (1961), pero será en su ensayo “Marcos Vargas, héroe y antihéroe del Nuevo Mundo”, incluido en Espiritualidad y literatura: una relación tormentosa (1976), donde concluye su interpretación que desborda la circunstancia biográfica del novelista y lo nacional. “La figura de Marcos Vargas no solamente supera los modelos románticos que pueden haberla inspirado, sino que crea, con plenitud literaria excepcional, un mito de americanidad adánica, despojado de toda moraleja e ideología condicionantes”.

Pero aquella fuga fue también un avistamiento, el mostrarse al impaciente una escenografía esencial, al abjurador deseoso de integrarse a lo primordial, el caos de todo origen. Sabrá Liscano separar las energías configuradoras de las formas culturales, distinguirá entre la naturaleza como fuerza ciega y su dimensión como orden cósmico, susceptible de encarnar en la humanización de una moral. En sus ensayos de cincuenta años después, el comparatista será capaz de ver la continuidad de los arquetipos, precisa lo americano en su unidad de una identidad planetaria, nunca desgajada, liquidados todos los nacionalismos antropológicos, se centra, deslumbrado, en un examen de la cultura simbólica cuyo alcance no hemos valorado debidamente. Libros como Fuegos sagrados (1990), La tentación del caos (1993), Anticristo, apocalipsis y parusía (1997), son ya distintivos de nuestra bibliografía, con frecuencia sumida en presentismos y localismos agobiantes. Pero el hombre que se adentra con un baquiano en el paisaje rural, deseoso de encontrarse con un paraíso y un destino, no romperá nunca con aquellas imágenes, la autocrítica le servirá para adecuar la contemporaneidad de una realidad, no para desecharla.

En los siguientes sesenta años no se apartará de aquel magma, su afecto por lo raigal y toda una interpretación militante fundada en las tradiciones míticas y fundacionales enriquecerá la obra de un pensador innovador en un medio tocado de frivolidad. Debemos ver en la “Fiesta de la tradición” la conclusión de una tarea de organización y rastreo de las manifestaciones mágicas de la Venezuela agraria que se había quedado adormilada en su fase de constitución de la nacionalidad. Pero no es solo un muestrario, hay allí una intención tocada de energías vitalizantes; inicialmente opuestos a la acción urbana, los contenidos celebratorios y antiutilitarios de ese espectáculo hierático restauraban la unidad de una comunidad y le daban al país entero un aire de mundo consagrado. En su conversación con aquellos campesinos, en las horas de grabación y anotación, se da cuenta del aislamiento en que permanecían esos grupos, no tenían contacto unos con otros y creían ser especies únicas, cerrados geográficamente en un país de escasa población, incomunicado, practicaban una especie de federalismo natural. “Cerrados a su propia experiencia, desconocían la existencia de otro acervo de danzas y de música, que los hermanaba a lo largo de una ancha y poderosa geografía tradicional”, esto escribe Liscano dos años después cuando recopila toda la documentación y las noticias periodísticas del espectáculo (Folklore y cultura, 1950).  Mucho después dirá: “sé que mi experiencia folclórica alcanza su más alta expresión en el hecho poético…”. Y es este el alcance de aquellas imágenes, están sustentadas en una capacidad de reunir lo disperso de una comunidad, lo disuelto en el tráfago de su marcha hacia la concreción civil. Su poesía, consecuentemente, no cantará lo nacional como heredad perfilada en el contrapunto hombre-naturaleza, retendrá, sí, los elementos generalistas de la arcadia, el rumor cósmico, lo específico de una experiencia susceptible de identificarse con el universo.

5Así su libro Tierra muerta de sed (1954) es una alegoría del agotamiento de la materia, Fundaciones (1979) corresponde a un desarrollo escatológico, ya no de lo agotado sino de lo perdido, la extinción de la especie en un sentido de orfandad, la vida vegetal, muda y espléndida, despidiendo a su inquilino humano. “Mi impresión inicial fue escribir esos poemas contra la bomba nuclear y una guerra posible. Hoy comprendo que en el subconsciente había más: la reacción contra el antropocentrismo tecnológico actual, sin dios ni ley”. (Fragmentos de una carta personal). Tiene muy presente el peso del criollismo como para cantar la tierra y sus frutos, su arcadia nada tiene que ver con la cornucopia y restauración bucólica, su experiencia del descampado y el contacto directo con los manes afirman otro origen, no el de una cultura agraria puramente eglógica. Depura, en un acto escueto, esencialista, todo el aluvión barroco de naturaleza y ritos espontáneos. Afilia la poesía, en un juicio intelectual, a lo primordial, a un origen ciego que la hace inasible, por la vía de una objetivación la vincula con el folclore, manera de panteísmo donde Dios deambula sin revelarse. “Sobre la civilizada urbe mecánica, cerebral, despojada de luz y de gracia naturales, se cirnió la memoria florida de la tierra” —de su presentación de los documentos de “La fiesta de la tradición”. En las tradiciones locales y consejas ve arquetipos, el comparatista innato que ha leído la Rama dorada y contemplado las cúpulas parietales de Altamira, avanza en su observación de lo venezolano más allá del sentido puramente gregario de los haberes de una comunidad, remonta sus danzas y fiestas alegóricas a unas necesidades anteriores a la organización de la aldea y las exigencias de unos ritos de fertilidad, cosechas, agricultura en un amplio sentido utilitario. Quizás fue Julio Miranda el primero que señaló en la poesía de Liscano la continuidad de la naturaleza en la objetivación de lo femenino, habla de “la fidelidad de un erotismo esencial donde la naturaleza misma resultaba erotizada”, la arquetípica relación no resulta aquí exaltación de un panteísmo generalizador, es la afirmación de un núcleo en la necesidad de preservar ese erotismo conciliador en un referente más estable, la fecundidad establecida en un horizonte donde el solaz del sexo se supera mediante una conciencia del entorno cósmico. Su insistente necesidad de realizarse en la mujer y a través de ella era más que una discusión de la soledad, la sexualidad para Liscano no es un momento tanático sino de renovación, aunque temía su reino ciego. Miranda cita unos versos de Tierra muerta de sed que resultan elocuentes: “Nada incita a vivir, mas la vida/tenazmente resiste, persiste, /reproduce su sed y sus hambres, /sus carnales combates, sus cópulas/de alacrán, funerales, crueles…”

Aquellos campesinos del Corpus Christi, taciturnos, los diablos danzantes apenados ante el Santísimo, los tejedores del Sebucán, están evocando una realidad psíquica donde cierta unidad prevalece por encima de la dispersión de la cultura. Quizás sea en Nuevo Mundo Orinoco donde concluye su ajuste de cuentas con la visión entrevista en los Valles del Tuy, la americanidad como promesa de redención de la decaída humanidad. Confiesa que hasta 1953 pervivió en él la convicción de América como un nuevo mundo, juntaba las doctrinas de liberación interior, muerte y resurrección, con el escenario de un continente donde la civilización no se había degradado mediante instituciones de poder y sometimiento, crimen y decadencia. Aquel es el año de un exilio en el que toman forma todas las infamias y se convence de que la tierra ya no es pura, se le hacen evidentes los atrasos de un pueblo dócil y desamparado, y que necesita verse a sí mismo en una hora de responsabilidad que no admite plazos. El libro es la sinopsis de aspiración épica de una América vista en su desnudez —la historia que no la cubre, la naturaleza abrumadora. Es la última valoración liscaniana de la arcadia. Hugo García Robles, en el prólogo de la segunda edición, 1976, lo asocia con el programa de los novelistas del boom, pero en realidad no es precursor, el libro pertenece enteramente al género mundonovista, el descubrimiento político de la América augural, sus cantores clásicos ya están en la Crónica de Indias, sus heraldos del siglo XX: Neruda, Antonio Arráiz, López Velarde. En aquella iniciación de 1938, de algún modo, ya están mostrados los mitos y arquetipos de todo un programa de relacionamiento intelectual, y sobre todo de ejercicio vital. La asunción, en los años posteriores, de tareas públicas y responsabilidades ciudadanas tendrá un acento íntimo, su entrega está movilizada por una relación con las unidades de aquel otro universo, donde lo telúrico ha superado su forma de tierra martirizada, tal y como obra en el criollismo —en Liscano adquiere su rostro articulador de las posibilidades del hombre todavía en contacto con las fuentes nutricias, espacio precario de defensa de esas zonas de resistencia de la cultura, de interrogación cuando la sociedad del conocimiento se halla sin salida. Así como Vallenilla Lanz encara su explicación y diagnóstico del proceso social venezolano armado del eficiente instrumental de los positivistas franceses, Liscano es un lector orientado desde las precisiones de la antropología cultural que se ha legitimado más allá de la academia. Conoce los textos clásicos, le son familiares los mitólogos, desde Max Müller hasta Mircea Eliade, todo un caudal de valoración ideológica le sirve para hacer luz sobre cosmogonías y relaciones de fundación y creación, en su ensayo “Biografía del antiquísimo toro” (Fuegos sagrados), mezcla ritos americanos y mediterráneos, la fiesta de la Cruz de Mayo y las tradiciones dionisiacas se atan en los hilos de la poesía popular y sus fuentes.

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Juan Liscano hojea un ejemplar de su libro Rómulo Gallegos y su tiempo.

Su manejo pertinente del concepto de transculturación lo hace un solvente comparador, la perspectiva intelectual ilustrada que no desdeña los núcleos de la literatura (Lawrence), lo sitúan un paso más allá de la etnología atascada en su culto de la verificación, casi empírica. “Luego se advirtió que toda transculturación implicaba una toma y daca, que ninguna cultura permanecía enteramente pasiva ante el avance de otra, incluso si era destruida”. Su discusión con el marxismo militante fluía desde un razonamiento cuyos argumentos estaban mucho más allá de la formación del estado o de la lucha de clases, por ejemplo. En una polémica puramente literaria, de comienzo de los sesenta oponía lo nacional galleguiano al mundo kafkiano de sus interlocutores, estos ciertamente más cerca de una izquierda militante donde los referentes inmediatos, el país, sus instituciones identitarias, parecían ser inexistentes. El conservador, liberal, amparaba un objeto, poco prestigioso pero real, los vanguardistas promocionaban las necesidades de un hombre cuya abstracción lo hacía no sólo irreal sino reaccionario. La soledad es una fuente de autonomía de criterio, diría que la secreta como una fisiología natural, el librepensador que ha puesto los intereses de una manera de explorar el mundo por encima de las precariedades de ese mundo, tiende a convertirse en un paria en medio de los acuerdos gregarios. Como recompensa tenemos la imposibilidad de ser reivindicado por los actores del acuerdo de poder, esto de alguna manera ocurrió con Liscano, si coincidió con las ideas de quienes regían el país en un momento de reacomodo y clara expectación, es evidente que no encaja en la nómina de tutores e ideólogos de aquellos proyectos de gestión y administración del poder. Para algunos la tolerancia es la elección de una circunstancia, para otros es el hábito de unas convicciones; la vida pública de Liscano enriquece el estilo de una política de pensadores, del ciudadano que se ha hecho de criterio apelando a la ilustración y las virtudes, y no tanto del ejercicio forense de una ciudadanía de cédula de identidad.

En la oportunidad de la glasnost soviética, y en un clima nacional maniqueo extremo, Liscano no duda en enaltecer la gran novedad representada por Gorbachov; muchos mostraron haberlo leído mal, o no haberlo leído, así, Carlos Rangel creyó que era deber de Liscano plantarse desde un banal anticomunista que negara toda conciliación. Nuevamente aparecía esa concepción ayuna de contemporaneidad, incapaz de construir argumentos con insumos reales, y atrincherada en los ruidos del día. Ante el vilipendio (Rangel califica la posición de Liscano de “imbecilidad senil”), este da una de sus habituales muestra de amplitud y generosidad, no salta herido en su amor propio, tampoco elucubra una refutación. Elegantemente, se refiere a él sólo como “un hombre de posición tomada, definida, sectaria”, recordará que el propio Rangel, poco después, reconoce la buena fe de Gorbachov, tiene palabras de elogio para sus libros, y en medio de ellas se cuela, fina, la mortal ironía —“Sus libros son excelentes como contraparte de todo un modo de pensar y de sentir tercermundista”. Si “La fiesta de la tradición” es un acto de fuerza, donación antidemagógica incrustada en un inmediato estilo venal de la vida pública, la gestión al frente de Monte Ávila privilegió la difusión del pensamiento y el arte, entendía que educación escolar y aleccionamiento resultaban funciones muy cercanas a un populismo donde las masas mostraban solo su agonía. Si se negaba a incinerar toneladas de libros “muertos”, sin posibilidades de circulación en el mercado, no era tanto por no transgredir las leyes de patrimonio de la nación, sobre todo era consecuente con sus críticas de la sociedad de masas. Se defenderá señalando la inexistencia de librerías en un país sin lectores, sin verdaderos libreros, a éstos los llama “tenderos”.

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Logotipo de Monte Ávila Editores.

La relación de Liscano con lo femenino es menos una concepción que una asociación raigal, linfática; hijo único de una madre que vive con él más de noventa años, su abuela paterna es una muchacha anónima desterrada de la poderosa familia, y de la que nunca más nadie hablará. La mujer-amante modela y modula su biografía, insiste en el amor erótico hasta sus últimos días como referencia cierta de un mundo donde todo parece referencial y relativo. El episodio de su encuentro con los devotos de San Juan Bautista, en los Valles del Tuy, tiene un rasgo iniciático que no puede ser obviado, resalta en medio de la ruidosa anécdota como la luz críptica de un llamado, en él parece condensarse la potencia de una elaboración intelectual cuyos símbolos son todos tributarios de esa identidad, lo femenino. En la noche anterior al día central (24 de junio) “había tenido un acercamiento íntimo y brutal con una de las participantes”, el ingreso del profano a la cofradía donde irrumpe es desde la apropiación y el desgarro, no es sorprendente que siempre se quejara de estar inhabilitado para la ascesis y la revelación. Ese contacto tiene mucho de contaminación, de humedad propiciatoria, rocío comunicante para la interlocución posible antes de toda comprensión. Pero ese “acercamiento” supone ya una transgresión, el extraño y su intromisión en un culto cerrado, todos parecen estar al tanto del agravio, y este deberá dirimirse en la plenitud de la celebración, la expiación sobreviene a través de un reto lanzado al aire por uno de los vasallos, Liscano es aludido en los primeros versos de una cuarteta (“Quién es este caballero que no me han presentao…”), pero antes de que llegue la conclusión, que debía ser de insulto y pendencia, aparece la voz salvadora de una mujer —“…se escuchó la voz de clarín de la negra Sabina, quien, arrebatándole al cantor la improvisación final remató la copla con estos dos versos: Es el Espíritu Santo que a nuestro seno ha bajao…”  Esa misma tarde había sido encomendado a Sabina por un viejo bailador de tambor —retirado por un hecho de sangre hacía veinte años— con quien había entablado una conversación incidental en la plaza del pueblo.

Gaia parecía tener ya en ese tiempo remoto un rostro descifrable, lo maternal podía amparar al niño amamantado, pero también una virilidad en su búsqueda del erotismo místico. Para Liscano el sexo no es guerra, y la sexualidad no se resuelve en la fecundidad, sino en la completación; su destino no es la androginia, proclama la diferenciación creciente hasta la madurez sin crispación donde hombre y mujer se hayan evadido de la distinción dominadora, de la posesión. Insistió hasta el último momento en esa devoción sanadora. Fijo aquel incidente por su claro contexto enunciador, pero desde niño Liscano vivió entre mujeres, su padre muere siendo él adolescente, la madre vuelve a casarse, y así da al hijo un nuevo padre y salvador (la presencia benéfica de ese hombre en su infancia, Chacín Itriago, ha sido exaltada justamente por Liscano). Solo un recuerdo residual de chismorreos y pequeñeces domesticas son el balance de esa convivencia entre tías, primas, amigas. Su memoria retendrá la escena de una prima, blanca, resplandeciente, bañándose en una tina en un cuarto de hotel cuando era niño (“Estaba de pie y se lavaba y se echaba agua. El esplendor de aquel cuerpo blanco en la penumbra del cuarto, me conmovió profundamente”).  Esa mujer desnuda se continúa sin desenlace psíquico en aquella imagen de la india de El Paraíso, conocida plaza caraqueña, adonde el niño iba de cuando en cuando llevado por su abuela materna. En Doña Bárbara asiste a otra observación, se detendrá en esa escena donde la madre contempla a la hija redimida por el amor de un hombre al que ella desea, va a dispararle y entonces se ve a sí misma semidesnuda en el bongo y a su amante asesinado, la pasión erótica truncada dos veces en ella misma, pues Marisela es su hija. Opta por romper con la venganza y el ciclo homicida y se reintegra a la selva, de donde ha venido como borrasca sometedora. “Y baja la pistola, se desarma voluntariamente, se va, se pierde en la llanura, que se la traga, regresa al vientre de la naturaleza que la engendró, queda vencido el embrujo, empieza la leyenda benéfica”.

Parusia

Lo femenino evoluciona en un imaginario presionado por elaboraciones intelectuales, la valoración del símbolo desde lo maternal y la presencia política de Gaia, pero sobre todo desde la experiencia personal de quien conjura desde el encuentro erótico con la mujer las tensiones tanáticas. Al hastío postcoital opone el regazo femenino como una indicación terapéutica, nicho donde lo viril se abandona a un solaz sin recelos. Extinguidos los ruidos de la guerra de los sexos diagnosticada por Strindberg, la posesión se transmuta en una conciliación donde el estallido orgásmico se convierte en recuperación de la unidad. La progresión del pensamiento de Liscano estaba atada, de manera rotunda, a una contemporaneidad que él mismo debatía con placer, y a veces enfrentaba en un solo acto de disidencia. Para él el misticismo era una forma de conocimiento, pero sobre todo de realización. En alguna línea mía de nuestra correspondencia cruzada, sugiero que podríamos ser un experimento controlado, él no lo cree así, y en cambio prefiere dejar espacio para una clase de relación impersonal. “No creo que seamos un experimento controlado sino un efecto de la energía cósmica, lo cual también dice y se desdice. Dios no se ocupa de nosotros, nosotros de él, y ese ocuparnos nosotros de Dios es la mística”. La devoción con que se da en lo últimos años a la promoción de las Grandes Madres del misticismo hindú lo mostraban en una manera de contemplación de lo femenino trascendido. Una serie de artículos suyos aparecido en el diario caraqueño “El Globo”, no recogidos en libro, está dedicada a la difusión de la mística oriental representada por las Madres, Shri Ma Anandamayi (1896-1982), y la joven Madre Neer, “instalada en un pueblo alemán donde los devotos hacen cola, y a la que le dicen avatar de Brahma, venida en una hora crítica para ayudar a los hombres de Occidente a encontrarse a sí mismos…”

Nunca dejará de admirarme su capacidad de sintonizar con las novedades concluyentes, aquellas fuera del debate consumista y la moda, solo así se podría explicar, por ejemplo, su devoción y promoción de las ideas de Rupert Sheldrake, él es el difusor de este genio en el debate venezolano y ampara lo que sería su introducción formal: la sintética presentación de Rowena Hill incluida como apéndice en su libro Nuevas tecnologías y capitalismo salvaje (1995). El concepto de resonancia mórfica, la más convincente alternativa opuesta al evolucionismo darwiniano, es integrado por Liscano a la explicación del desarrollo de la cultura como adquisición por medio de una transmisión no orgánica. No hay que hacer mayor esfuerzo para ver de dónde vienen los argumentos de este entusiasmo: de sus antiguas convicciones del cosmos como un cuerpo vibracional. Dice que su primer interés por la teoría de la resonancia mórfica viene de la afirmación de su autor de que “no habría bases suficientes para los procesos de epigénesis y regeneración de tejidos fundándose solamente en los genes y el ADN; en segundo lugar, la aceptación de algo que el empirismo negó siempre, la herencia de la memoria de la especie, cuya resonancia determina los campos mórficos hipótesis de la causalidad formativa en todas las manifestaciones de la naturaleza”. La cita larga permite oír al lector que había calado hondamente en las exposiciones sheldrianas apelando a una visión ampliada de lo real. La metódica presentación de Rowena Hill (“Las formas que nos viven”) tiene el mérito de poner en enunciados lógicos la explicación de una realidad y su fisiología sin disponer de categorías previas ni referenciales, pues se está proponiendo un modelo radicalmente distinto en la naturaleza de su funcionamiento.

Fundaciones

Pero Liscano en los años finales de su vida parecía una máquina de detectar heterodoxias, filtrar las novedades en el aluvión de la era de producción y procesamiento de datos. Muchos lo desdeñaban por lo que llamaban su “descalificación pueril de la tecnología”, perdían de vista el alcance de un pensamiento que se remodelaba a sí mismo a fuerza de silogismos clásicos. Su encuentro con el Manifiesto de Theodoro Kaczynski (Unabomber) resulta aleccionador en una fase de reconocimiento de la ineficacia de los juicios sociopolíticos del poder. Liscano se siente fascinado por la relación de aquel texto sin parangón, lo hace traducir por Alejandro Salas, y debe ser esta la primera versión española que circula en formato de libro —el texto constituye las tres cuartas partes de Anticristo, Apocalipsis y Parusía (1997). El cuestionamiento devastador de la sociedad industrial de Kaczynski le interesa a Liscano por su aspiración de absoluto, al punto de no identificar nunca el capitalismo como centro de una civilización, pues no desea perder el tiempo cuestionando las formas políticas de la monstruosidad que denuncia: la racionalidad científico-técnica y su expresión social. La determinación del Manifiesto es la de quien ha visto la verdadera fuente del mal, y como un obseso se propone hacer su anatomía. No puede ser rescatado para ningún humanismo, no hay en él sitio alguno para el arte, la mística, y su idea de la belleza “se reduce a amar la naturaleza, su único lirismo, en una abstracción de primitivismo”. Su rebelión contra la tecnología prevalece como única proclama de salvación. La publicidad que el autor del Manifiesto exigía para dejar de matar es la misma que señala como instrumento de dispersión y entronización del mal tecnológico. “La publicidad cumple la función de ser el ejército invasor. El arma de la publicidad es una de las más perversas de nuestra civilización. No mata, pero puede justificar el crimen, preparar el asalto ulterior, deformar, mentir, exaltar cualquier banalidad, cualquier forma de mediocridad”, es el comentario del propio Liscano al parágrafo sobre la publicidad del Manifiesto.  Qué habremos dejado ver en estos años sin los ojos de Liscano.

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Firma autógrafa de Juan Liscano

Fuentes:

Rafael Arráiz Lucca. Juan Liscano. Biblioteca Biográfica Venezolana. Caracas, 2008. 114 págs.

Juan Liscano. Folklore y cultura. Editorial Ávila Gráfica, S. A. Caracas, 1950, 266 págs.

—————-. Rómulo Gallegos y su tiempo. Biblioteca de Cultura Universitaria. Caracas, 1961, 262 págs.

—————-. Nuevo Mundo Orinoco.  Editorial Alfa Argentina. Buenos Aires, 1976. 201 págs.

—————-. Espiritualidad y literatura: una relación tormentosa. Seix Barral. Barcelona-Caracas-México, 1976. 206 págs.

—————-. El horror por la historia. Ediciones Ateneo de Caracas. Caracas, 1980. 121 págs.

—————-. Fuegos sagrados. Monte Ávila Editores. Caracas, 1990. 261 págs.

—————-. La tentación del caos. Alfadil Ediciones. Caracas, 1993. 142 págs.

—————-. Nuevas tecnologías y capitalismo salvaje. Fondo Editorial Venezolano. Caracas, 1995. 170 págs.

—————-. Anticristo, Apocalipsis y Parusía. Alfadil Ediciones. Caracas, 1997. 202 págs.

—————-. Obra poética completa (1939-1999). Prólogo de Rafael Arráiz Lucca. Fundación para la Cultura Urbana. Caracas, 2007. 829 págs.

Arlette Machado. El Apocalipsis según Juan Liscano (entrevistas). Publicaciones Selevén. Caracas. 172 pags.

Miranda, Julio. “Sobre el eros liscaniano”. Revista Dominios (UNERMB). No. 9, enero de 1994. Cabimas.

©Miguel Ángel Campos

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A 209 años de su nacimiento.

Baralt, el adiós fecundo

Por Miguel Ángel Campos (@mcampostorres)

 

El 3 de julio de 1810 nació en Maracaibo Rafael María Baralt. Fue un sabio que supo combinar perfectamente sus facetas como historiador, lingüista, poeta y periodista. Fue un escritor en la más amplia acepción de la palabra y el oficio. Fue autor del Diccionario matriz de la lengua castellana (1850) y autor del Primer diccionario de galicismos del español (1855). Además, fue el primer hispanoamericano en ocupar un sillón en la Real Academia Española. El sabio murió en Madrid el 4 de enero de 1860.

I

Cuando el siglo XIX venezolano ha concluido, quedan atrás derrochadas, o tal vez encriptadas, unas fuerzas tan sólo como prospecto de una civilización. Los ejércitos libertadores y la actividad pública dominan un escenario de novedad y solemos exaltar aquello con justicia, y seguramente con exceso de retórica, pero cierto desdén oscurece aquella otra saga de invención signada por el pensamiento. Tres nombres como los de Simón Rodríguez, Andrés Bello y Rafael Maria Baralt no parecen salidos tan sólo del azar de la diversidad. Tres autodesterrados para los cuales no hay espacio en el escenario de la novedad política ni en el horizonte ciudadano de las instituciones salidas del aluvión, diseñadores de civilización más que de repúblicas, para ellos el efecto de las urgencias del país que esta haciéndose resulta claramente antagónico.

Provincianismo y caudillismos son estilos incompatibles con su instinto ecuménico y sobre todo con el rol que ellos asignan a la cultura como símbolo y a la vida intelectual como espacio de la tolerancia. Sus prospectos estaban lejos de toda regionalidad aldeana, esta será útil por lo demás para constituir el costumbrismo caracterizador de la segunda mitad de aquel siglo. Pensadores de alcance cósmico, el hombre de sus formatos es uno apto ya para tareas de reproducción de la sociedad y no tanto para su representación, en ellos Venezuela se da por descontada como conjunto de dones materiales y naturales, ya no es el tiempo de la descripción sino de la síntesis y la asignación de roles. En cambio, la dotan de un tiempo civil que debería arraigar en los veneros de una identidad histórica, marco mental susceptible de retener aspectos más estables de una identidad distinta y superior a lo puramente ambiental. Su idea de la civilidad generadora de ciudadanía y avanzando desde la cultura hace de aquellos prospectos instrumentos de gestión más allá de la circunstancia del país que los signó. Bello ejecuta su plan en la distinta Chile, Simón Rodríguez practica sus ideas sobre educación aquí y allá con el éxito propio de lo que no está limitado por una coyuntura, Baralt resulta una figura contemporánea en la cultura española justamente por su cosmopolitismo. Curiosamente, él y Andrés Bello en algún momento son funcionarios encargados de elucidar asuntos de límites de la Venezuela que está aclarándose como mancha en un territorio, y no lo hacen como forenses sino como descriptores, sumariadores de un perfil donde la tierra y su extensión es sólo asunto menor de topógrafos y agrimensores. El inventario que Baralt entrega a Fortique servirá 55 años más tarde para sustanciar el expediente del litigio con Inglaterra, aun para esa fecha es casi toda la novedad documental que Venezuela lleva a ese tratado, en el cual se sella la pérdida del territorio esequibo con el Laudo Arbitral de París, dos años después (1899).

II

La sociedad que deja Baralt en 1842 ha puesto la lucha interna por el poder como prioridad y se apresta a recelar de su herencia intelectual. A lo largo del resto del siglo, se autofagocita y en ella no hay lugar para la intimidad civil y la contemplación, tensiones que parecen sepultadas ya para siempre en aquellos primeros años posteriores a la Emancipación. La pasantía marcial de Baralt de alguna manera tiene el efecto de una inspección desde la atalaya de lo discrecional, y seguramente se convence de como esa manera de autoridad intenta demarcar la República naciente: resguardarla para tutelarla. Y así esa tutela determinará no sólo sus necesidades, también pondrá el precio de la compensación. En ese tiempo que llamaríamos primordial, los hombres de acción encarnan la gestión fundadora y lo civil no se distingue de lo militar, será la ausencia del desarrollo institucional lo que determinará el dominio y opresión de los guerreros sobre el resto de la sociedad. Baralt es un observador privilegiado de esta transición, pero es también su propia experiencia: se educa para la milicia, va a ella como de pasantía, pero su formación urbana atiende ya otras expectativas y encara el peregrino rumbo de una ciudadanía para la cual no bastará la vocación, tampoco la sola adscripción territorial. Si sirve a la República es porque no hay otra opción, él es sobre todo un hombre de la urbanidad, el escaso espacio con que se encuentra para ello en Venezuela lo reencuentra ampliado en la dilatada diligencia española. Su vida se concentra hasta hacerse dolorosa, si la opacidad americana lo expulsa, si el exceso de ruido y naturaleza lo cohíbe, el trazado cerrado de la ciudad lo cobija y en ese horizonte de protocolos desarrollará sus mejores potencias.

Y si en Bello y Simón Rodríguez, aun en la desazón del destierro, reconocemos un cierto hedonismo, entrega de los sentidos y grandes desplantes, en Baralt persiste el acoso de las urgencias, el tiempo está siempre acabándosele. La familia perdida y que no verá nunca más (sólo una hermana se allega hasta su destierro poco antes de morir), de ella sólo tiene ecos amargos, un abismo se ha abierto entre ellos, la ingratitud del país, su venalidad, son sólo la expresión grotesca del infortunio. Sabrá de la muerte de una nieta de nueve años, no podemos hacernos idea del sufrimiento de un hombre que imagina la altura y la mirada de esa niña a la que nunca vio. Escribe para ella un epitafio en la voz de su hija, la madre, y es seguramente una de las piezas más notables de nuestra poesía, nos adelanta fielmente el desgarro de aquel Pérez Bonalde de “Flor”, pero tan sólo en tres líneas, crípticamente el romanticismo más dolido está en aquel recuerdo para la nieta. Me interesa bucear en esas elecciones en la vida de un escritor, desde donde es posible rastrear una determinación raigal aunque invisible, fuera de todo testamento, de todo programa, es no sólo útil para dar con la vaga verdad, también como método ayuda a filtrar de entre la vasta biografía, la experiencia salpicada a veces de residuos y banalidad.

Cuando Baralt se embarca para Londres, en su segunda misión oficial digamos, lo hace con la certidumbre del que no volverá, no hay despedidas ni encargos, pero si el sigilo de quien ya no necesita ser persuadido. La vida como anécdota, la obra como visión del mundo, entre una y otra media la liquidación de toda felicidad. El hedonismo de visaje de los héroes civiles, el solaz de quien huye del mundanal ruido, le está negado, sin nostalgias asume la renuncia de toda placidez doméstica, vivirá para refutar la experiencia como acción, la futilidad de los sentidos y no para enmendarse. El hombre que se desgaja de una cultura local tendrá serios reparos que hacerle a lo provinciano y la falta de mundo de una comunidad, habrá engendrado para siempre un escepticismo por la acción, suficiente para retenerlo en la contemplación y en los cósmicos proyectos de la invención intelectual. Gramáticas, diccionarios, totalizaciones y catalogaciones lineanas son un género que reconfigura para contener en él la ampliación de su universo. No en vano Augusto Mijares ha establecido una armoniosa filiación hegelina de Baralt. Cuando estudia su pensamiento político y debe explicar un pretendido ascendiente socialista, la agudeza mijariana se detiene en aquella fuente, y sin atribuir documentalmente este estatuto, ciertamente da en el blanco cuando asocia el enciclopedismo con una vocación argumental, su teoría holística es hegeliana porque este es su fuente contemporánea del siglo XIX. Debía tener presente Mijares el sentido diorámico del Diccionario de galicismos y no menos la aspiración ideológica del Diccionario matriz de la lengua castellana. Caracterizar y fijar identidades, orígenes orgánicos y discursos que fluyen en su genealogía, todo esto resulta claro en las tareas del compendiador. Aún más: Mijares cree ver continuidad ente los juicios sobre España contenidos en el Resumen de la historia de Venezuela y el tono del Discurso de incorporación a la Academia.

No interesa el juicio ni el reclamo, que nada de eso hay, sino esa constante de valoración de una cultura. Como el pensador habla del mismo objeto en distintos tiempos y circunstancias, sin variar sus argumentos, y como la misma lógica y silogismos sostiene al argumentista y lo afirman en su seguridad de la preeminencia del pensamiento sobre la fuerza y lo aleatorio. El argumentista se salva, sus objetos lo absuelven, dóciles, él los ha exorcizado. Ni marxista ni socialista, concluye Mijares, antes son las virtudes sintetizadoras del hegelianismo lo que da a su pensamiento esos aires de fórmula ordenadora. Insistamos en el carácter monumental de sus prospectos, desde la Historia hasta el esbozado Diccionario matriz. La edición parisina de aquella consta de alrededor de 1500 paginas, contenidas en tres volúmenes en cuarto. No parece haber ninguna duda sobre la entera paternidad de la redacción, pues Ramón Diaz, figura allí por un acto puramente forense, se sabe que fue una especie de organizador de la información, en alguna carta Baralt se queja de su holgazanería e indiferencia, pues tenía responsabilidades asignadas como funcionario. La edición en las Obras completas de la Universidad del Zulia, suma unas 1200 páginas en un formato más espacioso, estamos en presencia de un notable ejercicio arquitectónico: proporción entre espacio y volumen. En la conocida carta a Fermín Toro recuerda como este le advertía que al menos todo un año insumía la sola investigación, pero el enigma de la redacción no deja de asombrar. En la misma la carta a Fermín Toro de septiembre de 1840 (un año después la edición está impresa) nos conseguimos con un predicamento y un autor angustiado, a punto de naufragar entre el tiempo que se agota y el desentendimiento de quien es su principal ayuda en la rutina diaria, “el trabajo es inmenso y el tiempo corto” –dice.  La Historia, pues, es concluida y ajustada en París en un tiempo breve y sobre todo crítico, la inconstancia del gobierno venezolano, la zozobra ante los fondos que se agotan (el préstamo conseguido por Codazzi sólo cubre alojamiento y comida, y ha dejado para el sostén de su familia caraqueña casi la totalidad de su sueldo de funcionario), y sobre todo el alejamiento de su familia, desazón que lo consume y es evidente a lo largo de las pocas cartas.

Sólo la posesión de un método consistente explicaría el haber concluido el texto en estas circunstancias, al rigor del trabajo sistemático debía agregarse la eficiencia de una escritura que sumaba desde un orden de alta claridad expositiva. Se iba vaciando en un molde el flujo en su definitivo equilibrio, la maduración y el estilo pertenecían a una fase cumplida: su propia formación, el escritor armado antes de los treinta años. Hasta hoy nos alcanza el tono rotundo de aquella prosa documental, la uniformidad de sus inflexiones. Citada como modelo de persuasión, grado máximo de relación objetiva respecto a la significación del lenguaje, la Historia de Baralt suele mover a los historiadores profesionales de nuestra academia de hoy a ciertos desdenes. A ella suelen referirse como inexacta o enredada, y otras suspicacias carentes hasta de sutileza, bastaría recordarles que nuestro autor no se presenta como un historiador, se dice si organizador de fuentes, pero esto vale solo para la época antigua, las consigna y éstas van desde el documento escolar hasta la clásica crónica de Indias. Pero ya el orden enunciativo de su obra es otra cosa, escribe en un tiempo contemporáneo, enfrentando los riesgos de la carencia de perspectiva, y también la situación de valor de sucesos y héroes aún vivos. Espiguemos sólo la opinión de un historiador como Gil Fortoul, autor de una Historia constitucional, la cual juzga Vallenilla Lanz simplemente recordándonos su dudosa pertinencia en un país donde las Constituciones han tenido escaso o ningún impacto en la formación de sus acuerdos políticos. “Baralt puso empeño en anticuarse, así de entendimiento como estilo, al cambiar de patria”, anticuado es ciertamente el propio Fortoul, hoy más personaje que escritor. Si un autor como Vallenilla Lanz es hoy actualísimo por sus atisbos de una sociedad que insiste en sus pulsiones y patologías cien años después de su Cesarismo democrático, Baralt es moderno porque sus ideas se movilizan desde un instrumental susceptible de autoexplicarse, lenguaje y silogismos, estilo y potencia de los argumentos destilan autonomía en medio de un idioma puesto al día, nada desgajado ni aleatorio envejece su exposición.

III

Agustín Millares Carlo, en su estudio admirable por muchas razones, fija una cita de Gonzalo Picón Febres que pone en su lugar a los quisquillosos y “profesionistas” de academia. “Baralt presintió el tránsito de la simple narración histórica a la critica de los sucesos…”, la palabra presintió resulta concluyente, es cabal definición del estilo intelectual de Baralt, de su capacidad de auscultar las tendencias de la cultura, y especialmente de su eclecticismo, propio de un pensamiento liberal, pero más de una vocación secular. Los lotes que llegan a Caracas en agosto de 1841 del Resumen de la historia, Atlas, Mapa y Geografía, bien pudieran verse como la identidad forense de un país arrasado y casi perdido en la guerra que lo hace República. Seguramente, aquellos relevamientos son más reales que el propio territorio, la historia documentada y artísticamente escrita más seductora y cálida que la maraña de sucesos, testimonio de su hacer. Pero aquel conjunto de invenciones es más que una identidad, es un santuario, los iconos de un hallazgo, son la joya de la corona de un caos, fijan un nombre de manera civil y lo sustraen de la leyenda y la naturaleza para hacerlo continuidad de grupos organizados y base de las instituciones que están por fundarse. Y sin embargo el affaire que envuelve aquella donación es uno de los asuntos más vergonzosos de nuestra vida pública, miseria personal y pequeñez de los hombres públicos se juntan en una mezcla tenebrosa que dirá bastante del perfil y los hábitos de la sociedad cuando esta haga de los protocolos de la representación una manera de relacionarse.

Destruida como herencia societaria en la guerra de Independencia, agostada en su riqueza material duramente atesorada en el agónico siglo XVIII, debilitada demográficamente y fijada en una extensión devoradora y vacía, aquellos bienes forjados con los instrumentos del arte y el rigor intelectual son como un pasaporte de la redención. El nombre Venezuela resplandece en el dibujo que Carmelo Fernández hace para el Atlas, la palabra Resumen es ciertamente un compendio de lo real y orgánico, todo luce dispuesto para una apoteósica fundación, atrás han debido quedar los horrores del fratricidio, la tierra de nadie y los odios sociales. Pero el Congreso de 1840 se estrena negando la condonación de la deuda de impresión de la Historia de Baralt y el resto de los trabajos, le regatea a Codazzi su esfuerzo de gestor y se enfrasca en una retahíla de negativas, concluyendo su contumacia en el bando de remate de los 1322 ejemplares de la obra. Semejante horror no es resultado de una conducta de austeridad y de draconiano celo de la cosa pública, es simplemente la retaliación de unos hombrecillos, hijos de la vanidad y alimentados por el chisme y el analfabetismo de taburete (ya se sabe, los héroes vivientes esperaban verse retratados como dioses y Baralt los reduce a su justa dimensión.)

Pero aún hoy aquella acción plena de maldad y estupidez sigue siendo vista con alguna indulgencia, se la censura, pero no se advierte su extremo pecado y se la tiene como un leve error en las agobiantes tareas de nuestra abnegada tradición legislativa. A Mario Briceño Iragorry debemos el conocimiento y divulgación de los documentos y minutas del affaire, en ocasión del centenario los publica acompañados de una breve introducción. “¡Qué ha de pagar Codazzi, cuando el nombre de Venezuela es por causa objeto de alabanzas! ¡Qué ha de pagar si el monumento que Baralt ha levantado en honor de la República importa mucho más que aquella suma de monedas!”, la de Briceño Iragorry es apenas una digna queja, clamor de un escandalizado. La “Memoria” que Codazzi dirige al Congreso, hallada en los papeles de Rafael Urdaneta hijo, ha debido ser la relación de unos exploradores dichosos, en cambio es un prolijo texto de contabilista, quien ha batido el ignoto territorio para medirlo y caracterizarlo se ve obligado a sacar mínimas cuentas, restar unos pesos aquí y sumar allá, como si de perseguido deudor se tratara.

Toda aquella amarga tarea la ejecuta Codazzi como debe, asumiendo toda la responsabilidad, pues es suya y de nadie más, hasta el punto que al comienzo del litigio intenta excusar la Geografía a fin de excluirla de los cargos venidos desde la Historia, y en un intento de desmarcarse de aquel peso. Pero el suyo queda como un gesto destemplado y tal vez ingrato, los hombres de la República sí saben hacer cuentas redondas, una y otra vez le niegan la condonación.  No deja de ser significativo que durante todas estas rogativas y rechazos Baralt nada dice, guarda un silencio distante, ansioso de alejarse del provincianismo mezquino, presiente como naufragará el proyecto urgente de construir las instituciones necesarias para llenar el vacío formato de la libertad. Por lo demás no era él quien debía contestar, otros debían aprender y ciertamente lo hicieron, antes de cerrarse el siglo habrá más de un historiador dedicado a ensalzar períodos de gobierno y gobernantes.  Se limitará a caracterizar el medio asfixiante, en una carta fechada en Cádiz y a un corresponsal de Maracaibo anotará al desgaire: “…creí prudente para mi vivir apartarme del teatro en donde no pude ni borrar infamias, ni inventar virtudes ni acciones heroicas”.  La valoración resiste el paso del tiempo.

IV 

Breve vivir el suyo, de quien apuró proyectos y tendió la mirada hacia lo imaginado, lo esbozó como en testimonio de la intuición. Desde la muerte valoró la vida, nos dejó ese texto singular, “El temor de la muerte”, inclasificable, en el cual advierte de la incompleta tarea de la medicina mientras desconozca el “principio vital que vela por nuestra conservación”, será hasta entonces una ciencia empírica, dice. “Segunda Providencia” llama a la restitución del equilibrio orgánico, pero de inmediato se interna en las brumas de la metafísica, admirable, pues cuán poco le costaba hundirse en las aguas de prestigioso Positivismo. Declara la continuidad de la vida ya no como orden mecánico sino como potencia de una inteligencia “de la que no pueden dar testimonio nuestros sentidos”. Lúcido ejercicio de la armonía entre creación y destrucción, describe las fases de la muerte como sentidos que se van cerrando, de las funciones hasta el organismo: “…como las puertas y ventanas de una casa mortuoria, y caminando la muerte desde la circunferencia al centro, extingue la existencia en todas partes, hasta que llega al corazón, último centinela de la vida.”  Compulsiva exploración del solitario, huida al centro del hombre ilustrado, las escasa páginas de esta reflexión nos obligan a preguntarnos qué nos hubiera dado la lógica de aquella imaginación ejercitándose a plenitud y en un escenario natural. “Por lo demás, la muerte es un bien tan preciso como la vida; sin ella sería ésta una maldición, la felicidad una quimera y Dios un monstruo”.

V

No duda en aceptar la solicitud de ir a Londres a tomar instrucciones para organizar en el Sevilla la documentación sobre la discusión de límites con Inglaterra y a raíz de la usurpación de Barima. Sin juicios contemporáneos el Resumen de la Historia no es confrontado, no hay argumentistas, tan solo retaliación y seguramente la muda admiración de aquel cenáculo de avisados que reunía a Juan Vicente González y Fermín Toro. Como ocurrirá cuando exponga el prospecto del Diccionario matriz, escepticismo y la incapacidad de un público para adentrarse en un proyecto dimensional retrasan el efecto de la novedad. Irrealizable, dirán los propios españoles de aquel prospecto, la exposición de la Historia era tal vez un flujo demasiado compacto y sostenido para la realidad de un país desarticulado y apenas existente. El pragmatismo junto al peso de lo urgente da una definición de país: acuerdos de escritorio y simulación de cuanto aquellos acuerdos no pueden crear. Ayer como hoy, los símbolos son el ideario de caudillos y causas ruidosas y no la asentada condensación de las certidumbres de una experiencia colectiva. Vista en perspectiva, la obra de Baralt es sin duda un acto de fuerza, el tiempo cronológico no es suficiente para explicarla, éste es brevísimo si ponemos en él las peripecias de una vida casi de sobresaltos –más de una vez fue acosado por episodios policiales y tribunalicios. Si bien buena parte de las tareas de las cuales se ocupa de manera oficiosa son de naturaleza mental, no eran el espacio adecuado para una escritura laboriosa e inquisitiva. Conciencia de lo admonitorio y la certidumbre de estar obrando en un tiempo de fronteras: gusto social y diversidad de formas –esto impregna su obra de un estatuto clásico, por un lado, y a la vez nutriéndose de la disidencia que lo urbano impone a la política.

Preguntarse por la obra de madurez de Baralt supone descubrir la uniformidad, la regularidad como adquisición temprana de un pensador, su prosa de antes de los treinta años no contiene rasgos que enmienden la de sus últimos años. La Historia esta construida desde la eficacia de un instrumento, en ella las palabras y la previsible sintaxis revelan al armador que en el Diccionario de galicismos se hace tan sólo un poco más clínico, inquisitivo. La madurez en él es pues un momento de revelación, la presión del tiempo reducido y frente a la ruta de sobresaltos, su proceso creador nos da la medida de lo armónico intuitivo en contrapunto con la insistencia necesaria para dar forma a lo desmesurado. Las dos obras ideológicas paradigmáticas de la lengua española del siglo XIX podrían ser el Diccionario de galicismos de Baralt y el Diccionario de sinónimos de Barcia, ambos fundan un procedimiento y simultáneamente descubren rasgos de la naturaleza de la lengua desde los cuales se abren nuevas vertientes de investigación. Francisco Javier Pérez, en su estudio del Discurso de incorporación a la Real Academia, sitúa los afanes lingüísticos de Baralt un paso más allá de la morfología. “Entenderá las libertades en materia de lenguaje como explicable situación de desórdenes generales”. Estamos ya en otro ámbito de valoración y función de la lengua, es el escenario de la psicocrítica y la cultura de masas del siglo XX, aquella ya no es más un cerrado coto de tecnicismos, confundida con la cultura ocupa su definitivo lugar en la dinámica de la sociedad.  Una valoración inusitada del Discurso…debemos a nuestro imprescindible Uslar Pietri, apunta a la interrogación de lo europeo en términos no ya de réclame sino de evaluación, dos mundos se encuentran en una sola lengua, uno oye a otro, éste encarece primicias y así los intereses comunes se han agrandado. Heraldo de una América que es ya conjunción de instituciones y estilos, a las puertas del debate de la occidentalización, el discurso del académico, sugiere Uslar, adquiere sentido de manifiesto americano. Política, arte, identidad etnológica, todo esto está presente en una requisitoria donde cabalmente se ha superado la extrañeza americana y habla un sujeto emancipado. Punto final de las elaboraciones de la arcadia y utopía de la minoridad, la frontera de 1853, año del Discurso, sirve tan sólo para mostrar como la madurez de una sociedad se adelanta siempre en sus blasones y estandartes, la argumentación consolidando la aptitud de unos símbolos. De esa manera también podría decirse lo mismo del Discurso: por su tensión sintética, por la unidad de sus propósitos y en su disposición que llamaríamos parricida, es el punto de inflexión de la de madurez de un pensador.

Fuentes:

Baralt, Rafael María. Estudios literarios y correspondencia. Obras completas, tomo V. Universidad del Zulia, 1965, 357 págs. Maracaibo.

——————— Poesías. Obras completas, tomo IV. Universidad del Zulia, 1964, 334 págs. Maracaibo.

——————— Discurso de incorporación a La Real Academia Española. Universidad Católica Cecilio Acosta, 2003, 72 págs. Maracaibo.

Briceño Iragorry, Mario. “Pasión y triunfo de dos grandes libros”. En: Revista Baraltiana, Número 6, 1965. Maracaibo.

Mijares, Augusto. Lo afirmativo venezolano. Dimensiones, 1980, 364 págs. Caracas.

Millares Carlo, Agustín. Rafael María Baralt. Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central, 1969, 484 págs. Caracas.

Miguel Ángel Campos

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Jorge Ibargüengoitia ya se lee en japonés

Maten al leon

Maten al león, su novela que ya tiene traducción.

Este año se cumplen 35 años de la muerte del célebre escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia y 90 años de su nacimiento.

Con motivo de la conmemoración de dichas fechas, el mes pasado de octubre la editorial japonesa Suisei publicó en japonés una de sus obras más representativas: Maten al león.

Maten al Leon1
Maten al león, traducida al japonés

El Instituto Cervantes y la Embajada de México se unieron a esa celebración con la proyección de la adaptación cinematográfica de esta novela subtitulada en japonés. Posterior a la proyección sucedió una charla a cargo del profesor Gregory Zambrano y del traductor de la obra, Ryukichi Terao.

El acto tuvo lugar ayer, el mismo día del accidente en el que Jorge perdió su vida en un accidente aéreo.

Jorge Ibargüengoitia, nacido en Guanajuato, comenzó su carrera como escritor en la dramaturgia tras estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México.

También fue becario del Centro Mexicano de Escritores y de las fundaciones Rockefeller, Fairfield y Guggenheim. Sus obras se caracterizan por tener un alto sentido crítico y de humor, con mucho sarcasmo e ironía.

Murió trágicamente en el accidente el 27 de noviembre de 1983 en Madrid, mientras se desplazaba de Frankfurt a Bogotá vía la capital española para asistir a un congreso de escritores en Caracas, Venezuela.

Terao y Gregory en IC1
A la izq. el Dr. Ryukichi Terao, y a la der. el Dr. Gregory Zambrano

Varios otros escritores latinoamericanos como Ángel Rama, Marta Traba y Manuel Scorza también fueron víctimas de ese accidente.

En esta ocasión, además de que se realizó la primera traducción al japonés de su obra y la proyección de su película, dos expertos de la literatura latinoamericana desarrollaron una charla para diseccionar las obras de este escritor mexicano.

Gregory Zambrano En IC1

Gregory Zambrano es escritor, editor, profesor universitario y crítico literario venezolano, y actualmente es profesor de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Tokio.

Ryukichi Terao se encargó de la traducción de la obra.

R Terao en IC1

Terao es un investigador de la literatura latinoamericana y profesor de la Universidad de Ferris. Como traductor, ha llevado a cabo las traducciones al japonés de las obras de varios escritores latinoamericanos como Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar y Juan Gelman, además de traducir unas obras literarias japonesas al español.

Enlazado desde El Diario de Yucatán (28.11.2018):

https://www.yucatan.com.mx/imagen/jorge-ibarguengoitia-ya-se-lee-en-japones?fbclid=IwAR1xW3Mlms7SilUwRKauXVDY1PHHWqvgzTnbQpRrse0fbIW52h-tg3ZWgwY

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Ana Frank y los testigos del futuro

Por Miguel Ángel Campos (@mcampostorres)

El 12 de junio de 1929, nació Ana Frank. Su familia, que había tenido que emigrar a Ámsterdam en 1933, se tuvo que ocultar en una buhardilla entre 1942 y 1944 tras la invasión nazi a Holanda. En esos años, Ana escribió un diario con los pormenores de su vida cotidiana, que hoy tiene una gran valor documental y testimonial. Ana murió en el campo de concentración de Bergen-Belsen, en marzo de 1945. Miguel Ángel Campos reflexiona sobre los detalles de la reclusión y la escritura del diario en este esclarecedor ensayo. Y comenta dos importantes obras sobre la cultura judía. Pasen a leer…

Frank Collage

El 6 de junio, día del desembarco de Normandía, Ana Frank escribe en su diario: “El anexo es un volcán en erupción. ¿Se acerca de verdad esa libertad largamente suspirada?”. La liberación llegaría para ella en un lento suspiro de agonía, ocho meses después, en el campo de concentración de Bergen-Belsen. El 4 de agosto (1944), la Gestapo irrumpe en el anexo y arresta a todos sus huéspedes: la familia de Ana, compuesta por sus padres y la hermana mayor, otra familia, los Van Daan, padres y un hijo, y Albert Dussel —Pfeffer es su verdadero apellido, Ana lo sustituye en el diario por este apodo: borracho, en alemán—, un dentista amigo incorporado al refugio cuatro meses después. Habían vivido en aquella ratonera desde el 6 de julio de 1942: 25 meses menos dos días. La reclusión de aquel grupo no debía ser un hecho excepcional, se estima que unos 25 mil judíos dejaron sus casas y se recluyeron, de esos unos ocho mil fueron apresados o descubiertos, se estima que unos 15 mil regresaron, de acuerdo a los datos que aporta Mirjam Pressler en su libro ¿Quién era Ana Frank? (Muchnik Editores, Barcelona, 2001). 

Mirjam Pressler Ana Frank

Arriados a los crematorios, debieron acudir a los más desesperados recursos para escapar a la matanza, y aquí asoma una arista de la discusión que expone la pasividad, y hasta la incredulidad, como un cargo. Ellos debieron defenderse, arguye Bruno Betelheim, y no entregarse como corderos, la frase es suya. Pero fueron adaptándose a las carencias, a todo cuanto se les quitaba, intentaron vivir con lo mínimo sin entender que no se trataba de una crisis política o de intolerancia, sino de un proyecto genocida. Ese cargo de conformismo parece recordarlo Pressler (“¿Que no se puede sentar uno en el banco del parque? Lástima, pero también se puede vivir sin eso”). Queda una lección: a medida que cedemos no estamos templando nuestra resistencia, sino ajustándonos a una hostilidad que reduce nuestra idea del confort y, por último, nos aniquila. Si hoy esto parece tener sentido, nunca como en el caso de Venezuela. Sería preciso recordar, y contra ese cargo de conformismo, como esos judíos no eran una minoría extraña en los países donde vivían, se trataba de ciudadanos ordinarios, arraigados en una comunidad, actores de su sociedad. De pronto se vieron destituidos de sus derechos, estigmatizados y señalados en un juicio sumario, si el resto de los habitantes no reaccionó ante las primeras muestras de intolerancia ha debido alarmarlos, pero aquella indiferencia funcionó como un acto de segregación. El plan de exterminio del nazismo obraba, así como la ejecución del dictamen de aquel juicio. Si las SS alentaban la discriminación en una clasificación donde la población asumía sus distinciones sin mayores protestas y mientras una parte de ella era segregada, estaríamos en presencia de una razzia silenciosa practicada desde el mismo tejido social, y no tanto desde una maquinaria totalitaria.  

Se admite la cifra de unos 6.5 millones como sensata para censar a quienes fueron víctimas tanto de la cámara de gas como de los maltratos, las enfermedades y las ejecuciones compulsivas. Si la Unión Soviética, país beligerante, perdió entre 20 y 22 millones de ciudadanos, y Gran Bretaña, también beligerante, alrededor de medio millón, entre soldados y civiles, se comprende entonces que para los judíos aquello tuvo rasgos de razzia planetaria. En todas las ciudades populosas de Europa oriental empieza con políticas de control urbano y requisición, antes de “La noche de los cristales rotos” (2 de noviembre, 1938), y desde este momento adquiere su sentido público predador. Lo que distingue la tragedia del Anexo secreto, en una comunidad donde familias enteras, grupos y pequeñas sociedades desaparecían sin estrépito, lo que la hace excepcional en su convencional sufrimiento, es la existencia de un testimonio escrito, relación cotidiana de los 25 meses, la guerra vista desde adentro, en la inmovilidad de quienes reproducen una rutina creyendo que basta llegar intacto al final del túnel. Ese documento nos ha legado una experiencia de agonía y tensión, pero sobre todo representa una situación límite, la lucha por no descender más allá de la degradación física. En esa convivencia lacerante el grupo se enfrenta a las consecuencias de la exasperación psíquica y el desgate mental, en un estiramiento sin margen.

Frank casa y escondite
Casa donde estuvo escondida la familia de Ana Frank

El testimonio resulta así la crónica de un experimento imposible en el que tanto interés sociológico y psiquiátrico es evidente, en conjunto la proeza resulta una síntesis de las posibilidades de salvación cuando estamos al borde del abismo, nada más. Si Ana no hubiera llevado su diario, todo descansaría en el recuerdo del padre, como todo lo demás está en el registro anónimo de los sobrevivientes, muchos de los cuales han hablado desde el amparo, y en el no tan fiable rigor de la vejez. El diario tiene su primer asiento el 14 de junio, dos días después de haber cumplido 13 años, aún disfruta Ana de su habitación solariega en la casa del centro de Ámsterdam. Aunque ya para esa fecha los judíos estaban siendo confinados a determinadas áreas de la ciudad y debía regresar a sus hogares a horas más tempranas.

Holanda recibió desde mediados de los treinta la más importante cuota de inmigrantes, sobre todo de Alemania y Austria, pero había exigencias para esta oleada, debían garantizarse no solo su manutención, también aportar a la economía en términos casi institucionales. El campo de Westerbork, escala de quienes eran destinados a Auschwitz, y donde recalaron los apresados del Anexo, es resultado de un acuerdo entre organizaciones judías y el gobierno y tras el flujo desatado por “La Noche de los cristales rotos”. Fue construido íntegramente con fondos judíos, y para albergar a los beneficiarios de unas ocho mil peticiones de asilo.

En la fuga precipitada ya se anuncia la condición y el criterio que le permitirán a la niña sorprendida comportarse con el ánimo inquisitivo, y nada conformista, que la distinguiría, observar con la agudeza de una madurez que no llegaría. Al desechar algunas cosas de utilidad puramente funcional anota: “No lo lamento, porque me interesan más los recuerdos que los vestidos”. Estas líneas han sido resaltadas en la edición crítica del diario. Aquí vuelve Pressler sobre la objeción capciosa que siempre se ha hecho sobre la autenticidad del documento. Ella no cree que eso sea de la mano de Ana, duda de la gravedad de la niña valorando qué llevarse y qué dejar. Y es una duda resplandeciente, pues sirve solo para enmarcar la compleja expectación de Ana en los días centrales de la reclusión, y donde la autora descubre, en una sólida exégesis, el extremo de la relación de Ana con Peter: un orgasmo sin penetración.

Más que sorprendernos, nos conmueven las hondas, abismales observaciones que quieren situar la personalidad de los otros, inclinada como sobre un espejo de agua que tiembla, interroga las sutiles relaciones del grupo. Pressler ha mostrado cómo el diario es una relación de los habitantes en medio de su rutina, pero no sólo están descritos sino calificados, evaluados respecto a la perspectiva inmediata, en razón de cómo inciden en el equilibrio del grupo. Está convencida de que saldrá de allí, y para hacerlo sin desgastes mortales está decidida a combatir la banalidad, incisiva, propicia unas respuestas que la sustraigan de su encierro inmediato. Se hace elocuente para sí, o se imagina a donde podría llevarla la opresión. “Un día me volveré vándala y haré trizas ese volumen innoble”, se trata de un compendio de álgebra. Si da cuenta de las crisis de los adultos, procura darle un sentido antes que justificar. “Capitulación de Dussel. Gran amistad entre éste y la señora Van Daan, flirt, besitos y sonrisas de miel, Dussel tiene necesidad de mujer”.

Frak Casa Amsterdam
Homenaje a Ana Frank

En el Anexo Ana descubre que no desea ser como el resto de las mujeres, evalúa a su madre y a la señora Van Daan: son amas de casa. Puede llegar a ser dura en su juicio de unas mujeres sometidas por los límites de su educación, pero quizás sin darse cuenta Ana está describiendo el fondo de una agonía sin espectáculo, no hace concesiones, se niega a exaltar lo minúsculo, y conformarse con lo poco o nada, y así está en las antípodas del criticado entreguismo de los judíos que no se defendieron. “Tal vez su crueldad formara parte de sus dotes de observación, de esa capacidad que tenía de concentrarse en lo esencial” —dice Pressler.

Pero esa crueldad llega a ser un acuerdo del grupo frente a Dussel (Pfeffer), este hombre pudo encarnar a los ojos de todos el fracaso y la carencia de virtudes y en una acción de transferencia lo condenan, Ana, la cruel, es la encargada de redactar esa sentencia. “La opinión que tengo de Dussel baja cada día más y ya llega a menos de cero. Lo que dice sobre política, historia, geografía o cualquier otro tema es de una estupidez tal que no me atrevo a repetirlo”. No era solo un tonto, debía descubrirse en él otras señales, y así quedara calificado para el sacrificio: días antes se lo había descubierto escondiendo comida —en esa oportunidad fue cargado de denuestos (avaricioso, intrigante, violador de las reglas). Queda así identificado y listo para acordarse su condición de infecto: “Sin duda se convirtió en el chivo expiatorio de los reclusos”, observa Pressler. De esta manera el rito es concluido en la intimidad de unos convencidos que necesitan seguirse rigiendo por una moral drástica, del mismo tenor de sus recursos salvacionistas.

Frank Diario

La determinación de Ana de escribir, de ser periodista, no es algo verificado como una vocación, no es la diversión derivada del hallazgo de una habilidad. Llega a adquirir conciencia del impacto del testimonio bajo el cual se esconde, se articula una indagación, intuye a ratos que está ejecutando una tarea de completación, prolongando lo real en una dimensión huidiza pero cierta, la escritura se le hace una presencia. “Aquí yo soy mi solo crítico, y el más severo, quienes no escriben desconocen lo que es esa maravilla”. La escritura es en ella un instrumento de fijación, hay conciencia de su efecto ordenador —de unos momentos fuera de la suma—, pero es más rotunda la del autorreconocimiento.

De la consignación de datos y la rutina del día, el estilo deriva hacia la contemplación y el juicio, manera de aforismos donde la urgencia del objeto ha desaparecido, roza el núcleo de conflictos impersonales, y esto es sin duda inusual en una jovencita que ha estado haciendo balance de pubertad. Esa observación de los hombres que tienen una religión y que les permite descubrir lo sobrenatural como una ventura, es un salto que sitúa la felicidad en un grado superior de complejización. Pressler la rescata de la edición crítica y en un afán de dar con un hallazgo formal de Dios en la percepción de Ana. Pero parece reprobarle lo que considera falta de humildad. “Lo que si me resulta más difícil de aceptar es el tono presuntuoso con que enuncia sus proyectos de vida”. Es este un cargo casi moral, no se repara en cómo esa exigencia de un futuro singular está en el centro de la expectación del diario, sin ella éste sería una anodina bitácora.

No hay en sus relaciones subordinación al tiempo del conflicto, está convencida de que habrá un mañana, la naturalidad con que aborda delicadas explicaciones de los cambios que ocurren en su femineidad, jalonadas de una sexualidad contenida pero interrogada, recuerda más bien a una adolescente ensimismada en la plenitud de su seguro hogar. “Por las noches, siento a veces la necesidad inexplicable de tocarme los senos, sintiendo entonces la calma de los latidos regulares y seguros de mi corazón”. Mientras los otros, aun en los ratos de humor, anhelan lo que han dejado atrás, ella aspira a ser otra, a rescatarse a sí misma para salir de allí convertida en una mujer a la que un horizonte se le ha revelado. Orgullosa de lo que la adversidad le ha mostrado, se siente apta para estar más allá del terror. “La naturaleza me hace humilde y me preparo para soportar todos los golpes con valor”. Debemos entender que a la agudeza se suma la intuición, ya no se hace ilusiones y en múltiples pasajes deja entrever su pesimismo.

Frank Diario2

El diario se cierra con una frase impresionante, donde ya no hay signos d urgencias: “Aquella a quien no se oye solloza en mi”. Tras la parada e Westerbork, el grupo es traslado a Auschwitz, dos meses después del desembarco de Normandía, cuando el curso de la guerra estaba decidido. En marzo de 1945 Ana moría en Bergen-Belsen, “emaciada, con la cara hundida y los ojos desmesuradamente abiertos”, según el testimonio de una compañera de campo. 

De haber sobrevivido al Holocausto, cómo sería la imagen de Ana Frank —periodista en escorzo y dada a los discursos del futuro— que encontraríamos en páginas de testimonio como las de este libro, Exilio a la vida. Sobrevivientes judíos de la Shoá. Testimonios en Venezuela, coordinado por Jacqueline Goldberg (Sociedad Israelita de Venezuela, 2 volúmenes, 2008).  Ella parece estar haciendo la lista de tareas que otros incorporarán a la continuidad de sus vidas, su Diario es una exploración del tiempo que debía construir sobre las ruinas, pero nosotros tal vez lo leamos como la interrogación de un presente denunciado. En paralelo al diario escribía historias, ficciones que ella procuraba no contaminar con la experiencia del encierro, aunque debemos suponer que esta asepsia no era total (Historias y relatos de la casa de atrás, 1982). De ellos dice Pressler: “Sus relatos puramente ficticios son más bien disímiles y difusos”.

Exilio a la vida Goldberg

Su proyecto era publicar una especie de novela con aquellas viñetas, y espera que los diarios le sirvan de insumo (11 de mayo, 1944). Y sin embargo se trata no solo de dos clases de escritura, los objetivos también son distintos, y no se encuentran; el diario (o los diarios, pues en realidad son varios cuadernos, y hojas sueltas, con saltos, pues falta al menos uno) se le convierte en un instrumento de exploración efectivo, desde la observación hasta la consignación inmediata. Funciona como una herramienta forense, clínica. Cuando el grupo dirige la atención sobre el diario —todos sabían que lo escribía—, a raíz del discurso del ministro holandés en el exilio, animando a consignar las memorias de la guerra, Ana parece tomar conciencia por primera vez del carácter de documento de sus anotaciones. “Pero apenas diez años después de acabada la guerra, parecerá de otro mundo lo que se cuenta aquí, el modo en que los judíos hemos vivido, comido y conversado” —es clara la voluntad de distanciar aquella escritura del realismo, concede la acción de utilidad, de la voz que observa y hablará por los demás, pero retiene el secreto destino que la escritora ha descubierto. No resulta sino desoladora la convicción del padre, que concluye en una voluntad mutiladora cuando éste decide publicar el diario, en 1947, el texto es expurgado y desaparecen todas las referencias y desarrollos de carácter íntimo, alusiones incómodas a personas y todo cuanto no sea de interés histórico. Creyendo proteger la memoria de su hija incurría en una deslealtad de proporciones, despojado de aquellas valoraciones y juicios donde la adolescente se ha encontrado con un mundo revelador. No fue sino hasta 1988, cuando se dio a la luz la edición crítica y se incluye el texto original completo y el resto de los manuscritos sueltos.

 Desde su agonía ella habló sobre los otros, aquellos que vivirían ya no para contar sino para prolongar unas vidas de exilio: salidas del horror, deshechas y rehechas. Y, sin embargo, cuando nos encontramos testimonios como el de este grupo de personas, que vivieron para denostar el crimen, nos damos cuenta que en el diario no hay acusaciones, es la percepción de una vida colapsando sin vociferar, observándose. Y en eso se parece más a la actitud de una Hannah Arendt, despersonalizar la conmoción, que a la militancia de un Primo Leví. Los recuerdos de este nutrido grupo de sobrevivientes anclados en Venezuela componen una relación del holocausto desde la intimidad de sus actores, la mirada de los aterrados apenas fija aquello que los mantiene vivos, y esos instantes se convierten en suma de todo lo previo, y desde allí la milagrosa salvación, volver a empezar.

En este libro las señoras lucen sus mejores atavíos, cuando escribo la mitad habrá muerto ya de verdad, reunidas como en un aniversario en un té canasta del club reviven el pasado para contarlo, y también para adornarlo. La mayoría son pura gratitud y faltan páginas para su cháchara, otros son parcos desde una mínima vanidad: alcanzar la ancianidad con decoro. De alguna manera vivir para poco comprender, desde la sola persistencia, envejecer apenas con la satisfacción de haber sido perdonados, menos que eso: salvados. Ellos son como el anti diario de Ana Frank, vivieron para alcanzar una orilla y realizar todo aquello negado en el diario, cuanto Ana ha mirado con desdén. El diario es el encierro sin opresión y no solo porque desde él se avanza sobre un futuro que no se subordina a los límites de la guerra, al cerco nazi, sino porque la rutina parece no dejar espacio para la angustia. En cambio, estas voces, de los judíos avecindados en Venezuela, claman desde una manera de incertidumbre: la liberación conclusa en una larga vida de imágenes rotas.    

La simpar Lila Mittler observa el crimen de una hermosa joven, su cabello desparramado en medio del charco de sangre, hace el recuento de otros y ella misma ha permanecido en un escondite como Ana, la suya es tal vez la relación donde la desventura adquiere la donosura del rechazo de la muerte y la exaltación de un renacer. El trozo de pan mordido y el café aún tibio que las SS encuentran en la cocina de un apartamento de Viena es una escena que no alcanza a moldear una historia, pero puede ser la obertura de muchas. Ningún acto heroico o desesperado estará en desacuerdo con el realismo del futuro, serán solo estaciones de su retención.

La mayoría creyó que Hitler y el nazismo era una circunstancia pasajera, el horror los encontró desamparados, la primera dictadura de un Estado industrial se había originado en una práctica de la democracia donde euforia electoral y chovinismo ponía a un lado otras herencias (institucionalidad, el acuerdo cultural, convivencia). Concebir una obra como esta, voces ajustadas por la paciente transcriptora, supone superar el peso sofocante de un suceso planetario devenido temática y casi cliché. Encarar un fragmento de la historia de la humanidad del cual casi nadie quiere hacerse eco en términos de herencia civilizatoria, menos políticamente, pues se trata del capítulo de un pueblo, lo ajeno particular yéndosenos por entre la rendija de los dedos de la indiferencia. Y, sin embargo, cuando leemos en perspectiva los testimonios de este grupo anclado en Venezuela sabemos cuánto hemos dejado de oír, los nacionalismos se hacen pedazos y tenemos entonces la relación de un conflicto altamente sensible al diálogo con lo escabroso de la naturaleza humana, diálogo sordo y áspero, pero es justamente eso: intercambio con el abismo que hasta ese momento desconocíamos.

Frank tumba

Sesenta años después estas personas nos traen detalles de una perturbación psíquica, ellos pueden referir y hasta valorar sus experiencias, pero a nosotros nos toca estar perturbados, ellos hablan desde una cierta serenidad, como quien ya no puede imaginar más y la realidad ha devenido congelada e inocua. Tras resolverse el estatuto mismo del asunto del libro, era evidente la urgencia de organizar estos documentos para la crónica venezolana de la inmigración judía de la diáspora del Holocausto. De entre tantas carencias de nuestra historia de la cultura esta debía ser subsanada desde la urgencia moral de los elementos forenses que se desvanecen, los declarantes de avanzada no podían esperar más. Hacer de aquellas historias anónimas biografía y crónica de la vida pública equivalía también a completar una indagación y matizar desde estos lugares las versiones europeas, para la gestión intelectual del país estos ajustes no son poca cosa.

La protohistoria más reciente debía comenzar con la llegada de los primeros grupos de refugiados a finales de los años treinta. Llegan a Venezuela tras deambular por el Caribe, rechazados por las posesiones británicas, pero también por países como Argentina, cuyo gobierno remite una resolución a su servicio exterior de no entregar visado a ningún emigrante judío, y este debe ser uno de los actos más vergonzosos del derecho de gentes (Circular No. 11, de 1938, del canciller José María Cantilo, el documento fue recogido, sólo recién en 1998 se localizó una copia en Estocolmo). Queda el gesto de la Venezuela de esos días de renacimiento, y como timbre de gloria del país benéfico. El presidente López Contreras acepta el desembarco y son atendidos de manera solícita por la propia población de Puerto Cabello; su sucesor, Medina Angarita, continúa aquella política y en su respuesta oficial puntualiza ante el canciller alemán (a la circular donde el Tercer Reich informa que ha retirado la nacionalidad y declarado apátridas a los judíos alemanes) que ningún ciudadano puede perder la ciudadanía de su lugar de origen —quedan los nombres de aquellos barcos, y como única prueba forense, hoy en el país dislocado: Königstein, Caribia, Virgilio.  La política inglesa ─de la cual se hacen eco varios gobiernos de América Latina─ de no dar visas a los judíos que huían del acoso antes de la guerra, podría explicarse desde la diplomacia de acercamiento al nazismo salida no tanto del Parlamento como del Palacio de Buckingham, y la ingenuidad, en este caso perversa, de Chamberlain.

Esa capacidad de encontrarse con los extranjeros nos hace sociedad cosmopolita y amplia, nos ecumeniza un poco en nuestra tendencia a la comodidad de unos límites, pues lo provinciano siempre procede de una forma de indolencia. El recordatorio del Cementerio General del Sur, allí ya desde 1955, es tal vez la primera página de este libro, allí se resguarda la memoria de los muertos, los asesinados no tanto por la demencia como por un largo prejuicio. La Shoá tiene aquí su otro monumento, el de los vivos, ellos están reunidos en las páginas de esta obra, dispuesta para oírlos, ya a la sordina y en la memoración que no busca ajustes ni fidelidades, tan solo traspasar a otras generaciones las imágenes de quienes resistieron o tan solo permanecieron a la orilla del fuego consumidor, de la ira demencial.

Este grupo de judíos ha desarrollado una pasión venezolana, porque aprendieron a serlo y en eso han puesto un esfuerzo moral, a ellos no se les ha regalado una nacionalidad, la ejecutan desde un sentido de arraigo y emoción por la tierra pálida y generosa acogiéndolos sin recelo, nos enriquecen con su aventura y su tragedia, y en esa medida agrandan la dimensión de lo humano. La presencia judía constituye un capítulo insoslayable de la historia contemporánea del país –y esto queda claro en el sintético estudio introductorio de Marianne Kohn Beker–, la articulación de una comunidad a una cultura se produce no desde la identidad histórica sino desde la multiplicidad de intereses espirituales gestionando en un escenario histórico. 

Comienzan hablando de los días de infancia, el pueblo y la escuela, escenas remotas traídas sin sobresalto al presente de un solaz y sin ajuste de cuentas; hábitos y escenas de la vida diaria se van desgranando en una relación a veces cándida, pero se trata de revivir el espanto, no hay otro esquema, nada está borrado, tal vez superado y tras las angustias conjuradas. A ratos estas páginas son como un álbum de recuerdos que visto con negligencia pudiera parecernos movidas historias de familia, pero esos rostros infantiles sólo son como una edad feliz congelada por el terror. Desde el presente aquel niño posa ahora con su mejor gesto, alguno luce una segura sonrisa, otro observa desde el recuerdo que a fuego ha conquistado su propia paz. 

Riquísimas en datos y vínculos, estas historias son de inapreciable utilidad para elaborar genealogías y rastrear el origen de usos venezolanos, de consejas y estilos de última hora, como la biografía de Páez, digamos, indicándonos, en una anécdota cualquiera, el sentido de un capricho. Unos muestran su fervor y quieren retener emociones, otros simplemente dicen, como la señora Halpern, venida de Polonia, “doy esta entrevista para que nunca se olvide lo que nos pasó”, es decir, para conjurar el pasado y proponerse como testigo del futuro —suficientes razones para identificar el infierno, y saber dónde está— en este recuento del mal. Y esa es una manera, una gran manera, de comunicar la experiencia, de trascenderla en circunstancias de clara responsabilidad del resto de los participantes, pues si la humanidad es un acuerdo, cumplirlo es lo que nos hace miembros de un género, y si tu hermano te habla para reconocerse en ti, ya su sólo lenguaje te compromete. Si la diversidad supone el misterio de la diferencia, la posibilidad de conciliar con lo ajeno —y estas vidas alegan para no serlo—, juntar los testimonios y articularlos en un discurso coherente y unitario puede resultar una tarea riesgosa, ardua, expuesta a la pura retórica de la información.

Escribir lo dicho y ajustar los distintos sentidos, poner lo parcial en una consonancia verificable puede tener la función reveladora de traducir a un lenguaje. Y es así como el tono se hace uniforme, casi monótono, y esta sería la prueba, diría, de la eficacia del texto: consecuente con un acopio. Imprescindible dimensión intelectual del lenguaje artístico obrando sobre el ímpetu demagogo del recuento. Jacqueline Goldberg, la armadora costurera, sobrevive al ruido de voces y al caos de la narración misma, da con una adjetivación casi neutral, con el momento de tensión de los hablantes. Como documento no falta al canon, consignación de procedencia (países, regiones, ciudades), glosario y fuentes debidamente indicadas, junto a una selección de imágenes orientadoras, hacen de esta obra una pieza sobria, anclada equidistante entre el arte y los murmullos de lo oral queriendo ser monólogo.

Miguel Angel Campos

Miguel Ángel Campos (1955) es sociólogo y profesor universitario, jubilado por la Universidad del Zulia. Autor de una extensa obra ensayística sobre la cultura venezolana, principalmente. Entre sus obras de reflexión: La imaginación atrofiada, Las novedades del petróleo, La ciudad velada, La fe de los traidores, e Incredulidad, entre otras. 

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Respiración y agonía en el peso de la noche

 Por Miguel Ángel Campos  (@mcampostorres)

Para Norberto Olivar, que insistió
en convertir una conversación en
estas líneas.

La primera vez que leí la frase “el peso de la noche”, así, desgajada, solo tuve evocaciones metafísicas. Cómo podría tener la noche, pensé, una dimensión física, en consecuencia, no podía formarme siquiera una imagen de aquel peso. Hoy, tras toda una vida de haber recordado y olvidado la frase, y solo fijada desde la tapa de la novela de Jorge Edwards, cuando debo enfrentarla para verla en su justa dimensión, comprendo que su continuidad y persistencia se debe a un alcance superior a aquello que nombraba, pues aludía sin quererlo, a lo invisible, todo cuanta pugna fuera de las circunstancias y se asienta en lo rotundo –en este caso en el dictamen intuitivo de una sociedad, de una cultura, un modo de ser–. Así, la frase no encierra una metáfora, es metafísica en su honda abstracción.

1 El peso de la noche

La dejo aquí de una vez, pues, aunque para mí ya no es una frase que deba recordar en el tallado de su sintaxis, sino un hallazgo, una admonición, quiero mostrarla en su remoto vestido, y en la necesidad de enseñarla en medio de mis elaboraciones y juicios, y que acaso alguien pretenda ver fuera de su filiación o pertinencia. “El orden social se mantiene en Chile por el peso de la noche y porque no tenemos hombres sutiles, hábiles y quisquillosos: la tendencia casi general de la masa al reposo es la garantía de la tranquilidad pública”, (Diego Portales, 16 de julio, 1832). Cuando la asociamos con la voz que la dice no podemos menos que entrar en el terreno de la valoración de lo salvaje, de la intuición y el instinto, y en claro detrimento de una manera de ilustración, esa de las razones mentales y las frases hechas. Portales es un hombre de negocios y no de altos negocios, más parecido a un mercader de buen gusto que a un negociante público, pero desde aquellos negocios de estanco y aduanas se eleva a la contemplación de la sociedad y en la posición de un hombre de acción que ya no hace negocios, no pequeños negocios. Convertirá la favorecida situación de Chile en la primera mitad del siglo en un experimento que lleva al país a romper con lo que era un destino natural en el resto del continente: caudillismo, lucha de facciones, petulancia de los intelectuales.

2 Diego Portales
Diego Portales

Su vida es corta pero tensa, como la frase mítica que produce una revelación en la interpretación de un continente y su albur político, ella diagnostica y sanciona a la vez, se aparta de la tradición procesal para enunciar desde la remodelación y creación de un objeto, escudriña desde lo práctico lo real sin ceder al pragmatismo. Y ese diagnóstico llega a tiempo, rompe con las consideraciones de la ortodoxia (escuela, religión, instituciones) y apela a una exégesis de cultura y política en su mejor sentido utilitarista. Pero de ella no se hizo un programa, quizás nadie la oyó, y seguramente la mayoría, la generación romántica, la condenó. Y, sin embargo, empapó como una energía raigal la vida pública, las maneras del poder y su relacionamiento con lo popular, desde la Constitución de 1833 hasta la alternabilidad absolutista de un Estado que garantiza cuarenta años (1831-71) de ejercicio de un protocolo que servía no a las formas jurídico-formales sino a aquella realidad de la sociedad que duerme en la noche y no es vanidosa ni quisquillosa.

La batalla de Lircay (1830) es un temprano acuerdo que desplaza del poder a los impugnadores de la herencia colonial; militarmente derrotados no son desterrados ni se los expurga, permanecen en aquel orden que debía ratificarse en otra fisiología y donde la disidencia de aquellos pipiolos iba a resultar fecunda, y aun contra su misma voluntad agria. (Un rápido contraste: en 1830 muere Bolívar, ocurre la disolución de la Gran Colombia, Venezuela entra en una fase de disputa sediciosa y violenta, para 1864 tenemos un país arruinado que solo existía en los documentos). De los pelucones queda la continuidad de lo estable, los usos de una comunidad patriarcal que aseguraban la unidad de la tradición en medio de la tentación de lo volátil y la negación del pasado inmediato y con él las figuraciones de lo societario. La conciliadora constitución es solo un ensamblaje de lo viejo con las expectativas de lo nuevo, en ella no se extinguen clases sociales ni se crean derechos sin ciudadanos, y hasta se restablecen fueros que podían espantar a los moderados (y conste que Lastarria y Sarmiento estaban lejos de serlo). Fundar sociedades o nombrarlas, la transición desmentía aquel espejismo, pero el necesario “gradualismo” ante la ruptura y novedad, recordado por Iván Jaksic y como útil contexto en el prefacio de su biografía de Bello, se estrellaba contra lo políticamente correcto: la Independencia fue obra de una élite ilustrada, de alma jacobina. Aunque temiera hasta el temblor la amenaza de la pardocracia —el caso de Venezuela—, alentada por la Corona en sus aspiraciones de nivelación mediante la compra de prerrogativas.

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La batalla de Lircay (1830)

Los especialistas han detectado la continuidad de flujos de sintaxis entre Constitución y Código Civil, pero en aquel ajuste avanza más que una redacción. Lira Urquieta, por ejemplo, al referirse a cómo Bello encaró la arista de la existencia de los Mayorazgos señala: “La solución consignada en el texto constitucional de 1833 –y en la que tanta mano puso Bello– era ecléctica y algo sibilina”. Y eclecticismo ha debido ser en ese tiempo de América un modo más que político hermenéutico. Era una ordenación centralizada y personalista pero expresada en un formato republicano, iba a encontrarse con unos insumos reales frágiles, si obraba el puro protocolo el orden civil desaparecía. En cambio, los operadores de aquella suprema ley sabían cuánto realismo debían aplicar a su ejecución, la extrema discrecionalidad y libertad de movimientos prevista por los legisladores sirvió como previsión y recato al momento de confrontar realidad y ordenamiento. Pero Bello podía ser risueño cuando se trataba de responder por las razones últimas de una constitución. En un texto, “Constituciones” (1848), publicado en El Araucano, expone elementos principistas para demostrar que sociedad y legislación deben influirse mutuamente, cuando esto no ocurre no se debe a que el texto “no haya salido del fondo social sino porque carece de las calidades necesarias para influir y recibir influencias, de manera que esta acción recíproca modificando a las dos, las aproxime y armonice”. La ley modifica conductas si previamente las ha interpretado, y esto pudiera ser todo un código portaliano.

El_Araucano,_17_septiembre_1830
El Araucano, periódico fundado por Andrés Bello en Santiago de Chile.

La mansedumbre, ese “peso de la noche”, el pueblo dormido y un poco indolente, no fue una incitación al abuso y la sobredeterminación de los poderes, esa tentación fue vencida ante la franqueza de la fuerza y el espectáculo de aquellos que debían ser redimidos. La sociedad que Bello encuentra en 1829 es de las más rezagadas del continente: instituciones, administración, expectación civil, corresponden a rasgos primitivos perfilados desde la mínima funcionalidad de la experiencia colonial. Lejos todo parecido con aquella estructura beligerante que se genera en la Capitanía General de Venezuela en el último tercio del siglo XVIII y de donde saldrá una generación deslumbrante. Es casi una comunidad de siervos y señores, un universo agrario donde no hay sino las básicas exigencias entre amos, terratenientes y estancieros, y campesinos feudalizados. Figuraciones del poder, educación como ideal, ambiciones sociales, espíritu corporativo, nada de eso encuentra Bello, y en cambio sí el español peor hablado que el gramático ha oído. Cabría esperar que ese cuadro constituyera el horizonte seguro de la entronización del despotismo y el sometimiento de la vida pública en manos de los primeros avisados. Aquella anarquía posterior a la Independencia, advertida por Bolívar en su reconvención tardía cuando se entera de la partida de Bello, duró solo lo suficiente para ejercitar las diferencias y evaluar las ventajas de construir la república con los haberes de una identidad verificable en la condición de sus modestos grupos sociales.

De la legislación colonial, y su largo uso en los años siguientes, se sirvió Bello para orientar sus codificaciones. Hábitos y necesidades de la población pasiva encajan como al desgaire en sanciones y acuerdos, en otros lugares se intentó vaciar en los proyectos principistas estilos y expectativas que eran ajenos, y a veces hostiles, a la población —así la distancia entre la costumbre y el derecho no se acortó, creó un hiato, hasta hoy, entre acuerdo y acordados. La de 1833 es una constitución cesárea sin César, por las potestades y el señorío que daba al gobernante, pero establecía la elección comicial en los tres ámbitos (presidencia, senado, municipalidad). En ella parece estar resuelto el predicamento expuesto por Irisarri en esa carta a O’Higgins donde le urge, en “tono ligeramente insolente” según Lira Urquieta, a definir la naturaleza del Estado (República, Monarquía, Aristocracia), y en la necesidad de dar conformidad al gobierno inglés en procura del reconocimiento de la nación independiente. En el otro extremo de esta reserva encontramos a Bolívar en 1810: impaciente, en los límites de la imprudencia en la audiencia con los funcionarios del Foreign Office, en una Comisión donde también está el discreto Bello. Aquella identidad no era una prioridad, ni siquiera era un problema real, como el proceso del modelo chileno demostró. Esa Constitución se sostuvo intacta hasta su reforma en un tiempo avanzado, de alguna manera expresaba el alcance de una sociedad en construcción, resumía sus tensiones y carencias y las exponía fuera de la retórica de la excesiva concurrencia política, y si ampliaba los poderes los contenía autorizándolos en una discrecionalidad que descubría en sí misma los riesgos de su uso. Me interesa ahondar, o abundar, en la significación de juicios y conceptos de la frase de Portales: cuál es la justa dimensión de esa noche benéfica, cómo la pasividad y ausencia de beligerancia de los ciudadanos pueden garantizar el bienestar y la ejecución de un proyecto tutor. Es claro que la índole resignada de ese pueblo alimenta la percepción de Portales, en esa cierta modorra que nada escruta él ve una ventaja para la acción de lo redentor. Pero el fondo, el tono de la valoración, tiene su propia conclusión, tal vez sin ironía, aunque sí con angustia esta se duele de que sea así: después de todo la noche es la noche, lo oscuro y sin salida, el atraso y una forma de ignorancia que se confunde con la seguridad del que poco o nada aspira. Ese peso siempre será una molestia, la noche contiene, aunque no oprima, resulta una carga que evita u omite el conflicto al precio de dejar hacer a los salvadores. La novela de Jorge Edwards (1965) simplifica la carga ontológica en el uso del préstamo de la frase: dibuja una sociedad conformista, sin apuros, pero sin grandeza, mediocridad y fracaso enmarcando el futuro como duda. En un pasaje se muestra a alguien que dice querer estudiar filosofía porque eso permite pensar, a esto le responden al socaire, sin llegar a oírlo el aludido:

“—¿Para qué querrá pensar tanto?”.

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Don Andrés Bello

En Chile la gestión republicana y construcción de la nación parece está asociada en un mínimo grado con los letrados y los intelectuales del foro, y esto no ocurrió, por lo general, en el resto del continente. Esa “candente arena política” signada por el venezolano Romero García para identificar un lugar muy estimado por los parroquianos, arrastró a los alfabetizados en un ejercicio de desgaste y tocado de vanidad. Pero sí hubo polémicas, tediosas e insistentes (religión, historia, gramática, nada menos), ese tiempo de fundación fue dedicado a discusiones principistas. Y las encauza el hombre menos dado a litigios y diatribas, Andrés Bello, maestro del ajuste y la cesión. La minoridad de edad de un pueblo resultaba ideal para orientar un esquema de laboratorio y mantenerlo alejado de las chispas de la brasa. Cómo salir de esa noche sin deslumbrarse con la luz del día, cegarse con el sol, bastaba la ausencia de hombres sutiles y quisquillosos para reducir la política a una especie de deber profesional de unos representantes moralizados. Pero ese reposo de la masa debía dar paso a otra actitud, salida de la identificación adecuada del origen del bienestar y la tranquilidad. Aplicada a casi todo el continente la valoración del silogismo portaliano se sostiene en su primera parte. El caso venezolano es distinto, allí ilustración colonial y movilidad civil dan el tono de la Emancipación, el último tercio del siglo XVIII vale por toda una civilización, pero aquellas luces, y sin doctrina del bien público, se convierten con el nacimiento de la República en beligerancia personalista y el apetito de los héroes termina siendo aplastador, la herencia civil de la Colonia se extingue en la degollina igualitarista.

La noche puede ser constatada desde Colombia hasta Argentina, pero no se la asume como un tiempo de resguardo, se la niega en un afán de exaltar las virtudes de las muchedumbres, esa masa igualmente sin rol protagónico pero utilizada para promocionar una ficción de sociedad. Es la noche y sin reposo y tan solo garantizando el derroche de los militantes de “las constituciones de papel”, como las llamó Vallenilla Lanz. Hasta hoy el espectáculo del continente no puede sino confirmar el aforismo de Portales: no nos liberamos del peso de la noche, mediante la educación que llevaría a las responsabilidades cívicas, pero se puso todo el énfasis de la redención en la toma del poder, se magnificó la “candente arena política”. El silogismo fue invertido, sólo para comprobar su validez, la noche, ausencia de sociedad del conocimiento, se volcó sobre la cosa pública a imponerle al tejido social programas constitucionales irreales, ejecutados por una élite variopinta vanidosa y personalista, y ya no hombres sutiles sino abiertos confiscadores del bien público.

andres bello y diego portales chile
Salón en el que coinciden Diego Portales y Andrés Bello

Con la batalla de Lircay y la constitución de 1833 los chilenos parecen conjurar su destino por los siguientes 150 años, y hasta 1973. Las exigencias mundanas de la generación romántica, su repulsa de un orden solvente y sin mayores estigmas, el espíritu de novedad, mucho se parece al escenario de las elecciones de 1970: negación de una tradición de entendimiento, la conversión de la propiedad, todo en un rapto de radicalismo. Y salvando un abismo en la comparación, una esencial: la vanidad de ser la primera democracia que elige el socialismo por la vía electoral. El ciclo íntimo de Portales lo muestra en una fulguración cuyo alcance contrasta con su breve acción pública y corta vida, el dos veces ajusticiado, este hombre encarna la entonación de los saberes perdidos y el fatum de un destino. Nunca antes fue tan certera la alianza entre el instinto del observador de masas y los solemnes acuerdos de los protocolos públicos (la distancia entre la fuerza reguladora de Portales y la instrucción salvífica de Bello parecía resolverse en una equidistancia práctica de novedad y ortodoxia). En la primera descarga (1837) parece sellar con su muerte el consenso que llevará a Chile a ejercitar la estabilidad política y el asentamiento de instituciones raras en cualquier otra nación del continente, se consolida el orden social y la novedad surge pausada, fecunda en el seno del oxigenado dogma y el espíritu conservador del país que exorcizó la anarquía. En la segunda descarga (1973), se contiene la vanagloria y el fantasma de la demagogia igualitaria, pues eso era, un espectro devorador y nunca una fase superior de convivencia, ahora la sangre es donación de las masas que han abandonado el reposo. La noche del resguardo de los puros ha dado paso al día murmurador y donde todos los misterios parecen resueltos: la república franca y una sobrestimación de la democracia electoral, el precio es alto y Portales es ahora un símbolo que no resulta difícil desentrañar, el orden se restaura y la sociedad en convalecencia se salva. Si los exaltados que lo asesinan le disparan a quemarropa en la mejilla izquierda, en el zafarrancho del 11 de septiembre de 1973 una bala de mediano calibre impacta la estatua dispuesta en la plaza frente al palacio de la Moneda, y justo en el tope del pómulo de la mejilla del mismo lado. Ocurre dos veces, y sobre todo la segunda como tragedia, la comedia no podía sino ser ajena al hombre que representaba una fuerza antidemagógica. (La pesadilla que se vive hoy en Venezuela pudiera verse desde Chile como aquella ilusión que Don Yllán hace vivir al Dean en la alegoría “El brujo postergado”, del Infante Juan Manuel, sólo que para nosotros no es una ilusión, el grado al que ha descendido la condición de la vida allí obliga a dudar de cualquier restitución desde una sanación ordinaria).

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El autor de este ensayo, Miguel Ángel Campos frente a la estatua de Diego Portales, en la plaza Constitución, Santiago de Chile.

Los nombres de Bello y Portales están atados en una relación de entendimiento, de pensamiento y acción, que no era posible juzgar en su momento, tal vez no hubiera dos personalidades más distintas y opuestas. Temperamento flemático uno, sanguíneo el otro, podría decirse que todo los diferenciaba, desde religión y estilo hasta las maneras personales (uno decía preferir una cueca y la hamaca, otro las horas del invierno en el desván). Los unía el sentido común y la veneración del orden, pero sobre todo el enigma de América, su resolución. Podría decirse sin incurrir en exceso que sobre estos dos nombres descansa lo que sea el diseño y éxito del programa societario chileno y más allá del siglo XIX. “Bello y Portales son como dos columnas sobre las que descansa la república de Chile”, dice alguien (Hugo Montes), la definición resulta sintética y la elección inobjetable. Uno, el sabio formado en la observación de dos mundos, América naciente, Europa regente, maestro de la conciliación y ajuste; el otro, genio de la intuición y paradigma de la ascendencia sobre el poder. Toca a Bello redactar el proyecto de acuerdo de homenaje que el Senado rinde al asesinado, un dejo sentimental descubre el denso afecto, el fondo espiritual de aquella corta amistad: “El Senado llora la noble víctima inmolada por los amotinados; arrebatado en medio de una carrera gloriosa, señalado con servicios importantes a la seguridad de Chile…”  Evaluar la noche y sus posibilidades no es menos emocionante que transformarla en luz del día, ver en la modestia de la mediocridad una concesión, una pausa para introducir la útil tutoría, la enmienda urgente capaz de conservar la inadvertida sanidad, construir desde la paciencia y el relativo solaz el complejo prospecto que redimirá a los simples: quizás podríamos resumir así la proeza de aquellos dos hombres. En el redil de afinidades nos tropezamos con una frase de Bello que parece hermana recatada de aquella otra, si bien no nos deslumbra y corresponde más bien a una integridad de la educación benéfica, retiene del mundo revelado por la portaliana su aspiración transformadora. En ella están los actores de la noche, y la noche misma, aunque nombrada con escándalo, están los operadores de la contención y el resguardo, la élite moralizada, grave ante la desmesura del poder, también el abismo entre los educados y el pueblo desapercibido, incluso hasta todas unas categorías (masa, ignorancia, noche). “Qué haremos con tener oradores, jurisconsultos, estadistas si la masa del pueblo vive sumergida en la noche de la ignorancia” (1836). La segunda descubre un horizonte de trabajo y enmienda, separa y califica para mejor aleccionar, nombra las virtudes en la urgencia de superar confusión y equívocos, los relativismos de la sociedad auroral. Es hija de la ilustración y las filosofías del progreso, de la naturaleza enaltecida. La primera viene en línea directa de la observación oblicua de los sociólogos del recelo, de los cronistas retardados, acechadores, detrás debe estar la monotonía ordenadora del libro de Ercilla. 

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Miguel Ángel Campos frente a la estatua de Andrés Bello, en la Universidad de Chile, 2017.

La mano dura, pero nunca áspera de quien descreía de las virtudes del pueblo relajado, modela el uso de unas instituciones nada permisivas y lo modera el espíritu de las mismas normas, la legislación que interpreta y reconduce a la vez. Bello codifica y funda, alecciona lo público desde un saber que se impone mediante el contraste y la conciliación, la sociedad expectante recibe los instrumentos que la preservan de su desconcierto y confiscan la anarquía. Al final de sus días, el mismo año de su muerte, Bello vio aprobada una ley de tolerancia religiosa, era como el resumen de una diligencia de estructuración que remataba en sus aspectos más sutiles. “Bello desaparecía después de dejar sentadas las bases de una democracia social y política, adornada por la guirnalda de la tolerancia, que le otorgaba inconfundibles rasgos, en el convulsionado cuadro que ofrecía la América Hispánica, en la segunda mitad del siglo pasado” (Ricardo Donoso). Portales había desaparecido hacía casi treinta años, cuatro sucesiones presidenciales habían ocurrido en casi absoluta armonía desde 1831, el que había recelado de la “masa” y no se avenía con la demagogia podía contemplar su limpio legado, uno de franqueza y realismo político y clara intuición del alcance de los saberes intelectuales al servicio de una doctrina solvente. La noche quedaba atrás pero el futuro ya no dependería de la tendencia al reposo, más bien de la activa vigilia y hasta del insomnio: de los instrumentos de regulación y las instituciones de representación y práctica de los intereses cívicos. De la educación como disolvente del resentimiento social, del conocimiento como honda sutileza. Todo aquello expresión directa de los objetos de civilización donados por el “compadre” (Como se sabe, Portales era el padrino de María Ascensión, la tercera hija de Bello).

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El miedo novelesco

Por Miguel Ángel Campos (@campostorres)

El pasado jueves, 4 de mayo de 2017, se llevó a cabo en el Centro de Arte de Maracaibo “Lía Bermúdez”, el conferimiento del Doctorado Honoris Causa por la Universidad Católica Cecilio Acosta, al destacado académico y escritor Miguel Ángel Campos. El acto fue presidido por el rector Ángel Lombardi y el discurso de presentación estuvo a cargo del académico y escritor Norberto José Olivar. Tantos años de acometer la palabra con denodada pasión, se han materializado en libros fundamentales de la ensayística venezolana, tales como La imaginación atrofiada, Las novedades del petróleo, La ciudad velada, y La fe de los traidores, entre otros. En esa ocasión pronunció esta disertación, que ahora compartimos con los lectores de Los mapas secretos. Un fragmento de este discurso fue publicado en el Papel Literario de El Nacional (Caracas),  el 21 de mayo de 2017. Al final consignamos en pdf este fragmento publicado.

Conferimiento del Doctorado Honoris Causa. Foto: Nubardo Coy

Para Gregory Zambrano

En Doña Bárbara, aún imagen de nuestro fatum, hay una escena perturbadora, parece inicialmente puesta allí desde el puro guión. Es esa en la cual Santos Luzardo cree que ha matado a un hombre, el conocido lance donde acompañado de Pajarote, uno de los antiguos peones de Altamira, enfrenta a Melquíades, ElBrujeador, espaldero de la doña y reconocido asesino. La culpa lo aturde y a continuación Gallegos dedica dos capítulos a explicar la trayectoria de la bala y a sobreinformar el relato para librar a Santos Luzardo del estigma de la violencia, de la barbarie que él vino a expulsar: no fue de su revolver de donde salió el disparo. El tormento de los principios rotos que acosa al civilizador no es poco: “Por fin y por encima de su voluntad empezaba a realizarse aquel presentimiento de una intempestiva regresión a la barbarie que atormentó su primera juventud”.

Es “la gloria roja del homicida”, y no debe temerla, le insisten; pero el autor quiere sustraer a su personaje de ella, a fin de preservarlo del desgaste moral. En todo caso, la acción de la violencia se cumple, y en un acto que debemos ver como corolario de la enmienda: todo ese aleccionamiento donde el grupo de personajes parecen redimirse: Lorenzo Barquero, Míster Danger, la Doña bajando el arma que apunta contra la hija, Marisela salvada en los brazos, eso creemos, de Luzardo. La prédica del hombre que ha llegado al desierto a recuperar la heredad de su familia había empezado por una suerte de diagnóstico, se informa de la condición y el estado de la disminuida heredad, luego debe vencer el recelo de los buenos, aquellos peones que habían trabajado en Altamira y no se corrompieron, resistieron entregarse al bandidaje. Los oye a todos, sus largas crónicas de origen, sus dramas y tragedia personal. Quiere saber de dónde vienen, cómo los ha marcado la lucha por la existencia, hasta dónde ha formado o deformado su alma, parece una reunión en el confesionario, pero Gallegos no pretende absolver a nadie. Busca representarse la barbarie en unos actores que puedan verse recortados sobre el horizonte, busca superar una manera de ecología telúrica, y abrir la interrogación hacia lo metafísico que pueda haber en la soledad de los parias —y quizás esta sea la razón que pone esa novela fuera del catálogo criollista.

Primera edición de Doña Bárbara (1929)

Quiere ver a esos hombres en la tensión de sus experiencias, mostrando sus recursos para sobrevivir, siendo fieras y dejando de serlo para humanizarse en el súbito reconocimiento de una continuidad: la del acuerdo que los hace responsables en medio de la desesperanza y sufrimiento. El rudo peón que tiene nombre de mujer, María Nieves, el pasado del más taciturno, ese Carmelito que emerge del pajonal, para conseguirse con que toda su familia ha sido degollada. Los oye para dolerse con ellos, para saber cuánto puede hacer el infortunio, el mal, en el alma estragada, pero también está componiendo un cuadro con insumos drásticos, hay allí imágenes emplazadas y a resguardo de la demagogia. Toda redención comienza por las simpatías, y no por la complicidad. Aquellos hombres tienen un pasado y este corresponde a un entorno, a una saga de agonía y en ella un orden se ha proyectado: la sociedad y sus pulsiones, temores y desamparos modelando indigentes, pero también engendrando a los arrasadores. En esa suma cargada de aprensiones, catálogo del país gregario, este nos es mostrado en un acumulamiento inercial y explosivo, contenido solo por la expectación de sus mismas carencias. Aquellos hombres aplastados por la violencia pueden llegar a santificarla, la esquivan pero no le huyen, no tienen dónde ir, y lo peor que puede ocurrir es la aparición de un conductor, Luzardo no quiere serlo y rechaza la admiración que ha salido del puro arrojo. Es toda una galería de tipos, vienen del fondo de una hibridación casi sangrienta, es un mestizaje donde prevalecen las miradas pendencieras. Su representación pública no es menos fúnebre, Ño Pernalete y Mujiquita: las instituciones al servicio del fraude y el crimen.

Don Rómulo Gallegos

 A una Altamira, se opone el Miedo, los nombres de las dos haciendas y como dos mundos. Y la palabra miedo a mí me resulta inusual en el imaginario de un civilizador, del escritor que llegará a ser presidente. Es un sustantivo al margen de toda negociación, no puede ser integrado a un lenguaje de acuerdos, educación y ropaje civilista. Y sin embargo, el novelista, el maestro de escuela que fracasará en la diligencia suprema de la conducción protocolar, apela a él para explicar el atasco de una sociedad y más allá de toda corrección y categorías de identidad sociológica. El miedo es técnicamente una aceptación de lo irregular, el caos de un mundo negligente como tolerancia de la mediocridad. Y creo que políticamente esto se ha expresado en la convivencia y la vida pública en lo que considero una minoridad del alma venezolana: su tendencia a elegir siempre entre el mal y el mal menor, no entre el bien y el mal. Miedo y conformismo como compañeros de viaje, y quizás de rumbo, en la tarea de desentrañar el destino de una república. Simbiosis que puede dar la medida de una normalidad y cuando deja de serlo nadie se atreve a cuestionar el precio de las alianzas, las oscuras conciliaciones donde se mezclan los estilos oportunistas.

Espantados ante lo que la indiferencia puede producir, confiados en las bonanzas que la democracia dominguera, electoral, ha construido, cuando los recursos habituales ya fósiles no dan cuenta de la realidad estrujante (tiene la palabra el señor diputado, se levanta la sesión, fírmese y séllese), entonces cunde el desconcierto. No nos merecemos esto, dicen unos, otros insisten en la restitución de lo que cedió por anemia, pero la democracia es una práctica fecunda, una experiencia de emociones, no un depósito de hábitos pasivos, nunca una fisiología mínima. Tras la destitución de la legalidad surge el escándalo, tras el fin del estado de bienestar emergen los desconcertados y preguntan dónde se fueron sus intereses, del banco y de corporación; tras la disolución del estado de derecho alguno hace un gesto de fastidio, ante los asesinatos de ciudadanos y gente inocente tal vez cunde el miedo. Y solo tal vez. Puede ser que se haya hecho una presencia habitual, está allí, como sosegando desde la sombra que no arropa del todo —esa, la misma  del arquetipo de Jung—, hace que individuos y pueblos ejecuten lo que niegan. Es el miedo visceral, del cual no es posible cobijarse porque todos los amparos se hicieron pedazos, descubrimos que aquellos lugares señeros donde la estabilidad de unos acuerdos nos infundía seguridad ya no están, pues no existían por sí solos, requerían de la sangre saludable, del oxígeno de lo ventilado. Ahora son cascarones, como títeres o, peor aún, fetiches, ejecutan su vaivén, morisquetas para los desesperados.

Parque Nacional «Santos Luzardo», en el estado Apure.

El miedo encontrado y señalado por el maestro dio con su nicho ecológico entre los ciudadanos de la Venezuela postpetrolera, arrulla y vela la noche, ya no contiene pero condiciona y desde él se proyecta cuanto deba desearse y decirse. Medra, planea sobre un futuro ya no pugnaz sino vacilante, es alimentado desde la incapacidad para la mea culpa y desde la corrección política, esa impúdica del qué dirán. Santos Luzardo lo conjura desde la demostración de la función ordenadora del bien civil: fractura la ascendencia del poder gamonal donde tierra, leguleyismo y santería representan a los ojos de los peones la imagen de un mundo autosuficiente.  Las historias contadas, ya no ante el fuego de los beduinos, sino en el foro de los hombres que han vencido sus recelos obran como una acción benéfica, de identidad aglutinadora. Pero en el centro de la novela domina otra historia que no debemos desdeñar: la de ella, violada en el bongo, y también son peones aquellos violadores. Su venganza será construir un orden donde los hombres deambulan como siervos, pero el resentimiento no es parte de sus argumentos, le ayuda a mantener su imperio, nada le deben y nada reclama, se impone en un medio maleable, en él fuerza y predación solo esperan conductor. La mujer saciada de su propia justicia será capaz de la sublimación y en un gesto freudiano se reintegra, no al llano, pues no es una figura telúrica, sino al misterio, dejando atrás el espectáculo de los simples. Los peones andarán a paso rápido y se encontrarán con la alborada de la democracia y el igualitarismo que desata Santos Luzardo. Y aun cuando han contado con detalles sus vidas, no saben de dónde vienen.

Rómulo Betancourt

En una fase avanzada parecen dirigir su atención a los ruidos del desierto, al viento que silba en la sabana, claman por la escueta salvación del  descampado. Pero no atinan a encontrarse con la voz piadosa del conjuro, la regresión ya es imposible y los demonios han sido desatados. La rabia  prevalece en su expectación diurna, se impone como puro recuerdo de la memoria, hasta la mea culpa requiere de una pequeña nocturnidad. No hay superación del trauma, evangelio y psicoanálisis se han aliado para mostrarles que los han estafado en un expolio sin pausa, reaccionan contra lo único que no es un espejismo, la tolerancia de unas maneras, así todo se iguala en lo fantasmal. Ya no es posible regresar al origen, tampoco hay misterio que interrogar, la violencia queda autorizada, y en manos de los miedosos.

 Pero volvamos a Gallegos y una anécdota que Juan Liscano recoge de sus propios labios, es Director del liceo Caracas y 1923. Un alumno “cerril que conservaba costumbres de tierra adentro” al graduarse y con el diploma en la mano llega hasta su oficina y le habla así: “—Yo deseo hacerle un obsequio antes de irme. Quiero regalarle una cosa que yo estimaba mucho y que he aprendido a desestimar con usted”. “Y le entregó su revólver”, dice Liscano. Es la misma arma que falla el tiro en Doña Bárbara, parece un doble desmentido del pacifista  —así le decían sus alumnos del liceo—, y sin embargo ha acertado. En  todo caso era una manera de fidelidad, en ella el miedo ha sido conjurado desde las convicciones; del futuro sin conjurar nos quedará aquella fotografía de otro presidente viajando en su packard y con una ametralladora en el piso, Rómulo Betancourt y 1960, esa carroza todavía anda por ahí.

Miguel Ángel Campos

(Fragmento publicado en el Papel Literario de El Nacional, Caracas), PDF.

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Venezuela: el origen más cercano

Por Miguel Ángel Campos (@mcampostorres)

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Miguel Ángel Campos

Un vigoroso análisis del sinuoso camino recorrido por los venezolanos a lo largo de su historia. En este lúcido ensayo Miguel Ángel Campos deconstruye y reconstruye mitos sobre la herencia civil, el sentimiento de patria y el concepto de ciudadanía y bienestar, representados en algunos paradigmas como civilidad, educación y justicia.  Desde su pasado agrario hasta la llegada de la cultura del petróleo, desde las montoneras del siglo XIX hasta el militarismo devenido tutelaje del estado, Venezuela ha vivido intensos procesos de institucionalización y también de pillaje. Todo en una secuencia que explica el encumbramiento de la falsa utopía del país rico y el harapiento que ensombrece nuestros días. Afirma, categórico en su reflexión: “De gerente y tal vez grave administrador de la riqueza social, ese Estado pasó a generador de un estilo de conducción, y esto ya no era su tarea, fundado en la inversión neta, luego se hizo clientelar, y ya en la era tutorial, al sustentar su vocación, se hizo populista y demagogo”… siga adelante…

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Al menos es un descuido no situar el prospecto venezolano del bienestar —su búsqueda melancólica— en la precisa frontera del postgomecismo. Cualquier otra determinación, pulsión o condicionamiento, debe ser expulsada en un acto de buena conciencia, pero sobre todo sanitario. Pues es preciso buscar el origen inmediato, que en este caso es el real, de tanto fracaso, que permita ver lo anómalo en su escondido obrar —y en medio de unos acuerdos y adelantadas diligencias donde ya no puede haber excusas. Ya para entonces la sociedad se moviliza sin cargas ominosas, ha dejado de ser la población extraviada en el territorio vacío de los caudillos, la ficción de lo público sin público y las arcas vaciadas. Es el origen real no tanto porque sea más verdadero, sino porque lleva sobre sí las tensiones de un tiempo sin mistificaciones,  en él discurre la frontalidad del acuerdo de una salvación. Entonces descubriríamos las culpas del día en un acto ya no psiquiátrico sino más bien forense: allí la incompetencia, allá la alevosía, acá la mirada despejada, advertida de que un mundo comienza. Modelaje y expectativas de hoy corresponden a las diligencias de ese acuerdo inaugural cuyo programa es rastreable desde 1936, ya no como un hito cronológico sino como una actitud en la que debe haber una voluntad de desconfiar del pasado. La conciencia de una dimensión pública nueva, la percepción de la novedad civil son actos de fuerza nacidos de la necesidad de contrastar la era gomecista, entrevista no tanto como barbarie sino como imposibilidad de intercambio, tiempo de atraso de lo público y rezago de las masas. Porque la expulsión de la barbarie nunca fue una asunción purificadora, ella permanece en el prospecto psíquico como una fatalidad y en esa medida es atesorada, recurso desde y contra el estallido. Su definición no es ajena a las formas de creación de lo político, lo irregular y anómalo es retenido desde la emoción de lo nuevo, y en un solo temblor: entre la inseguridad de los actores y el pasado lacerante. El hecho de que no hubiera cercas en el llano, el ganado cimarrón errando en un territorio de nadie, hace concebir a Santos Luzardo una razón peregrina: aquel caos resguardó los intereses de Altamira de la voracidad de Doña Bárbara, de sus trampas jurídicas.

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Portada de la 1ª edición de Doña Bárbara

Es una sociedad que se refunda en un pacto de largo alcance, orgánico por su peso voluntarista y la germinación de un imaginario, rotundo por la significación del contraste. Que carezca de documentos forenses sólo prueba cuán disímiles eran los actores, por un la lado una élite investida de solemnidad, por el otro la muchedumbre desarrapada pero ya convertida en objeto de celo. Los conductores ilustrados muestran su sentido práctico, entre el control de la emergencia y el manual de civilización: el “Programa de Febrero”. Los que debían ser redimidos se saben ya en posesión de un bien discernible, la libertad, y ésta, entre los beduinos, sólo adquiere carta de ciudadanía si se riega con sangre. Que sea poca o mucha sólo depende de la animosidad y el calibre de las armas, y esa poquita sangre precede al “Programa…”, pues es su bautizo, como un impulso propiciatorio que no abandonará aunque predique contra la violencia. Nada podrá ya ser adjudicado al tramado de un pasado mal conocido y peor vivido, a los episodios de una vida de guerra y paz, floridos momentos y raptos de demencia. Lo heroico sólo pertenece a la propaganda escolar, lo infame y el rumor de lo insano ya no se admiten para amparar asesinos y malos gobernantes, los viajeros de Indias ya no explican una genealogía, las taras ya nada condicionan y la antropología racial del positivismo hace sonreír a los locos furiosos.

1936, el año de la epifanía, nos libera de los traumas freudianos, quedan políticamente desautorizados. El idílico último tercio del siglo XVIII, con sus valles hechos cornucopia y sus optimistas mantuanos, su milagro musical; el viaje al centro del infierno que fue la Emancipación, la pira de la Guerra Federal devorando en el primer acto al puro Rafael Guillermo Urdaneta, la ilusión urbana del civilizador del último cuarto de ese siglo XIX, los veintisiete años casi gestuales de Gómez, todo queda atrás atado en un pañolón y con doble nudo.  

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Juan Vicente Gómez

Hacia allá, a ese pasado, no se puede mirar ensimismado a riesgo de extraviarse en una genealogía demagógica, hundirse en historias de familia que nada dicen a un presente agónico. “San Mateo, Turmero y Maracay son pueblos encantadores en los que todo manifiesta la mayor comodidad. Créese uno transportado a la porción más industriosa de Cataluña”. La valoración de Humboldt tiene el justo valor de la arqueología, ninguna continuidad autoriza filiaciones o nostalgias. En su documentado ensayo “La patria de los venezolanos en 1750”, Augusto Mijares fija el bullir de una nacionalidad que se ha constituido desde el territorio culto y la herencia civil, el remoto sentimiento de patria de unos hombres oponiendo al uso real de la Corona sus hábitos y acuerdos, y en un desempeño de ciudadanía nutrido más que de protocolos, de usos fundados en el reconocimiento de una herencia que debe ser retenida desde un concepto solvente de bienestar: civilidad, educación, justicia. Aquella experiencia de los padres nos es ajena, nada puede hacer ella —estelar en la pureza del mito— para remediar el desaliento de hoy, pertenece a otra dimensión a donde se ha fugado como en una expulsión, el rechazo de los trastornados. En su Disgregación e integración (1930), Vallenilla Lanz ilumina un tiempo larval de la venezolanidad, en él discurre un espíritu formativo orientado a sustentar la práctica de pueblo como resguardo de lo mejor de los logros de la democracia castellana, esa de los cabildos y la potestad popular que enmienda al Rey. Va a las raíces del sentimiento federativo y nos demuestra que este era más que puro espíritu de parroquia; la autarquía se muestra entonces en su aspecto complejo —y moderno— de micromundo en medio de la retórica del reino imperial. El largo ruido colonial de la autonomía de las provincias, su discusión de la discrecionalidad de Tenientes de Justicia, Capitanes Generales, encomenderos y reyes, es el fecundo sustrato de la eclosión intelectual de la Emancipación. Aquel ordenamiento legal donde una viuda podía encausar y condenar a un funcionario de la Corona, y aun muerto este obligar a sus herederos a pagar una indemnización, probaba que obraba como un auténtico etat du droit, donde los actores eran determinantes, superiores al fetichismo de lo jurídico. Hoy, el saldo de la democracia de gestos puede verse en una usurpación autorizada por aquellos para quienes el país se disolvió en la ausencia de compromiso y la indiferencia. Cómo reclamar desde la institucionalidad el abuso de poder, cómo denunciar la barbarie si el acuerdo no llegó a ser sino un ejercicio dominical desnutrido de emociones, la simulación de una modernidad de consumidores.  

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Augusto Mijares

Tal vez la precisa frontera sí produjo sus selectos actores en los años finales de un gomecismo que ya sólo retenía el puro control de la fuerza; instituciones y vida intelectual avanzaron fuera de una práctica pública. Sin una elite que ha pensado lo nacional en y durante la barbarie no es posible comprender la eficacia con que esos actores enfrentan un tiempo que hubiera podido ser de desconcierto. No ha habido negación y mucho menos mea culpa, es un tiempo saturado y conjurado tras la sofocación y en la inminente acción de respirar o morir, es el cuerpo del semimuerto levantándose desde la pura inercia y contemplando el día, reconociendo su duración, de la que se obliga a ser parte.

En la asepsia del “Programa de Febrero” el primer punto debía ser la acción casi quirúrgica de eliminar a Eustoquio Gómez, ese asesinato debía ser encarado como una providencia administrativa y ser recordado en la Memoria y cuenta de 1936. Pero el desenfado de los alienistas no llega a tanto. No es casual que dos libros higienistas aparezcan consecutivamente en 1938 y 1939, La interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana, de Augusto Mijares, y Hacia la democracia, de Carlos Irazábal. El primero irrumpe contra las leyes del atraso, el segundo es todo un himno del destino revelado.  Es la necesidad de dotar de identidad, biografía y prospecto a aquella voluntad venida al mundo desde el puro acto bárbaro de desarraigar al monstruo, gesto teseico que se cumple mediante la calma muerte del cancerbero. “Muerto de la quieta fatiga de estar inmóvil pisando un pueblo sumiso”.  Esto que dice Sarmiento del Doctor Francia vale por todo un diagnóstico clínico, no del cadáver de Gómez sino de la sociedad venezolana. Esa “quieta fatiga” que agobia hoy a ese pueblo se transmitió al cuerpo social  tanto desde la inmovilidad como desde el conformismo y la autocomplacencia.

 La primera visión de Venezuela está en las cartas de Felipe von Hutten, extraviadas durante 400 años, sobreviven a la incineración de Dresde. Recién en 2007 se publican en español y en edición venezolana (de la Universidad Católica Cecilio Acosta), aquel es el testimonio ya no de un encomendero sino de un contratante, algo así como un presidente electo de hoy. El hombre que se encarga de ese metafísico Estado viene  a América a hacer fortuna para merecer a la mujer que pretende, una noble de Leyden, la fortuna le rehúye, y es decapitado en el Tocuyo. Pero antes ha consignado momentos de una realidad que no pertenece a los cuadros de naturaleza sino a las tensiones de los acordados, como ese donde la avanzada hambrienta (no en balde están en la “tierra de poco comer”, de Uslar) rapta niños indígenas para destazarlos y comerlos medio crudos. La partida que Alfínger envía a Coro desde las selvas de Perijá perece de consunción, se extravían en la ruta y enloquecen en medio de la naturaleza, se hartan de palmitos y los acompañan con indios, en tres oportunidades hacen banquete, pero estos caníbales no están locos, la última vianda es un indio joven que llevan de avío para la marcha sin destino. Este catálogo es numeroso y su descripción sólo agotaría, pero es útil repasarlo; de ninguna manera para explicar imposibilidades y horrores de un futuro, estamos fuera de la terapia del trauma, el psicoanálisis de la historia no produce rehabilitaciones, tan sólo resentidos, y en el peor de los casos turbas asesinas. El asesinato de Antonio Paredes es un asunto de Estado y es monitoreado por Cipriano Castro con la misma meticulosidad con que Lisandro Alvarado anota una de sus giras en 1904. Pero no es un asunto de naturaleza distinta a la estadística que muestra como al final del gomecismo hay menos escuelas que en 1886, penúltimo año del reinado de Guzmán Blanco. El que ha tenido momentos de aplomo, Castro, no resiste la tentación del crimen, en un rapto de impunidad, y de miedo, ordena aquel horrendo asesinato. La Venezuela arrasada ha convertido un decreto admirable en una mueca, y los tres cadáveres que un parcelero de cacao rescata del Orinoco, el de Paredes decapitado, son el equivalente de la escuela pisoteada, y en Paredes sobre todo asociada a la cultura y las maneras. La orden de ejecución no está escrita sino en una especie de acuerdo oral que va de boca en boca y a nadie compromete, pero en el que la República adquiere un tufo maloliente. Las grandes maneras esconden un pálpito, los gestos gratuitos de redención no son tales, suelen ser concesiones a lo políticamente correcto o extrañezas que la horda no extraña.

Ese es el país que debe hacer balance en 1936: de sus tiempos perdidos, de sus hatos cundidos de garrapatas, del territorio vacío, de la simulación de lo público, del abismo cavado por la inercia. Ese país debía ser refundado, pero si toda fundación supone un rito secreto —como nos recuerda Murena—, refundar implica una negación, un gesto revulsivo donde previamente se han mezclado sustancias vitales y así dar entereza al organismo: gases de la podredumbre, restos excrementicios, la sangre renegrida, agua de sus manantiales (embotellada), polvo de huesos de cementerio. Juntar, como en una retorta, los elementos de lo cósmico degradado, el olor de todas las abominaciones, un atardecer sacado de un párrafo criollista, todos los “proyectos nacionales”, los empréstitos públicos, desde el Tratado de Coche hasta el Fondo Chino de estos días, los niños indios comidos en sancocho por la partida de Hutten y la Reforma Agraria, la más reciente fertilizada con los cadáveres de 200 campesinos.  A estas alturas la mea culpa ya es inocua, un exceso de mala conciencia puede hacer del ejercicio sacramental, y de toda invocación, solo drenaje retórico de los contumaces. El catálogo de fracasos de la vida en común venezolana, insistencia malsana en la simulación, ni siquiera ha creado anticuerpos en un organismo que presume de nuevo y joven ante cada derrumbe; en la reaparición cíclica de sus agonías, sus voceros hablan de unas reservas morales, aunque lo único real son las reservas de petróleo. Otros, esos docentes de pensum y programa, encarecen los dones de nuestra juventud escolar, cual valor absoluto proyectan en un escenario cuestionado aquello hecho pedazos: esos jóvenes desconcertados, una generación biológica que a nada pertenecen que no sea la sociedad de consumo planetaria, desgajados de una herencia local, seres en un limbo cultural, hijos circunstanciales de una nación. Pues a ellos apela la voz de unos ductores que se creen benditos en medio del lugar común.

rafael-maria-baralt-bEl país que se apresta a encarar ese novedoso proyecto y ya centrado en la cultura del petróleo, su destino entendido como la ejecución de un programa alentado desde el seguro financiamiento y el optimismo de los días abiertos y el crecimiento demográfico, ya no está en posición de consultar a la Sibila, y menos aún debe solazarse en lamentaciones.  No se ha reparado lo suficiente en el carácter de conjuro de esa frontera, ese horizonte no admite justificaciones que hablen de remanentes o herencia del gomecismo —si la palabra petróleo no aparece ni una sola vez en el “Programa de Febrero”, es también otro síntoma del titubeo, el vínculo que ata con caudillos de chaparral y criollismo. La percepción que el país tiene de su nuevo estatuto no ayuda en nada a asimilar el estremecimiento; por un lado modosito, por otro expectante de los hombres de gobierno. Pero es el mismo que se echará en el torbellino de los hábitos y consumo de una economía que transforma y disuelve, habita desde una ontología a la muchedumbre reilona. En estos días (2014) Francisco Javier Pérez exhuma al Baralt triste, cita in extenso el párrafo de su “Carácter nacional” como para reafirmar lo que de seguidas pasa a denunciar: el país ocultando sus miserias, sus carencias sustituidas por el alto volumen de las carcajadas, los colores chillones de lo provisional. “El país de la alegría”, así titula su ensayo, en una ironía que casi prescinde del referente, lo cual sería sarcasmo, pues su prédica se sostiene sobre el escándalo de aquello que una comunidad oculta entre sus harapos. “La Venezuela festiva teme el silencio”, dice para advertirnos de la magnitud del extravío. Ese silencio nunca interrogado, y en el cual se sepultan los cadáveres de aquella fiesta, texto fundamental de una valoración difícil por negada, el autor construye una letanía lacerante, indica en la dirección de lo oculto que no puede tener revelación como instante de síntesis pues se trata de una mistificación, nunca de una dialéctica. “Como si temiera en el silencio las duras verdades sobre su existencia, el venezolano corriente y general habla duro, busca la fiesta bulliciosa…”.

en-este-paisFrente a la escasa disposición política, y poca cosa que poner en la mesa de la civilidad, el venezolano se instala en medio de la fiesta con ánimo triunfador; entre algún sarao de pueblo retratado en En este país…, la novela de Urbaneja Achelpohl, y la inauguración de la urbanización El Silencio media un abismo, pero los comensales parecen ser los mismos, allá jipatos, aquí cazurros. La duda sobre los haberes de esos ciudadanos, husmeadores, votantes, se hace angustia a través de las sucesivas donaciones de esos años, amparadas por la renta social, que todavía no es dádiva, y la continuidad de la modernización, incluso cuando en 1948 se haga puro gesto de ajuar y mobiliario.

 La donación es una acto de fuerza, hechura de una generación que irónicamente se ha formado durante la gestión del más bárbaro de los caudillos, su aniquilador. Desautorizado todo condicionador, sea símbolo o institución, desmentido todo trauma freudiano, las masas de esa modernización que invocan la democracia no traen a ese rito inaugural nada que se parezca a las exigencias de ese límpido objeto del deseo. Su garantía estará en los aleccionamientos y protocolos, en los acuerdos y en la educación de la escuela, puro aparato jurídico de un desesperado ideal. Ese Instituto Pedagógico Nacional junto a la Revista Nacional de Cultura, creaciones primerizas y urgentes, son como la demanda del cuerpo que sin oxígeno perecería. Luego vendrán el lenitivo contra la malaria y el hambre, y el orden no debe movernos a risitas maliciosas, aquellos hombres al menos no estaban arrasados por la demagogia y tenían una idea justicieramente informada de lo que es una sociedad. Ningún estudio focalizado, ninguna sociología de casos, ha mirado con detenimiento ese escenario, desde el cual se ejecutará el mayor proyecto de restauración desde el tiempo postindependentista. Ningún diagnóstico, que no sea fijación de carencias, ninguna evaluación, que no sea cálculo de costos, se abisma sobre aquel abismo del cual surgirá en breve tiempo una sociedad que lo probará todo en un rictus más que de consuelo, de saciedad. Entre la prédica del pueblo estafado y su declarada pureza se levanta la imposibilidad de examen de las culpas, de allí fluye la turbia emoción de la espera, de todo cuanto se le debe a esas muchedumbres dolidas. El instrumento serán esas instituciones como donación, casi instalaciones, expresión de la actividad y mantenimiento administrativo del Estado. Era la hora del exorcismo, la de hacer cargos y requisitorias, Uslar Pietri recordaba en algún discurso de su campaña electoral que en aquellos días se pusieron de moda los llamados “censos de necesidades”. En ellos, dice, “cada pueblo hacía una interminable lista de cosas que necesitaba, y allí figuraban desde la refacción del Templo en ruinas, desde la estatua de Bolívar para la plaza, hasta el hospital y la escuela y el camino y las aceras y las cloacas y el acueducto”. El país había acumulado males y ahora tenía voz para mostrarlos como clamor, hombres e instituciones que los habían tolerado, sus responsables públicos, ahora estaban en el trance de esgrimirlos como bandera de una reforma. El pueblo demandante mantiene su condición de minoridad, analfabeto, parasitado, pero ahora es la fuente de legitimidad de una nueva manera de retener el poder, quienes lo ejercen tienen en él la razón de sus mejores acciones. “La verdad es que en el año de 1936 Venezuela descubre que es un país atrasado, que es un país pobre, que las tierras agrícolas de primera clase no abundan y que prácticamente todo está por hacer”.

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Arturo Uslar Pietri

En la cita de Uslar la palabra descubre no puede ser sustituida, carece de sinónimo, pues en ella su autor parece asentar el peso de la sociedad ensimismada, desapercibida. Y este no es un recordatorio menor, nos aproxima a una denuncia hecha en medio del ruido por algunos angustiados: esa del país que siempre recomienza, adánico, cortando con sus procesos, ignorándolos y en algunos casos negándolos en una acción dislocadora, demencial. Y cuando se recuerda el pasado no es para escudriñar en él una orgánica pulsión, una elección que permitiera anclar la regularidad en la genealogía. Es para ir a buscar allí exculpaciones y confinar en lo lejano arqueológico las imposibilidades, remitir a otras generaciones la razón de los fracasos. En su amarga reconvención del petróleo engendrador de espejismos Uslar no escapa a esa tentación, quien ha reconocido la pobreza a la lo largo de unos ciclos, que la ha adjetivado —“pueblo de poco comer”—, no logra encarar el presente en su dimensión de responsabilidades de unos grupos lidiando con el albedrío de conocimiento, ciudadanía y poder. La apelación a un origen remoto y quizás último resulta un conjuro ante el marasmo, y en la oscura determinación de purificar la historia de unos erráticos. “La Venezuela petrolera está cercada por la Venezuela miserable que viene del pasado colonial…”. Hasta cuándo será posible mantener este ritornelo, sabemos hasta donde nos ha llevado; endosar a la Colonia la suma de errores e imprevisiones de unos grupos obrando en la libertad de diseñar el bienestar. Definir la miseria como estigma de los antepasados, evitándose así confrontar los hábitos de los acordados en tiempos de autonomía, no son estos diagnósticos teñidos por la pasión, no es insuficiencia de datos, ni documentación sin heurística, es la permanente exculpación de los indiferentes, sus sustracción de las graves tareas de un presente donde todo pesa, pero los taciturnos creen que la salvación siempre ocurrirá en el minuto final. He citado al señero valorador de nuestra economía petrolera, al pesquisador de los momentos orgánicos de una sociedad, pero una impresión similar domina en un autor que pudiera estar en las antípodas de Uslar. Carlos Ramírez Faría consigna al final de La democracia petrolera (1978), un previsible hallazgo, definitiva etiología donde se consagra fuera del presente la incubación de todos los atrasos y la ineptitud de unas instituciones, y va más allá de la sola época, acerca la mirada y logra dar con unos actores, casi con una conspiración. “El subdesarrollo en Venezuela se engendra durante el período colonial como una especie de subproducto del fracaso político del imperio Habsburgo que hundió con su empeño hegemónico a España y sus colonias”. Aquí estamos instalados ya en la teoría de la dependencia, pero esta ha adquirido una dimensión psicoanalítica, aunque, justo es decirlo, envuelve a toda la familia, su alcance totaliza la perturbación pero hace una distribución tan equitativa que ya no es posible entendernos con las fuerzas reales.  Será el Picón Salas receloso del petróleo ordenador, quien con su característico juicio intuitivo oponga a la sociedad desmovilizada, anclada en un tiempo inercial, el impacto de la novedad económica y en términos de arrastre. “Ahora, a la muerte del tirano, otra vuelta del destino: la riqueza petrolera que nos hacía crecer y progresar aun contra nosotros mismos…” Aun contra nosotros mismos, la indicación resulta de largo alcance, está señalando en la dirección de unas pulsiones que en los símbolos relacionales del petróleo están liberadas de la carga opresiva contenida en el campo y geografía fatalistas.          

mensaje-sin-destinoEl balance de nuestros ensayistas del período pudiera tenerse como una aproximación a las emociones y pulsiones de aquel orden, y diría que si algún referente hay en el programa general que va desde 1936 hasta 1948, éste corresponde a la valoración intelectual de esos pensadores, desde el Positivismo tardío hasta el análisis del país planetario de la postguerra (Enrique Bernardo Núñez, Juan Oropesa). Allí hay un conjunto de conceptualizaciones, definiciones y caracterizaciones que sirven intuitivamente a los agentes de la puesta al día. Desde la observación decimonónica de López Méndez, según la cual la condición del Estado expresa la de la sociedad, hasta el abierto recelo de Julio César Salas de los métodos de la comunidad patriarcal, donde campesinos y generales se corrompen, desde la comparación de Picón Salas del mapa de Venezuela con un cuero seco, hasta el sarcasmo de Enrique Bernardo Núñez ante el enaltecido país que ha ayudado a ganar la II Guerra Mundial con su petróleo. Desde el práctico empeño de Augusto Mijares, diseñando las demandas de la escuela primaria, hasta el juicio sumario de Mensaje sin destino, de Briceño Iragorry, precisiones de largo alcance sobre las insuficiencias del pueblo actor, lo que este llama desestructuración y “carencia de sentido del paisaje”. Se trata de un muestrario del esfuerzo sintetizador de los conocedores del proceso orgánico de una sociedad. No son técnicos sociales que hacen prospecto, tampoco ordenadores de estadísticas, ningún gobierno les ha encargado su valoración. Es la suma de lo estable, el alcance de la observación de los que no están movidos por urgencias y cuyo objeto de desvelos no es la punta del iceberg. Que Briceño Iragorry sea un perseguido del mismo gobierno al cual Mijares sirve sólo prueba que las exigencias de lo público estaban más allá de las circunstancias de la retención del poder; lo mismo ocurre con Uslar y Picón Salas, dos verificadores en distintas orillas pero comprobando los mismos hallazgos. Otros, como ese Meneses que huye a Bogotá espantado, vuelven para buscar ya no el país de una saga sino el alma solitaria, determinados a explorar intimidades subestimadas (de la saga venezolana presente en sus iniciales novelas filocriollistas, pasará sin pausa a la indagación dimensional de El falso cuaderno de Narciso Espejo, por ejemplo).

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Mario Briceño Iragorry

Solemnes estudios de las ciencias sociales académicas parecen solazarse en un panorama más objetivo pero menos real, desde Eduardo Arcila Farías hasta Salvador de la Plaza, uno abona a la identidad del gamonalismo en su libro sobre la encomienda, el otro se afana en la economía autónoma, sin sujetos. Y no es que sean temas muertos, es sólo que en su autolegitimación están impedidos de adjetivar.

Augusto Mijares nos ha dejado un relato ecuánime de los hombres que se ocupan de ese país de 1936, y representan el modelaje de virtudes en el torbellino del nuevo entendimiento del poder. Aleccionando el Estado, gestionando desde grupos avisados, y sobre todo instalados mentalmente en lo que sería la sociedad del conocimiento, son los resguardadores frente al extravío. Nacidos entre finales del siglo XIX y la primera década del XX, él mismo es una estampa ejemplar; si es mérito intuitivo de los jefes cortar la tradición de fuerza del gomecismo, resulta toda una hazaña civil la voluntad de esos hombres imbuidos de emociones ciudadanas, espectadores de la nación para la que el concepto de patria ya es insuficiente. Buena parte de ellos autodidactas, se habían formado en la escuela de contención de los atesoradores de una tradición culta, la academia nada nuevo les revelará; diseñan desde las necesidades reales sin ser pragmáticos, se empeñan en instituciones fundadas en la norma sin ser leguleyos. Lejos estaban los tiempos del solaz de eso que llaman situado constitucional, y mucho más de esa frase contrahecha: “bajar los recursos”, y que no evidencia sino la voracidad de quienes se hacen pagar por adelantado lo que no están en capacidad de hacer. Si la idea de patria era un sentimiento maduro en la generación de la Emancipación, en aquellos que reciben la tarea de restaurar el sentido de identidad en 1936, es la sensación de lo nacional como un conjunto de referencias desarticuladas, debía ser enfrentado desde un ánimo donde saber y cultura iban a lidiar con una nueva expectativa de venezolanidad. El ejercicio discrecional del poder había probado sus límites por medio de todas las subordinaciones: de las instituciones, de los hombres ya no ignorantes sino sumisos, del tejido social mismo devenido en escenario de gestos ostentosos pero sin rumbo. Y sin embargo, siempre habría que apelar a la fe en lo inaugural, nombrar el país en una acción finalista, algo de eso hay en el editorial que firma Picón Salas en el primer número de la Revista Nacional de Cultura. “Aquí estamos, desde las páginas de esta revista, en emocionada contemplación de Venezuela”. Esa “emocionada contemplación” va resultando el signo del redescubrimiento de unas ruinas, acto sentimental renovando la arcadia pisoteada, y no se puede nacer permanentemente a riesgo de nunca crecer. Esa emoción de sentir el país disminuido y que precisa de la exaltación de lo filial, de un corazón palpitante, ya no es suficiente, algo falta en esa comprensión de lo venezolano, tras la constatación de unos rasgos, hacer visibles unos hilos medulares, se requiere el diagnóstico de alcance terapéutico. A la emoción de Revenga en 1824, adquiriendo en Londres 40 mil lápices y mil pizarrones de su propio peculio (y no para que los bodegueros sacaran cuentas, por cierto), ya no puede suceder sino un sentido de totalización de la sociedad frente a sus riesgos de organismo dictaminado. Ya no cabía emoción adánica alguna, los gestos de la virtud ciudadana ya habían ocurrido, y debía ser temerario solazarse en su refrendación individual. Aunque vale la comparación proverbial de Mijares: “A veces nos recuerda el modo de concebir y de trabajar de otro gran fundador que tuvo mejor suerte, de Franklin, el cual también se empeñaba en enseñarles a sus compatriotas hasta la manera de obtener mejor pavimento para las callas y de mejorar el alumbrado público”. El pueblo gregario estaba obligado a convertirse en civilidad protagónica. Y aun hoy los hábitos salvíficos no es posible remitirlos a las prácticas de una comunidad, dónde irlos a buscar, entonces, en medio del descrédito de las instituciones y la abierta venalidad de los hombres públicos.    

Mijares los llamó, a aquellos constructores, “una generación de improvisados”, y la biografía modifica el sentido del adjetivo, la ironía en boca del austero señor termina por iluminar una manera de eficiencia ejecutada por la devoción, y a su vez pone en evidencia a las generaciones de burócratas de un funcionariado ya parasitario, abiertamente venal. De las tareas programáticas dice que cuando ya se había armado un proyecto y se avanzaba en la constitución de un servicio (de educación, de arte o sanitario), entonces aparecía una pequeña catástrofe en una reducción fiscal o el cambio inusitado de un ministro. Había que lidiar también con un mal hondo y estable: el desprecio de los filisteos, la desconfianza de los taciturnos —“…la del gobernante mezquino y rencoroso, con el lema de arrinconar y oprimir ‘al que se las echa de honrado’ y ‘al que se las echa de que sabe’”. Es el ciclo, hasta hoy, del desprecio de los entronizados por todo cuanto no comprenden, de la magnificación de una condición, la del administrador que se cree sabio y exige veneración, y al que los mismos prudentes terminan adulando en eso de santificar sus disparates, en vez de enmendarlos. Había que remodelar desde hábitos hasta pulsiones y apetitos, imponer la función de la escuela en medio de los inmediatismos y las urgencias de un cuerpo social agónico, justamente por las carencias de la educación. El balance, anotado con rigor, para ese año que Mijares denomina “día de la liberación”, es devastador. Al final del guzmancismo (1889) hay en Venezuela 1979 escuelas, para 1932 solo 2000, apenas 21 escuelas más, Mijares agrega un dato más que abulta el expediente, el largo período de paz y relativa bonanza de uno, frente a la zozobra levantisca del otro. Ningún liceo tenía laboratorios, y el total de cátedras en 1936 en todo el país es de 188, “menos de las que, a los poco años, tenía ya el solo liceo Andrés Bello de Caracas”. Y al menos resulta admirable la iniciativa de Enrique Planchart, contra toda tecnocracia, de emplear como regalo de boda piezas de los jóvenes pintores inscritos en las nacientes escuelas de arte. Era una manera de valorizar un arte y restaurar el buen gusto, pues la gente adinerada adornaba sus casas con cromos y litografías “que el comercio local les vendía con llamativos marcos y nada baratos”.

 En ocasión de los 25 años de la revista “Tricolor”, Mijares ha recordado cómo tuvo la idea práctica al ver una cartelera de pueblo y en una de sus visitas de ministro supervisor. Le expone su deseo al pintor López Méndez y le pide un bosquejo, este en 24 horas le presenta más que eso: la maqueta completa y el prospecto  —“y me trajo la revista hecha, porque además de llevar el dibujo que debía tener en la portada, estaba prevista toda la distribución, los lugares destinados a las tiras, historietas o descripciones más extensas…”. El nombre se le debe al poeta Héctor Guillermo Villalobos, director de Educación Secundaria, la dirección se le confió a Rafael Rivero Oramas, su conductor durante casi 20 años y quien supo interpretar destino y arte en una conjunción admirable. ¿No era todo en deliberado milagro? El ideario de la revista se muestra en aquel primer número, citado en la memoranza de 1974, exaltación del país inaugural y fe en su renacer, la desamparada emoción regresando siempre cual argumento desnudo en medio del escenario pragmático. “Quizás hoy puedan parecer ingenuas esa declaraciones mías —se excusa Mijares—, pero corresponden a un estado de ánimo colectivo que había aparecido en Venezuela en 1936, y que duraba todavía.  Nos parecía entonces que la patria iba a ser organizada a fondo, material y espiritualmente”.       

 Las políticas públicas de 1958 para acá ya terminan de ser vocacionalmente tecnócratas, son subsidiarias sólo del poder, no interrogan la ilustración y un creciente desprecio por el saber se instala en el acuerdo y sus acciones. Todo parece nacer con unas elecciones domingueras, los hitos de la formación de una civilidad dirigida por ese mismo Estado no parecen suficientes. La disidencia misma es incapaz de alimentarse de una herencia de conocimiento de lo social, sino cómo explicarse la insurgencia armada de la década del sesenta —resulta asombroso, cómo aquellos grupos que ya no eran montoneras llegaron a la conclusión de que era posible tomar el poder en un tiempo de consenso. Hoy parece insólito que alguien medianamente informado creyera posible el derrocamiento del gobierno de un Estado petrolero, poseedor de un ejército profesional y jerarquizado, y en la era de la sociedad de consumo. Desprecio de la tradición auscultadora y exceso de soberbia en días de apertura, poner el poder mecánico por encima de su configuración. Hagamos una concesión al gesto, no era acaso el alegato de los puros, la cosecha de la injusticia que justificaba a los sacrificados en la lucha previa, a los veneradores del pueblo. Era autosuficiencia, en todo caso, los animaba la misma autoridad que creían tener los caudillos que suceden a Guzmán Blanco, en un país de padrecitos y padrotes, pero en la era del socialismo redentor. No era pureza, era violencia resentida. Eso que la guerrilla le exigía a la democracia naciente no era lo mismo que los conspiradores de octubre de 1945 demandaban de la transición, aunque los movían las mismas emociones: la certidumbre de unos merecimientos.

Pero los octubristas sí se apoyan en la tradición explicativa de una sociedad. Y a menudo hemos dicho que durante ese período el país fue explorado, retratado en su dolencia, fijado en su inmóvil reclamo. Si la modernidad no caló en los intersticios civiles, más allá de la rutina de la compostura electoral, la modernización educó desde la dinámica de una economía subordinadora, prestigiosa a los ojos de los montunos, así constituyó consumidores y estimuló la demanda solvente, pero no estructuró ciudadanos ni veedores de la gran novedad política. La ascendencia de los predicadores también debía hacerse pedazos en medio de la negociación que los hombres de partido se imponían. Si en 1936 el programa de las Escuelas Normalistas tiene total consenso, y se va a buscar a Chile sus colaboradores, en 1958 las pequeñas vanidades del funcionariado dan el tono del día, los altos responsables son ya inalcanzables. Lo que ocurre con Briceño Iragorry diríamos que es ruin sino fuera trágico. La figura moral de la disidencia, el maestro de la venezolanidad, víctima de un atentado telegráfico de la dictadura, el hombre que ha ido a buscar en lo recóndito las razones del ser nacional, ya no tiene cabida en un orden donde el equilibrio de la distribución del poder se antepone a la emergencia, esa que viene desde 1936. En los primeros días de mayo de 1958  presenta ante el Ministerio respectivo su proyecto de la Universidad Obrera, esbozado más de diez años atrás, lo que conocemos de ese prospecto nos indica que se trataba de una institución remodeladora. El ministro autosuficiente, convencido de sus propios méritos para estar ahí, y seguramente pretencioso, cree que don Mario es un advenedizo que busca un cargo, echa en la primera gaveta los legajos del proyecto, pero incurre en el agravio supremo de ofrecerle un cargo como asesor literario de una agencia de publicidad del gobierno.   

 Existe un género de sociología rural, pues en propiedad lo es, fuera del canon, de circulación marginal, y que si ha sido consultado por las ciencias sociales académicas lo ha sido por mampuesto y sin atribuirle el crédito. La Constituyente de 1946 se ocupó (en su actualizadora totalización) de asegurar la asistencia médica del campo en un territorio vacío y que se aprestaba a revertir su demografía. Como nadie quería salir de la ciudad, el artículo 8 de la ley del ejercicio de la medicina estableció la pasantía rural de un año. En muchos casos el informe final se convirtió en memoria e inventario, esos médicos desarrollaron simpatías por las comunidades, en su mayoría caseríos desarticulados, y descubrieron para la observación pública una realidad estremecedora. Lo que inicialmente era relato epidemiológico, cuadro sanitario, datos de morbilidad, termina convertido en recuento y diagnóstico de la Venezuela que se está asomando a su drama del petróleo, cultura, economía, idiosincrasia se funden para dar el tipo humano de la novedad. En manos de estos médicos novatos, principiantes atados a su fe, nunca antes tuvo la medicina su más preclara condición de ciencia antropológica. Acopio de flora y fauna, ecología y economía, observaciones del imaginario, hábitos arraigados de unos seres sin mayor idea de pertenencia o adscripción, esos libros son como la visión subterránea de un mundo que está siendo objeto y justificación de unas fuerzas de consenso y que sin embargo no saben bien con qué tratan. La pobreza en su alcance arropador, la sumisión de quienes han tenido la servidumbre por religión, parecen ser las enfermedades que ellos tratan, en cada caso hay una historia de horror, el desencanto y la apatía no es un agente menor.

 Lo que esos informes descubren es el atraso convertido en culto, la entrega de una población que ha conciliado con la fatalidad, demografía indigente que pasará de la ignominia a la altanería sin haber evaluado justamente la dignidad. Si el sanitarismo de Gabaldón se hubiera aliado con estas confidencias, la sangre de los maláricos se habría fortalecido también con otras proteínas, aquellas que hacen de la desecación de los pantanos no una acción hidráulica sino civil, digamos. Dos de esos libros me son particularmente queridos, Anaco (1957), de Adelso Ramírez y Palmarejo (1952), de Américo Negrette; el primero es también la crónica de la fundación del pueblo, en su gusto por lo panorámico el autor jalona su relato hasta los días del encuentro de los buscadores del rumbo y las compañías petroleras. Minucioso, hace del consultorio un oratorio de famélicos, los cura, los oye y en esa medida van consignando su requisitoria, son los insumos disponibles para construir los rasgos de una nueva voluntad pública. Como un nuevo Lisandro Alvarado, Ramírez sale del dispensario cuando cae la tarde, a tomar contacto con los alrededores, mide distancias, cuenta casas, inspecciona instalaciones, sigue la ruta de la distribución del agua —nauseabunda y plagadas de larvas, dice. Nos dejará el anticipo de los obreros que simulan dolencias para sacar provecho de las compañías, también el del incesto y la violencia sexual. Su descripción del matadero, un río de sangre putrefacta, no permite distinguir entre el matarife, cuartos traseros y compradores.

 El de Negrette tal vez sea el informe pionero, modélico por su formato y aproximación, entusiasmó a los otros y hasta copiaron su estilo de organización de los datos. Más personal y menos obsesionado por la diversidad de la información, nos emociona por sus juicios y valoración del bullir, no se demora en el lenguaje clínico, determinado a apropiarse de la escena nos transmite la agonía sin fatalidad, aun cuando él mismo truena por la redención, sus seres mudos lo son por tímidos, y también porque saben que nadie los ayudará. Son los desheredados del petróleo, parias que vienen de un origen lejano, ignoran que aquél ha desatado unas fuerzas benéficas, y ellos serán el cuerpo de su comprobación, aunque para los filisteos sea el de su maldición. La aldea que Negrette encuentra a comienzos de 1950 no podía ser más representativa, a orillas del lago, frente a una urbe, Maracaibo, convertida en termómetro de los cambios, separada por ocho kilómetros, y como si fueran miles. Recelo y entrega marcan la relación de los montunos con el petróleo, y en medio anida la incomprensión, y ésta modelará las expectativas de uso y consumo, luego vendrá el resentimiento. Los casos clínicos ilustran todo un universo. El campesino atormentado por el zumbido en el oído, error del médico en el diagnóstico, insistencia del paciente y al final la rectificación y mea culpa del médico: encuentro casual en el ferry boat y la prueba, le enseña el insecto en la cajita de fósforo. Otro: la joven modelo de virtud, el pueblo la admira pero la vigila, el médico es concluyente, está embarazada, ella insiste que es virgen. Años después tuve la explicación de viva voz del propio Negrette, los ginecólogos lo llaman coito vestibular, cuanto secreto y olvidado no ocurre en un vestíbulo. Son el malentendido y la simulación que fructifica entre los recelosos acosados por la novedad, ante la cual están desarmados, o peor aún, atados a los hábitos de la subordinación.

El predicador Ramírez recorre Parcelas de Anaco difundiendo higiene y las buenas nuevas que son las maneras de un país rico pero sin maneras. Su argumentación contra la roza, que tiene en la tala y la quema su santuario, va desde el efecto destructor sobre los nutrientes hasta la pérdida de agua del suelo, pero es respondida por el sentido común del taciturno: el tractor cuesta diez mil bolívares y la caja de fósforo una locha. Cuando la abundancia sea la norma ellos seguirán quemando, bosques, gasolina, el empresariado predando con su diferencial de compra-venta, la sociedad del conocimiento será sólo un solipsismo de la vida privada. La relación de estos libros aporta insumos a una historia que no se ha escrito: la de las ciudades. Si la urbanización es hija dilecta del pálpito del nuevo bienestar, las ciudades tienen en esa esperanza la razón de su eclosión, de su apoteosis; pero también tienen asegurado su fracaso.

 Si al fatalismo del campo sucede la angustia de toda promesa, las muchedumbres convertirán la tentativa en un fin, aparece la marginalidad y se concilia con una pobreza dotada de desparpajo.  En el bullir de un caserío, El Tigre, Anaco o La Concepción, evolucionan las maneras y hábitos dispuestos para emparejar con las ambiciones de la nueva riqueza. La escuela de felicidad apremia, los desarrapados van buscando el rumbo, y el éxito es el fruto de la astucia o de la fortuna, muy temprano el imaginario expulsa la épica publica de cuanto acontece y el venezolano se hace merodeador, adquiere el sentido del oportunista, responsabilidades colectivas y deberes ciudadanos no florecen al ritmo de aquella otra ansiedad. La diligencia pública de los acordados avanza sobre un fondo de sombras, máscaras y gestos componiendo un conjunto y apenas con un guión. Hábitos y actitudes se van sedimentando sobre las pulsiones del consumo y sin una emoción de alteridad capaz de generar adscripción, la incuria tiñe lo regular y los males para los que no hay sanitarismo se instalan en el tejido social. La acción directa de la inversión pública crea el espejismo de modernidad, los bienes públicos se afirman en el imaginario como una donación, la estabilidad política no pesa sobre la dinámica de un progreso fundado en la adquisición de enseres y servicios  primarios.

albornozQuiero poner al lado de estos médicos en su afán clínico desbordando el cuerpo enfermo, un nombre distinguido, el observador más concentrado de nuestro drama de la educación inocua. Sus libros pudieran tenerse como el testimonio de la Venezuela que inaugura en 1958, junto con otras alegrías, un discreto fervor por la escuela, esa que ha sido modelada, pensada y reordenada en aquel interregno epifánico de 1936-48. Cierto que Briceño Iragorry hará honda ironía de cierto afán nominalista, y eso de “graduadas”, “periféricas”, “concentradas” no le parece sino puro afán de distinción burocrática. Orlando Albornoz tomará para sí desde los días iniciales de su vida académica la tarea de diagnosticar el alma de esa escuela, tal vez su primera denuncia sea esa de su banalidad formal. Pero como buen abominador de los énfasis curriculares irá hasta el fondo de las ineficacias y hasta encontrase con la escuela sin programa, hecha de sola rutina. La universidad será su vellocino de oro, tal vez suma de todos los errores que puede engendrar la indiferencia, será para él, hasta hoy, un objeto al que ha arrancado todos sus misterios, que el país no haya hecho de ellos siquiera un culto urbano, solo habla de su poca fe. Me interesa consignar en ese ajuste los ecos de un epílogo que Albornoz emplaza como todo un capítulo en su libro La familia y la educación del venezolano (1984). Son escasas tres páginas, cuya extrañeza retumba en un prospecto de docencia y aprendizaje, “Aprender a envejecer, aprender a morir” no es una predica, apenas se propone como una alusión, y nos dice que nacemos para morir como sujeto social, y eso debemos llegar a ser, lo demás es solo corrupción de la materia. Así como Briceño Iragorry habla de “la falsa estimativa de la igualdad”, Albornoz nos estaría hablando de la una equívoca estimación de la juventud, característica de una sociedad como la nuestra, desechadora de cuanto exige tiempo de madurez. Morir es estigmático, casi vergonzoso en un medio donde se asocia juventud con éxito y aquella parece ser la única virtud que modela el ser social. Así dirá “…si el nacimiento marca como pauta el nivel social, de clase social, del hogar donde se nace, de los padres, la muerte diseña el lugar que llegamos a tener en la vida, ella orienta los patrones de la organización y la ubicación individual y de clase del individuo”. Cómo no podría tener un claro lugar en el destino de la formación, de la preparación del individuo para realizarse en el seno de su herencia societaria. Pero en el caso venezolano, esa lejanía es casi una huida, pues una definición a priori la consagra optimista, jovial y toda patología se rechaza con asco, aun cuando una peste arrase a los venezolanos de este generación: la tasa de mortalidad en la población de 12-35 años signa la estadística, y en un país cuya tasa de homicidios es cercana a 100/100.000. Pero un estilo reilón domina la perspectiva de la tragedia, lo solemne también es objeto de recelo y burla, deviene anacrónico en un tiempo de banalidad. “Un país y una sociedad ‘chévere’ como la nuestra, entonces omite hablar de enfermedad y de muerte. Por ello aprender a envejecer y aprender a morir son absolutos irreconciliables en Venezuela”.

La educación, ciertamente, produjo una clase media casi por generación espontánea, pero se expresó en el solo impacto inercial de profesionalización y consumo. Pero si ese fuera su destino más le valdría llegar solo hasta el educando Mujiquita, el bachiller amanuense de gamonales y jefes civiles.

La educación está obligada a producir paradigmas de convivencia de largo alcance, a modelar los hábitos que deberán darle vida al acuerdo, en este caso los supuestos de la democracia contenida en una constitución, la de 1961. Pero al parecer aquí se alfabetizó a la gente para conseguir empleo y poder votar, la consecuencia previsible estuvo a la orden del día: profesionales carentes de compromiso social y electores domingueros. La sociedad no desarrolló hábitos para entenderse con el bienestar, pues siempre se le dijo que aquel era una vieja deuda, algo a lo que tenía derecho pues había sido robada, estafada en el curso de su proceso, digamos. 

De dónde sale la convicción de los bienes gratuitos entre la pobrecía de hoy, el sentido de revancha en los grupos que reivindican la promesa chavista,  qué fue de esa Caracas elogiada como la más promisoria capital de América Latina en los ochenta, a dónde fueron esos  estudiantes universitarios que representaron la venerada masificación —y sin embargo nunca fue tenida como un logro por la misma izquierda universitaria.

 Había un referente importante para desconfiar de la retaliación y el justiciliasmo callejero: la educación misma como instrumento de ascenso social y el concluyente ejemplo del Estado constructor, por donde se lo mire eficiente (1936-48). Pero las masas no vieron en esa dirección, se aferraron al fetichismo electoral y la aclamación como si estos fueran mecanismos mágicos, la democracia terminó siendo una práctica fetichista, vaciada de conductas responsables y pulsiones creadoras. Si se trataba de erradicar la pobreza y su escándalo moral se ha debido avanzar (tras la recuperación del cuerpo enfermo) en el encarecimiento de un modelo de bienestar que ya tenía unos heraldos, los nuevos sectores liberados de la angustia de sobrevivir al día.

Pero la clase media, salida de un ejercicio exitoso de sanación, no está en la tradición de la pobreza; ella no entendió sus responsabilidades y al confundir su origen se dedicó a ostentar su bienestar, en un estilo por lo demás muy doméstico, provinciano. En el fondo ese concepto de bienestar, alimentado solo de expectaciones económicas, estaba y está en cuestión. Una descripción sumaria sería esta: tres carros en el garaje, televisores en todos los cuartos, la nevera full y el santoral de los quince años. Al carecer de genealogía sus símbolos eran precarios, pero debía construirlos, desde la educación y la herencia societaria de la cultura nacional, y no con las adquisiciones del dinero. Fortaleció lo inestable, lo que podía ser arrebatado, disuelto por las crisis materiales del subdesarrollo y desdeñó lo santificador referencial, aquello que debía ser interrogado como espíritu tutelar. Se me dirá que hago cargos inconvenientes en momentos de agonía: justamente me interesa explorar las fuentes de esa agonía. Toda enmienda comienza por la mea culpa.

 No es raro que un estudiante universitario de décimo semestre de Comunicación Social no sepa quién es Teresa de la Parra o que nunca haya visto u oído el nombre de Juan Liscano, por ejemplo. Así que ese concepto dejaba mucho que desear. Porque, además, de él estaban desterrados condicionantes como estabilidad política, sociedad del conocimiento, Estado de Derecho. No resulta asombroso que el país haya llegado a conciliar con las maneras de una sociedad premoderna, se conduce sin mayores traumas en ausencia de ese Estado de Derecho, consagró el sector terciario (mercancías y servicios) como lo real, la escuela llegó a ser un protocolo fraudulento y nadie se escandaliza, y espantos como una tasa de homicidios cercana a 100/100.000  o la de natalidad entre adolescentes de alrededor de 35%, no parecen asustar a nadie.

 

Reproducciones fotograficas de Juan Liscano
Juan Liscano

Entonces, ejemplos de sentido común no han faltado. Habría que hacerle cargos a ese imaginario social cargado de imágenes vanas, oportunismo y sinrazón. Tenemos una sociedad consumista y marginal, y esto no es único de Venezuela, lo excepcional es que hemos contado con los recursos y los momentos para rechazar esa elección, fundamos las claves de resarcimiento desde paradigmas económicos, entendimos economía como consumo.    

El Estado se hipertrofia desde ejercicios de gobierno inmediatistas y providenciales, se erosiona el espacio de mediación y la discrecionalidad termina siendo no sólo práctica del poder constituido, también de los ciudadanos que sólo reivindican derechos, y para quienes los deberes son una debilidad de tontos. Y sin embargo, el alcance de ese Estado, su eficacia en la difícil tarea de configurar lo público, ya no desde la retención del poder sino en lo funcional, no hubiera sido posible sin una centralización pensada para evitar la dispersión; si nunca hubo supervisores de los intereses que éste ejecutaba, esto sería un cargo para la sociedad civil que estaba configurándose. Fuera de esa administración focalizada sobre las urgencias y de mínima mediación no había ninguna posibilidad de éxito, el ingreso petrolero que se asume como presupuesto nacional impacta directamente la funcionalidad de las demandas. La tentación dispersora aparece al final del sosiego, algunos hombres de la Constituyente de 1946 se planteó un federalismo histórico que ha podido resultar catastrófico, Caldera, el más conspicuo, defendía la tesis de la elección popular de los gobernadores de estado, pero el resto de los partidos también, aunque en un estilo precavido. Y no me imagino lo que esto hubiera significado para un país que requería acometer obras de infraestructura que ningún gobierno local, hasta el día de hoy, estaba en capacidad de ejecutar. Betancourt, sibilino y práctico, argumentó contra la autonomía política de resonancias caudillescas, e impuso la ascendencia del situado constitucional.  Las herramientas fueron creadas, una por una, desde la atención directa del cuerpo lesionado hasta la legislación susceptible de integrar aquella población desvalida en un protocolo de deberes y derechos; al ejercicio administrativo por decretos dio paso a la creación de leyes que amparaban la institucionalidad. La hazaña de Guzmán Blanco consistió en anular a los caudillos sin enfrentarlos, su sentido de la centralización se alimenta de la idea de nación y logra insuflarla en los jefes regionales, en la era del petróleo resultaba inaudita una dispersión, cuando era imperativo potenciar la creciente riqueza fiscal. Pero el federalismo retórico, emotivo, podía ser un pantano sin fondo en momentos cuando se trataba casi de refundar el país, y para eso era preciso fortalecer cierta institucionalidad discrecional capaz de representar más que una diversidad histórica una modernización societaria. De todos modos el fin forense de los caudillos puede ubicarse justamente en 1944, en una de las intentonas tibias contra Medina. Desde Trujillo, un grupo de doctores y comerciantes prósperos le envía un telegrama donde le dicen, halagando su propia lealtad, que ellos le responden por el estado. La réplica de Medina supone ya el rotundo deslinde de lo institucional: “Por Trujillo me responden las Fuerzas Armadas”.

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Rómulo Betancourt

De gerente y tal vez grave administrador de la riqueza social, ese Estado pasó a generador de un estilo de conducción, y esto ya no era su tarea, fundado en la inversión neta, luego se hizo clientelar, y ya en la era tutorial, al sustentar su vocación, se hizo populista y demagogo; en esa misma medida su eficacia gerencial disminuía. “Asalto a la modernidad” llama Elizabeth Tinoco ese período (1936-48), en su libro dedicado ordenar la continuidad de la gestión de un Estado desvelado por la urgencia de unas tareas, la calificación parece excesiva, y sin embargo el contraste con lo precedente sino ajusta el sentido, al menos le hace justicia. Tuvimos, quizás sin saberlo, la mayor presencia de la sociedad del conocimiento en las tareas de organización pública. La conciencia de estar tratando con unas estructuras frágiles, y la misma naturaleza de la fuente del poder (el fracaso lo era de unos individuos, aún la abstracción de una democracia de masas no podía ser invocada para excusarse), debían marcar la ética de quienes habían sido (y ahora funcionarios) espectadores del gomecismo como una era de minoridad ciudadana y vergüenza. Me he preguntado siempre qué impulso lleva a ese Estado a traspasar el territorio de la asistencia social y convertirse en gestor directo de otras tareas. Haber dotado de servicios e instituciones a los nuevos actores, garantizado la sanidad misma para una concurrencia civil que se aprestaba a otras experiencias distintas a la servidumbre, afirmado el territorio urbano en medio de las exigencias de consumidores y electores. En suma, haber reconstituido el estado de derecho, esto ya era una hazaña que estabilizaba un mundo emergiendo de un horizonte borroso. Ante esta vocación eficiente, al margen de toda mala conciencia, se extendía lo público protector como un manto asegurando el paso por el camino, y ya era suficiente. Pero emerge la tentación arropadora, la tuición excesiva, palparlo todo, un ansia de ubicuidad para la cual nada puede andar por su cuenta, ese inmiscuirse del patriarca en la soledad y el reposo, la necesidad de la mirada de los agradecidos, el mesianismo salido de la sobrestimación de lo público, aunque no de su valoración. El Estado requisador de los caudillos y montoneras, el mismo que confiscaba reses y casas, y que crea una compañía de crédito cuyos socios son los comerciantes de Caracas, el mismo que expolia a los judíos de Coro en los días de Falcón. En la era del petróleo quiere mostrarse interventor y dispendioso, y quizás en un rapto de dudosa mea culpa indemnizar  a los distraídos y bodegueros. En ningún caso podía dedicarse a financiar el aparato productivo, pero lo hizo con puntualidad, las consecuencias no se reflejaron tanto en la contabilidad como en el aleccionamiento de consumidores y productores: los bienes se intercambian, no se crean.   El equívoco entre amparo y tutelaje ha modelado la relación del Estado con la sociedad, se empieza por lo primero y al asentarse como estilo personalista liquida toda posibilidad de mediación representada en lo institucional. Vallenilla Lanz, en su concluyente Disgregación e integración (1930), pone junto al mecanismo de destruir para crear, la negación de la tradición como programa de toda remodelación. La tradición es el horizonte de fondo que acoge el aliento de unos hábitos  y el inconsciente consenso, los elementos que dan estabilidad en medio de una dinámica y  sus pulsiones, desconocerla es improvisar y presumir, empezar cíclicamente desde cero en una acción soberbia y suicida. Esto ha ocurrido en Venezuela ante la expectación impasible de la población con especial furor desde 1998, con la llegada del llamado chavismo. “Obsérvese además que cada generación, cada partido, cada revolución, no abrigó nunca otro propósito sino el de destruir para crear. La tradición era completamente desconocida…”  Construir con la novedad, pero desde el espíritu de la tradición, es la única manera de evitar la novelería. Y si decimos que el punto de partida es el inmediato postgomecismo, es solo para combatir la demagogia que hace continuar titubeos y defecciones de una comunidad en un pasado justificacionista  —sitúa las culpas en un horizonte fuera de alcance, no sólo de un inconsciente colectivo, también de la inmediata memoria. En este punto debemos preguntarnos por una elección que no es posible rastrear en Memoria alguna, y menos que una elección parece un abandono, entregarse en brazos de lo providencial, en una desestimación de las fuerzas caóticas dinamizando la tremenda impersonalidad de lo público. En posesión de aquellos recursos y en la concurrencia de circunstancias que resultaban inéditas en la vida venezolana, ante un prospecto de ventura, se optó por el azar y el descuido.

Pero quiénes fracasaron, qué se perdió de vista en el largo tiempo de la enmienda. En el trasfondo de unos actores demasiado recortados contra el horizonte, en el exceso de protocolos y actas, planes quinquenales y escenas congeladas en óleos cuarteados, algo se oculta, que no se quiere dejar ver, o que no queremos ver. El poder público ha tenido en Venezuela un defecto capital: ha sobredimensionado la sociedad material, cuando éramos un país sin recursos, y ha subestimado la cultura política cuando fuimos una economía petrolera. En los días del 18 de Octubre de 1945 todavía había en las filas del ejército generales semiletrados y analfabetas, dice Valmore Rodríguez. Qué los sostenía allí, en un tiempo avanzado de la reconstitución, sino una frágil institucionalidad de origen todavía patriarcal; charreteras, galones y soles no tenían, como no lo tienen hoy, un equivalente en la complejidad formal de la sociedad y sus instituciones, bastaban sargentos y cabos, podríamos decir. Pero la representación civil de lo intelectual si sostuvo y dio cuenta de aquella complejidad, a riesgo de ceder a la magnificación me atrevo a decir que aquella generación del postgomecismo estuvo a la altura, y, salvando las distancias, en su función resultó comparable a la de la Emancipación. No fracasaron pues ni el Proyecto Nacional del guzmancismo, ni el “Programa de Febrero”, no fracasó la enmienda educativa, no fracasó la modernización. No fracasó el Estado, ni mucho menos dilapidamos el petróleo: fracasaron las élites. Y una constatación ameritaría una cuidadosa revisión de la vida programática de la sociedad civil venezolana, casi una auditoría. El empresariado se dedicó a tratar con consumidores antes que con ciudadanos, hizo su capital social desde el prestigio de bodegueros prósperos, y al amparo del Estado benefactor. Maestros e ideólogos de la pedagogía fueron dominados por la tentación de la burocracia. La clase política ha servido más a sus organizaciones que a las instituciones, los funcionarios (desde el presidente hasta el alcalde) se dedicaron a cuidar la gestión y a promocionarse —la primera tarea que encarga un gobernante en Venezuela es sustituir los retratos de su predecesor que inundan el estado, el municipio o el país  La iglesia cuando es beligerante sólo es clerical, se  disgusta con los gobiernos casi por razones personales, nunca ha predicado virtudes funcionales en los trances de renovación, lo que no sería poca cosa desde su importante ascendencia cultural, y casi sentimental, sobre las masas. Los intelectuales, quizás la élite más argumental pero sin duda la de menos ascendencia y frágil como corporación, ha visto con excesiva benevolencia el poder, se han asumido igualmente como clientes y no como denostadores. Si la excepción de una generación confirma la regla, solo prueba que cuando ese poder convoca a la sociedad del conocimiento es porque se apresta a estructurarse para retenerlo, y cuando el prestigio de ese saber no descansa en estilos profesionalizantes.      

 

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Ángel Lombardi

“Perecimos por comodidad”, ha dicho  Ángel Lombardi cuando encara este panorama —del fracaso en condiciones óptimas— y la valoración persuade; es sobre todo adjetivadora. Perecer no es morir, tampoco desaparecer, es más bien fracasar en un sentido de proyecto; en cuanto al sustantivo comodidad, es un estado, no una condición, pausa aletargadora hecha conciliación ante el futuro inescrutable. Lleva a poner el acento en lo inercial, el futuro como riesgo y proyecto no existe en esta expectativa, puramente mecánica, de ella está ausente todo sentido prefigurador, sin expectación trágica. En un ánimo de semejante naturaleza los paradigmas se nos imponen, no los ejecutamos, somos objetos de la historia y no agentes, mucho menos sujetos. No perece por comodidad quien desfallece, allí hay agonía, lucha; como no ha sido consumido por la irresolución, puede volver desde su derrota o abatimiento. La comodidad es una incapacidad de reaccionar, una forma de modorra alimentada de autocomplacencia, de lo provisional y el mientras tanto. El pueblo dolido, sujeto y afán de unos redentores, puede mostrarse en primer plano, disputando una épica de vagas justicias y voraces reivindicaciones, pero la sociedad que delega, posponiendo permanentemente sus traumas, marchando desde lo irregular mientras agota el día sin amanecer, es, ciertamente, la imagen patética de esa comodidad que extingue sin matar.

Cómo contrasta el afán tecnócrata del perezjimenismo con el espíritu indagador de aquellos hombres intérpretes de los hábitos de una comunidad, nueva para el programa redentor del petróleo. La imagen del pueblo que requiere ser curado y aleccionado a la vez, de la nación urgida de fundar sus instituciones, no de decretarlas, los moviliza en una certeza agónica del tiempo que se escapa. La riqueza para ellos corresponde a un segundo momento de ese acto de fuerza,  pasa por un concepto de bienestar fecundado por el solaz material, pero sobre todo por la educación y la civilidad. En cambio, el espectáculo del nacionalismo de charreteras se nutre del oropel de una modernización afincada en expulsar tanto unas maneras decorosas, austeras, y barrer el antiguo paisaje. Se igualan así las manías urbanísticas del perezjimenismo y las sustituciones y enmiendas del chavismo, aquel confunde el cemento y los cortes de cinta con la sanidad administrativa, éste va un poco más allá y borra símbolos, renombra calles y resitúa efemérides, forja figuras de la historia y las consagra en nuevos rituales mientras expulsa otras, cambia el nombre del país y tuerce el rumbo del sol retrasando en media hora el día para hacerlo siempre joven. De fondo parece obrar un miedo a reconocerse, quizás a descubrir que nada nos sujeta a unos procesos vistos ajenos, no saber de dónde venimos, vacío este que al juntarse con la soberbia de los benditos (del petróleo, del igualitarismo, de los sin racismo) engendra gestos pomposos y luego bárbaros. José Ignacio Cabrujas nos ha dejado una imagen del desarraigo, digna al menos del neorrealismo fílmico, esa del adolescente espectador de la demolición del hotel “Majestic”, de Caracas. La gente se reunió para observar aquel espectáculo como si se tratara de un día festivo, en un momento dado, dice, empezaron a corear el bamboleo de la bola de acero, y cuando impactaba contra la estructura estallaban en un aplauso áspero, estridente. “El aplauso fue unánime y emocionado. Era como si nos encontráramos a nosotros mismos en un gesto colectivo que iniciaba una esperanza, y mentiría si digo que alguien expresó una emoción”. Se trata de una emoción alelada —cataléptica— por la destrucción, esperanza y destrucción están así atados en una expectación incapaz de reparar en sus fines, sus reales tensiones, tal y como la de los locos. “Recuerdo el sonido de aquella bola, quebrando las paredes ante el maravillado júbilo de centenares de caraqueños…” 

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José Ignacio Cabrujas

Pero si lo público modela, trocado en Estado docente, las demandas de la población se hacían desde una condición que no debe perderse de vista, porque con frecuencia se las ha reducido a sus carencias materiales, a la pobrecitud en su aura franciscana. Hay un desconocimiento e identificación de la riqueza antes que económico, moral, nadie se preguntará de dónde sale, cuál es su origen constitutivo; y así habrá más apetitos que deseos. Nociones principistas como trabajo, justicia, conocimiento, nunca estuvieron claramente perfiladas en un imaginario forjado en la percepción fantasiosa o desvaída de los procesos y fuente de aquel bienestar. Datos fidedignos confirman que los pacientes de aquellos primeros Hospitales generales escamoteaban la lencería, cincuenta años después esto seguiría ocurriendo. En 1944 el presidente Medina Angarita indulta a un conocido hampón, “Petróleo Crudo”, cuyas andanzas  eran seguidas por los lectores de periódico como si se tratara de un héroe, pero aquel símbolo de la bonhomía va más allá, y en un gesto que es un rapto de insensatez apadrina la boda del criminal. Cuando pienso que estos gestos reaparecen a lo largo de una línea y en disímiles tiempos, presiento en las sombras algo inquietante y que escapa a las categorizaciones. Sesenta años después, otro presidente aleccionará con un propósito quizás indefinible, pero aterrador, y dirá desde su posición del Estado docente que robar no es malo si se tiene hambre, también se dirigirá a su esposa en medio de una de sus alocuciones y le espetará “prepárate, que esta noche te doy lo tuyo”, todos rieron, ella, él, los circunstantes, el país entero. Qué iguala en el minuto agónico a dos personalidades tan abismales y diría que de distinta naturaleza: uno, sumido en su orgía de irresponsable personalismo, el otro, obrando desde la enmienda y en un claro sentido de emociones cívicas.  La avanzada que en los años finales del gomecismo se instala en los cerros de Caracas no está aún movilizada por la dinámica del petróleo, han llegado de un mundo que hará de la pobreza ya no una condición sino un estilo de implantación, prende con fertilidad y ejecutará sus propias maneras de apropiarse el entorno, ser uno con él y quedarán listos para los siguientes 50 años de reafirmación: improvisación, queja, informalidad, escaso sentido de adscripción a una herencia social. La relación jurídica con el espacio no existe en esta saga de movilización y derecho consuetudinario. En Venezuela la propiedad inmueble no se adquiere, se la apropia mediante el uso, ocurre con la tierra ejida del campo vacío, y esto continúa en la ciudad en el inédito procedimiento de las invasiones consolidando barrios, pero mucho más que eso. Se legitima una manera de apropiación mediante la ocupación, sin propiedad, al margen de todo entendimiento con los mecanismos de fundación, de la riqueza, del bienestar, de la vida ciudadana.  He acordado que los hitos ya no podrán justificar, salvar o condenar a ese pueblo. Pero lo atávico reaparece como si fuera parte de una naturaleza; aquello que Briceño Iragorry llamó “desagregación mental” podría describirse como conciliación de un pueblo con afectos que lo martirizan. Un presidente no puede fotografiarse con un hampón, pues estaría descalificando el acuerdo social, pero tiene un efecto mucho más grave, crea un límite vago entre el crimen y la virtud, entre el bien y el mal.  Pero aun ante la modelación benéfica ese pueblo opta por la duda y nada saca de la inmersión en el espectáculo de un Estado laborioso, higiénico, mostrándose en su eficiencia de padre hacendoso. Para para él la referencia de virtud y éxito no están representados en la saga pública de unas instituciones, sino en la gestión personal de comerciantes y capitanes de empresa. Sus héroes están en el sector terciario, entre contadores y sumadores de altos beneficios, realizadores de mercancía que exhiben sus fatuas quincallas, riqueza será así acopiar para el consumo, ostentar para el uso de una representación vacía. Tener la nevera llena y televisores en cada lugar de la casa, aunque no haya educación solvente ni estabilidad política, farmacias aunque no haya hospitales.  En Venezuela todos quieren tener su sociedad anónima, su tarantín, usufrutuar el legado de una conquista civil como si aquello fuera un hecho inercial; el etat du droit no es sino un asuntillo de registro mercantil, constancias firmadas y selladas, registros y papelería forense.

Sin pausa, hasta hoy, esa clase de muecas aleccionadoras de los expectantes, se repiten en una acción de consecuencias devastadoras, modulan y modelan la conducta, disponen para los momentos cuando el orden tambalea, y son un poderoso reflejo psíquico cuando las referencias faltan. Ese prospecto de bienestar asumía un legado para ser revisado y enmendado, los aspectos públicos de la gerencia del poder, en posesión de un esquema adelantan una práctica que debía ser restauradora de la normalidad; pero asumió también una condición de aquella sociedad herida, la de una entidad sin segundas intenciones. Había un diagnóstico previo y éste justificaba el poder discrecional, y sin embargo incorporaba los efectos de lo inercial, la comunidad desmovilizada, era y sigue siendo el mayor riesgo: las tendencias disgregativas. Reconocidas por Vallenilla en sus estudios de la formación social, no es que autorizaran al César democrático sino que desarticulan los mecanismos de supervisión de la herencia societaria. Y cuando el acuerdo tiene al Estado como centro esto resultaba inconveniente, pero hay más, se trata de un agente económico que se convirtió en distribuidor de la riqueza, no en garante del Estado de Derecho, pues éste se redujo a asistencialismo, y esto vulneró su desarrollo, cuyo escenario no es la economía. Cómo, a su vez, se ha podido ser tan poco precavido con el objeto de su enmienda, no se examinó ni los hábitos ni las pulsiones de los expectantes. En aquellos días el gobierno de López Contreras encarga una investigación del estado de la economía, va desde lo tributario y arancelario hasta los precios al detal, es el famoso Informe de la Comisión Fox (1939), grupo de norteamericanos enviados por el Departamento de Estado de USA. Los datos tienen un puro valor de verificación y el mayor hallazgo es ese de la fuerza de trabajo debilitada por la desnutrición. El diagnóstico es sobre todo de valoración técnica del estado del comercio y consumo y asume el sector terciario como escenario probatorio de los desarreglos del resto de la actividad económica. Las conclusiones se publican en las ediciones del Magisterio en 1942, el volumen trae un “prólogo crítico” de Rómulo Betancourt, y parece tener el encargo de la disensión ideológica pero también del consenso y acuerdo ante el carácter científico del procedimiento. Lo que el Informe descubre no es una novedad pero enfatiza de una manera drástica el peso mortal de las condiciones de los trabajadores, y de la población general, en el avance y desarrollo que el país pretende. En una economía de importación de bienes básicos, salarios bajos y tarifas altas de los productos de consumo popular resultan inciden en el alto costo de la vida; en cambio, el consumo ostentoso de la pequeña clase pudiente está casi liberado de aranceles. El Informe de la Misión comparte con el “Programa de Febrero” la omisión del petróleo en cuanto agente movilizador de la vida pública, y es un cargo que le hace Betancourt. En esa fecha avanzada el Estado aún no percibe su emergente dinámica desde el efecto de la inversión a gran escala de la renta, son los actores de la actividad política quienes calibran antes la tremenda significación de la riqueza monetaria traída por el petróleo. Ya ese Estado es un botín, pero esta codicia no se expresa de inmediato en corrupción, podría decirse que ese período es un tiempo de funcionarios básicamente honestos. El juicio de “residencia” que, tras el golpe de octubre de 1945, los adecos promueven contra Uslar Pietri era sobre todo una manera de signar en un ideólogo del gobierno depuesto identidades clasistas: ricos e intelectuales son culpables de las malas mañas de los gobernantes.  

 Pero esos desnutridos tienen una biografía donde lo determinante no es la dieta de carbohidratos y tampoco el remoto sistema de la encomienda. Se atendieron sus reivindicaciones, pero no se los observó en la intimidad de sus posibilidades y capacidades. Ensayos de demografía cultural como “Los Andes pacíficos” (1952), de Picón Salas, o la invaluable serie contenida en Latitud y longitud (1966), de Augusto Mijares, representan un esfuerzo de caracterización hecho al margen de las urgencias y las tensiones demagógicas. No diremos que aquellos pensadores trocados en funcionarios no fueron consecuentes con sus conclusiones, ellos representaban la sociedad del conocimiento y nada más, las decisiones respondían a otra racionalidad, la de la retención del poder. Quizás solo en los días de Sarmiento ambas exigencias, conocimiento y poder, se encontraron en una síntesis práctica. En el caso venezolano, la modernización no se apoyó en el conocimiento de una identidad en buena medida expuesta en una ensayística casi obsesionada por la venezolanidad. Elijamos un escenario paradigmático para echar un vistazo: la escuela. La nómina de ministros y Directores nos autoriza para dejar fuera de toda duda su competencia e ilustración, Uslar Pietri, Prieto Figueroa, Augusto Mijares, Alejandro Fuenmayor, Rafael Vegas, Rómulo Gallegos. Esa escuela se concentró en comedores y cartillas de alfabetización, resguardó la infancia de la atrofia y el desencanto, pero no alcanzó a remodelar las emociones de la pobreza, diría que ni siquiera estudió esa pobreza para entenderla en su diferencialidad local y descubrirla como todo un perfil cultural más que como un sistema de carencias; no avanzó en la creación de  los arquetipos de las nuevas relaciones, liquidadoras del gamonalismo. En la era de la democracia, de los frutos callejeros del petróleo, esa escuela desfalleció, embebida de rutina y burocracia pronto se hizo profesionalizante y tecnócrata. Atrás quedaban las fragancias de la revista “Tricolor” y las requisitorias de Mario Briceño Irgagorry que pedía, frente a los gerentes de despacho y ejecútese, más saber y menos resumen, más socialización y menos protocolo; arte y cultura y menos diplomas y certificados. En suma, más garantías de que esa escuela sería capaz de reproducir un modelo solvente de sociedad.

 Y sin embargo, cuánto debemos a la gestión de esos hombres entregados a la salvación de aquello que debía ser, cuyo precario equilibrio requería luego más de buena fe que de presupuestos. Fatalmente, prevaleció una orientación burocrática en el esfuerzo docente, instalaciones y bullicio dieron el tono del día y se confundieron los programas, el pensum con la función que, como indicó Picón Salas, no es técnica. Hasta hoy esa escuela no ha hecho mejores ciudadanos, sino competidores más aptos, en el mejor de los casos; se confundió el espíritu de entendimiento con profesionalización. El destino de la formación se asoció con la distinción del individuo en una feria de vanidades, cuando ha debido ponérselo en relación con aquello que estaba naciendo: las responsabilidades de la gens y lo público como percepción y apropiación. Por delante se puso el país y sus masas ancladas en las solas expectativas de reivindicación económica en términos asistencialistas. El ensayo de la venezolanidad había hecho un diagnóstico estimable: lo civil gregario, sus instintos primarios. La apertura de 1936 no era solo certeza de que el país se extingue sino se desacata el gomecismo, es la intuición de los recursos de la sociedad del conocimiento ante las tareas de reformular la dinámica del poder en una democratización en escorzo. La sociedad del consenso es sólo un proyecto, pero pronto adquiere un rostro mediante reglas del juego y procedimientos (leyes e instituciones ejecutivas), y más tarde ordenamiento constitucional. Las masas adquirieron conciencia del Estado benefactor sin entender nunca la gestión simbiótica necesaria para la articulación del nuevo formato del poder, que debía desplazarse desde la pura fuerza hacia la conciliación, las demandas  ya no podían ser una exigencia inercial, debían suponer corresponsabilidad ante la novedad: presencia de una comunidad en trance de reconocerse como actor. Seguramente en esta poca aptitud para integrarse a la expectación de lo público mucho tiene que ver esa separación entre tiempo y dinámica característica de la vida venezolana, el “aguante” ha llamado el mismo Picón Salas la consecuencia de esa capacidad de resistir el deterioro, y en una inmovilidad asfixiante. En su Regreso de tres mundos (1959), ejemplifica y signa cuando establece un parangón entre dos fechas en las cuales median 27 años, la uniformidad impuesta a una nación cuyos hábitos simples conciliaban con la el gesto intemporal del dominador. “Porque lo terrible de esos gamonalismos —que no cesarismos— tropicales es que las gentes se habitúan a vivir fuera del cambio histórico; el mes de diciembre de 1935 en que murió Gómez aún se parecía al otro lejano diciembre de 1908 en que asaltó el poder, y lo que comenzó siendo anormal y monstruoso termina regularizándose y se confunde con el ciclo cósmico de las estaciones, las sequías y los chubascos”. La cita larga desborda el objeto que la promueve y termina siendo una perturbadora advertencia de las constantes de una sociedad, recordatorio de su tendencia a concertar con las salidas fáciles, a habituarse al peso del día.

 regreso-de-tres-mundos-un-hombre-en-su-generacionPero hay un contraste adicional, y quizás más interesante en la mirada del sociólogo tratando de dar con fuerzas y categorías de largo alcance, afán constante de Picón Salas. Desliza una comparación entre cesarismo y gamonalismo  que no podría pasar inadvertida, resulta fecunda para entender el proceso venezolano del poder público y las veleidades ciudadanas; ese cesarismo citado como voz interpuesta quiere ser enmendado por el observador de la venezolanidad. Sin duda está pensando en el uso que se le da en un libro de contrapunto, Cesarismo democrático, de Laureano Vallenilla Lanz, a la prestigiosa denominación opone gamonalismo, y en un intento no tanto de corrección formal como de aporte a la comprensión del fenómeno del poder personalista en una sociedad rural como la Venezuela de Gómez. Si el cesarismo se caracteriza por la discrecionalidad de un régimen que atrincherado en un fuerte aparato estatal se hace autónomo frente a la sociedad (para resguardarla de sus propias tendencias disgregadoras, según el esquema vallenilliano), Gómez ya no representa el César, es otro tipo. El César histórico del libro es Páez, no podría serlo ningún caudillo de entresiglo, y ese capítulo está escrito ya en 1911, cuando el gomecismo aún no existe como tendencia. Que los denostadores de LVL hayan insistido en ver uno donde estaba el otro es un asunto digno de ventilarse en una historia intelectual. El término gamonalismo, en cambio, es todo un concepto de amplio registro en la cultura latinoamericana (aunque poco estudiado y más bien desdeñado por las ciencias sociales) y Picón Salas, consecuente elaborador de objetos, lo antepone para hacer luz en la explicación de una estructura de dominación cuyos flujos son raigales, y en esa medida de operadores poco institucionales, desgajados de lo público. “Vivir fuera del cambio histórico”, más que una constatación sociológica es toda una sanción, casi juicio moral. Esa incapacidad de retener el sentido dimensional del acuerdo institucional, integrarlo a la experiencia societaria como instrumento orgánico que se imponga como marca indeleble en lo legislativo, no es acaso el peso de un ritornello donde lo histórico no alcanza a ser sustrato civil y queda disuelto en la pura memoria referencial de geografía o sucesos naturales. Así regresará siempre como falsa novedad, entidad mesiánica o peor aún como fantasma sometedor. Y tal vez sea este el condicionante que pueda explicar el desmantelamiento de una nación, el estado de destrucción que se vive hoy en Venezuela (2016) y cuyo inicio se puede fechar con precisión en 1998, y un día de algarabía cualquiera, casi festivo y como celebrando un equinoccio o la llegada de las lluvias.   

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A las puertas de 1936 estaba la herencia más dramática de la cultura de masas: democracia de la uniformidad y diversidad antagónica. El país no solo no se preparó para estas constantes, en esencia tensiones creadoras, sino que receló de la norma e hizo de la diversidad un conflicto para el intercambio. El venezolano fantasmal que emerge tras el fin del gomecismo nada tiene que ofrecer en un escenario donde era urgente replantear las relaciones grupales, ya no desde la distribución de la riqueza sino desde su definición misma: cómo el concepto de bienestar, por ejemplo, entronca con su generación en términos de aptitud de los grupos —ciudadanía como capacitación moral, profesionalización como reflejo de la sociedad del conocimiento. Se capacitó como sujeto económico, pero hizo descansar su actualización política en una práctica mucho menos uniforme y efectiva que el circuito del consumo: partidos corporativos, estructurados como gestores de reivindicaciones, pero sin exigencias estables, que fueran consecuentes con las transformaciones en puerta. Alentaron desde muy temprano sentimientos de reclamo, fueron creados para la negociación y al servicio de la administración del Estado, para el entendimiento entre los grupos, y no como expresión de un acuerdo societario. Fe en lo electoral y la aclamación, la democracia financiada susceptible de suspensión, en el fondo de aliento patrimonial, sostenida por el Estado boyante y discrecional.

La única posibilidad de reproducir hábitos capaces de respaldar el acuerdo era la escuela, pero esta parece haber cumplido su tarea más eficaz en la modelación forense de electores. Ha sido agente de promoción de lo electoral antes que fecundadora de hábitos y virtudes democráticas: desde la antigua calificación censitaria de la alfabetización hasta albergar en sus instalaciones el acto comicial. Podría decirse que las instituciones de resguardo hicieron su trabajo, por decreto y desde una discrecionalidad prudente se levantan los oasis donde las masas van a recuperar el aliento. Desde los comedores escolares hasta el llamado Programa de la gota de leche, desde la Ley del Seguro Social hasta la Dirección de Malariología, el desarrollo a gran escala de los proyectos de vivienda, el sanitarismo y la medicina preventiva, la casi desaparición de las enfermedades endémicas y la creación de hospitales generales en todas las ciudades importantes, la refundación de la escuela que tiene en el Instituto Pedagógico Nacional emblema y práctica.

Pero aquellas bondades no fueron entendidas como ampliación de lo civil que debía continuarse en la construcción de una ciudadanía expectante y solidaria, se entendió como donación, deuda como haber de los desarrapados. Si los primeros enfermos que salen curados de los nosocomios se llevan en su atadillo las sábanas de los hospitales, hoy siguen escamoteando esos enseres, se roban a sí mismos, hay derroche de dinero y faltan los insumos —también hoy los montunos van a comprar cuanto falta a la farmacia de la esquina con el récipe sin membrete que no compromete a la institución. Frente al rezago de la responsabilidad individual prospera el ventajismo de los grupos, florece el desprecio de lo colectivo estable desde una idea de bienestar nutrida, o minada, de apetitos y voracidad; tener y comer llegan a ser un acto compulsivo, primario, donde no se refleja ni la sanidad ni la unidad de lo social. Tener televisores en todos los cuartos de la casa, la nevera llena y, al menos, dos carros en el garaje, terminó siendo el ideal de bienestar del venezolano de hoy. Democracia, justicia, Estado de Derecho, son frases que oye o lee mal en los periódicos.

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Eleazar López Contreras

 Las memorias anuales y los mensajes presentados en el Congreso de López Contreras y Medina Angarita están llenos de providencias, auxilios, exoneraciones, subsidios, y toda clase de amparos destinados a los comerciantes y miríadas de empresillas, era una manera de estímulo en la creencia de que el sector, puro sector terciario, por lo demás, se integraría a la novedad de instituciones y juridicidad en la inmediata tarea de fortalecer consumo e intercambio, pero sobre todo de promover la corresponsabilidad corporativa en un país urgido de asumirse como un proyecto ya no económico sino civilizatorio. Este empresariado nunca estuvo a la altura de esas exigencias, se dedicó a atesorar sus negocitos, no comprendió que la creación de servicios y la organización de normas, garantías de ejercicio, amparo constitucional de la diligencia, debían ser retribuidas con una actitud necesaria para fecundar el nuevo orden a largo plazo. Creyeron que el venezolano emancipado del gamonalismo, con una capacidad superior de impactar el medio, aumentando su capacidad de compra y diversificando  gustos y demandas era solo un consumidor. Para ellos las bondades civiles eran oportunismo y ventaja, nunca exigencias de una forma superior de participar en una cultura de la democracia, previsiblemente se dedicaron a medrar, a comprar y vender, y hasta el día de hoy le exigen al gobierno de turno que cree empleos, consumidores que garanticen la demanda solvente.

El monto de las indemnizaciones (saqueos tras la muerte de Gómez) que recibieron los comerciantes de Maracaibo en noviembre de 1936 es, al menos, escandaloso. En una rápida gestión López Contreras les entrega la totalidad de lo solicitado: 2.928.111.15 Bs., para tener una idea de la desmesura recordemos que la partida acordada para la reinstalación de la Universidad del Zulia, diez años después, es de 400.000 Bs. En los motines hubo 37 muertos, la mayoría quemados en los incendios de los depósitos de las grandes casas de abarrote, pero ni uno solo de esos muertos fue “pagado”, ni sus allegados compensados. Estos mismos comerciantes crearon una situación de desabastecimiento en los días de la Segunda Guerra Mundial, se dedicaron a acaparar productos básicos para especular en los momentos de aprovisionamiento crítico, pues los mercantes eran asechados por los submarinos alemanes; el gobierno regional requisó los depósitos y fueron detenidos algunos de estos bodegueros. Estos son los “capitanes de empresa” de la sociedad renacida tras el gomecismo, salvada de la anarquía por una élite esclarecida, pero cuyo futuro debía estar en entredicho si iba a depender de aquella clase de fuerzas vivas, grupos ventajistas y predadores, entre ellos la felonía nunca estuvo mejor representada. Hasta hoy, este sector ruidoso cree que solo basta tener compradores para adelantar una sociedad, consumidores primero, los ciudadanos pueden esperar.

Sin una clara percepción de los acontecimientos augurales, la sociedad andaba sobre su salvación sin reconocerla, corporaciones y grupos, campesinos y parroquianos, empresarios y obreros, afanados en encajar en la rutina del día, carecieron de solemnidad para apreciar la distinta naturaleza de aquella reorganización de lo público. El escenario estaba servido para lo que vendría, todo modelado desde la fuerzas del igualitarismo: destrucción de las jerarquías, retraso del sentido de cambio, conformismo, la herencia histórica como haber de todos y de nadie, el éxito de los menos dotados. La elección era entre consumidores y ciudadanos, se optó por lo primero desde una pulsión lejana, “el país de mal comer”, de Uslar Pietri, la memoria de la pobreza datada desde el siglo XVI. En las sociedades industriales el consumo es sustentado desde la aptitud de ciudadanía, es una expresión utilitaria de ésta, su consecuencia hedónica, diríamos. Y no es sólo la demanda solvente su condición, los programas de asistencia social de aquellos países no son concesiones graciosas, representan el acuerdo en un grado principista. En cambio, en Venezuela, los programas de redistribución de la riqueza prescinden de todo enunciado, el asistencialismo se hace endémico y la pobrecía es incapaz de remitir el momento de amparo a la estabilidad de un orden más amplio y estable. El consumo sin ciudadanía reproduce así hordas, grupos sin arraigo ni adscripción, puramente beneficiaros del acuerdo.

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Mariano Picón Salas

Quizás la sanción de Picón Salas sobre el comienzo del siglo XX en 1936 tenga su pleno sentido en una consideración no tanto del atraso como de la minoridad de una comunidad y su acceso a unas responsabilidades, los venezolanos de 1936 ya no son niños maltratados por un padre hosco. La frase oral ha construido su propia leyenda (“Venezuela entró al siglo XX en 1936”), pero debo a mi amigo Gregory Zambrano el subrayado de un sintético párrafo donde puede fijarse con legitimidad la elaboración de aquella idea. Como en ninguna otra época “el venezolano se acercó a definir su circunstancia, a escribir el memorial de sus deficiencias y fijar su proyecto de futuro, como en los años que comenzaron el 1936, a partir de la muerte de Gómez” —dice, y seguidamente hace una apretada lista de nombres, tareas y recursos con lo que debería encararse el inmediato proceso de recuperación. Con el nuevo horizonte los venezolanos alcanzan su mayoría de edad en una tierra baldía, pero que debía ser fecundada desde la sola valoración de la libertad y la reforma de las instituciones, el pueblo sumiso pisado por la bota inmóvil estaba obligado a explorar y diseñar desde una movilidad que suponía entendimiento con un entorno circular, de actores y escenario ya no para clamar sino para gestionar y enmendar. El fatalismo y su inercia socavadora daban paso a otro estado, uno de incertidumbre y tensión, de reconocimiento de unas fuerzas que podían ser administradas desde el proyecto de futuro. Lo llamaríamos un estado de angustia creadora,  desde allí debería fluir el justo ser social del petróleo, el esplendor de un mundo material y sus posibilidades fecundado por los nuevos paradigmas de bienestar.

 Autonomía del individuo, realización ya no solo como éxito económico o profesional, los campos petroleros difunden un modelo pero también una soterrada emoción, a una escala reducida éstos proyectaban un rumor, y antes que alienación y exclusión han debido verse como el alcance de unos usos impactando la regularidad. Y en buena medida las bondades de aquella expectación se cumplieron, entre el desconcierto y unas ansias desvalidas se desarrolló un tiempo de felicidad, de apropiación y rompimiento con los determinismos. Si Narcisus Enguerrand Philibert (en Mene, de Ramón Díaz Sánchez) es precipitado al suicidio es justamente porque para él no había salida fuera de un orden estrecho pero concluyente, que ponía en evidencia los límites de todo lo demás —la herencia criolla de lo gamonal.

Pero Teófilo Aldana (Mene), también desempleado, ha descubierto otros horizontes en la exploración de su libertad, echa a andar por los campos y en ese andar observa, juzga las bondades y remodela su psiquis ya no desde los apetitos sino desde el deseo; se permite ese desplante de desperdiciar la recompensa de una moneda para echarse un trago de ron —recupera la pelota de tenis y la lanza al monte, ante los ojos de los zagales asombrados. Estamos en presencia de un sentimiento controlado, lejos de resentimiento y retaliación, este hombre ha dado con un proyecto superior, la agonía inmediata no lo disminuye, no se asume como un damnificado, y sabe que el día apenas empieza.  En el envión de la pelota al montascal no hay rabia sino paciencia, contención, es una acción de despeje, en Aldana están latentes las fuerzas que deberán desplegarse en el escenario por venir, aptas para fundar y conciliar una civilidad de ciudadanos que no hagan de su recuerdo del hambre una excusa. Es, pues, el actor ideal de un guión que no estaba totalmente escrito para él, los de su estirpe deberán imponerse en un tiempo florido de donaciones.

 En cambio, Nemesio Arismendi (Oficina No. 1, de Miguel Otero Silva) sí parece dominado no sólo por los apetitos, también es ya un calculador. Como se sabe, llega al caserío recién instalado en su camión destartalado a rematar una carga de cerveza y termina convertido en jefe civil. Y aquí ya hay un salto atrás, el oportunismo y la tierra de nadie de los Mujiquitas y Ño Pernaletes, reaparecen en unas relaciones cuya remodelación resultaba más lenta que los acuerdos. Si en Aldana hay una pausa distintiva, y lo hace apto para la mediación de la educación y el reconocimiento de la alteridad, en Nemesio Arismendi tenemos el gestor de lo inmediato, el ojo avizor para los negocios y la ley de la ventaja, quien aprovecha al máximo la prosperidad en medio del caos, de la ausencia de referencias, y fatalmente concluiría imponiéndolas, dictándolas. Será el triunfo del país pragmático, de sus masas taciturnas y sus hombres providenciales.  Ambos, Aldana y Arismendi, salen del mismo efervecer, el petróleo ya es más que una economía, es una dinámica modificando velozmente el horizonte cultural, nuevos nichos esperan para ser ocupados, roles y sobre todo conductas encuentran en él su arraigo. Caminarán en direcciones bifurcadas, alejándose de su vértice a un ritmo directamente proporcional a la diferencia, al conflicto de sus intereses.     

Bibliografía sumaria:

Albornoz, Orlando. La familia y la educación del venezolano. Ediciones de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela. Caracas, 1984.

Briceño Iragorry, Mario. Mensaje sin destino. Editorial Ávila Gráfica. Caracas, 1952.

Díaz Sánchez, Ramón. Transición (Política y realidad en Venezuela). El libro menor. Academia Nacional de la Historia. Caracas, 1983, (primera edición: 1937).

Díaz Sánchez, Ramón. Mene. Editorial Ávila Gráfica. Caracas, 1936.

Hutten, Felipe de. Cartas. Universidad Católica Cecilio Acosta. Maracaibo, 2009.

Mijares, Augusto. Lo afirmativo venezolano. Ediciones de la Fundación Eugenio Mendoza. Caracas, 1963.

Negrette, Américo. Palmarejo. Dirección de Cultura de la Universidad del Zulia, 1952.

Picón Salas, Mariano. Regreso de tres mundos. Fondo de Cultura Económica. México, 1985.

Picón Salas, Mariano. Suma de Venezuela. Editorial Bárbara. Caracas, 1966.

Ramírez, Adelso. Anaco (aspecto físico, social, sanitario). Editorial Minerva LTD. Bogotá, 1957.

Ramírez Faría, Carlos. La democracia petrolera. El Cid Editor. Buenos Aires, 1978.

Tinoco, Elizabeth. Asalto a la modernidad. Academia de la Historia. Caracas, 1987.

Vallenilla Lanz, Laureano. Disgregación e integración (prólogo de M. Sánchez Barba). Instituto de Estudios Políticos. Madrid, 1962.

Vallenilla Lanz, Laureano. Cesarismo democrático. Tipografía Garrido. Caracas, 1960.

Uslar Pietri, Arturo. De una a otra Venezuela. Ediciones Mesa Redonda. Caracas, 1949.

Venezuela vista por ojos extranjeros (Informe de la Misión Técnica Económica Norteamericana Fox, nombrada por el Gobierno Nacional, con prólogo crítico de Rómulo Betancourt). Editorial Magisterio. Caracas, 1942.

©Miguel Ángel Campos

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Andrés Bello: el mundo que lo produjo

Por Miguel Ángel Campos (@mcampostorres)

Una serie de incógnitas existen en torno a las largas estadías de Andrés Bello en Londres y Santiago de Chile. Una revisión pormenorizada de la biografía de Iván Jaksic, Andrés Bello, la pasión por el orden, pone a Miguel Ángel Campos tras las pistas. En estas páginas se suman, junto a la curiosidad histórica, los atisbos biográficos necesarios para reconstruir un panorama, todavía incompleto, de la gran obra del venezolano, primer cronista americano en tierras europeas. Dice el ensayista: “Bello en Londres sigue siendo un pensador del drama americano, acuden a él para solicitarle su participación en la redacción de toda clase de documentos, corrige y ajusta, es el conocedor no solo de un proceso en su génesis colonial sino quien sabe cómo poner aquel caos en un discurso”. Aquí un adelanto de su investigación.

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I

La saga de Andrés Bello, el curso de la acción pública de un remodelador de la cultura civil, se nos presenta en sus imágenes conclusas como un misterio. Y no podía ser de otra manera, nada hay en el panorama de su tiempo hispanoamericano que permita asociar su proyecto ilustrado con unas fuerzas fluyendo directamente desde la propia sociedad. Diseña, propone y ejecuta como en una distancia teleológica, ajeno a los inmediatismos del poder, le señala rumbos, pero sobre todo evaluando las demandas de cuanto deba ser redimido poniéndose fuera de las urgencias del día —y si en Londres su relación con el poder es ingrata, a su vuelta a América este no resulta sino consecuente, expresará y ejecutará cuanto el sabio dona. Todo en él parece meditado, desde el recelo del escenario mismo, y en un afán de calar en las hondas determinaciones —cultura, ortodoxia, tradiciones—, hasta el alcance de la adaptación, esa disposición suya de juntar lo funcional disímil. Antipragmático, pudiéramos decir, y en una percepción que resalte previsión y modelo frente a la pura acción, que disponga la vitalidad de la teoría, de una visión ecuménica, frente al prestigio de lo contingente. Su vida está regada de infortunios y días amargos, de lucha contra el tiempo admonitor, sofocador, de dolor acuciante como encaje de un mosaico que solo se completa al final de sus días, como una paz por agotamiento. Cuando pensamos que este hombre alcanza a ver morir a nueve de sus 15 hijos, entendemos su insistencia de vivir ya no como una voluntad sino como un designio.

Pero todo lo perfila en su resistencia de hombre apto, no hay en su abismal diligencia fracasos ni tiempos perdidos; refuta el dolor desde la amonestación de ese mundo hiriente, lo recompone para evitar hundirse en él. Incluso en aquellas empresas que no concluye muestra para los otros su viabilidad, les deja un rostro de certidumbre, habilitadas para un mejor tiempo. Constancia y unidad son un núcleo movilizador, la tensión fecunda al margen del condicionamiento de las circunstancias, energía formativa autónoma obrando en medio de la carencia de formas. Pero el misterio puede ser explicado. La metódica investigación que concluye en el libro de Iván Jaksic, Andrés Bello, la pasión por el orden, junta las piezas de esa saga, dispersas y por eso invisibles, y nos da los anclajes de una interpretación fundada en la sustanciación de un expediente donde las lagunas, que no eran tales, aparecen como continuidad de un paisaje, enlace y armazones que el autor saca a la luz como un arqueólogo de lo sutil. Inicialmente apareció en inglés, editado por Cambridge University Press, y con el título Andrés Bello, Scholarship and Nation-Building in Nineteeth-Century Latin America (2001). La edición venezolana es de 2007, sello editorial Bid & Co. Editor y patrocinio de la Universidad Católica Andrés Bello, prólogo de Oscar Sambrano Urdaneta y epílogo de Francisco Javier Pérez.

Esta biografía mantiene el enfoque cronológico pero sustenta su ritmo explicativo en un discurso radial, mosaico, suma y complejiza en la medida que ilustra, lo previo se va atando y queda en un presente operativo, la comprensión sólo es posible si nos atenemos a la ascendencia del rastro, como si fuera simultáneo. Y es una manera de leer un tiempo, después de todo Jaksic está encarando la formación de unas sociedades a través del impacto de una personalidad en sus intereses mentales. Cómo el hombre público plantado ante la tarea creadora (instituciones, hábitos) articula unos paradigmas y cuáles son las exigencias del entorno, es allí debemos buscar las razones de la eficacia de los programas de Bello, ese roce de tensiones y diferencias fecundadoras se nos muestran en su conclusión triunfante en el largo tiempo.

Si la coyuntura puede ser apremiante nunca impone sus urgencias al pensador, este se planta ante el caos y lo desafía, organiza y ajusta desde el conocimiento, y sobre todo desde una larga paciencia. Si algo tienen en común las tres estancias de Bello, y en escenarios no sólo distintos sino opuestos, es su capacidad de elaborar y fundar sometiendo la tradición a su propio canon, integrando los recursos locales a una eficacia máxima de sus instrumentos de relacionamiento. El gran conciliador no hace concesiones que erosionen su figuración de lo real, es muy consciente del hacer transitivo —más que formativo— del mundo americano que lo rodea. La clasicidad lo ancla en un modelo ideológico pero es antes un recurso heurístico, de exploración de lo diverso y bullente desde el reposo de las formas eficientes. La ortodoxia de Bello es sobre todo horizonte de certidumbres, instrumentos de ajuste en manos de un fundador que debe enfrentar la transición de un mundo, en esa medida se impone resguardar el legado vinculante. Romántico o neoclásico, la identidad no le hace justicia, resulta una discusión inocua, en un observador de la novedad cuyo escenario de acción no es la mera coyuntura de la política, tampoco la burocracia del funcionariado de la república y sus privilegios. Monárquico o republicano, conservador o liberal, en aquellas doctrinas no ve principios concluyentes, verá antes usos que deberán comprobarse en la utilidad pública. Multitud de pasajes de su obra escrita nos muestran su determinación de conciliador orientado hacia el ajuste de lo real, ante lo nuevo y sin precedentes el legislador, asesor, maestro, interroga lo dado puesta la mirada en una síntesis de experiencia e imaginación: he ahí su heterodoxia. Sus detractores en los días chilenos se limitan a acusaciones ruidosas, nunca responde exaltado, uno en particular, José Miguel Infante, clama porque llevará la educación y la literatura chilena a un atraso, pero universidad y código civil refundan la sociedad chilena. El señalado monárquico lleva una moción al senado para eliminar un hábito inercial como el de responder el mensaje del presidente, este es su alegato: “Por otra parte, la contestación al discurso del Presidente no es una costumbre propia de las naciones republicanas: es puramente monárquica” —y luego se extiende en la conveniencia de evitar con la contestación lo que llama “odiosas arengas de partido”. Esta capacidad suya de fundir lo nuevo y lo viejo en una expectación de la novedad, el recurso a la interpretación de lo conocido desde las luces de la teoría probatoria se ve de cuerpo entero en una obra maestra como la constitución de 1833, considerada el telón de fondo de la paz y prosperidad chilena durante cuarenta años, articula un conjunto de derechos ciudadanos de avanzada y progresistas con una adecuación presidencialista y ejecutivista, consagraba un régimen oligárquico ceñido a un marco constitucional, a unas normas y contenido por una asamblea deliberativa. Centralismo y reformismo, discrecionalidad que era un despotismo atenuado al servicio del orden, quizás el requisito esencial de todas aquellas repúblicas por hacerse. El documento encajaba en la ascendencia del portalismo, pero Jaksic recuerda cómo las maneras prácticas de los whigs en Inglaterra, bien vistas y mejor conocidas por Bello, resultaban aquí visibles, eran usos viejos en situaciones nuevas, y en una lectura certera de la coyuntura. “En último término, sin embargo, estas perspectivas reflejaban sus convicciones políticas más arraigadas, y encontró diversas oportunidades para implementarlas más allá de la política”. La anarquía quedaba así conjurada y desde ese parlamento, durante más de treinta años, el propio Bello asistirá al desarrollo de una democracia concurrente que abrirá paso a nuevos actores sociales. “Desde las columnas de El Araucano, Bello comentó la promulgación de la nueva Carta como herramienta eficaz de gobierno y garantía de libertad política, que pondría trabas a los desbordes de la anarquía”, es el comentario de Ricardo Donoso en el estudio preliminar del volumen Labor en el Senado (tomo XVII de la primera edición venezolana de las Obras Completas).

            Mérito no menor de esta biografía es que no se reduce la figura de Bello a un procerato chileno, si son casi cuarenta años desde los días de asistente en la legación londinense, y tras la apoteosis de la dotación cívico-educativa, el biógrafo reconoce la extensión y los orígenes de la gestión programática, el alcance de una formación, su remoto fermento. Neoclásico y romántico, espectador de la revolución industrial, traductor de lenguas, pero sobre todo del mundo que ellas encierran, comparatista de gramática y ley, descubridor del espíritu civil en crónicas de la épica medieval, codificador, modelador de las maneras diplomáticas de las repúblicas americanas, quien estudie a Bello en estos días no puede sino tener muy presente este espectáculo de fondo. He omitido en esa lista un tiempo central en la formación de Bello, quiero destacarlo no solo como valoración del esplendor de una comunidad colonial, debemos ver allí  sobre todo la expectación de unas maneras en las cuales conocimiento, movilidad social, derechos ciudadanos configuran un ideal de bienestar que avanza desde unos requisitos previos (cultura, libertad, educación) y le impone al régimen político su discurso. Me refiero a la vida colonial venezolana de la segunda mitad del siglo XVIII, y de manera relevante a las últimas tres décadas.

La pasion por el orden.gifIntentaré seguir la organización del libro de Jaksic, su ritmo acumulativo, y esa primera parte (“La formación de un intelectual en la Colonia, 1781-1810”) me da la oportunidad de explayar ideas sobre un temprano hallazgo de nuestra historiografía de principios del siglo XX: el surgimiento en esos años finales de la vida colonial de una sociedad con alto sentido de autonomía y dispuesta desde una identidad fundada en el reconocimiento de un proceso local de gestión económica, cívica, y arraigo de tradiciones.

II

Se ha llamado “el milagro musical caraqueño”, a la eclosión sinfónica de las dos décadas finales de ese siglo XVIII. Músicos, instrumentos, partituras, composiciones que llegan hasta hoy, directores corales, crónicas de veladas, son la expresión de unos grupos que se habían emancipado del trabajo confiscador y en una economía boyante se procuraban los ciertos placeres de la contemplación y el ocio creador. Cuando en 1750 marche desde Los Valles de Aragua la avanzada que irá a Caracas a exigir al Capitán General la expulsión de la Compañía Guipuzcoana han transcurrido veinte años durante los cuales ha obrado un vínculo benéfico con la Europa atlántica. Deberíamos acuñar también otra frase, “milagro ideológico”, así resumiríamos en un único acto de cultura, arte, vida intelectual y universitaria la experiencia venezolana que da origen a la Emancipación. El cabildo castellano adquiere en la provincia de Venezuela un rasgo militante, derechos y participación de la población encuentra allí más que un protocolo de las maneras públicas, es el vínculo con la representación y una manera de consenso fortalecida en los usos y hábitos de las normas. Enfrentados a los Gobernadores y más tarde a los Capitanes Generales, veedores directos del Rey y ejecutores de los intereses imperiales, los cabildos venezolanos representan a los largo de dos siglos la sedimentación de los aspectos deliberativos de la nacionalidad que está madura a finales del siglo XVIII. El hijo de Juan Francisco de León, en la segunda insurgencia contra la Guipuzcoana, hablara de la “defensa de nuestra patria”. La gesta de Alonso Andrea de Ledesma, anciano paladín que sale a enfrentar la usurpación de su ciudad por los piratas ingleses y franceses, es el recordatorio de que un espíritu de reclamo del lugar y las instituciones había florecido más allá del ordenamiento real y quizás con él.

 Un mundo ha florecido y con él una aspiración de autonomía, son grupos orgánicos salidos de una rutina de paz, un poco gracias a la lejanía y el olvido de una provincia cuyo mayor atractivo será la exacción y monopolio de sus productos agrícolas. Pero el olvido y la modorra no son suficientes, y acaso por sí solos nada abonan; algo había ocurrido en la rutina conventual de aquellos herederos de conquistadores, las primeras generaciones parecen ensimismadas en el recato de su genealogía, la vida pública es parte de la ascendencia de una autoridad lejana pero absoluta y que a nadie interesa cuestionar. Las condiciones de la eclosión venezolana parecían estar dadas antes en otro lugar como el Virreinato de Santa Fe de Bogotá, allá se habían producido reformas escolares importantes en la enseñanza universitaria y la investigación. Un virrey-arzobispo (Caballero y Góngora) amparaba la introducción de modelos experimentales en el estudio de las ciencias naturales, en fecha temprana como 1857, en la Universidad Javeriana se dicta un curso de filosofía ajeno ya al cuadrivium medieval. Y la expedición botánica de Mutis (1783) no es solo el mayor esfuerzo de acopio y curiosidad de la España ilustrada sino la conjunción de ideas científicas y escolares orbitando en el escenario institucional más adecuado que se había producido en América hasta ese entonces.

Pero no solo se heredan los privilegios de castas, los patronímicos y unos largos apellidos, también la pertenencia a un trazado, de calles y rumbos voceados en las pocas plazas, el eco de un territorio que alguien se atreve a llamar patria. Se hereda la luz de un paisaje y el origen de unas cosechas, desde esta heredad es que los mantuanos se rebelarán contra la sujeción y la minoridad impuesta por la Corona, tutelaje que cuando introduce reformas pierde de vista a los agremiados de un emporio y hace concesiones que ya no son un fuero sino una conducta, la exigencia de quienes se saben en el trance de fundar un acuerdo distinto. Gestores de los cabildos, españoles y criollos ya han uniformado sus demandas y ya no representan intereses de consumidores sino de sujetos beligerantes, miembros de una comunidad distintiva que nada tiene que ver con la servidumbre y la sumisión a un Estado ineficiente por anacrónico. Ya no eran los tiempos de la gleba pasiva y sometida al acuerdo de los otros, la prosperidad no era un hecho aleatorio en medio de la tolerancia imperial. Un concepto de bienestar había emergido desde el trabajo laborioso y un alto concepto de la justicia, en su ensayo proverbial “La patria de los venezolanos en 1750”, Augusto Mijares cita el caso de una viuda que demanda a un Teniente de Justicia, éste ha encausado alevosamente a su marido y lo hace sentenciar a muerte. La viuda acude a la instancia superior, la Audiencia de Santo Domingo, y hace lavar la memoria del difunto y el tribunal obliga al teniente a resarcirla, y a su vez es enjuiciado. Los ejemplos de litigios entre propietarios y no propietarios, entre funcionarios y mantuanos, elevados a las varias instancias, Audiencia, cabildos, Corte del Rey, eran dirimidos en un protocolo que desbordaba la discrecionalidad parroquial y la ascendencia gamonal, estilos estos que se reaparecerían en la República de los caudillos. La sociedad caraqueña era sin duda la mejor preparada del continente para avanzar en las exigencias autonomistas y respaldar sus proclamas no solo con la necesidad de la libertad política, estaba reclamando un estatuto para un orden cultural y las costumbres cívicas de unos acordados.

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Bolívar y Andrés Bello. Detalle. Tito Salas

Jaksic señala que el poder de la Corona estaba tan sólidamente establecido para los años del nacimiento de Bello como para predecir su desaparición una generación más tarde, y más aún la manera sangrienta como esto ocurrió. Y no se trató de un suceso súbito pues no estamos hablando de una conspiración. Aquí damos con una discusión ya zanjada, pero no suficientemente difundido su dictamen: la Emancipación venezolana no fue resultado del influjo de la Revolución francesa ni sus ideólogos y pensadores eran hechura de los enciclopedistas. Una nómina ilustre de estudiosos, disímiles y algunos en abierto antagonismo, expuso desde comienzos del siglo XX hasta unos cincuenta años después la tesis de la génesis local de la revolución. Julio César Rivas, Pedro Manuel Arcaya, Laureano Vallenilla Lanz, Mario Briceño Iragorry y especialmente Augusto Mijares, sustentaron la existencia de la continuidad de la cultura colonial. Esta admirable revisión permitió ampliar el horizonte de la venezolanidad y nutrió de insumos raigales la comprensión de unos orígenes y que durante todo el siglo XIX aparecían en compartimentos estancos: Colonia, Independencia, República. Todo cortado en asépticos perfiles de autogeneración. El hallazgo de la contienda como una guerra civil debía ser una consecuencia natural de la valoración de la historia doméstica y su complejización en términos de producción de instituciones, relaciones sociales, economía acumulativa y tensiones étnicas. Esto centró la atención en la dinámica de clases sociales y autonomía del poder, mostró la eclosión como resultado del ascenso y mixtura de castas y ya no como un coup de etat de unos avisados y en el oportunismo de la desgracia peninsular.

La violencia criminal del teatro de guerra venezolano no tiene parangón, una clase social entera fue pasada a cuchillo, y el Decreto de Guerra a muerte debe ser uno de los documentos más sombríos de la humanidad. La pardocracia no triunfó pero la Independencia se tiñó de otras tensiones, y no se trataba del partido de los negros o el ascenso de la servidumbre como su alimento. Era la misma complejidad de la formación social colonial lo que obraba como fuente de antagonismo. Los mantuanos exigían a la Corona no tanto autonomía como modernización y participación en la gestión de una provincia, pues así era para España imperial, no colonia de ultramar ni anexo administrativo. Los sucesos de Bayona crean la circunstancia, propician una salida nada más, pues ya una clase social había impuesto un estilo y adjetiva y delimita en un lenguaje cargado de emociones, es más que presentimiento esa patria. A nadie se le ocurre invocar el prestigio de la Revolución Francesa y la república es un modelo exótico, pero también indiferente. En 1954 se publica en Caracas un libro clave para entender la verdadera diligencia de la Compañía Guipuzcoana en la preparación de ese tiempo de acopio y desarrollo y cómo funcionó no como una organización confiscadora de la vida de la provincia sino como un estimulante de necesidades distintas al conformismo de una sociedad que podía complacerse en su solo éxito económico. Los navíos de la ilustración, de Ramón de Basterra, demuestra como la articulación de una élite solvente, los vascos de la Junta foral de Guipuzcoa, con la mentalidad borbona crearon un mecanismo de intercambio que eliminaba el oportunismo de las posesiones inglesas y holandesa del Caribe. Y establecía, a la vez, una relación entre Caracas y la metrópoli que iba más allá del intercambio de productos y mercancías. A Lo largo de cincuenta años va formándose una clase cuyos hábitos y aspiraciones se distancian del conformismo y al finalizar el siglo XVIII están en condiciones de discutir el tutelaje.

Los vascos representaban la España civilista y moderna, pirenaica, atrás queda la España castellana de la soberanía contenida en el monarca, esta ha cumplido la tarea de la unidad, pero no sido capaz de crear las instituciones que debía fortificar la expansión. Ese mundo florece en el epicentro caraqueño, la exigencia de autonomía y en menor grado de libertad tiene tras de sí unas nuevas maneras, de consumo y relacionamiento público para las que no hay espacio ni formato en un reino inmóvil. Basterra descubre que la Compañía creó lazos sociales entre el Pirineo hispano y el corazón político de la Gobernación de Venezuela. Cómo es posible, se pregunta “que al terminar el siglo XVIII produjera de súbito un plantel admirable de personalidades que no tiene igual en la época de la historia general de América”. Se está preguntando por la genealogía de unos resultados e intenta hacer una valoración comparativa con la condición de una sociedad —“Aquí hay una incógnita histórica”, dice como adelantando la magnitud de lo debe explicarse para despejar esa incógnita. Es claro que la bonanza incubó un espíritu exigente entre los mantuanos, no se sintieron satisfechos con un bienestar de usos y consumo. Y no bastaba la holgura material y el sosiego de una provincia alejada de la codicia real, recién unificada en 1777, para explicar la preeminencia de Venezuela en la tarea emancipadora. Basterra va soltando sus hipótesis con naturalidad: “Ningún otro país americano puede disputar a Venezuela el decanato y la dirección de la independencia continental”. Y esa “dirección política y militar se debía evidentemente a una superioridad de cultura”. La reacción contra la Guipuzcoana no es de ninguna manera su negación, es una manera de parricidio y en la exigencia histórica de deshacerse de un mediador ya obsoleto y en conflicto con su propio arte.

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Escribir una leyenda

En el Resumen de la historia de Venezuela, de Bello, hay una vindicación de la Compañía nada desdeñable, usualmente pasada por alto: “La actividad agrícola de los vizcaínos vino a reanimar el desaliento de los conquistadores, y a utilizar bajo el auspicio de las leyes la indolente ociosidad de los naturales”.  Aquella sociedad que iba a promover la mayor ruptura política poco después, en ese largo momento de solaz y visiones retiene lo real: el progreso y cierto hedonismo. Era en lo sustancial incompatible con algún concepto de riqueza imperial, su sentido, pero nada más. La primera canción que celebra los hechos del 19 de abril de 1810 dice en el coro de su primera estrofa: “Fe constante al amado Fernando,/a Caracas renombre inmortal,/y la América toda conozca/por divisa la fraternidad”, hubiera sido nuestro himno, pero de la adhesión a Fernando se pasa a una radicalización jacobina que nos dará la república salida del fratricidio. ¿Y quién es el autor de esta cantata  celebratoria de ocho estrofas, estrenada en Caracas el 23 de abril, música compuesta por el maestro Cayetaño Carreño?, pues nada más y nada menos que Andrés Bello —un ejemplar de esta “canción patriótica de Caracas” (quizás el único existente, pues el documento no es citado por ninguno de los rastreadores del bellismo, y esta será su primera mención exegética) es ofrecido en la actualidad por un anticuario de Connecticut. Hoy nos parece casi infantil derivar la aparición de los ideólogos y sustentadores programáticos de la introducción de libros prohibidos, es como explicar la tremenda ruptura por contagio y en esquematismo mecánico. Los “navíos de la ilustración” no solo llevaban lectura de sobremesa, y se ha hecho de esto una frase vacía, haciendo depender el pensamiento de la emancipación de unas lecturas, como si de abrevar en un manual se tratara. La aparición de aquella numerosa élite, su determinación de diseñar un nuevo orden, y desde la conciencia de una civilidad de responsabilidades compartidas y virtudes individuales, deberá ser explicada desde el encuentro concomitante del bienestar y la aspiración autonomista de quienes ya no se sentían parte de un decadente imperio y se habían desprendido de la autorización de cunas lejanas o cercanas: ni españoles ni criollos, la pardocracia, a su vez, afirmaba la formación de la novedad societaria, con su implacable conflicto de privilegios y castas. La manera cómo Bello se desplaza entre el grupo de caraqueños politizados desde la educación y el aparato del funcionariado de la Capitanía General ya nada tiene que ver con el tratamiento de los validos de palacio, él representa la emergencia de la sociedad del conocimiento en la burocracia real que es penetrada por los actores presionando desde el mismo tejido social. Quizás sea Pedro Manuel Arcaya el primero en reparar en la función aglutinadora del Cabildo en ese final del siglo XVIII, se había transformado en organismo de gestión de los intereses públicos, por allí pasaban las coordenadas de reconocimiento de aquellos grupos conscientes de una carencia: de instituciones representativas ya no de trámites forenses sino de expectativas cívicas. Del amplio estudio de Arcaya reluce una conclusión: “El Cabildo de Caracas constituyó la escuela de los gobernantes de la nueva República; en él se adiestraron los administradores y allí tuvieron punto de apoyo los ideólogos”. La diferencia entre los aires de la vida municipal y las tensiones imperiales que podían filtrarse en la Capitanía General, tal vez daría los matices entre quien se aleja a tensar su saber en la remota Londres y quienes se quedan a hacer una guerra, de allá vendrá un organizador de naciones, de aquí saldrán los caudillos que se reparten la República, lo que de ella se muestra como espejismo: despachos y sellos entintados, la tierra vacía. El historiador Tomás Straka exhibe poco entusiasmo por la existencia formadora de una sociedad civil en la Colonia, argumentada por Augusto Mijares a fin de demostrar una conciencia de la venezolanidad fundada en la tradición legal, en el contrato castellano. Para él aquellos hábitos orbitaban alrededor de unos grupos de vecino asumidos como corporación, así dirá que “esa idea de sociedad civil por la que suspira Mijares, era más un mecanismo de exclusión que de inclusión…” Queda clara aquí su pretensión, y también su despropósito: desde un presentismo aséptico ignora la enorme significación de un modo de vida donde el entendimiento  formulista abría camino a la experiencia democrática. Completa el párrafo indicando como serán la “virtud armada y el caudillismo” los agentes de la inclusión. El episodio de Roscio encarando una representación ante el Colegio de abogados —que le niega al acceso por razones de limpieza de sangre— resulta ilustrativo del carácter funcional y amplio de aquellos acuerdos nacidos de los intereses de una sociedad de castas en trámite de interrogación y desarrollo. Como se sabe, Roscio logra ser admitido tras una larga diligencia ya no probatoria de la pretendida limpieza sino de argumentos que elaboran el concepto de virtud personal y ciudadana, y cuestionando la preeminencia del honor sostenido en la ascendencia: el estatuto ha dado paso así al contrato. Pero el gesto de Roscio no sólo distingue unas virtudes personales —de espaldas al resentimiento social remontará la cuesta de la tensión de castas para producir una requisitoria de otro alcance—, el litigio de unos pocos años muestra como la novedad de unas razones encontraba espacio en el protocolo legal. Exponía y persuadía en un tono inédito, muy distinto al de Miranda, ya no se dirige a una corporación como en una pendencia, sino a la sociedad misma en un afán ilustrador —“los hombres nacieron todos libres y todos son igualmente nobles, y criados imagen y semejanza de Dios…” (Como en un justo recordatorio Roscio estará en Caracas en 1811 para ser espectador del último acto del resentimiento mirandino, hará su anatomía en una carta legendaria para Bello).

Y este discutidor si ha abrevado en la ilustración, pero no en la francesa sino en la española, sus ideas de libertad y dignidad del individuo ya están dispuestas en el padre Samuel Feijoo, como nos lo recuerda Nydia Ruiz (“Va a ser precisamente en el sesgo histórico hispánico que da Feijóo a la noción de igualdad que concibe, donde se sustentará la  reflexión rosciana al respecto”.  A la acción del Estado que ennoblece por dinero (Real Cédula de Gracias al sacar, 1796), la élite caraqueña opone la ampliación de una condición a través de la virtud, y alegan desde una base verificable, el talento y la educación, lo virtuoso como aquello secretado en el seno del diálogo y la convención. Más tarde Miguel José Sanz, tan distinto de Roscio, coincidirá con éste —“no puede haber sinceridad, paz, afecto ni confianza en un país en un país done cada uno trata de distinguirse sobre los otros por nacimiento y vanidad…” Estos dos pensadores están dando el tono doctrinario de la crisis de la sociedad colonial, y está no era económica y solo en un sentido restringido política. Ambos tienen un pasado monárquico de responsabilidades institucionales, y desde esa experiencia se alzan con la suficiente intuición para elaborar las requisitorias del nuevo orden. Ellos deslumbran en las circunstancia, pero no deja de pasmarnos la nómina que vemos descollar a lo largo de la gesta general de la emancipación: Palacio Fajardo, José Luis Ramos, Francisco Ysnardi, Fernando Peñalver.      

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Jaksic hace un fiel dibujo del Bello instalado en sus tareas de funcionario, traductor de noticias de periódicos ingleses para el consumo de los funcionarios, secretario de la Junta Central de Vacuna, y Oficial mayor de la Capitanía General. Pedro Pablo Barnola da en 1959 con un documento donde el secretario de gobierno de la Capitanía General, un día antes de la expedición del título, justifica la designación de Bello de esta manera: “Propongo en primer lugar a Don Andrés Bello que ha seguido la carrera de estudios en esta Universidad, y se ha dedicado por su particular aplicación a la bella literatura…” Continúa describiendo sus capacidades escolares e intelectuales, y se refiera de manera particular a su habilidad de traductor de lenguas clásicas, “en él se reconoce un talento nada común, y unas ideas que reúnen a sus extensión las circunstancias de un discernimiento ventajoso”. Era, pues, el tipo acabado de un medio donde educación y promoción de lo profesional no eran algo raro como instrumento de ascenso social, aquella figuración influyó directamente en su elección para acompañar a Bolívar y López Méndez en la diligencia de buscar apoyo en Londres para la causa americana. Pero si era el modelo acabado, porque además Bello no es mantuano, no era el único ni la excepción. Antes que sus soldados y generales, la mayoría salidos del curso mismo de la guerra, la Emancipación modeló sus pensadores y filósofos, casi todos ellos gente educada en el entorno de la Universidad de Caracas, creada en 1725, son fruto e inversión de la prosperidad, hijos de los hacendados y parte importante del clero y la profesión profesoral, miembros del Colegio de abogados, de tan conspicua presencia en un tiempo de política y negocios. Consignemos aquí dos nombre nombres, Manuel Palacio fajardo y Juan Germán Roscio, el primero pública en Londres en 1817 una obra de propaganda y difusión del estado de la guerra que resulta todo un tratado de geopolítica (Outline of the revolution in Spanish America), en cuanto al libro de Roscio (El triunfo de la libertad sobre el despotismo, Filadelfia, 1819), es una condena de la sujeción argumentada desde las virtudes del catolicismo y en la necesidad estratégica de conciliar con la iglesia, toda una adecuación de tradiciones que no ha debido ser indiferente al propio Bello —la versión puramente sumaria del libro de Roscio sería el documento redactado por Bello a instancias de aquel, dirigido al Papá Pío VII llamando su atención sobre la necesidad de un nuevo estatuto del clero destinado a interpretar exigencias de participación y autonomía en las nuevas repúblicas (1820). Roscio es también el traductor de un escrito de W. Burke, publicado en la Gazeta de Caracas, Derechos de la América del Sur y México. Una figura un tanto olvidada, José Luis Ramos, es con seguridad el autor de la traducción de El Federalista, de Hamilton, Jay y Madison, ya en los años finales de la contienda (Caracas, 1826). A la amorosa dedicación de Pedro Grases debemos un trabajo inclasificable: “Traducciones de interés político-cultural en la época de la Independencia de Venezuela”, es un catálogo de libros, documentos sueltos, revistas, cuenta noticiosa, pero sobre todo de juicio y valoración del proceso del continente, esos traductores parecen salidos de una escuela toledana, y son venezolanos casi todos. La lista es larga y ayuda a aclarar el misterio: nunca fue Caracas el lugar de oscurantismo y pocas letras que promocionó el discurso antiespañol —y por razones comprensibles— creado por la generación que debía negar la Colonia, desde Baralt hasta Juan Vicente González.

Será un autor colombiano, Miguel Antonio Caro, quien se da cuenta en el último tercio del siglo XIX del equívoco sobre la vida intelectual de la Caracas colonial, justamente en su estudio sobre Bello (“Andrés Bello, estudio biográfico y crítico, 1882). Repara en la génesis de su formación y la asocia con el distintivo entorno, nos recuerda que no era un producto solitario y hace el ajuste susceptible de darnos la figura en fecunda tensión con los recursos de un orden altamente sensible a la gestión de sus miembros que se han preparado para un acontecimiento, que sin aquel temperamento e ilustración no hubiera tenido el carácter programático que tuvo. Cita a Humboldt y su sintomática opinión de aquella comunidad “distinguida por su alta cultura intelectual”, cuando se va en 1810 ya el humanista está perfilado y cuanto ejecutó después corresponde a la “progresiva continuación y naturales y sazonados frutos de aquella educación colonial que recibió en Caracas”. Amonesta a Amunategui que en su necesidad de exaltarlo como una estrella solitaria deba incurrir en la injuria y repetición al juzgar el estado de la cultura en América y especialmente en la cuna de Bello, según aquel “reinaba la crasa ignorancia que se oponía en América al desenvolvimiento de las letras, que estas en Venezuela como en las demás colonias había sido completamente desdeñadas…”

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Será el propio Bello quien da el mentís definitivo a la tesis de la barbarie, en más de una ocasión se referirá al estado de la vida cultural de Caracas antes de la Emancipación, pero es en la oportunidad de responder a Lastarria —adalid de los infamadores de la herencia colonial— que expone una prueba concluyente y de largo alcance. “La revolución hispanoamericana contradice sus asertos. Jamás un pueblo profundamente envilecido fue capaz de ejecutar los grandes hechos que ilustran las campañas de los patriotas”. El latinista que nos muestra a Horacio, pero que traduce a los veinte años El ensayo sobre el entendimiento civil, de Locke, no era, pues, un azar. El propio Blanco Fombona, tan desconfiado de los lugares comunes, se hace eco del sanbenito de la Universidad de Caracas como un lugar de atraso de donde salían más tontos los tontos. La formación prospectiva del viajero Bello, no solo delineada y esbozada en algunos manuscritos que  lleva consigo a Londres, es un universo ya ha sido ceñido. Jaksic se pregunta por las rupturas y novedades de sus proyectos siguientes y hasta el fin de sus días, dirá que “todos sus intereses en poesía, gramática, filosofía y ciencias naturales ya se habían manifestado en Caracas y serían desarrollados en adelante”. Es una observación acuciosa, pero sobre todo justa. Lo mejor que se nos puede ocurrir es creer en la eficacia de esa educación colonial de conventos, Seminarios y Pontificia universidad donde recibió su preparación escolar. Todo parece extractado de la experiencia caraqueña, desde la impronta de su aprendizaje hasta el recuerdo feliz de la vida pública. Jaksic lo anota al desgaire, y tiene un rotundo acento en la búsqueda de la armonía que se planteará cuando le toque organizar repúblicas. Influido por aquellas emociones de solaz y seguridad Bello exaltará “del pasado colonial sus recuerdos de la relativa prosperidad y tranquilidad de Caracas”, luego dice que estos recuerdos le “inspirarían una búsqueda permanente de instituciones estables y legítimas”. Infancia y juventud resguardadas de quien se empeña en diseñar la felicidad de pueblos tocados de sangre y desvarío. De aquella sociedad, de donde salió el mayor programa de redención de un continente, nada quedó. Abrasada en el incendio de la guerra, en la pérdida y recuperación de las sucesivas repúblicas un mundo se iba desvaneciendo, y su lápida bien pudo ser ese año 1814, Boves logra hacer del odio social una máquina de muerte, los blancos y la aristocracia son decapitados en masa, todo un pueblo, Ocumare del Tuy, es vaciado, eviscerado. En el mismo año 14, en la batalla de Urica quedan tendidos ese delicado pensador llamado Miguel José Sanz y Vicente Salias; también José Ángel Lamas, Juan José Landaeta, y Pedro Nolasco el año 13, ellos son los herederos y la flor lozana, los hombres del milagro musical, parece excesiva ofrenda de aquel holocausto. Cuanto vino después, y hasta 1821, es un acto de trituración de los restos de un cuerpo funcional cuyos hábitos e instituciones, la verdadera pulsión creadora de una civilización, se han extinguido. Mantuanos y señeros maestros de clasicidad, la magnificada conjura de los pardos, aquel clero diligente de los Navarrete, todo se hunde. El Cabildo, ventana de la civilidad beligerante, se inhibe de la vida pública por lo que resta del siglo, y no será sino hasta 1936 cuando vuelva a convocar un gesto ciudadano.

Los campos de Aragua, el saber asentado en seminarios y Universidad, las tertulias donde han se han solazado en fecunda contemplación las figuras rumorosas de la Caracas expectante, todo desaparece tragado por la vorágine. Se salvan Bello y el errabundo Simón Rodríguez, Baralt, figura de la siguiente generación, se autodestierra, tras palpar lo que vendrá en el ciclo de búsqueda de una república y su reparto. El terremoto de 1812 es un estertor que desfigura la ciudad, deja surcos y grietas, permanecen por lo que resta del siglo, como el recordatorio de la magnitud de las deformaciones del resto del orden. El siglo XX recibirá al país sitiado por potencias europeas reclamantes de deudas y derechos fiscales, consecuencia de la acumulación de perversiones de la vida pública, del fracaso de unas élites incapaces de formular un proyecto viable para la nación independiente —como lo hizo Chile, por ejemplo, surgiendo de las tentaciones de la anarquía y el personalismo.     

III

La situación de Bello en la Comisión que va a Londres parece ya definida desde su estatuto de mediador y secretario editor, tanto de la Capitanía como de la junta que se instala el 19 de abril. Ya no estará para la firma del Acta de la Independencia, pero de haber estado su lugar en el drama hubiera sido otro, la redacción corresponde ahora a los ideólogos, a quienes toca la tarea de decretar una república, Bello las diseñará cantándolas en sus Silvas, a la distancia y no por eso sufriéndolas menos. Entrará en un ciclo de penurias, se dispone a formar una familia y a conciliar las urgencias de la rutina diaria con la continuidad de una formación. En esos días debió Bello darse cuenta con desencanto que iba a requerir más que de su talento y formación de humanista para seguir siendo un hijo de la patria que recién nacía, Miranda puede servirle de aleccionamiento. Dos veces desaparece la república y con ella el funcionario, sin sueldo y sin nacionalidad, pero aun en los momentos que existe él es un paciente enviado en el limbo. Intenta regresar a Venezuela por la vía de una amnistía cuando los realistas recuperan el dominio del país, pero una conjunción de destiempos lo impide. Servirá en distintas legaciones (Gran Colombia, Chile, Argentina), y siempre  como un oportuno conocedor que resuelve problemas a más de un desprevenido enviado, pero no le asignan potestad ni recursos que correspondan a su jerarquía.

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Carlos Pi Sunyer, ha identificado los domicilios de Bello en Londres (Patriotas americanos en Londres), no consiguió en su pesquisa sino un solo registro en aquella larga estadía, y aun cuando se mudaba con frecuencia, llega a la conclusión de que era un permanente realquilado, aunque identifica a algunos de aquellos ilustres arrendatarios titulares: Blanco White, Palacio Fajardo, otros no tanto como ese sastre Newport, que también lo viste y no lo apremia en vista de su penuria. Se ha sugerido que su primera esposa, Ana Boyland, ha podido ser hija o sobrina de alguno de sus arrendatarios. El solaz de la estadía en la casa de Miranda, a donde llega inicialmente la Comisión, con su espléndida biblioteca a mano termina pocos meses después de la partida de aquel para Caracas. Pi Sunyer concluye su topografía del Londres de Bello constatando su desvanecimiento casi total, tan solo la Casa mirandina de Grafton Street y la iglesia donde se casó dos veces se mantienen en pié, él mismo un desterrado recorre en el otoño de 1950 (“en peregrinación devota”) las calles de los lugares donde aquel hombre cercado por las carencias y acechado por la fatalidad concibe proyectos y organiza las ideas que deberán fecundar lo informe y persuadir a unos actores, la fuerza discrecional, de la fundación como gestión del lento sosiego. “Fue en esos lugares —dice Pi Sunyer— donde Bello adquirió madurez intelectual y pozo de erudición, en que hubo de elevarse más alto su genio poético, en que dejó escritos sus magistrales ensayos de crítica literaria  y puso el sólido fundamento de su obra americana”. De la pobreza de Somers Town a la antigua seguridad de su Caracas, todo parecía demasiado simple para el augurio, sea el que fuere. Jasikc documenta bien ese episodio largo, de vacilación y apremios. “La situación de Bello llegó a ser tan desesperada como para que, considerando el colapso de Venezuela, decidiera acogerse a la amnistía…” —ofrecimiento de la Corona tras la disolución de la primera república.

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 Desesperados parecen todos esos casi veinte años en Londres, pero tras la regularidad del éxito de los ejércitos patriotas, nadie, ningún funcionario o conductor de gobierno se acuerda de ese hombre excepcional que han dejado como abandonado en esa lejana ciudad. La petición de Bello a las autoridades de Cádiz origino una solicitud de informes enviada a Caracas en el curso del establecimiento de la segunda república, algunos han sugerido que este documento pudo llegar a manos de Bolívar. No sería la única vez que una carta de Bello era interceptada y terminaba en manos equivocadas, ocurrió con aquella enviada a Servando Teresa de Mier en 1824, allí mostraba sus simpatía por un esquema moderado, no ajeno a la monarquía, para conservar la paz en América, conocido su contenido por Pedro Gual, funcionario de rango en el gobierno venezolano, se dio instrucciones de tratarlo con recelo. En el documento dirigido a la Corona (acogiéndose a la amnistía) Bello incurre en un rarísimo error, y hoy pudiéramos hablar de un lapsus freudiano, está fechado el 31 de junio, día que no existe; es como si aquel que duda, movido más por la desesperación que la certidumbre, si instalara en un tiempo sustraído al momento de su clamor, su carta tiene espacio, pero no tiempo, está arrebatada y fuera de la cronología, está así sustraída de lo forense, y seguramente de la voluntad.

Emir Rodríguez Monegal comienza su libro (El otro Andrés Bello) indagando en el alcance de la mirada del hombre que viene de un mundo en transición, y ya lo ha cantado en acordes planos y sumariales. El Resumen de la historia de Venezuela contiene largas líneas de contemplación en medio de un tarea casi técnica: describir los Valles de Aragua que han sido el nido de la prosperidad de nuestra agricultura y emprendimiento de ciudadanos movidos por un instinto de pertenencia. Nadie en su tiempo, y aún después, caracterizó mejor el impacto de la gestión real adelantado en la detestada Compañía Guipuzcoana, después incoada, ella representa el primer proyecto de ampliación y diversificación de la agricultura, inversión mercantil y fortalecimiento de un mercado, luego, con la ruina del café de las Antillas, surge el momento estelar de la provincia. “Los Valles de Aragua recibieron una nueva vida con los nuevos frutos que ofreció a sus propietarios la actividad de los vizcaínos ayudada por la laboriosa industria de los canarios”. La Silva a la agricultura puede estar en escorzo en el prospecto de ese párrafo. Cómo ha debido obrar el áspero contraste de unas imágenes en el viajero que se sacude los hilillos de niebla de los bucólicos valles, cómo poner en relación armoniosa la instalación londinense, otra niebla pero teñida de carbón y el ruido de otros paseantes. Bello debió calar aquel tráfago en su justa novedad, y no es un observador ensimismado, que antepone tan solo sensibilidad romántica y erudición al espectáculo de la ciudad referencial. “Porque me ha parecido ver en Bello otra cosa: el primer aventurero hispanoamericano que se asoma al Nuevo Mundo de la Europa romántica, el primer viajero nuestro en las tierras inéditas de la Revolución Industrial, el primer cronista de la maravilla de una humanidad llena de sueños de progreso, de civilización, de grandeza”  —como se ve, Rodríguez Monegal, que encara un estudio literario, no desdeña el impacto de una cultura material en la elaboración de símbolos, enorme tarea de representación que sí será desplegada desde la potencia del humanista confrontando la contemporaneidad.

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Londres debe verse como el duro resguardo de quien debía completar su conocimiento de la sociedad política puesta en trance por la industria y el mercado. El trashumante Simón Rodríguez se nos erosiona sin patria y sin sosiego, Baralt alcanza a ejecutar una obra contra el tiempo admonitorio. Bello en Londres sigue siendo un pensador del drama americano, acuden a él para solicitarle su participación en la redacción de toda clase de documentos, corrige y ajusta, es el conocedor no solo de un proceso en su génesis colonial sino quien sabe cómo poner aquel caos en un discurso. Pero sus ocupaciones hablan bien de la división social del trabajo de aquella época: siempre lo vemos en una rutina intelectual. Al aceptar descifrar y transcribir los enrevesados manuscritos de Bentham asociaba aquel casi vano rigor con una manera de disciplina, se ha magnificado la relación de Bello con este y sobre todo con James y Stuart Mill —el utilitarismo es doctrina de la riqueza en una fase de consolidación de la Revolución Industrial, Bello está pensando el prospecto de una sociedad, incluyendo un concepto de riqueza, pero no pretende adosarle a aquella un tiempo que no le es consustancial. Esa influencia del pensamiento bentamiano indicada por  Rodríguez Monegal no parece pertinente. Arturo Ardao ha zanjado esto de manera concluyente en un argumentado ensayo (“La relación de Bello con Stuart Mill”), en él demuestra cómo el pensamiento de Bello es sobre todo ajeno a las modas, pero está asistiendo a la formación y expresión social de las filosofías del empirismo. Observa Ardao que en los momentos que se ocupa de la obra de Stuar Mill es para refutarla. El “ciencismo” de Bello no es doctrinario, y su devoción por las ciencias naturales no lo conducen al positivismo, que no es estilo intelectual sino doctrina instrumental de lo natural —“espiritualismo ecléctico” es la definición de Ardao para conciliar la libertad de su objeto (la naturaleza) y la perspectiva gnoseológica, una manera de conocer cambiante, fuera del determinismo, en palabras de Bello “principio de la estabilidad de las leyes naturales”. Asimismo, desvanece Ardao la posibilidad de que la Filosofía del entendimiento contuviera elementos de la Lógica de Stuart, pues Bello ya ha concluido los primeros capítulos de su investigación para el momento que aparece aquella obra (1843), los cuales presenta con este anuncio: “Nueva será bajo muchos respectos la teoría que vamos a bosquejar de la mente humana”.

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El episodio de los manuscritos debió serle útil para asomarse al utilitarismo en una fuente de primera mano, además no le era extraño el empirismo, al menos al menos en su fuente lockiana. Pi Sunyer no ha hallado ningún rastro de una relación de Bello con estos autores más allá de este casi anónimo encargo de amanuense, tarea de comisión pecuniaria, en absoluto extrañas a su rutina de aquellos días de penuria, como esa otra para la Sociedad Bíblica de corregir y ajustar una versión del Nuevo Testamento. Parece haber mucho de magnificación de esta relación con el filósofo inglés, algunos llegan a sugerir influencias en una vertiente jurídica, la verdad tal vez sea más escueta, muy poco atractivas debían ser aquellas ideas de lo institucional y el derecho para un conocedor de la complejidad hispanoamericana: entre la originalidad y la exigencia funcional. Jasikc no sobrevalora la relación y aduce razones como el poco gusto por la literatura en uno y esta como centro en otro, uno agnóstico, el otro católico creyente. Bello no atesora de manera particular aquellos manuscritos, algunos se los lleva a Chile y los obsequia o dona. Cuando le toque organizar el curriculum del Colegio de Santiago, incluirá la revisión de Bentham, junto con Locke y Rousseau, no como insumos de sustentación, pero sí “en buena medida para refutarlos”, indica Jaksic.

La relación de Bello con las doctrinas del progreso en esa Europa de la segunda revolución industrial está tamizada por su valoración del romanticismo, pero sobre todo por su convicción de que el origen de las sociedades hispanoamericanas supone una ruptura con la tradición ilustrada del racionalismo. Intuye la pregonada originalidad aunque no la exalta, se limita a un emocionario de la naturaleza, y tiene siempre presente el ajuste que requieren las instituciones. La idea bentamiana del bienestar como “la máxima felicidad posible”, se funda en un uso discrecional de los recursos de materia y ciencia, pero supone, en el caso de América, una supresión del conocimiento del propio objeto, la sociedad misma, esta aparece explicada en su condición autosuficiente de civilización cuyas necesidades corresponden a una generalidad histórica de consumo y hedonismo. Esa felicidad, en este caso, deberá construirse desde la solemnidad de lo cósmico. Hay en Bello una crítica velada del positivismo, bien percibido este desde el utilitarismo y eso le hace anteponer el proceso cultural al prestigio de los saberes prácticos o sancionadores. Sabe apreciar un empirismo en el cual caben tanto materialismo como idealismo, la experiencia verifica la novedad, pero no constituye todo el límite de aprehensión de lo real, parece decirse cuando piensa la condición de sociedades cuyo presente es de escasa referencialidad. El caso particular del proceso de la Colonia caraqueña debía aparecer ante sus ojos como un acto de fuerza, de civilidad y saber, en ausencia de fuerzas objetivadas de razón y ciencia —a los pocos días de instalada la imprenta ya está alimentándose de un caudal represado, “La guía de forasteros”, con su Resumen de la historia de Venezuela, sale de sus cajas casi de inmediato. Todo el programa ideológico, político y militar de la Independencia no ha podido salir nunca sino de un medio intelectual maduro. La cultura material, esa “civilización manual” de Sanin Cano, no podía ser una adquisición sino una certificación: las necesidades satisfechas desde la comprensión de un modelo de bienestar, y no tanto de su optimización. Si Mariano Egaña hace transportar a su país muebles y obras de arte, y en una acción de atesoramiento y fijación de riqueza, en el ajuar que Bello lleva a Chile no hay objetos, aparatos ni artilugios del mundo prometeico de la industria y el confort. 

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La recepción acrítica del positivismo en la segunda mitad del siglo XIX producirá en estas sociedades un abandono de las interrogantes sobre su constitución, se asumirán urgidas de desarrollo y modernidad pero en una perspectiva de adquisición y puramente administrativa, en un culto de los usos sin asimilación. Lemas como “orden y progreso”, “paz y trabajo”, parecen cancelar todo requerimiento por otras fuentes de identidad. Su insistencia en adaptar gramática, códigos, remontarse a los orígenes medievales para explicar normas jurídicas o conductas raigales de la gens, muestran a Bello como un configurador de los instrumentos de intercambio, preocupado por su eficacia asociativa y no tanto taxativa. La continuidad para él no es el reconocimiento de unos intereses desde el presente, es la posibilidad de reconocerse en un tiempo verificable y recobrable. El progreso no es triunfo sobre la materia sino identidad entre esta y su condicionante, el pensamiento. El positivismo debía serle odioso en lo que aquel tiene de autocomplacencia en sus inmediatas certezas. Mucho después, en la segunda mitad del siglo XX, tenemos una polémica entre dos ensayistas venezolanos de la nacionalidad, Mario Briceño Iragorry le sale al paso a Picón Salas y dice que “el saldo cívico de las generaciones positivistas ha sido negativo”. Aducirá razones de ritmo amplio: fragilidad de las instituciones, problemas de la educación para la conservación y reproducción de valores. Los hombres del positivismo, en cuanto encarnación de la sociedad del conocimiento, obraron como agentes del poder declarando su asepsia y dedicándose a la puesta al día material mediante los métodos de una doctrina —Cuando hace cargos sobre “el saldo cívico”, Briceño Iragorry de alguna manera está poniendo el acento en la misma duda de Bello respecto al conocimiento como pura liberación prometeica.

©Miguel Ángel Campos 

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Esperando a Enoch Soames

Por Miguel Ángel Campos (@mcampostorres)

La literatura, como la vida está llena de meandros, de abismos, de acertijos. Es una cinta de Moebius que va girando y mostrando diversas caras y sin embargo, es siempre la misma. Así esta crónica-relato de Miguel Ángel Campos que juega a la veridicción de un escritor y un personaje: Max Beerbohm y Enoch Soames. Justo el 3 de junio de 2007 se cumplían los cien años de su prevista aparición en el salón de lectura del Museo Británico, pactada con las fuerzas oscuras,  y sólo unos pocos iniciados –nuestro el narrador entre ellos- pudo haber presenciado la aparición y además dejar el testimonio de ese hecho insólito.

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Debo a Luis Moreno Villamediana el conocimiento de un cuento de Max Beerbohm cuyo escenario es la ciudad de Londres a finales del siglo XIX.  Un oscuro poeta, Enoch Soames, obsesionado por el destino de su obra hace un pacto con el diablo a fin de viajar cien años en el tiempo, así aquel le concede cinco horas para revisar cuánto la crítica ha dicho de su obra y en qué concepto lo tendrá la posteridad. El 3 de junio de 1997 a las 2:15 pm es proyectado en la biblioteca del Museo Británico, regresa a las 7 en punto, nunca más se le vio.

En los primeros días del mes de abril de 1997, al tanto de mi cercano viaje a Inglaterra, Luis inquirió dónde me encontraría el 3 de junio. “Sin duda en Londres”, le respondí. Me sugirió entonces  que  me acercara ese día al Museo Británico, hasta el Salón de Lectura. Para mí no representaba ningún esfuerzo aquella visita; por lo demás, el encargo no parecía estar revestido de urgencias. Pero antes debía llegar a Londres. Salí de Maiquetía un viernes cerca de las 11:30 de la noche; algún descuido permitió  que  embarcara cuando ya la mitad del pasaje lo había hecho y mi silla de ruedas fue conducida, ahora con solicitud, a mi asiento en la fortaleza volante de British Airways. Flanqueado por una desolada familia ecuatoriana a mi izquierda y por una hermana de la Orden de la Caridad a mi derecha, llegué Londres entre la tristeza del Tahuantinsuyo y las imágenes de las calles de Calcuta.

El frío glacial de la primavera londinense me inmovilizó y echó un poco de pesimismo en mis planes en los primeros días. Debí olvidar la prometida visita, atento al deber principal de mi expedición, y una tarde, cuando todo parecía estar bajo control, pregunté a mi cicerone, Ángel Viloria —gran amigo y tal vez la persona mejor organizada  que  conozco—, por el Salón de Lectura. Al otro día, Ángel ya tenía la identificación precisa del lugar y el deslinde del acceso legal al santuario. Por supuesto, en toda Inglaterra no hay sino un sólo Round Reading Room y en el mundo habrá pocos sitios cerrados, de hecho un enorme salón, con una biografía tan enfática y detallada. Pero era preciso saber dónde se pisaba, pues no habría oportunidad ni para ensayar ni para rectificar —a esas alturas aquella fecha ya me obsesionaba, había saltado del aparente olvido a instalarse en una discreta angustia. Mediaban algunas cortas semanas y nuestras gestiones avanzaban para despejar el camino hacia ese día, para entrar al salón es preciso ser miembro, pues el acceso estaba reservado exclusivamente a lectores previamente registrados. Ángel cayó en cuenta de  que  era el mismo lugar para el cual había estado solicitando admisión en meses anteriores, pero sin mayor diligencia. Nuestras incursiones diarias en los meandros de la ciudad tenían el exacto valor de un reconocimiento previo: desde Soho Square hasta la Torre de Londres, todo parecía prepararnos para el 3 de junio a las 2:15 de la tarde. Yo debía regresar a Venezuela el 6 y el momento aparecía como un minuto final desbordándolo todo, como un secreto gesto copaba la inminente escena. Los preparativos de aquella visita se mostraban ahora con una extraña autonomía y al menor descuido podían convertirse en una gestión llena de premura, instalando su propio orden. Yo tenía mi propia lista de prioridades, y si había ido a Londres, después de un largo afinar recursos y ánimo, no era precisamente para estar pendiente de aquella hora arbitraria en una fecha centenaria, ciertamente rodeada de incógnitas pero también de incredulidad.

Cien años pudieran ser un espacio de tiempo suficiente como para consagrar cualquier acción o signar con el anacronismo de las formas un objeto, un caserón, un lugar. Pueden hacer de la infamia más aborrecible un recuerdo curioso propicio para habilidades de comparación, pueden también construir un abismo entre una causa y sus consecuencias. Pero una sensación extraña embarga a quien, desprevenido y recién llegado de lugares en donde el testimonio del tiempo parece haber sido expulsado, se pasea por unas calles donde retumba el eco de los siglos. Es así como en algún día de mayo de 1997 yo pude haberme apoyado en la punta de hierro forjado donde rozó, al doblar la esquina, el guante de aquél que  era Jack el Destripador, pude haberme sentado en el mismo asiento del vetusto vagón del tramo de la  línea de Elephant and Castle donde en las mañanas de1947 Germán Arciniegas leía su periódico. Descendí, efectivamente, por las escaleras de entrada a la estación de Bethnal Green, donde en 1943 un obús acabó con la vida de 173 personas. Un escenario como ése parece anular el tiempo, el pasado como imágenes no puede ser recreado porque esas imágenes son el absoluto presente, el contraste sólo puede establecerse a partir de la psiquis fragmentada: los adolescentes y sus angustias de última hora. La presencia imperturbable de unos muros, de una plaza abierta, de una puerta por donde 20 generaciones han atravesado, dispone al habitante de esa ciudad para fortalecer el sentido de la permanencia, lo obliga a crear sus propias referencias del cambio, a hacerse actor real de ese cambio frente a la imponente permanencia del escenario donde discurre su accionar.

II

Enoch Soames, quien justo a las 2:15 de la tarde del día 3 de junio de 1897 cerró un pacto con el demonio, debió sentir una relativa seguridad cuando irrumpió en el Salón de Lectura del Museo Británico. Lo recibió la misma disposición de los desks de trabajo, la misma iluminación ajustada por la cúpula del techo. El atuendo de los otros es lo único  que  podría sobresaltarlo un poco, pero después de todo la forma de vestir es lo mas previsible, quizás, entre los hombres. De haber salido del salón y husmeado por el resto de las instalaciones del museo, habría confirmado su fe en el sentido común victoriano; quizás algunos nuevos objetos de la sala mexicana o de la sala egipcia habrían distraído la atención de alguien para quien la novedad era menos importante  que  el recuerdo. Un pequeño grupo de gentes, alrededor del lugar del Superintendente y su staff, con seguridad llamó su atención, también la discreta conversación del grupo —que por lo demás intrigaba a los habituales lectores, en lo  que  resultaba una actividad inusual y un tanto contra las normas del salón. En las casi cinco horas concedidas para ir al futuro y cerciorarse de su terrible inquietud, nada lo distrae; ha debido percibir el rumor de aquel tiempo distinto y agitado, después de la desoladora confirmación ha podido intentar ver la ciudad, aspirar el aire de la primavera de otro siglo, ver si las calles seguían siendo tan sucias y húmedas. Pero lo obsede una determinación, ella lo vuelve obcecado, no es un turista del tiempo, y va directo a hojear anales y enciclopedias, busca nombres y referencias en un esquematismo suicida. Busca en realidad un solo nombre, y también —es su fatal error— una manera muy particular de mención de ese nombre. Si se hubiera aventurado hasta la sección de manuscritos, sólo debía salir del salón y doblar, en el hall, a la izquierda; a su regreso no hubiera llevado sólo el sabor de la amargura. Las pequeñas vanidades hacen  que  desechemos las mil maneras del destino de fijar la memoria o procurar la inmortalidad de un hombre. Para él todo se resolvió en unas pocas horas, tal vez en un segundo, eso dura un presentimiento. Una señora de unos cincuenta años  que  esperaba para entrar al salón ese día de 1997, le dijo como en secreto a su acompañante: “He esperado treinta años por este momento”.

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Ese día mi propio acompañante y yo salimos temprano y fuimos directamente al Museo. El solemne edificio de estilo helénico parecía más a tono para una aburrida disertación sobre la democracia ateniense  que  para el singular acontecimiento desencadenado hacía cien años. Ángel Viloria había estado antes, pero en una visita breve. Fuimos directamente a la Sala de Manuscritos, la entrada a la derecha no se veía muy concurrida y más bien animaba poco con sus altos estantes de volúmenes de gran formato. No llevamos un plan previo para nuestro recorrido, pero esta elección fue clave para estar en el momento justo en el Reading Room, después de todo la intención era quedarnos unos momentos en el curso de la tarde sin mayores ritos ni rutinas. Dedicamos bastante rato a examinar el texto de Lewis Carroll colmado de primorosos dibujos, Virginia Woolf y los poetas románticos consumieron luego nuestro tiempo en la plenitud de quienes se sienten en posesión de unas horas sustraídas del convencional discurrir. En una esquina prominente se derramaba como hiedra en una piedra de Stonehenge el Mesías de Haendel, el lugar era perfecto para oírlo, aunque ver las partituras llenaba de una tensa emoción. Las canciones de Lennon y McCartney (Ticket to Ride, Yesterday), escritas en hojas de cuaderno desprendidas con poco cuidado, flanqueaban el Mesías en un discreto acuerdo. Y justo en aquel breve circuito, donde muchas cosas predilectas se acumulaban, estaba la vitrina, hubiera podido pasar por relicario, cerrando una columna se ofrecía la exposición —si así podía llamársele.

Se leían unas sílabas sin ninguna otra indicación, con una parquedad digna de todo aquello inmortal, sin otra alusión, como si aquel nombre formara parte de los haberes más conocidos de una cultura, simplemente “Enoch Soames”. En el primer momento creí  que  mi afán por aquel nombre me predisponía para hacer hallazgos puramente ilusorios. Tres o cuatro objetos componían el arreglo, como si fuera un delicado ornamento, como si se tratara de una corona fúnebre, la corona fúnebre de un hombre pobre: una edición de Fungoids (1894), un retrato al carboncillo de Soames hecho por Max Beerbohm, y lo  que  se supone era la enciclopedia de extraña grafía consultada por Soames en el Salón de lectura. La  habilidad de los empleados del Museo Británico para convertir cualquier nuevo huésped de la sala en una especie de religión de las formas hacía ver como si aquel conjunto siempre hubiera estado allí. Nada desentonaba, ni el color de la madera del pequeño arcón, ni el tipo de letra, la ubicación certera, casi mimética. La exposición permanecería hasta el 30 de agosto y estaba allí desde hacía apenas unas horas, desde esa mañana.

Pocos parecían reparar en ella, el muestrario se exponía como lo  que  era, una rareza, y casi como un acertijo para los desprevenidos. Hasta ese instante yo había tenido a Enoch Soames sólo como el título de un cuento de un poco conocido escritor inglés. Algo me confundía, o aturdía, pero las pruebas del expediente eran concluyentes: el ejemplar de Fungoids estaba abierto en el título, mostraba en la página izquierda el lugar de impresión, Nueva York, y arriba, a la derecha, el nombre del  que  alguna vez fue su propietario, escrito en tinta, “Max Beerbohm”. La siguiente estación era la Dirección de la Biblioteca Británica, nuestra solicitud de entrar fue recibida con una frase casi epigramática: “sólo se admiten miembros, como ya quedó dicho”. Pero íbamos no a cualquier tarea, sino a esperar a Soames, nuestra disposición de personas enteradas cambió el panorama y así supimos  que  la administración tenía preparada una visita para un grupo de treinta personas. El espectáculo había comenzado a andar con la proverbial previsión inglesa. Como íbamos preparados para tratar con gente razonable, obsequiamos libros a la biblioteca, dos del narrador Ednodio Quintero editados en enero por la Universidad del Zulia, la compilación Fuentes para el estudio de la Región de Perijá, de Ángel Viloria, y mi libro sobre la narrativa del petróleo. Diligentemente fuimos atendidos con la cortesía de gentes seguras de estar frente a quienes no buscan favores ni prerrogativas. El pase No. 1 fue para mí, el No. 2 para Viloria. A las 2:05 un funcionario nos guiaría desde la entrada hasta el Salón de Lectura. Mientras esperábamos, vimos cómo el número previsto se completó y fue rebasado por los solicitantes, pero nadie más podía entrar, para ellos —como para Soames— la hora fatal se había cumplido. Cerca de las 2:00 hubo un conato de agitación, los rezagados hacían un último intento por llegar al lugar de los hechos. Mi vecina de asiento apretaba un ejemplar de Seven men (1919) y miraba con agitación a quien parecía su marido, era la misma persona  que después diría haber esperado treinta años para estar presente en ese momento.

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Cuando los treinta privilegiados nos dispusimos a entrar los porteros se retiraron, y al dejar libre el paso nos sonreían, parecían satisfechos guardianes de aquel suceso único en cien años, la fortaleza era nuestra. Entramos como conquistadores en aquel recinto, significativo por muchas razones, la presente no era una de las menores. En aquel santuario, donde muchos evangelios habían sido revelados, un misterio no sólo no desentonaba, se servía del puro escenario como espacio concitador, tampoco podía ser develado desde las pruebas periciales: los libros. Todos esperábamos un suceso singular, y más allá del sentido común de una era de la razón, la curiosidad humana en su banal temeridad tiende a ignorar las consecuencias de su entrometimiento; husmear siempre será un acto irresponsable, asomarse a un incendio sin tener posibilidad de apagar el fuego es como exponerse al contacto de una chispa extintora, es también como vivir sin pasiones. Y sin embargo, allí estábamos nosotros, recién llegados, expectantes, nacidos algunos en la sexta década del siglo XX, esperando por el desenlace de un suceso iniciado en la última década del anterior. Después de todo, la ilusión permite cualquier desfachatez, y eso éramos: una ilusión, pues ese momento ya había sido, fue, ¿adelantado? para  que  un hombre saciara su amarga curiosidad, pero nadie hubiera recordado en aquel instante el precio de ese dudoso privilegio.

Hay tan poca seguridad en las acciones de los hombres, tan poca certeza en el conocimiento de su genealogía, al extremo de convertir la eficacia de esas acciones en justificación de aquellas carencias. La fuerza tranquilizadora deviene grosero solaz y remitimos todo a las cuentas del día. Así encarábamos cuanto estaba por ocurrir: desde la suficiencia y la ignorancia —ésta adquiere la forma de la curiosidad cuando el miedo se ha extinguido. Éramos turistas profanando un tiempo ajeno, pretendíamos que unas fuerzas ancestrales y tal vez ciegas se mostraran para nosotros, sólo por la autoridad de ser testigos del siglo veinte. Nos convocaba una aventura posiblemente difícil de evaluar —pero la juzgábamos—, incognoscible —pero sonreíamos atrincherados en nuestro instrumental—, trágica en un sentido cósmico —pero reducida a un anecdotario. Como niños en un jardín, como aprendices de brujo, a los cuales resulta más expedito dar con los procedimientos que enfrentar la comprensión (y el procedimiento en este caso se reducía a vivir en la era de los chips), así esperábamos aquella tarde. Alguien debía venir de otra época, cien años atrás, a trabajar durante casi cinco horas revisando índices y catálogos de historia de la literatura. Cinco horas no es poco tiempo para ubicar un nombre, y me conmueve la confianza de Soames en la persistencia del mundo del cual sale: llega en la agonía de esa forma de guardar información llamada bibliografía, y a pesar de su seguridad de que el Salón de Lectura estará en el mismo lugar, por un pequeño margen no encuentra el salón desolado, pues se mudaría el 25 de octubre a un nuevo edificio en Saint Pancras, un único cambio de sede en 140 años. Al menos en eso la posteridad fue consecuente, aunque quizás sólo para hacer patente la continuidad del orden donde discurre su fracaso

Ya adentro pareció como si el acto principal del evento hubiera transcurrido sin percatarnos, la gente se miraba a la cara y buscaba sonreír —al salir alguien diría en tono de descargo: hemos sido unos tontos. Por mi parte me dediqué a admirar aquel lugar, me recordaba un jardín, un invernadero regido por el silencio, necesario alimento de plantas adormecidas. En el primer piso de la estantería de libros alguien era entrevistado para la radio, el hombre tenía las manos extendidas y, de espaldas a la pared, dominaba el plano circular; posiblemente se trataba de un especialista dispuesto a no dejar escapar nada, el lugar era un atisbadero perfecto, desde allí se podía barrer con la mirada, radialmente, la circunferencia y su centro. Debió percibir antes que nadie la figura casi embozada, hubo una pequeña agitación y allí estaba el fantasma —ahora sí, el fantasma era él—, moviéndose como si escapara, saltó desde el segundo redondel de las mesas de catálogos y pude verlo tal y como era, se me mostró de medio perfil, casi de espaldas. El impermeable era como la única defensa, casi una capa, para ocultarlo de las miradas, intenté seguirlo desde la parte exterior del primer redondel, convencido del simulacro y en la creencia de que  el actor terminaría quitándose el atuendo y saludando a la concurrencia. Pero simplemente se desvaneció, como una aparición forzada a irrumpir su diligencia, y lo hizo en un tris, pues no ocupaba espacio alguno porque no está en conflicto con la materia.

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El sentido de todo aquello en ese momento se me escapaba —aún ahora, sólo presiento la realidad amordazada de todo el affaire—, pero tengo absoluta certeza: aquella cita se cumplió, Soames estuvo allí en el momento simultáneo encadenando dos instantes (aunque uno solo son) separados por un siglo. Ninguna conjura, ningún artilugio del tiempo controlado desde el siglo veinte podía rastrear a quien vagaba —o vaga— por un espacio sin escenario, traerlo ante nuestros ojos era potestad de las fuerzas ciegas del universo. Estaba allí porque aquel era un acto cumplido, un hecho autónomo superpuesto a nuestro orden, pues él pertenecía ya, en razón de la mediación de una potestad separada de lo humano, a otra naturaleza. Sustraído de un mundo gobernado por pasiones y vanidades, y justamente debido a ellas, era súbdito de un taumaturgo, o de un cazador. Menos aún, nuestra imprudente curiosidad podía causar o inducir la alineación de movilizadores que permitían el acto final, puramente fenoménico, quizás, de un hombre huyendo entre las sillas. La secuencia de acuerdos y situaciones previas nos era desconocida, permanecía en las sombra, como quien admira una flor emplazada en la punta de la más alta rama. Ignorábamos todo el ciclo que le había dado vida, pero adicionalmente ésta era una flor rara, pues si generaba emociones lo hacía desde una patología, desde nuestra imposibilidad de conocer no sólo la planta sino la tierra donde florecía. El futuro se asomaba al espectáculo con displicencia, con la ventaja de algunas confirmaciones, pero el espectáculo no le pertenecía, se cerraba sobre sí para sepultarse en su siglo: “El restaurante del siglo veinte” se llama el café donde se confirma el pacto entre Soames y el demonio y adonde regresa a las 7:00 p.m. a dar testimonio de su búsqueda; ese nombre no es siquiera alegórico, muestra más bien un cierto escepticismo por la centuria a vuelta de la esquina. La seguridad de los hombres del siglo XIX respecto a la continuidad de un mundo descansaba en la absoluta certeza de aquello que había sido descifrado, nunca se pensó con menos incertidumbre en los tiempos por venir. Después de todo se creaban nuevos materiales distintos del hierro y el oro o se miraba la existencia de Dios como una invención ya un poco prescindible.

Aquella tarde sirvió tan sólo para completar la gestión de alguien movido por la necesidad de constatar su gloria. Culminar su averiguación implicaba un precio (el de resumir su vida), aunque tal vez Soames no llegara a medirlo: dejar para la posteridad, como la mecha latente de una bomba, el momento de cerrar el círculo, supone que no hay otra manera de conocer el futuro sino vivirlo dos veces. Como en la frase de Wilde —para quien  Soames no era sin duda un desconocido, un aforismo suyo se dice inspirado en aquel, ambos son personajes en una caricatura colectiva de Beerbohm—: “quien vive más de una vida debe morir más de una muerte”. Aquí la verificación equivalía a dos desengaños: el primero como hombre de carne y hueso, y el segundo como fantasma. La señora que dijo haber esperado varias décadas se sintió estafada; “hemos sido unos tontos”, fue su otro alegato. Por mi parte, salí con la sensación de haber sido testigo de un protocolo legal, para mí lo invisible se insinuó en el conjunto de circunstancias que me llevaron hasta el Salón de Lectura y en cómo obraron; mi escepticismo sólo alcanzaba la burocracia de una ciudad de 8 millones de habitantes, olvido y curiosidad no tenían cabida. Pero Londres registra todo su territorio y percibe los latidos de la tradición como si fueran pulsaciones de esas estrellas lejanas vagando en el universo sin fondo. Treinta personas y la diligencia de unos funcionarios salvaban un escollo, la incredulidad pertenecía a otro territorio, el de la curiosidad o del asombro.

Siempre me he preguntado quiénes fuimos los espectadores de la desgarbada figura, y en virtud de cuál privilegio. ¿La sonrisa del funcionario aludía a la posibilidad, remota y ciertamente risible, de que hubiera estado allí? En ese caso, era una risa nerviosa, entonces. ¿La expresión de la señora y su espera de años podía tenerse como el veredicto final: fuimos unos tontos? Para mí, Soames estuvo allí y se mostró a unos pocos, yo fui uno de ellos. Se hizo visible en virtud del fervor de unos iniciados; el secreto anhelo y la convicción de algunos hicieron posible la visión, esa tarde, de un hombre viviendo ya no para él sino para otros, garantizaron la eficacia de ese retorno y fueron testigos de su extraña inmortalidad. Para ningún escéptico se abriría esa ventana, el propio Soames es un redimido, desde su remota mesa de comedor servida sólo con el vaso de ajenjo aceptó la persistencia de su mundo, de su alma inmortal y esclava. Está un paso más allá de su opresor, Beerbohm o el diablo negociante, va al futuro y es dueño de cien años en unas horas, le basta con ver, y después de esa acción banal se entrega como un aturdido jugador. Tal vez el peor error de un hombre sea someter a prueba el tiempo; al hacerlo se ignora como pieza del experimento, parte de una realidad terminal. El tiempo develado, observado en su intimidad, le devolverá sólo aquello que ha dejado de hacer, cuánto intentó y cómo fue vencido, y más le valdría no haber sabido de aquellas derrotas.

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A comienzos de 1997 una breve nota en la web recuerda el relato de Beerbohm y sólo para casi dar por sentado la imposible completación del suceso, pues el salón de lectura para esa fecha estaría mudado y reinstalado en otra calle, contra aquel pronóstico el lugar esperó por su visitante. Asimismo, para consolarlo cuando lo recibe de regreso del futuro, Beerbohm le dice cuan insuficiente puede ser el tiempo para algunos fines, y tal vez Soames sería descubierto y valorado después de más de cien años. Y esto se ha cumplido ciertamente, y muy poco tiempo después de los cien años, pues justo a partir de 1997 el nombre de Enoch Soames se ha convertido en objeto de culto, y el mundo celebra a Max Beerbohm gracias a aquel. Toda la obra de este autor refinado y colmado de talento está olvidada por el gran público, excepto esta historia. Ya no es creación de un autor, al misterio de su origen ha dado paso la indagación de su vida, han aparecido varios retratos contemporáneos y hasta una fotografía, todo solemnemente emplazado en una biografía argumentada y documentada, tal es el web site Enoch Soames: The Critical Heritage. Así la impresión de su testigo resultó cierta, el mundo supo de su existencia a partir del centenario, la segunda aparición era el comienzo de su vindicación. La trama de su ocultación habría así subestimado los recursos y la eficiencia mediática del siglo XX, también la fertilidad de una obsesión. “La expectativa de los especialista en todo el mundo ha sido enmendar los errores y convencer a los incrédulos que Soames realmente existió. Que eventualmente tendremos éxito en nuestro objetivo, ninguna duda cabe, y seguramente pronto llegará el día que podamos gritar triunfantes las palabras de Victor Plarr desde lo más alto en alabanza de Enoch Soames… (The aim of Soames scholars around the world has been to right these wrongs and to convince the unsatisfied that Soames did indeed exist. That we shall eventually succeed in our aim cannot be seriously doubted, and surely the day will soon come when we will be able to shout the triumphant words of Victor Plarr from the rooftops in praise of Enoch Soames. Thomas Wright, de: The Critical Heritage).

III

Estoy convencido del carácter aleccionador de los acontecimientos, de todo cuanto envuelve la trama de Soames, su viaje en el tiempo. No se trata de un azar armonioso, hubo un plan capaz de articular el ritmo, y todo alrededor se desplazó en torno a unos deseos, casi afirmaría la existencia de un experimento inducido a partir de una curiosidad sucesivamente hecha ansiedad y asombro. En un momento ya era imposible dar marcha atrás, pues la voracidad de saber se imponía como una enfermedad placentera. Aquí el diablo no es personaje del folclore, es una entidad planetaria y eso le da al suceso el valor de un arquetipo, su poderío no ha sido suficiente para hacerse de un mundo, un universo prestigioso, vaga entre ellos como un coleccionista rico, adquiere especies y se extasía en ellas como un comprador compulsivo. La simultaneidad del tiempo no es un atractivo menor, difundido en español por la antología de Jorge Luis Borges y Bioy Casares, “Enoch Soames” reúne la eficacia del viaje compresor y la riqueza alegórica. El afán de verificar la minúscula gloria contrae el corazón, tanto lo fáustico como lo prometeico están reducidos aquí a la caricatura humana, el desdén por la eternidad y el enfermizo solaz del presente son también inquietantes, en fin… Al parecer, al diablo tampoco le interesa el arte, quizás ni siquiera conozca su naturaleza, no tiene potestad sobre él pero puede contemplarlo y almacenarlo, seguramente, como un hombre rico y un poco filisteo. Pero la elegancia y el buen gusto no le son ajenos, algo de menosprecio hay en su conversación con Soames en el restaurante, a su víctima la considera un ser sin carácter y no tanto un escritor fracasado, lo primero lo anima a hacerle la oferta. “La voz del último hombre civilizado del mundo”, así calificó una admiradora a Max Beerbohm tras oír sus conferencias en la BBC de Londres, y nosotros al ver su autorretrato no podemos sino pensar en el contratante de Soames: pulcro, inquisidor. En todo genio bulle algo de diabólico, de la trama tenemos sólo un punto de vista, un sólo un testigo nos transmite su relación de los hechos. Pero hay más de un observador, me refiero al elenco de personalidades de aquellos años del llamado decadentismo (Rothenstein, Beardsley, Frank Harris, Oscar Wilde, Edmund Gosse, y la nómina de The Yellow Book), la presencia de Soames pudiera rastrearse en sus memories. También una fotografía de estudio, documentada y persuasiva, es prueba en un ámbito ya periodístico. Efectivamente, Beerbohm sigue a su personaje a través de la bohemia londinense hasta ese momento definitivo cuando la nostalgia de la creación se paga al precio justo. De haberse conseguido con la gloria cien años después no tendríamos noticia del pacto pues aquel escenario no convenía a Beerbohm, aquel desenlace no servía para urdir la extraordinaria historia. La confidencia sirve al cronista, ya en posesión de un dato precioso, para darle el acabado a su obra maestra: le facilita la tarea de convertir la vida real de un hombre en una invención literaria. Soames, entonces, resulta relativamente cándido al decirle la verdad a su compañero de cena, no fue lo suficientemente suspicaz, después de todo estaba entre dos diablos, pero uno no lo hubiera desmentido ante el otro.

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He organizado algunas hipótesis con el fin de examinar aquellas posibilidades donde se afirma la intencionalidad, es decir, he descartado cualquier explicación donde no esté presente una voluntad de conducir hasta sus últimas consecuencias unos eventos ciertamente ya fuera de control, donde pasado y futuro anulan el presente. A. Soames es un pseudónimo de Beerbohm, la intención es un experimento risueño, aunque de consecuencias impredecibles. B. Soames, ciertamente, hizo un pacto con el demonio, Max Beerbohm tuvo conocimiento de esto, elaboró el resto de la historia y explica de manera genial su desaparición. C. Soames se sustrae del mundo para que sus libros adquieran importancia. La persona poseedora del secreto murió en 1956, pero de todas formas nunca lo habría revelado. Beerbohm muestra al mundo la historia, expone el hecho públicamente pero a la vez lo oculta, esconde su verdadera génesis y en su énfasis está el negro telón, pues al hacerlo conocer, en una actitud no exactamente humilde, se autoexcluye como ejecutor. Lo vemos como el periodista dispuesto a rescatar unos hechos cuyo personaje central tiene también otros testigos (el dibujante Will Rothenstein se negó a hacer su retrato pues, dijo, Soames era inexistente, pero efectivamente hizo un dibujo suyo, fechado dos años después, 1894, y resulta notable pues no hay en él ningún rasgo de ironía o burla, es más bien sobrio, de discreta tensión, parece desmentir la actitud displicente de Rothenstein en el relato). Aquí cabe la única hipótesis policíaca: el asesinato explicaría la desaparición, la historia expuesta públicamente sería el encubrimiento perfecto, tal y como ocurre en La carta robada (Edgar Allan Poe); de culpas y razones, asimismo, sólo sabría el genio llamado Max Beerbohm. De todos modos, los párrafos finales parecen estar llenos de pistas, y por eso mismo tal vez hayan pasado inadvertidas. Beerbohm espera impaciente en el restaurante y cuando Soames llega sólo oye cargos de este, lo acusa de convertir su vida real en imaginaria, primero lo llama asno cuando Beerbohm lo insta a huir del diablo, a esconderse (“que triste pasar los últimos instantes de mi vida con un asno”), luego dice: “con un asno pérfido”. La perfidia consiste en haber hecho que un suceso verdadero parezca imaginario, “haz saber al mundo que existí”, le suplica, cuando se aleja empujado por el diablo.

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Enoch Soames en 1895, dibujado por William Rothenstein

La vanidad lo lleva a retener la crónica de Soames, que no es un caso de vanidad sino de felicidad, pues es diferente querer vivir su día, ser testigo de su propia gloria que desear la fama inmortal. Es así como el valor del pacto estriba en hacer coincidir dos momentos separados por cien años. No se trata de verificar el destino de una obra, de conocer aquello dicho por la posteridad de tres libros de un autor poco dado a la benevolencia con sus contemporáneos y aún hosco con la tradición. La felicidad consiste, pues, en contemplar el atardecer desde el campo abierto, en disponer de una compensación en términos inmediatos, en sentir, como lo dice el propio Soames, pues los muertos, muertos están. La vanidad del cronista surge del deseo de probar los poderes de la comprensión y de la invención. Aquél necesita mostrar cómo quien mira es el que tiene el control, y la versión de esa mirada se convierte en la definitiva realidad, pues ella anula y modifica. Así crea y funda desde un segundo origen, el cual sólo es posible mediante la sutil transformación del primero, desde su manipulación; no se trata de negarlo sino de reducirlo, banalizarlo, hacer de él un momento menor en virtud del poderío— y la libertad— del taumaturgo.

©Miguel Ángel Campos 

Rapsodas y sociedad de consumo

Miguel Ángel Campos (@mcampostorres)

Canciones portada

El sistema colonial educativo no es cuestionado desde la escritura, la dimensión oral de la poesía cabrá eventualmente en el canon escrito cuando Linton Kwesi Jhonson es publicado por Penguin Book en su colección distintiva.

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Cuando Arnaldo Valero elige la expresión de una cultura hecha objeto, está encarando un horizonte aluvional donde  ya no es posible distinguir entre el tiempo de acción y susmovilizadores. Canciones de fuego negro (del reggae a la poseía dub) es así una exploración etnológica con un fuerte acento en la simbolización política, y esto podría significar la parcialización de unos intereses hacia la pura biografía de clase. El punto de partida es un género musical impregnado de insumos clasistas, sus orígenes permanecen atados al desarrollo de grupos sociales postcoloniales y su inserción en un modelo uniformador. Visto así, esto pudiera poner los contenidos de un discurso en una perspectiva avasalladora, como en un programa social y de resistencia ordinario. Y sin embargo, lo aluvional registra el proceso en su densidad clánica, de adquisición e integración de todo cuanto consagra unos hábitos, y en esa medida habrá así más intercambio que militancia.

Un fondo de herencias tensas es la real perspectiva que podría explicar el sentido y la acción de un arte determinado en un primer momento por la necesidad de reivindicar una tradición sometida. Pero tras esta constatación, cuanto viene después arraiga en otras necesidades: la construcción de unas prácticas de simbolización. Quizás esta sea la convicción central del autor, sabe que está tratando con un sustrato, no con un programa; si los movimientos de liberación africanos no dejan sino repúblicas, lo que ocurre en el Caribe es distinto. Aquí la emergencia de comunidades colonizadas ya no se dirime solo en la exigencia de libertad y autodeterminación, lo que vemos en ese horizonte es el ascenso y verificación de modelos culturales generando instituciones, arte y pensamiento a partir de procesos cumplidos, generando sus paradigmas simbólicos.

En el Caribe de la poesía dub y el reggae asistimos a la reacción de sociedades que han hecho de la resistencia la fecundación de un conflicto de opresión y poder conciliando con los elementos de la dominación; sin rudas iconoclastias ni etnocentrismo santificador, apropiándose de lo secretado en un acto natural de asimilación de la herencia común. El tiempo de la violencia ya no será consumido en una escueta razzia de barricadas y prisiones, pronto se hace evidente que quienes marchan a la metrópoli no son unos parias sin identidad. Atrás hay toda una biografía, hábitos y una estética, todo eso perfilado en el capítulo inicial del libro, se da cuenta de los elementos de un sumario, desde los autores sustentadores (Dawes, Brathwaite), hasta las filiaciones del canon culto de Occidente. El reggae se nos presenta como una ola sintetizadora y en ella bullen muchos estilos: desde una valoración del sexo hasta la compleja elaboración de las oralidades. Ya no podrá ser un canto plañidero, la frase magnificada que se muestra para impresionar, esos efectos corresponden a las demandas de la cofradía. Raíces, nacionalidad y aspiración civil se funden ahora en la exigencia del autoreconocimiento, y no de la queja.

Como queda dicho, “el paradigma colonial del sujeto marginado tratando de dirigirse al centro” es así finalmente superado. El llamado lenguaje-nación es esgrimido como un instrumento que no requiere ser purificado —como ocurre en el rechazo de los Panteras negras—, es un inglés tamizado “como un aullido”, viento, tormenta, ola; es la apelación al aliento y a la “inmanencia del poder”. En un primer momento la pobreza habrá querrá encontrar su frente de redención fuera de la reivindicación del consumo y al margen de la alienación material de la tecnología, pero condicionada por todo esto. Lo inmanente no admite cortes ni fases, es un continuo de legados depurándose en el tráfago de la novedad. Es útil la resignificación de la palabra houseled que Valero examina con la intención de mostrar cómo el desamparo es una condición espiritual, y en esa servidumbre de la pobreza mucho hay de nostalgia de lo sagrado. Un mundo ha sido retenido desde la tradición de la comunicación oral, pero aquí es justo reparar que esa acción trasciende la comunicación, es susceptible de fijar mitos y ordenar procedimientos: ritos y ensalmos. En una fase avanzada la palabra escrita no será opuesta a la tradición oral, ambas deberán conciliar en la experiencia del sujeto que no sobrestima una identidad originaria pues entiende ese origen como una permanente fundación. El lenguaje se desprende de su condena utilitaria y deviene especie de relicario, continente de flujos dinámicos donde se preserva lo raigal, y contra la banalidad de la palabra sin referente, vacía.

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La poesía anidará así fuera de otros formatos y expresiones, ella no es un lenguaje sino una energía de conservación. En esa arqueología se anota y suma un momento casi ancestral, hay reverencia en el recuerdo de Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, pero sobre todo Valero desea deslindar. Ha podido prestigiar esa herencia desde obras como Casa grande y senzala (Gilberto Freire) o El régimen de la encomienda en Venezuela (Eduardo Arcila Faría), ambos crónica de la plantación, por ejemplo, pero en este caso opta por la emoción. Del libro de Fernando Ortiz dice que “estaría entre los pioneros de un sistema axiológico definitivamente centrado en lo que es la experiencia antillana de la palabra poética”. Consigna también las fuentes del libro, no sólo la actualización es un aporte notable, sino el diálogo con la corriente anglosajona de la caribeñidad. Se trata de un etnólogo menos interesado en ajustar las bases de una estructura de producción que en identificar los rasgos de una cultura en la ruta de sus creaciones simbólicas. Invitado a “La fiesta de la tradición”, toma de posesión de Rómulo Gallegos (1948), Ortiz dará unas breves declaraciones donde afirma ese contínuum hacia la aparición de formas ya no mestizas sino constitutivas, de la unidad de unas prácticas donde ha cesado la estelaridad de los criollismos y otras ascendencias locales. Se referirá a la “Habana artificial de bongó y maraca” como muestra de valoraciones descriptivas que desembocan en identidades de salón.

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Rómulo Gallegos

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Quizás Ortiz procuró entender el modelo de enclave apelando a una teoría de la plantación nutrida de insumos de usos, y en esa medida sabía que no debía sobrevalorar instituciones hispanistas del señorío, como la encomienda. El propio Liscano hace aportes teóricos no desdeñables en esos años, él entiende las expresiones de cultos religiosos en el Caribe no como sobrevivencias africanas, sino como “verdaderos núcleos germinales de nuevas religiones” —desde los ritos de santería hasta la secta del Father divine. Autonomía y organicidad como hipótesis siempre da buenos resultados y combate la exaltación de rasgos y suma de atributos patrimonio de grupo. Detrás de esta idea suya está la consideración del folclore como restos de un magma viviente que conducía la vida social, eso lo lleva a afirmar sin apremios una función de los usos no utilitarios: “Por ello todo lo que mestiza el negro, renace y se rehace orgánico, y ostenta el signo un poco agrio y confuso de lo recién creado”. Aunque no lo pretenda, Canciones de fuego negro reivindica esta clase de estudios donde se supera la separación entre herramientas de la expresión y la concreción social de la dominación. Esto permite atender un flujo saturador como la oralidad, aquí ya no es una categoría opuesta a la escritura, se la articula como un condicionador de esta y la relación se resuelve como en un proceso de transformación donde ambas tienen un estatuto. La escritura como signo distintivo de la cultura ilustrada es impactada por las necesidades naturales del lenguaje de brecha y apertura, la voz que irrumpe, no que clama, trae su propio inventario para compartirlo y prolongarlo en la hibridación del consumo de masas.

Situada previamente en la literatura, y en trabajos anteriores del autor, en ella la oralidad ha distinguido sus adquisiciones y allí ya no es posible separar lengua, instrumental y universo, Valero encaja una cita de un estudio sobre la novela del Caribe anglófono que parece ilustrar bien los efectos de una remodelación de esa oralidad en exitoso intercambio con la escritura: “Lo que estamos viendo en la novela del Caribe, y en la poesía caribeña más reciente, es la asimilación de propiedades lingüísticas que han sido largamente establecidas en los usos orales de la gente”. Pero la mixtura de los rapsodas insurgiendo desde su condición de parias requerirá algo más que oralidades tutelares para avanzar una tarea de configuración, y esto parece haberlo entendido muy bien un autor como Naipaul.

En un rastreo de las formas líricas podría avanzarse desde el formato del dj hasta las retóricas elaboradas de la oralidad. Ese operador del sound system se hace a sí mismo arengando a la multitud y orientando el gusto, pero sobre todo democratizando un discurso donde aún no han aparecido ni la crítica ni las apropiaciones políticas de identidad, esto último parece un acto lánguido al lado del vigor del fenómeno melosociático. El sistema colonial educativo no es cuestionado desde la escritura, la dimensión oral de la poesía cabrá eventualmente en el canon escrito cuando Linton Kwesi Jhonson es publicado por Penguin Book en su colección distintiva. En suma, el Caribe representado en Canciones de fuego negro no es un mundo de resistencias culturales, menos todavía de aculturaciones donde un imaginario entra a saco y otro es desalojado. No se está estudiando un modelo de producción, sino de reproducción. Se trata de un hecho cumplido y en él las misturas ancestrales de lo vivo y lo apagado se levantan triunfantes en la afirmación de un mundo obligado a justificar su propia contemporaneidad. Que un mecanismo como la oralidad, lenguaje impregnado de ecos cósmicos, esté en el principio de ese intercambio, es determinante en la aparición de los paradigmas e instituciones que serán modelados. El rechazo del aparato escolar, expresión de un sistema educativo grafocéntrico parece solo una reacción instintiva (“Si yo fuera educado sería un maldito imbécil”, Bob Marley). Y sin embargo aquella educación resulta una carencia no un mal aleccionamiento, toda disidencia requiere de ilustración, todo momento presente solo puede ser comprendido desde un diagnóstico del pasado no solo como memoria ancestral, sino en tanto momentos de identidad civil. África renace en el Caribe, y contra la aspiración del regreso a la tierra de origen. En la era mecánica y en medio de los flujos de la cultura de masas la emancipación se hace desde otros legados distintos a los clasistas, la conciencia de país que pueda alentar en esos movimientos toma de la cultura planetaria sus bondades, usa sus productos para acorazar los objetos salidos de una latencia —esa simbiosis donde lo simbólico se hace funcional: “…el reggae es el resultado del encuentro insular entre los grandes mitos del imaginario antillano con la enardecida palabra de un griot postcolonial en pleno apogeo de la era de reproductividad mecánica y el rock and roll”. Y pareciera que así queda todo dicho.

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Linton Kwesi Jhonson

Pero en contraste con una cultura desvanecida, arqueológica, el black soul jamaiquino de hoy quizás ofrezca más de lo que puede dar, como dice W. Benjamin de la imagen (demagógica por naturaleza), y refiriéndose a la fotografía. Los taínos fueron diezmados pero no exterminados, en su segundo viaje Colón trajo un fraile catalán a quién encargó la suma y descripción de aquellos indios. Casi 500 años después José Juan Arrom se dispuso a revelarle al mundo, desde una lógica cartesiana pero colmada de devoción, la existencia de una civilización donde cada imagen suponía la liberación de un objeto, de una emoción, su referente, y cada sonido era una arista del universo. Armado sólo con la crónica del fraile Ramón Pané (Relación acerca de la antigüedad de los indios), Arrom interrogó una vastedad de objetos forjados en piedra, madera, barro, mármol, conchas marinas, ató el documento inaugural con aquellas representaciones y tuvo así el Génesis y el devenir de los taínos: cosmogonía, teogonía, mitos y misticismo. Cuanta elocuencia puede haber en la mudez y la brevedad de lo desvanecido, cuanta angustiosa expectación en aquello que pugna y abruma.        

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 La escuela suele ser el vínculo accional entre el individuo disidente y las instituciones, desde allí éste se apropia de las claves de una tradición. En ella asiste a un culto de modelación, sabrá cómo opera, pero al desconocerlo no escapa de él. La poesía dub se asume desterrada de la vanguardia, no participa del estatuto académico de la literatura, pero reivindica unos tutores que a allá pertenecen (Aimé Césaire, Fanon), está hecha de denuncia que no es queja, pues el sujeto ya obra en un medio donde ha asumido la libertad como un riesgo, deber de los emancipados. Los días del adolescente Linton Kwesi Johnson con su madre en Londres pueden verse sin mayor infidelidad en una película como To sir with love: una zona empobrecida de la ciudad y un colegio de parias, estos dispuestos a linchar no al negro sino a la imagen del statuo quo. El maestro viene justamente de una excolonia británica, lejos de toda imposición él sólo quiere llevar a aquellos olvidados un poco de esa redención contenida en los bienes de la democracia y la sociedad del conocimiento. Pero al insistir en la individualidad, una forma de la culpa, y de espaldas al resentimiento del grupo, no de su réclame, se hace doble reo, del racismo de aquellos pobres y a vez encarna la representación del orden dominante: la escuela. El resto se resuelve en la generosa mediación de la legalidad y la cultura de masas. En esa saga es previsible que “haya mucho de la retórica y atmósfera apocalíptica cuando el asunto referido es el ajuste de cuentas con las fuerzas del orden británico”, según acuerda el mismo Valero.

La experiencia de la subalternidad y el subdesarrollo engendra una manera aprensiva de relacionarse con la cultura y el poder, y es al menos una razón para fundar sus propios instrumentos discursivos y expresivos —en este caso, la primera escaramuza es con un sistema literario. Ponerse de espaldas a ese “logocentrismo occidental” supondrá una práctica ya no de negación sino de articulación de la novedad, disminuyendo el ruido de su justificación, y en cambio persuasora, democratizadora en el escenario de una antropología menos celosa de identidades ancestrales. La poesía, como totalización que rebase las posibilidades aisladas de cada lenguaje, deberá ser una primera afirmación en un territorio de perpetuas fundaciones —tainos, caribes, africanos, británicos, españoles. Valero insiste que en ninguna otra parte como en el Caribe una cierta racionalidad, “el lado oscuro de la lógica socrática”, haya sido tan destructivo. Aquello que sea lo destruido tiene su equivalente en las formas de una identidad rotunda, salida no tanto de lo perdido como de una manera de enfrentar la nostalgia, y el movimiento jamaiquino lo es, pero cómo se entenderá con aquella nostalgia. Este recordatorio suyo me obliga a reparar en la circunstancia editorial de este libro. Premiado en la séptima edición del concurso de ensayo “Mariano Picón Salas”, cumple a cabalidad con un tópico y las expectativas de ese y otros concursos en un tiempo donde en Venezuela parece haber un catálogo políticamente correcto de ítems intelectuales. Es posible ordenar una lista de esos intereses (la pobrecía, las culturas periféricas, sagas de héroes populares) y quien los acometa se asegurará el éxito. Y no es que ese tiempo de ignominia posea unos antecesores o un ideario ilustrado, no pretendo, por ejemplo, que libros como Hacia la democracia de Carlos Irazábal, o su menos admirable Venezuela esclava y feudal, la historia socio-agraria de Brito Figueroa, o los pretenciosos tomos sobre ideología y petróleo de la intellingenzia del partido Ruptura, pueda invocarse como genealogía intelectual del chavismo. Sería un agravio a cuanto de ordenadora formalidad pueda haber en aquellos discursos y al pensamiento mismo. El chavismo, lo que esto sea, no es una ideología ni mucho menos un programa social, es una pulsión de pragmatismo cuyo fondo es lo más tenebroso de nuestro igualitarismo, y hasta esa filiación instintiva, diría, es oportunismo puro. Pero siempre ha habido un dossier canónico que privilegia y hasta magnifica los episodios de una cultura (clasifica, autoriza, entroniza, forja), y en tiempos de euforia colectiva y demagogia al pensamiento no le resulta fácil sustraerse del espectáculo del día. El Caribe martirizado y la épica de la oralidad que contrasta la escritura de la sociedad del conocimiento, la racionalidad cartesiana, tutora de un mundo de industria y liberalismo, al que se oponen contracultura y gritos libertarios: no son elecciones casuales ni naturales al momento de una heurística de las ciencias sociales.

Premio MPS Celarg

Temerario sería negar la ascendencia de una forma de dominación, pero sean “lógicas socráticas” o platónicas, en la medida que se insiste en su autonomía se construye una explicación metafísica irresoluble. La determinación intelectual deberá apaciguar o reanimar, en una tarea de dosificación de las emociones, también de actualización: el catálogo de la diversidad. Ser vs. devenir en una tensión reconfigurante, y no tanto antagónica, como pudiera temerse. No hay lógicas del poder, estas siempre son justificaciones temporales, forenses, simplemente hay razones del poder; si lógica y silogismos son capaces de construir una larga civilización eso demostraría, en todo caso, alcance y poder de una conciliación. Ese “devenir” está mostrando de manera continua sus objetos, estos quedan ensamblados en un imaginario planetario, lo que sea un pensamiento hegemónico habrá adquirido su identidad desde genealogía locales. El ser, pues, en cuanto ontología autárquica, cósmicamente confiscado, ya no podrá invocarse para consagrar ni cultura ni identidad, como pretende Guy de Bosschere. No hay un “imaginario alternativo”, solo alternancias de las razones del poder. Hay, sí, una crónica previa a la emergencia de las estéticas como razón, se sostiene al lado de la biografía pública del continente, la manera como se integra a una identidad que será reclamada por los sectores subordinados impondrá en el análisis la preeminencia de las consagraciones simbólicas por encima de la vida del Estado y el acuerdo político. 

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Que el reggae en sus orígenes esté atado a una experiencia de sufrimiento (en su etimología, raído, tosco, prostituta) solo lo iguala a una épica de denuncia bastante común en otros contextos. Ostenta la pobreza desde la rabia, pero no hay en ese rechinar de dientes nada de fundamentalismo, pero sí la necesidad de crear y prosperar mediante la apropiación de un legado: desde la oralidad hasta las toscas tecnologías, éstas son un aliento cosificado pero real. La escueta arquitectura del sound system evidencia la fecundidad de una alianza: la voz que no encuentra sosiego y los medios son solo una apelación óptima a los recursos del día —aunque la devoción de bajo y percusión fijen un eco que remonta unas raíces. “La cultura está en el cuerpo”, escribe Valero como si no fuera suficiente un dato concomitante: la emancipación y fin de la tutela colonial que llega en forma de república. Deberá estar más allá para entendérselas con la necesidad de situar ese cuerpo, de ampararlo en el trance de toda transacción civil.

La música callejera, de convocatoria tribal, como los open de estos días en Maracaibo —fiestas abiertas, sin invitación, dispuestas en los barrios marginales, suelen terminar en trifulcas homicidas—, congrega a la gente en asambleas donde nada se discute. Pero también encontramos otra convocatoria, distinta del hedonismo casual, al margen de las tensiones corporales, es el género denominado groundations, conversación entre marginados, fuera de urgencias y en plan de examen de su condición. Espíritu y energía de esta congregación son retenidos por las bandas musicales en sus conciertos en una expectativa de “campo de fuerza” y en la exigencia de público y audiencia como actores del mensaje. Nada parece menos consustancial a las exigencias de la política de partidos y la burocracia que la fecunda vanguardia que emerge desde y contra la cultura de masas. Pero pronto muestra sus carencias, ausencia de una genealogía de pensadores en sus demandas y visión del poder, y luego de la violencia canalizadora. En 1966 ellos consagran una figura reverencial, y esta resulta casi un tótem, mucho de candidez y anacronismo hay en la elección del emperador Halie Selassie como representación de un programa. Si los rastafari probaban estar un paso más allá del animismo (así los panteras negras de los mau mau matan invocando la naturaleza), sí podían hacer hablar a los monos en réclame no exento de parodia (The Monkey, 1957), en cambio no estaban preparados para entender que el África negra seguía engendrando dioses caníbales —herencia o secuela colonial, el dato sería poco relevante. Las simpatías por Robert Mugabe, en cambio, podrían tener otra explicación, políticamente correcta, pero inmediatista y cargada de simplismo en comparación con el influjo de donde vienen quienes las expresan. Mugabe, un carnicero, y más parecido a un Mussolini santero que a un caudillo moderno, sería la expresión más opuesta del paradigma de autonomía y justicia que estaba en marcha en el Caribe, y que además fluía desde el reconocimiento de fuerzas espirituales ajenas a personalismos y fetichismos.

Estaríamos en presencia de una fecundidad acrítica, del resurgimiento de unas estructuras culturales sin una ascendencia moral respecto al modelo político, y por tanto desamparadas. Sin distancia intelectual ante la modernidad, y quizás prisioneros de una autarquía que sobrevaloraba unas raíces, forma instintiva del buen salvaje. En otro lugar (Nación y transculturación, 2002) Valero ha descrito los hallazgos de Fernando Ortiz que concluyen en su obra de explicación sintética, allí valora justamente su elaboración de la idea de transculturación. La resemantización del concepto supone romper con su carga negativa, propia de la etnología purista, ahora estamos en presencia de fusión y arraigo, pérdidas y adquisiciones, y esto no ocurre, contra la prédica, afiliándose a “una antropología deslastrada de una óptica eurocentrista”. Se ha insistido un poco alegremente en la conquista de la alteridad como logro moral de una ética colectiva de los grupos postcoloniales, como si tal expectativa fuera ajena a Occidente y exclusiva de las llamadas culturas de la resistencia. Es un error de perspectiva que ya advirtió Montaigne, él habla de la humanidad como un hacer sentado pero no inmóvil, “que tiene el culo entre dos sillas”.

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El culto de lo vital que impregna el reconocimiento que los programas contraculturales hacen de la naturaleza puede verse siempre como una forma de animismo. Pero políticamente, y casi como programa, ya esto lo conseguimos en Rousseau, en su exaltación del buen salvaje, el hombre bueno por naturaleza que la sociedad hace malo. Me atrevería a decir que hay en Rousseau una alteridad extremista que no solo cobija un discurso arcádico, también una condena de la cultura. Solo hasta el positivismo sería lícito hablar de antropologías etnocéntricas, de ahí para acá la idea de progreso, asociada a una visión del mundo, entra en crisis, y en consecuencia su logos y toda su teleología. Queda, pues, solo la perspectiva intelectual, esta no admite sino argumentos y silogismos, entenderlo de otra manera es lo que autoriza no solo la intolerancia sino las matanzas. Interesa, creo, el vínculo emocional de Valero con Ortiz pues éste representa en su plena utilidad el poder de la comprensión desde insumos debatidos y aplicados a una valoración de la plantación. La plantación es el modelo orgánico desde donde el movimiento jamaiquino se representa el horizonte de la dominación. Ortiz va desde los juicios socio-sanitarios (en sus trabajos “Los negros brujos”, “Los negros esclavos”) hasta una clara aceptación de la regulación, y diría incluso secularización, que produce instituciones democráticas. “De la confusión a la transculturización”, dice del mecanismo de aprensión de Ortiz, y es un flujo de relacionamiento y depuración aplicable a lo que el propio Valero hace en su libro. La epifanía de lo oral, de todas esas culturas salidas de un estrechamiento y embate con los paradigmas occidentales no sería posible, digamos, sin el gran catalizador que es la cultura de masas y la sociedad de consumo. “Toda palabra fue alguna vez un neologismo”, dice Borges, también podríamos sugerir que toda cultura fue en su momento utilitario ruido y confusión, sólo pragmatismo salvador en medio de las urgencias del día, luego vienen el pensamiento y el arte codificadores. Si el tramado sincrético de las religiones del Caribe encuentra en los modos de producción de tabaco y azúcar, por ejemplo, un nicho de figuración y amparo, reggae y poesía dub ya no pueden reivindicar la negritud como una condición para mostrarse en una interlocución donde lo étnico ya ha perdido su carga tribal.

Desaparecidas las purezas y transformado el griot en gestor de oportunidades, estas expresiones son el fruto de una contaminación, suma de residuos y elecciones pragmáticas,  entonces la apelación a los dioses, a lo sagrado solo puede llevar a aquellas simpatías sórdidas: Selassie, Mugabe. Así como las religiones sincréticas del Caribe, y quiero ser consecuente con Liscano en esa adjetivación, se fecundan desde un público, el del catolicismo, los géneros rítmicos y orales de hoy no serían posibles sin la cultura de masas y la sociedad de consumo. “¿Qué es el Negro, sino en primer lugar un ser colectivo?”, se pregunta y se responde Guy de Bosschere (De la tradición oral a la literatura, 1973) en una sanción sumaria. Irá más lejos todavía, se dirigirá a la naturaleza en la necesidad de buscarle al totalitario colectivo un universo cerrado, exclusivo, vinculando así una etnia con los ritmos del universo. “El hombre negro es efectivamente tributario de la naturaleza como ningún otro”. Son etnologías de lo primordial que ya ha dejado de serlo, derivan así hacia formas de intolerancia donde se puede prescindir de la política para medir al otro, en su opúsculo G. de Bosschere asegura que la palabra cultura ya debe dejar de usarse para referirse al hacer africano, pues quedó limitada a una significación, la europea. “De la dificultad de corresponder”, así titula unas primeras líneas para dejar sentado que el hombre blanco occidental está imposibilitado de “ser sensible más que a su propia coherencia, es impermeable a toda comprobación de la diferencia”. Pareciera que en este punto ya es imposible todo diálogo que no sea la exposición de una culpa, respondida del otro lado con una sentencia.

Guy de Bosshere1

Encantado o encantador, ese hombre estaría sobredeterminado por esa relación y su cultura sería lo secretado en una continuidad sin lugar para el momento individual, una recreación permanente del illo tempore de mitos, génesis y magia en la unidad promiscua de toda aglomeración. La función de la oralidad sería informar de un mundo autosuficiente, circular, en éste el hombre reproduce un ritmo de necesidades abastecidas y en un orden de seguridad psíquica: cree saber quién es. La palabra escrita corresponde no tanto a la duda como a la emergencia de la soledad. La crisis de lo temporal adviene como una conciencia aferrando el tremendo hallazgo del albedrío. Queda claro: la emergencia de los géneros del Caribe tiene detrás una apelación inmediata, y es cierta africanidad asumida desde la liberación de las colonias. Y es sólo eso, una apelación política. Me detengo en el capítulo “Saber y poder del reggae”, allí nos tropezamos con una historia de familia que permite iluminar un largo trecho de haberes y actores. Conseguimos un negrero, miembro del Salón de la Fama de la música Gospel. John Newton resulta como un eslabón que fija la genealogía de la oralidad en una tradición religiosa casi ortodoxa. El traficante descubre la necesidad de santificar su saga y dotarla de un breviario: spirituals, himnos, invocaciones de las maneras del bien, salen de sus manos y del tráfago de su comercio, la esclavitud no era un crimen, se trataba de la evangelización y la ejecutaba la confesión ilustrada por excelencia, el cristianismo. El Antiguo Testamento debía ser la fuente del nacimiento de un culto donde el tejido civil se saturaba de las prácticas de una convivencia, en ella los antagonismos cesaban en la lenta conciliación de animismo y ortodoxia católica, oralidad y escritura.

John Newton

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Valero encarece estos rasgos, y tras una comparatística de usos y ética nos dice que “así como muchas canciones emblemáticas y discos completos de reggae están inspirados en pasajes bíblicos, la poesía del Antiguo Testamento también ha concedido un modelo lírico a figuras como Bob Marley, Peter Tosh, The Abyssynians…”  En este punto ya no hablamos de sincretismo, sino de integración de los tipos de una cultura (la del opresor, en este caso) a la estética de una revuelta, donde el orden colonial se revierte desde una remodelación, termina habiendo más resemantización que fundación. La emancipación se dirime en un escenario cultural de apropiaciones y reivindicaciones, y en un tiempo de intercambio y alto impacto de los productos de la sociedad industrial. Atrás quedan para siempre los atavismos de movimientos milenaristas (Antonio El Consejero, Cruz parlante de Quintana Roo), las autarquías de repliegue (El Paraguay del Doctor Francia). Cuando esta tentación emerge en el Caribe, en la expresión de energías animistas y escatológicas (bewardismo), la estructura societaria ya ha absorbido suficientes elementos de la ideología del progreso como para darle crédito político, y así su propulsor termina encerrado en una casa de alienados.

Este libro, su decido afán convocacional, tiene la virtud de dejar oír el fondo de su espectáculo, no se limita a describir el ascenso de un género traspasado de etnicidad, y justamente por esa amplitud se ve obligado a dar testimonio del aluvión transportador. De otra manera esta valoración pudiera terminar siendo aislada arqueología, culto a lo distintivo de la contracultura en un afán de exaltación de lo particular étnico, sin alcance explicativo, un poco aquella actitud de André Breton ante las rarezas de la naturaleza, ilustrada por la exigencia de Caillois de abrir con una navaja los frijoles saltarines. La variedad de conceptos, términos y categorías fijadas a lo largo de la indagación son la necesidad natural de reusar y nombrar desde la novedad de la apropiación, pero son el reconocimiento de un instrumental probadamente eficiente: desde la antropología cultural hasta los mass media. El término grounation, por ejemplo, es elocuente en su apelación a lo diverso y el intercambio de estilos y genealogías, asimilación y raptos, congregación. La identificación que hace Valero del concepto pensamiento del rastro (Glisant) como momento de una racionalidad de la otredad, permite observar las fuerzas del espectáculo abierto orbitando lo particular y así modelarlo, ya no como injerencia o imposición, pues no hay contaminación y ha cesado la encriptación que hace de una cultura un santo grial. “El pensamiento del rastro es intuitivo, algo frágil si se compara con el tipo de racionalidad propio del mundo occidental moderno, pero está en sintonía con la dimensión errática de lo real, con su imprevisibilidad”. Este “rastro” es verificable desde un lenguaje democrático por naturaleza, étnicamente ecuménico, la oralidad; habría que reparar en como el lugar del discurso está atado a la forma, el recurso expresivo en su dimensión material. Las culturas de la escritura secretan unas instituciones donde los individuos están mediados, se hacen representar en la eficacia y el prestigio de lo intelectual. Retienen un canon verificable, ya no es posible incurrir en anacronismos, el pensamiento escrito se organiza desde la vanguardia: la heterodoxia cuajada en una cronología, diríamos. Y aun cuando los organizadores de ese pensamiento puedan ser invocados, ellos parecen hablar para un debate localizado en la metrópoli y la academia, no llegan a constituirse en insumo de la rebelión, desde un militante abierto como Frantz Fanon hasta un rapsoda como Aimé Césaire.

Deplacement du premier ministre aux Antilles, visite de la Martinique
Aimé Césaire

Queda claro que el lugar de enunciación sofoca el resto de la argumentación, pero sobre todo el reclamo se hunde en una sobrevaloración de su propia condición —en un tiempo de interlocución planetaria esto sería un inconveniente, tanto para la promoción de una causa como para el examen de sus razones. El propio Valero parece dudar de esta suerte de enunciación territorial y se pregunta por la contemporaneidad de unos objetos. “¿Cómo es posible que en el año 1973 se tenga como interlocutor al esclavista?”, se está refiriendo a una letra del mismísimo Bob Marley, Slave Driver (en esos años Marley es objeto de al menos un atentado importante, el odio de clases ha dado paso al crimen de familia, pero el rapsoda no se ha dado cuenta).* Intenta explicarse este desfase y lo signa como lenguaje figurado, metáfora o simplemente onomatopeya del látigo; en la imposibilidad de justificar el lapsus concluye aceptando que se trata de los alcances de “una oralidad primaria”. Marley, dominado por “la lógica de la plantación”, ha expresado en un contenido congelado el conflicto en su sentido inercial. Junto a esa oralidad primaria convive, ciertamente, una descripción inocua, alejada de toda posibilidad de convertirse en categorías de relacionamiento desde donde pueda ser desmontado el discurso de fondo que subyace en el orden de plantación y mayoral. Se exilia así a las ciencias sociales en beneficio de la comunicación y la difusión del mensaje. Y sin embargo persiste una teoría del colonialismo como explicación del atraso y la opresión, empalmaría con la del imperialismo en la era industrial, le seguiría la globalización y así hasta el infinito. Culto y magnificación de un medio (la oralidad), insistencia en nombrar desde una imágenes puras, aunque más bien simplistas, rechazar la mediación de algunos mecanismos de la sociedad del conocimiento, en una perspectiva de interrogación y confrontación con la cultura de masas y la sociedad de consumo, tal disposición aparece como un blindaje dudoso. En los hechos, el avance y consolidación del movimiento musical jamaiquino discurría desde la mixtura de una herencia donde ya no es posible separar elementos originarios ni prácticas étnicas de lo adquirido en el tráfago de la conformación como sociedad postcolonial. Sincretismo religioso y hábitos residuales, reivindicación de imaginario tribal y nostalgias metropolitanas se confunden en las aspiraciones de una comunidad que alcanza su máxima representación en la fusión instintiva de tradiciones y usos. Reggae y poesía dub son así el manifiesto de emancipación no ya de un pueblo oprimido sino de una cultura de tránsito entre una tradición vital y al sociedad de consumo.

 Bob Marley

*El Man Booker Prize, 2015, importante premio de novela británico, fue otorgado a Marlon James, autor jamaiquino, por Brief history of seven killings, el libro está dedicado en buena parte al intento de asesinato de Marley el 3 de diciembre de 1976. Según señala la nota, se desmonta la cacofonía de la implicación de la CIA, por lo demás se la promociona como una novela del melodrama, y el feliz premiado reconoce en un escritor victoriano (Dickens) su ascendencia.

Fuentes:

Canciones de fuego negro (Del reggae a la poesía dub). Arnaldo Valero. Celarg, 2015. 222 págs., Caracas.

Nación y transculturización. Arnaldo Valero. Asociación de profesores de la Universidad de los Andes, 2002. 46 págs., Mérida.

De la tradición oral a la literatura. Guy de Bosschere. Rodolfo Alonso Editor, 1973. 64 págs., Buenos Aires.

Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar. Fernando Ortiz. Biblioteca Ayacucho, 1978. 230 págs., Caracas.

Cultura y folclore. Juan Liscano. Editorial Ávila Gráfica, S. A., 1950. 266 pags., Caracas.

Mitología y artes prehispánicas de las Antillas. José Juan Arrom. Siglo Veintiuno Editores, 1975. 191 págs., México.

©Miguel Ángel Campos       

Marzo 27, 2016 

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Entrevista


Rodrigo Fresán: ser argentino es una forma de estar lejos

Por Gregory Zambrano (@gregoryzam)

Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) se pasea entre el mundo de las novelas y los cuentos, el de los artículos periodísticos y las ciudades. Viaja constantemente, aunque confiesa que prefiere estar en Barcelona, reposado, escribiendo sus ficciones. Lo vimos en Tokio, donde tuvo lugar este diálogo informal en el que comenzamos por preguntarle sobre el origen de una de sus novelas más emblemáticas, Jardines de Kensington…

En una cafetería de Jimbocho. Foto: Gregory Zambrano
En una cafetería de Jimbocho.
Foto: Gregory Zambrano

Rodrigo Fresán: Hay escritores que se obsesionan con lo que más saben, a mí me pasa lo contrario, que me voy obsesionando en la medida en que voy escribiendo. En el caso de Jardines de Kensington, es una novela que no tenía entre mis planes. En mi infancia no había visto la película de Peter Pan, de Walt Disney,  ni había leído el libro que trataba de Peter Pan. Pero una noche mientras veía la televisión, haciendo zapping, me detuve en una película en blanco y negro, muy lenta, de cine mudo o muy antigua, en la que aparecían George Bernard Shaw y Chesterton, vestidos de vaqueros e indios, como jugando en un jardín de una manera muy incómoda. Y en eso entra un hombre muy bajito dando saltos y comienza a darles instrucciones. Era un programa documental sobre John Matew Barrie. Ya no me interesó más, apagué inmediatamente el televisor, pero me quedé pensando en que me gustaría escribir una novela sobre este hombre, que es el autor de Peter Pan. Entonces me compré todas las biografías que había sobre John Mattew Barrie, y no fue que me las leí para después escribir aquella novela, sino que las fui leyendo en la medida en que iba escribiendo, y me sorprendía muchísimo el aliento novelesco de su biografía. Me pareció que el tiempo y la vida dramática de este hombre eran una novela perfecta. Y también, en la medida que escribía, me iba llenando de pánico, pues pensaba que en algún momento la vida de ese hombre dejaría de ser interesante. Cosa que podía ocurrir perfectamente, sin embargo, mientras avanzaba en la biografía, el personaje se me iba haciendo cada vez más apasionante.

Jardines de Kensington

El otro tema tiene que ver con el mundo de la infancia. En todos mis libros hay siempre algo relacionado con los niños. En Mantra, esta presencia es muy poderosa; en Esperanto también, en La parte inventada, ocurre de igual manera. Muchos lectores lo señalan, aunque yo, cuando escribo, no estoy muy consiente de eso; pienso en una frase de Barrie, cuando dijo, que lo esencial en la vida nos ocurre antes de los doce años; luego queda otra experiencia profunda, que es también como la ultima experiencia infantil, o su prolongación, que es el debut sexual.

¿Tuviste que hacer una investigación exhaustiva en Inglaterra para reconstruir el ambiente de los jardines?

 No. Realmente no fue así. Yo había ido a Londres, con mi padre, cuando era niño, pero fue un viaje fallido. Nos alojamos en las afueras de Londres y no pude visitar nada de interés, ni el Big Ben, ni  el Palacio de Buckingham. Lo que sí fue como mi epifanía turística fue haber visto la fábrica que aparece en la portada de “Animals”, el disco de Pink Floyd. Así que empecé a escribir el libro, y en un momento pensé que iría a Londres, pero preferí seguir así como Salgari escribió sobre la Malasia o Julio Verne sobre la Patagonia. Para mí era una especie de Londres imaginaria. Y cuando se publicó el libro, sí fui y tuve una enorme decepción. Como aparece en el libro, yo pensé que Kensington Garden sería una jungla tupidísima, pero no es así, es una especie de planicie; la estatua de Peter Pan es una pequeña efigie, pero me quedé contento porque si hubiese ido antes, la decepción hubiese sido tan grande que tal vez no hubiera escrito el libro. Así que mi Kensignton Garden es mas bien el jardín botánico de Buenos Aires. Y volví de nuevo a Kensignton Garden con mi hijo, que está muy interesado por la arquitectura y me reconcilié un poco. Me gusta que Londres sea algo así como un estado mental, más que una postal.

Gregory Zambrano: ¿Cómo recuerdas tu infancia y adolescencia?, con alegría, con nostalgia…

Rodrigo Fresán: Yo tuve una infancia muy activa con mis padres, que a veces eran como una especie de niños grandes; pero llegó un momento en el que yo me sentía más maduro que mis padres. Mi padre siempre me decía una frase que, vista en la perspectiva del tiempo, siempre me hiela la sangre. Mi padre me decía «yo quiero ser tu mejor amigo». Y para mí eso era terrible porque yo quería que fuese mi padre, no mi mejor amigo. De mi adolescencia tengo recuerdos lamentables, por ejemplo, cuando mi padre intentaba seducir a mis novias. Una de mis primeras novias me dijo un día: —“pero,  ¿qué le pasa a tu papá?”, y yo me moría de vergüenza. Pero bueno, así es la vida. Tengo muy claras las sensaciones infantiles y cuando tienes un hijo, tienes como un flash back, y te conviertes en una persona más sensible y acaso más tierna.

En aquellos años de transición entre la infancia y la adolescencia, te tocó el drama del exilio, el traslado de Argentina a Venezuela, ¿cómo recuerdas esos cambios en el espacio y en el tiempo?

Bueno, aquellos años yo los recuerdo como hechos muy traumáticos. Pero también, vistos en el tiempo, los recuerdo como un privilegio. Haber podido salir de Argentina los diez años, y haber llegado a la Venezuela de entonces. Yo era muy fan del Corto maltés, de Hugo Pratt, y una de las obras de esta serie, Siempre un poco más lejos, transcurría en Venezuela, y yo quería ir a Maracaibo. Tenía esos referentes vivos y los años en que me tocó vivir en Venezuela yo hubiera tenido que pasarlos bajo una dictadura en Buenos Aires; pero la pasé muy bien en Caracas. Vivía en las residencias “Country”, que tenían un salón de fiestas, una gran piscina, y yo podía tener no una sino varias novias. Era una especie de microcosmos aquella vida sentimental entre rascacielos.  En ese sentido, no tengo ningún trauma.  Yo no me siento argentino puntualmente, pero en mí hay una constante argentina. Recuerdo una frase de Julio Cortázar que dice “ser argentino es una forma de estar lejos”. Y estoy de acuerdo. En Venezuela estuve como cuatros años, sin embargo, cuando lo recuerdo siento que fue más tiempo.

Y luego de esos años tu familia volvió a radicarse en Argentina…

Cuando regresamos a Argentina todo fue muy complicado en la parte académica, porque los programas en Venezuela y en Argentina eran completamente diferentes. Y no me adapté. Por eso, para la ley argentina, soy un sujeto casi semianalfabeta, porque sé leer y escribir, pero no pude terminar la educación primaria. Entonces debía hacer todo desde cero. Yo tenía decidido desde muy chico que quería ser escritor.  Desde que tengo memoria nunca tuve otro destino posible para mí, por eso siempre pienso que sigo siendo un infante. En el mejor sentido de la palabra. Yo quería ser escritor cuando mis amigos quería ser pilotos de Fórmula 1 o Supermán, presidente de la República, o integrante de la selección nacional de fútbol. Entonces, fue estupendo no haber tenido que renunciar a mi vocación más infantil y primaria.

Caminando por Ochanomizu. Foto: Gregory Zambrano
Caminando por Ochanomizu.
Foto: Gregory Zambrano

¿Consideras que fue un privilegio que tus padres te hayan dejado decidir lo que querías hacer cuando eras apenas un niño?

Desde que tengo memoria soy escritor. Recuerdo claramente que cuando entré al colegio primario, a los cinco años, siempre quería terminar la clase para poder dedicarme a leer y escribir. Yo antes de la escuela podía leer ciertas cosas; por ejemplo, recuerdo que aprendí inglés leyendo la obrita del El granjero Pimienta, con un diccionario. No estudié inglés formalmente. El tema de la infancia es para mí muy grato y por eso disfruto mucho estar con mi hijo; cuando entro con él a una juguetería, en realidad voy a comprar juguetes para mí. En Japón estuve buscando un Godzilla para mi hijo. Me encanta que a él le guste Godzilla. A mi me hubiera gustado tener un Godzilla. Pero entonces no llegaban esos juguete a Buenos Aires.

¿Es verdad que apuntabas todo en un cuaderno Rivadavia?

Sí, yo utilizaba cuadernos Rivadavia, allí apuntaba todo. Todavía conservo varios cuadernos Rivadavia con las anotaciones de la infancia. En ellos escribí muchos  micros relatos.

¿Y es cierto que llevabas contigo un cuaderno Rivadavia cuando te secuestraron? 

Bueno no todo es verdad. La parte del pasado que se narra en ese cuento último de Historia argentina es todo cierto, la del futuro es inventada. Pero es sólo algo que muestra mucho el poder de la literatura. Cuando me secuestraron -realmente me secuestraron- estaba junto a mi hermano, que es un año y medio menor que yo. Pero consideré que, dramáticamente, cuando relataba la historia, no me convenía tener a mi hermano al lado. Ahora, cuando evoco lo que viví, me acuerdo más de lo que escribí,  que de lo que viví realmente; es decir, que cuando yo me ocupo del recuerdo de aquel momento, ya mi hermano no está y realmente él estuvo cuando vivimos ese hecho. Lo siento por él, pero él también podría escribir su versión.

Historia argentina

¿Con cuál de tus libros te sientes más afín?

Me siento afín con todos mis libros, pero de manera distinta. Quizás con Historia argentina, por ser mi primer libro, tengo una relación especial. La primera vez que lees tu nombre escrito en un formato de libro y lo pones en la biblioteca, es como tu primer amor.  Con un beneficio para mí y es que no me arrepiento de ese primer libro, como suele ocurrir con algunos escritores que sí se arrepienten de su primer libro. O no lo reeditan. En Historia argentina ya hay bastante de lo que iba a venir. Después, tengo mucho cariño por Esperanto, sobre todo porque es una novela que escribí en una semana. Y porque es producto de un sueño. Cuando desperté de un sueño recordaba las primeras escenas, pero me puse a escribirlas y sentí que me las dictaban. Así escribí la novela entera, sin parar, durante una semana. Por eso le tengo mucho cariño, porque sé que no voy a poder repetir esta acción. Pero también le tengo poco de miedo. Escribí un capítulo por día y lo terminé al séptimo día, la semana siguiente. Es una cosa rarísima. Y tiene poquísimas correcciones. Lo único que hice en una reedición fue sugerir una foto de Bob Dylan.

Luego, La velocidad de las cosas, es un libro al que le tengo especial cariño porque significa un cambio muy grande en mi ADN de lector y escritor. Esperanto fue tal vez el hecho que motivó esa escritura; el haberme pasado encerrado en un hotel durante quince días leyendo En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Leí los siete volúmenes seguidos. Y eso me cargó tanto las baterías que luego ya no puede parar el ejercicio de escritura. Yo pensaba que Esperanto había sido una especie de regalo y que ahora las cosas se pondrían difíciles. La velocidad de las cosas me parece interesante porque es un libro que también es una especie de teoría del cuento. La literatura argentina es una de las pocas en las que el género rey es el cuento y no la novela. Incluso sus grandes novelas como Facundo, Sobre héroes y tumbas, Respiración artificial, Adán Buenosayres y Rayuela son novelas muy cuentisticas. Para mí la más perfecta formalmente es la de Bioy Casares, El sueño de los héroes, que además es mi favorita y no deja de ser la historia de una novela que quiere acordarse de un cuento. Mantra me gusta porque es un libro escrito por encargo y me lo encomendaron solamente porque estaba casado con una mexicana. Y el editor quería sumar una historia que transcurriera en México. En esa colección hay un libro de Santiago Gamboa, uno de Roberto Bolaño, otro de Rodrigo Rey Rosa. Yo hubiera preferido escribir situándome en Nueva York. Entonces tuve que recurrir a cosas que mí me gustan mucho de México, como los cómics, la lucha libre, y otros elementos que tienen que ver con el lenguaje.

Mantra

¿Crees que haya un “acento” particular en tu escritura, es decir, que el hecho de asumirte en tu lengua materna deje esos rastros en la escritura artística?

Yo no escribo con un español porteño, sino que trato de escribir en un español muy neutro, como el doblaje de las series o películas que hacen en México. Pero ese también es el español de Borges cuando traduce, el de José Bianco, el de Enrique Pezzoni, cuando traduce Lolita o Moby Dick, y yo creo que es el mejor español. Es un español esperántico, neutro. Cada una de mis novelas tiene un atractivo diferente. Por ejemplo, Jardines de Kensignton me ha dado muchas alegrías por cuanto se tradujo a dieciocho idiomas, o a diecinueve, incluyendo ahora el japonés -que está en camino- y en el fondo, es un libro que tuve que recortar, lo comprimí y lo convertí en otra cosa, una especie de prosa poética, es más lírico. Y como me gusta mucho la ciencia ficción siento que éste es un libro de ciencia ficción que le da gran importancia al pasado. Y La parte inventada me gusta mucho porque es el libro más personal, aunque en él no cuento cosas reales. Con Vidas de santos y con Trabajos manuales, tal vez son libros con lo que tengo una relación difícil. Quizás porque los dos vienen después de haber tenido mi primer éxito como escritor con Historia argentina. Porque con este libro yo supe lo que es acostarse un día como un desconocido y unas horas después, amanecer siendo famoso. Nunca ocurrió algo así y nunca me lo han perdonado. Fue número uno en ventas, tal vez por el enganche con el título. El editor no estaba de acuerdo con el título, porque pensaba que la gente iba creer que era un manual escolar de historia. Y por eso me costó mucho luchar para que se titulara de esa manera.

Vidas de santos

Luego vino Vidas de santos que es un libro provocador, revulsivo. Pero ni siquiera el Vaticano se escandalizó, que eso nos pudo haber salvado. Pero un año después salió Dan Brown con El código Da Vinci y le ocurrió lo que me tuvo que ocurrir a mí, y hoy yo fuese millonario. O si por lo menos, hubiese sido prohibido por Juan Pablo II… La idea de este libro es que cuando nace Jesucristo, tiene un hermano mellizo. Así, va Jesucristo  por el mundo mientras al otro lo tienen encerrado en un monasterio para que cuando crucifiquen al otro, el mellizo aparezca diciendo: “!Resucité!”. Ese es su único momento de gloria. Es un resentido absoluto pero con un agravante, y es que el tipo es inmortal. Y eso tiene lo peor de ambos mundos, porque tiene que hacer las veces del hermano y quedarse así para siempre sin poder decir: éste soy yo y no aquel que andaba diciendo “amaos los unos a los otros”.

En una entrevista hiciste un comentario acerca de la zona misteriosa, muy personal, que hay en la literatura. En esta nueva novela, La parte inventada, ¿haces algo con esa zona misteriosa?

Lo que dije es que la literatura, no es que haya perdido todas las batallas,  sino que ya no es lo que era. Que la novela ya no es el artefacto donde la gente conocía otros mundos, o recibía ideas, porque la gente tiene otros medios donde busca y encuentra eso, ni mejor ni peor, porque el libro no tiene la garantía de que la gente encuentre algo noble; pero me parece que la única zona de misterio que le queda a la literatura es el estilo. Lo único donde se puede competir con los medios audiovisuales. Hay ciertos directores de cine que sí son unos estilistas. Como Stanley Kubrick, por ejemplo; pero también directores como Terrence Malik, o los hermanos Cohen o Woody Allen. Para mí todos ellos están más cerca de la escritura que del cine. Me parece que estando todo perdido, que no queda nada para ganar, y esto sobrepasa la crisis del sector literario, de la escritura y del papel incluso, creo que es el momento de los grandes gestos. Paradójicamente, ya que puedes hacer realmente lo que quieres. Me parece muy bien que aparezcan novelas cada vez más extremas, más complejas, menos complacientes.

La parte inventada

¿Por qué siempre en tus libros hay escritores como personajes?

No sé si sea mi vocación primera como escritor o una forma de permanecer en la infancia, pero los amigos escritores, o la vida de los escritores, siempre se me ha hecho muy interesante. Un amigo mío, Alan Paul, que es un escritor también argentino, siempre me hace una apuesta. Si en tu próximo libro no hay un escritor te pago una cena en el mejor restaurante que elijas. Lo acepto, pero siempre pierdo la apuesta. La parte inventada era mi intento de acabar con todos los escritores que hay en mis libros, pero no pude. Traje de vuelta a un escritor. Me gusta leer la biografía de los escritores y también me parece que sus vidas son muy interesantes.

En tus obras, me parece que lo ficticio está en la mente de los personajes, pero la verdad también está en la mente…

La parte inventada trata sobre eso, ¿cuánto de verdad debe haber en algo para luego pueda ser inventada? Me gusta mucho una expresión de Nabokov, cuando dice que la realidad está sobrevalorada. La realidad no es más que información más especialización. Así que si uno es escritor, va a tener una relación  literaria con la realidad. Pero, por ejemplo, si tú vas a un restaurante y comes un pan, no hay nada más allá de ese acto natural de comer, pero si va un panadero, ve la cantaste del pan de otra manera, porque esa es su zona de especialización. Pero hay otra realidad en la que nos movemos todos, que es una realidad neutra. Igual que pasa con los niños, que tienen una relación aparte con el mundo real, que es de su propio tamaño. Al principio, para el niño todo es gigantesco y luego todo comienza a achicarse. Borges dijo que el pasado es la memoria y el futuro son la esperanza y el miedo. Todo está en la mente de las personas. En la medida que vas creciendo el pasado es cada vez más grande y el futuro es cada vez más pequeño. Tienes más para recordar, y recordar es reescribir. Eso está en todo mis libros, pero quizás en La parte inventada está tratado de manera más exhaustiva.

Esperanto

 ¿Podrías mencionar algunos autores o libros que te hayan influido -si pudiera decirse de esa manera- o que te hayan ayudado a escribir?

Ese tema de las influencias es algo muy complejo, uno tiende a pensar que los autores que más te gustan son los que mas te influyen, pero no siempre es así. Podría ser el caso de que se tengan muchas influencias, pero que no se está consiente de ello y te las reencuentras luego. Por ejemplo, yo leí a Nabokov muy mal traducido al español durante mi adolescencia; no volví a leerlo hasta hace muy poco, traducido al inglés y cuando lo releí me di cuenta de lo mucho que me había influenciado. Y Nabokov no están entre mis autores preferidos. Me gustaría hablar más que de autores, de libros. Me marcaron mucho Drácula, Martin Eden, una novela criptobiográfica de Jack London, eso cuando era niño. Después tuve mi periodo de lectura de Keruac. Todos los escritores beatnik me parecen muy interesantes. Luego Proust, En busca del tiempo perdido. También Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut, que tiene un párrafo que yo siempre cito en todos mis libros. Un párrafo sobre los libros y los extraterrestres, en el que todo transcurre al mismo tiempo. Es el libro que me hubiese gustado escribir, que me ha influido mucho, tanto en lo formal como con el tratamiento del humor, y en cierto tono de escritura; también las novelas de John Banville, un autor irlandés. Entre los escritores, podría mencionar a Adolfo Bioy Casares, que me gusta mucho más que Borges, lo cual siempre me ha traído muchos problemas, pero yo no tengo ningún reparo en decirlo. También me gustan Roberto Bolaño y Enrique Vila Matas, amigos muy cercanos.

Rodrigo Fresán con los traductores Ryukichi Terao y Akifumi Uchida
Rodrigo Fresán con los traductores Ryukichi Terao (izq.) y Akifumi Uchida (der.)

Colaboraron con esta entrevista los académicos y traductores Ryukichi Terao y Akifumi Uchida,
a quienes expreso mi gratitud. 

©Gregory Zambrano. Tokio, 2015.


Kobo Abe: Encuentros secretos

Por Juan Carlos Chirinos (@juance)

Encuentros-secretos-Kobo-Abe

 

El Nacional, Caracas, 6 de diciembre 2014 / Crímenes de papel / 21+17: La propia visión de la oscuridad

“Hace meses, cuando leí por primera vez la novela de Abe en manuscrito, tuve una intuición; y ahora que la he vuelto a leer, ya impresa en excelente edición, esa intuición se ha hecho más sólida.

Como casi todo en nuestra época, la novedad está sobrevalorada. Es culpa de la publicidad; este monstruo, esta Caribdis de nuestro tiempo, todo lo engulle y pretende convertirlo en eso sin estrenar que ella necesita cada día, cada hora, cada segundo para subsistir, como si envejecer fuera un acto contra natura. La publicidad no tiene compasión; es como el irritante sonido de un teléfono en medio de la noche. A causa de su poderosa influencia, nos vemos impelidos a buscar lo novedoso, no lo de mejor calidad; y con tal de que cumpla el requisito, que sea recién nacido, no tenemos empacho en consumirlo –aunque nos indigeste–. Esta semana me ha ocurrido (o estuvo a punto de ocurrirme) algo semejante, lo confieso, y no tengo excusa; aún así, he de explicarme, porque alguna justificación me avala: En estos meses he estado viendo Borgia, la serie franco-alemana creada por Tom Fontana (paralela, pero mucho mejor, a Los Borgia del paniaguado Jeremy Irons) con un John Doman (The good wifeThe wireDamages) interpretando al que me parece quizá el mejor papa de la Historia, Rodrigo Borja, es decir, Alejandro VI, ese sinvergüenza con sotana. Influido por la fascinación de la historia y por la maravillosa puesta en escena, no dudé un segundo cuando supe que se había publicado en español el Lucrecia Borgia, de Darío Fo, y corrí a comprarlo. ¡Qué decepción! Tan buen material en manos de alguien que no es novelista, sino bufón, sólo tiene una consecuencia: ¡el desastre! Aún me lamía las heridas de lector engañado por la monstruosa publicidad cuando apareció –de nuevo– en mi vida esta novela de Kōbō Abe (Tokio, Japón, 1924-1993), Encuentros secretos, publicada en su lengua original en 1977 bajo el título de Mikkai (密会). ¿Y Darío? Fo.

Hace meses, cuando leí por primera vez la novela de Abe en manuscrito, tuve una intuición; y ahora que la he vuelto a leer, ya impresa en excelente edición, esa intuición se ha hecho más sólida. No pude dejar de pensar en House of leaves, de Mark Danielewski; pensé que no sería descabellado suponer que sobre el autor estadounidense pesa una nada oculta influencia del japonés. No tengo la imagen completa de esa influencia, apenas retazos que sostienen la sospecha; unas grabaciones, un ambiente surreal, un misterio, cierta cantidad de terror; quizá un caballo. Al definir parte de la novela de Danielewski, el narrador dice que se trata de «the sight of darkness itself», algo así como la propia visión de la oscuridad, o lo oscuro; y esta es una definición perfecta para la (por qué no decirlo) intrincada novela de Kōbō Abe.

Kobo Abe

Lo anecdótico es sencillo, casi gracioso: «Una noche, una ambulancia despierta al protagonista y a su esposa con órdenes de trasladar a la mujer al hospital, pese a que ella asegura que está sana», se anuncia en la contraportada. El resto de la novela es el intento asombrosamente inútil del marido por dar con su esposa en el hospital, si es que ha sido allí internada; un hospital que es como una ciudad enterrada, y en el que las cosas ocurren con la misma perplejidad como ocurrirían en una novela de Kafka, del que sin duda Abe es heredero. A través de tres «cuadernos» y un apéndice, el autor nos sumerge en un mundo donde las reglas han cambiado de lugar. Estar enfermo no solo se define por los síntomas del cuerpo, sino por el lugar que se ocupa en esa sociedad secreta que es el hospital. Varios casetes con grabaciones nos permiten dilucidar qué es lo que ocurre en realidad detrás de las apariencias:

«Subdirector: Hubieras abordado tú también la ambulancia.

Hombre: me dijeron lo mismo cuando marqué el 119 para preguntar por mi esposa.

Subdirector: Hubiera sido el acto más lógico.

Hombre: ¿No te parece que tales vacilaciones son normales?

Subdirector: Yo no habría titubeado. Una ambulancia podría ser un disfraz ideal, quizá más que un coche fúnebre, para objetivos criminales. En ese espacio cerrado se encuentran una dama joven solo con sus prendas íntimas y tres hombres musculosos con máscaras. Si fuera en el cine, lo que sigue sería una escena cruenta.»

Estos fragmentos de grabaciones, que podemos leer a lo largo de la novela semejan trozos vivos de la realidad y hacen las veces de breves ventanas hacia la verdad de aquello que solo se nos refiere y nunca se nos asegura. Hay algo terrorífico en todo esto y, sin duda, un crimen, pero no sabemos dónde ni cuál es. Sabemos que ha ocurrido, sí, porque la esposa ha desaparecido en un hospital que dirige un médico que es un caballo, o que parece un caballo, o que cree que es un caballo: «No traté de contradecir al otro que quería hacerse pasar por un caballo, pero a decir verdad distaba mucho de ser un caballo auténtico. Para empezar, era desproporcionado: el cuerpo era demasiado corto y gordo, con el talle escurrido, y las patas traseras se encorvaban en una forma extraña, como si estuviera a punto de evacuar. Ni siquiera una montura hecha de papel permanecería en el lomo sin resbalarse. Acaso los miopes lo tomarían tal vez por un camello raquítico o un avestruz con cuatro patas. Para colmo, vestía una camiseta celeste sin mangas, bordada de carmesí, y pantalones deportivos de algodón índigo, con la cintura rodeada con tela de algodón, blanqueada para disimular la juntura, y calzaba zapatos deportivos blancos. ¡Qué dislate!».

Pero el «detective» en que se convierte el marido a la fuerza, mientras busca a su esposa por el hospital que es laberinto y cueva a la vez, poco a poco se va enajenando o, mejor, mimetizando con ese universo absurdo y loco: «Puede que me esté pasando algo irreparable» y, efectivamente, si no se convierte en caballo, como el director, al menos se amolda muy bien a la nueva realidad en la que se ve obligado a vivir, en la que se realizan experimentos sexuales extravagantes y los pasillos son laberintos indefinidos. ¿Y qué otra cosa son los pasillos de un enorme hospital? La frase última del narrador es desoladora, metafísica o alienada: «Aunque no lo quiera admitir, seguiré muriéndome sin parar, con absoluta certeza en el pasado llamado mañana, dejado atrás por el “periódico de mañana”. Agarrado a estos encuentros secretos, solitarios, compasivos…» Y a mí me parece que lo que se ha abierto desde la primera página de la novela es la entrada a ese abismo insondable que son las tinieblas del mundo y de la mente. Quizá por eso también se compara esta novela de Kōbō Abe con los cuadros delirantes del Bosco; a mí me recuerda, en cambio, el miedo abisal de la novela de Danielewski. Sin embargo, al lector de thrillers le queda una pregunta: cuál es el verdadero crimen, ¿el de la esposa desaparecida al principio, o el del esposo que va desapareciendo paulatinamente frente a nuestros ojos en el resto de la novela?

Adenda criolla: Al lector venezolano no han de pasarle desapercibidas las traducciones al español de Ryukichi Terao, pues suele hacerlas con la colaboración de algún escritor patrio: Ednodio Quintero o Gregory Zambrano. Aun habrá que abundar sobre los colaboradores de Ryukichi, que ayudan con tanto tino a difundir obras magistrales como esta, para deleite y terror de los lectores ávidos del reino de Cervantes. Más Abe, y menos Fo, pues.

Kōbō Abe, Encuentros secretos, traducción de Ryukichi Terao, con la colaboración de Gregory Zambrano. Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2014, 221 p.

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http://www.el-nacional.com/papel_literario/Crimenes-papel-propia-vision-oscuridad_0_532146970.html

Del país a la distancia. Introducción al libro Pasaje de ida. 15 escritores venezolanos en el exterior

Silda Cordoliani, editora

Por: Silda Codoliani

Desde hace algunos años las despedidas son parte de mi vida. Prolongadas despedidas que comienzan mucho antes del día en que esa persona tan querida toma el avión llevando lo menos posible de equipaje, mientras nosotros seguimos acumulando objetos que nos van dejando en prenda. Tal vez habría que agradecer entonces las tantas dificultades por vencer, el largo tiempo que transcurre entre la decisión y el adiós, porque llegado el momento definitivo de la partida, la tristeza del vacío ya se ha hecho costumbre.

Seguramente esa ha sido la principal razón por la que surgió este libro.
Después vienen las conversaciones a distancia, los chateos y correos como un ejercicio más, como un esfuerzo para no acabarse de ir, para que no se vayan del todo. La necesidad de superar la desazón y el desconcierto se hace mutua, como mutua la necesidad de apoyarnos en nuestros respectivos desarraigos. Porque el lugar de pertenencia, ese espacio que solemos llamar patria, son paisajes y cadencias, son experiencias y recuerdos, pero, sobre todo, son los afectos. Y si los paisajes se deterioran tan rápido, si las experiencias ya no sirven para entender la realidad y, además, los afectos se ausentan, también los que se quedan comienzan a vivir en estado de extrañamiento. “Me fui mucho antes de haberme ido”, dice Israel Centeno.
Para los venezolanos, la diáspora que hemos sufrido durante los últimos tiempos constituye una novedad, un fenómeno social insospechado pocas décadas atrás. Nos agarró de sorpresa, sin aparente aviso previo, y aun hay quienes guardan la secreta esperanza de que pueda ser revertida. Nada indica que hayamos asimilado todavía lo que significa para nuestra forma de vida, nuestra manera de relacionarnos y nuestra propia existencia, haber pasado de ser un generoso país de inmigrantes a un convulsionado país de emigrantes.

Sobre exilios sí aprendimos suficiente durante los regímenes dictatoriales del siglo pasado, sufridos en su gran mayoría por políticos e intelectuales. De estos últimos quizás los casos más emblemáticos sean Rufino Blanco Fombona, desterrado durante más de veinte años en Madrid, donde escribió buena parte de su obra y fundó la famosa editorial América, y Mariano Picón Salas en su exilio chileno, “un venezolano errante” como lo llama Gregory Zambrano.

Pero, aquí y ahora, no se trata exactamente de exilio. “Las acepciones rigurosas de los términos destierro o exilio me son ajenas”, sostiene Miguel Gomes, y con razón, pues en un mundo donde la saturación de posibilidades de comunicación disminuye en gran medida pesares y añoranzas, unas palabras como esas no guardan demasiada vigencia. Por otro lado, sea cual sea el motivo, nuestra migración es un apartamiento escogido, que poco se corresponde con la carga semántica a la que remite un término tan fuerte como exilio.

pasaje de ida portada p

Los quince autores reunidos aquí son escritores o, más bien, creadores literarios, con al menos un libro publicado, a quienes se les solicitó una íntima reflexión sobre el país a partir de su quehacer literario. Poetas, narradores, ensayistas y críticos que han optado por una vida fuera de Venezuela, muchas veces por simples circunstancias del destino, otras impulsados (u obligados) por las nada favorables condiciones políticas y sociales. De cualquier forma, lo que parece agruparlos más allá de su pasión creadora es el improbable retorno. De allí tal vez que en la mayoría de estos textos resulte evidente un dolor que supera en mucho a la simple nostalgia. Y es que este país, como certeramente advierte Gustavo Guerrero, se ha convertido en una “materia problemática”, en un enigma cuya búsqueda de resolución quizás inquiete bastante más desde la distancia.

Nada de extraño tiene entonces que algunos de los invitados a este proyecto hayan insistido en su dificultad para escribir sobre el tema, o –siguiendo a Juan Carlos Méndez Guédez– para “hablar de Venezuela sin que [les] falte el aire”; dificultad que puede haber sido la causa de que algunos otros convocados no estén presentes. Asimismo, esto explicaría, en parte, la abundancia de textos fragmentarios, e incluso las imágenes fotográficas con que Verónica Jaffé y Doménico Chiappe complementan los suyos. En parte, digo, porque al tiempo que se trata de cohesionar los contradictorios sentimientos que despierta lo dejado atrás, las experiencias de extranjería también reclaman su lugar en el espacio emocional de los migrantes.
Recuerdos que emergen como una antigua película en sepia, intensos testimonios de vida, reflexiones sobre el país y el trabajo con la palabra que los une, querencias y asombros, imágenes y sueños emergen de estos textos tan variados como las vivencias y las voces literarias de quienes los ofrecen. Un caleidoscopio de la patria vista desde lejos. Ellos, escritores, diestros en el oficio y sus recursos, han logrado nombrar lo que tanto cuesta nombrar.

En un inicio contemplé la idea de agruparlos según los asuntos más resaltantes de cada trabajo para proponer así cierto orden de lectura. Más tarde comprendí que esto no iba a resultar del todo justo, pues al restringirlos podía restar importancia precisamente al carácter fragmentario de muchos de ellos y, por tanto, a la diversidad de aspectos a los que apuntan. Preferí entonces organizarlos de manera más convencional, de acuerdo con un orden temporal en este caso, comenzando por el autor que dejó el país más temprano, en 1983, hasta Blanca Strepponi, que partió en 2011.
Finalmente, creo importante señalar aquí que en ningún otro momento Venezuela ha tenido tantos de sus escritores fuera. Sabemos, y es ya un lugar común decirlo, que a diferencia de lo que ocurría con otros creadores latinoamericanos, sus viajes tuvieron siempre un pasaje de regreso. Incluso, ni los más férreos opositores de los gobiernos de la última mitad del siglo XX llegaron a emigrar. Para bien o para mal, Venezuela brindaba una seguridad (y comodidad) que nadie parecía estar dispuesto a poner en riesgo. Acaso –también se ha dicho– sea esta una de las razones por las cuales la literatura venezolana ha tenido tan poca proyección. Cabe pensar entonces que este flujo de escritores prolongando el país más allá de sus fronteras trae consigo buenos augurios para la literatura nacional, para una tradición cultural que mucho ha tenido de ensimismada. Como prueba: los nombres venezolanos que figuran cada vez más en catálogos editoriales extranjeros. Varios de ellos están presentes en este libro.

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Masahito Kawashima: Camino de flor(Aventuras y desventuras de un inmigrante japonés)

 Por: Gregory Zambrano

Masahito Kawashima, autor de Camino de flor.
Masahito Kawashima, autor de Camino de flor. Foto: Silvia González

Los libros y el azar

Hace un tiempo, escudriñando en una biblioteca ajena encontré un libro que llamó mi atención: Camino de flor. En la nota de contraportada se decía que en sus páginas  se encontraba una «amplia visión del coraje, la fuerza y la determinación que se necesitan para salir adelante y exitosos en las circunstancias más adversas».

Comencé a leerlo imantado por la sinceridad del testimonio, por la franqueza del lenguaje y por esa fuerza que tienen los que han vivido experiencias límite y quieren dejar su impronta. Así fue que me atrapó la historia de Masahito Kawashima, un japonés que decidió migrar a los diecinueve años.

Me adentré en las páginas y fui atando los hilos de una madeja  que mostraba paso a paso una historia de vida y, sobre todo, la transformación de una persona escindida entre dos espacios geográficos tan distantes como diferentes: Japón y Argentina.

Camino de flor es, sobre todo, un testimonio que puede leerse como un relato de aventuras. Pero también es la voz de un sobreviviente para quien la vida sólo tiene sentido en la medida en que se puedan seguir los impulsos del corazón, así esto conlleve al sacrificio, al silencio, a la posibilidad de la derrota.

El lector y el autor

Una tarde compartía en un café con una amiga, y por una de esas casualidades, apareció el nombre de Masahito Kawashima en la conversación, pues mi amiga lo conocía. Ese hecho fortuito me permitió poco después conocer al autor del libro que acababa de leer.  Luego, comenzamos un diálogo que se ha convertido en agradables tertulias. Gracias a ello, he podido enterarme de otros detalles que rodearon la decisión de aquel joven de diecinueve años, cuando apenas terminaba sus estudios preparatorios y quería asomarse al mundo.

Entonces Kawashima no sabía nada acerca de la lengua castellana, ni de la vida en América Latina y sin embargo, se alistó en una aventura de navegación que le llevaría, durante cuarenta y dos días, desde el puerto de Yokohama hasta Buenos Aires.

Puerto de Yokohama. Foto: Gregory Zambrano
Puerto de Yokohama. Foto: Gregory Zambrano

A bordo del «Argentina-maru», partió junto a un grupo de jóvenes que como él querían un futuro distinto al que le aguardaba en el Japón de la posguerra, entonces agobiado por el desempleo y las carencias materiales.

Como todo comienzo, una vez que llegó a su destino, nada fue fácil. Como aprendiz debió acostumbrarse a las extenuantes jornadas de trabajo a pleno sol en el cultivo de las flores. Aprendió junto a las primeras palabras del nuevo idioma, los principios  de la convivencia entre peones y caporales; pero, sobre todo, empezó a entender una visión del mundo y unos principios del trabajo completamente ajenos a los suyos.

A los diecinueve años, lo que sí tenía era un abundante deseo de superación, y sobre todo, la imponente determinación de seguir sus sueños. Así fue como decidió aprender de la cultura y del idioma del país que lo acogía. Se inscribió en la escuela nocturna para la cual tenía que trasladarse varios kilómetros caminando cuando no encontraba quien le diera un «aventón». No le vencía el cansancio de una jornada extenuante, que se repetía un día y otro en la dura faena de horadar la tierra. Entonces el cultivo de flores en Argentina era un negocio próspero.  Ese primer trabajo le abrió un conjunto de posibilidades que en ese momento no tenían sus padres que, como tantos japoneses, se habían quedado a la intemperie luego de la derrota de su país en la guerra que terminó en 1945 con las explosiones atómicas.

Comienzo de la travesía

Su padre había migrado a China, donde entonces se encontraban más de dos millones de japoneses, que fueron obligados a regresar a  Japón después de la guerra. En aquel país había nacido Masahito, segundo varón y tercero de cinco hermanos. En Japón la nacionalidad de los padres determina la de los hijos y no el lugar de nacimiento. Su padre también había salido de Japón con la esperanza de hacer fortuna y ahora regresaba con una familia recién formada, obligado no solo por la derrota militar y política de su país, sino también por la derrota moral que le dejó «vencido espiritualmente». Esto le impidió recuperar  la fuerza para el trabajo y el ímpetu para emprender. Por ello su madre tuvo que asumir el reto de levantar los hijos, echar las raíces de la familia repatriada y aprender un oficio: comenzó a pescar y vender conchas marinas en la zona de Inage, prefectura de Chiba, contigua a Tokio.

En ese entorno creció Masahito, quien pudo hacer sus estudios primarios y secundarios gracias al esfuerzo de su madre. El joven Kawashima se destacó como deportista y buen estudiante e ingresó a la escuela preparatoria de Inage, la mejor de la zona, pero consciente de que le sería muy difícil seguir los estudios universitarios debido a las carencias económicas de la familia.

Se enteró de que algunos jóvenes se estaban preparando para salir de Japón a probar suerte en otros países. Entre las opciones que tenía  estaba la de tomar un curso intensivo durante tres meses para aprender algunas técnicas de la agricultura y poder viajar a la Argentina, donde necesitaban mano de obra para el campo.

Pero también probó su resistencia física, haciendo un viaje a pie desde Chiba hasta Hakone, unos doscientos kilómetros, pasando por Tokio. No llevaba dinero y debía sobrevivir por su cuenta, con apenas tres onigiri (bolas de arroz) como sustento. El viaje duró una semana, durmió prácticamente a la intemperie y fue no sólo una prueba para su fortaleza física sino también para acerar la entereza de su voluntad, lo cual le confirmó que su destino estaba escrito. Al caminar por la zona montañosa de Hakone, cuenta, «podía ver cómo el Monte Fuji mostraba su belleza espléndida y me pareció estar festejando mi futuro».

El largo recorrido del buque «Argentina–maru» le permitió conocer algunos puntos de la escala: Los Ángeles (en un tour que le costó catorce dólares pudo visitar el barrio chino, el teatro y la lujosa zona de Beverly Hills); en el canal de Panamá vio hermosas chicas en bikini que llamaron su atención; al igual le impresionaron la Guaira y la ciudad de Caracas, donde notó que había «muchas señoritas de ojos oscuros». Así va contando los pormenores de las escalas que el barco hizo en Curazao, Belén, Río de Janeiro, Santos y, finalmente, Buenos Aires.

El
El «Argentina-maru», hizo la travesía entre 1958 y 1971. ®Museu Histórico da Imigração, Japonesa no Brasil.

Las flores muestran en camino

La aventura del viaje, no exento de peripecias, es la antesala a lo que le esperaba  en la finca «Tokashiki», donde pasó los primeros tres meses. Fueron días de trabajo y aprendizajes acelerados. Allí supo el significado de las primeras palabras que aprendió en español: la expresión «de sol a sol», en relación con las faenas del campo.

Para entonces, en 1965, Argentina tenía una población de veinticinco millones de habitantes, en un territorio que es unas ocho veces más grande que Japón; allí vivían unos treinta mil descendientes de japoneses, de los cuales la mayoría se dedicaba a la floricultura.

El primer inmigrante japonés floricultor fue el profesor Seizo Itoh, procedente de la Escuela de Agricultura de Sapporo, en 1910. Itoh se instaló en la provincia de La Pampa donde adquirió una estancia en la que luego recibió inmigrantes. Los registros de inmigración anotan que el primer descendiente del que se tenga noticia, Seicho Arakaki, nació en 1911, formalmente el primer nisei argentino, hijo de okinawenses. Poco después, otra porción de inmigrantes se dedicó al oficio de las tintorerías, que también resultó ser un negocio lucrativo.

Durante la Segunda Guerra Mundial, los precios del trigo y de la carne de res tuvieron un repunte que demandó de Argentina casi toda su producción, lo que se tradujo en una bonanza económica que posibilitó la inversión en la obra pública: avenidas, calles, edificios; expansión del metro de Buenos Aires, que comenzó a funcionar en 1913 y solo había desarrollado tres líneas;  luego llegó una fuerte inmigración italiana, auspiciada por el primer gobierno de Juan Domingo Perón, descendiente de italianos.

Todos estos factores ayudaron a reimpulsar la vida nacional. La riqueza también se manifestaba en la demanda de flores. Flores para toda ocasión: fiestas, adornos, obsequios, todo esto hizo que los inmigrante japoneses vieran en ese rubro un gran negocio, que duró hasta que sobrevinieron otras necesidades y las flores comenzaron a tornarse un lujo.

El
El «Argentina-maru». Museo de la Migración Japonesa (JICA), Yokohama. Foto: Gregory Zambrano

Después de muchos avatares y varios episodios frustrantes, Masahito Kawashima pudo seguir sus labores en otra plantación florícola, la finca «Tanimura», pero no encontraba lo que deseaba, que consistía en juntar el dinero suficiente para independizarse e iniciar su propio trabajo. Así probó suerte alistándose como grumete en un pequeño barco camaronero, pero no se acostumbró a los vaivenes de la embarcación y a los severos mareos por lo cual retomó sus labores en la floricultura. Luego se trasladó a la finca «Ebi», en Mar del Plata, donde pudo acordar el trabajo como medianero, es decir, utilizar el terreno de otro propietario para encargarse de la siembra para después repartir el producto de lo cosechado.

Eso le resultó una mejor opción que lo llevó a dar un primer paso tras su sueño de hacerse propietario. Andando el tiempo y gracias a diversos sacrificios, logró por fin reunir lo suficiente para comparar un pequeño lote de terreo y comenzar la labor independiente. Poco después su hermano Hiroshi siguió sus pasos y llegó a Argentina, pero él no tenía vocación para el trabajo de la tierra. Lo suyo eran las artes marciales, especialmente el judo, lo que le permitió prontamente y gracias a ciertas peripecias azarosas convertirse en instructor de judo y ganar dinero con lo que era su afición.

Cuando la venta de flores comenzó a decaer y Masahito pensó en buscar otras opciones. Fue con su hermano a recorrer Buenos Aires y la dinámica de la capital los atrajo de tal manera que al poco tiempo decidieron dejar el campo, el judo y el trabajo con las flores.  Masahito provechó para contactar con algunos japoneses que había conocido en distintas circunstancias. Así fue como logró emplearse como  vendedor de baterías de la marca «Hitachi», que se abría espacio en el mercado argentino, mientras que Hiroshi se las  arreglaba en una empresa de comercio exterior.

Cinco años después Masahito decidió regresar a Japón, dejándole a Hiroshi la responsabilidad de vender el lote de terreno. Todo lo que había podido ahorrar con su trabajo de cinco años lo invirtió en el boleto de retorno.

Hogar en tránsito

Luego del reencuentro familiar en Inage, comenzó a desempeñar otros oficios, como vendedor de perlas, guía de turistas latinoamericanos, y fue contratado como intérprete de una delegación deportiva que acompañaba a un campeón mexicano de boxeo. El modo de ser de los mexicanos era contrastante con lo que había aprendido de la idiosincrasia argentina, y eso le llamó mucho la atención. Quería emprender una nueva aventura y decidió aprender el arte de la digitopuntura (shiatsu).

Poco después decidió ir a México. Antes pasó por Los Ángeles a donde su hermano Hiroshi se había trasladado, una vez que se cansó de la vida argentina y vendió el lote de terreno que su hermano le había dejado a cargo. En Los Ángeles Masahito se quedó un tiempo, allí fue chofer de ricachones y vivió experiencias fuertes con personajes excéntricos vinculados al espectáculo; también conoció a sujetos inexplicables que vivían la vorágine hippie. No logró asirse a ese mundo de derroche y banalidad. Entonces decidió proseguir su plan. Hizo el viaje hasta la Ciudad de México, en autobús, durante tres días. Luego de visitar a sus antiguos clientes mexicanos y conocer el entorno capitalino, decidió seguir hacia Argentina con la idea de aplicar allí las técnicas de la digitopuntura recientemente adquiridas.

En Buenos Aires permaneció trabajando por un tiempo corto, aunque logró una buena clientela las cosas habían cambiado y no se sintió a gusto, por lo que de nuevo retornó a Japón. Continuó con su labor en una empresa de turismo, mientras pudo optar a un curso del Ministerio de Relaciones Exteriores de Japón que preparaba personal auxiliar para las embajadas. Esa experiencia lo llevó de nuevo a México, a trabajar en la embajada japonesa. Allí vivió divertidas aventuras, presenció hechos de violencia, tuvo un accidente de automóvil que pudo haberle costado la vida y conoció a Michiru Onishi, proveniente de la prefectura de Aichi, con quien se casó. Cuando terminó su trabajo en la embajada, prosiguió como guía de turismo y eventualmente organizador de peleas de boxeo. En México nació su primer hijo, Daichi. Luego se trasladó con su familia a Guadalajara, donde trabajó como administrador de una taquería y vivió las angustias del terremoto que azotó la Ciudad de México,  en septiembre de 1985.

Volvió a Japón en varias oportunidades, siempre en plan de guía de turistas, recorrió los lugares más emblemáticos de su país parar mostrarlo con orgullo a los visitantes. En el ir y venir de México a Japón vivió otras muchas  peripecias, todas fueron para él formas de aprendizaje. Antes de cerrar su testimonio, dice metafóricamente: «Lo que más necesitamos en Japón es el corazón. La amplitud y tranquilidad de corazón nos hacen falta enormemente. Cuando tengamos el corazón más sano, podremos actuar como un verdadero líder del mundo. Este corazón de los japoneses es lo más solicitado por la gente de diferentes países».

Portada de Camino de flor
Portada de Camino de flor

Por  todos sus avatares, Camino de Flor, puede leerse como un relato autobiográfico, y nos deja la certeza de que no hay camino imposible para quien posee una férrea voluntad. Masahito Kawashima logró cursar una carrera universitaria, como lo había deseado en su juventud. La Universidad de Estudios Internacionales de Kanda (KUIS) le otorgó el título de licenciado en estudios hispánicos. Hoy día, a los  67 años de edad, Masahito Kawashima vive en Inage, Chiba; todavía no se retira de su negocio de almacenamiento y carga en el aeropuerto de Narita. Tiene dos nietos, un niño, Haruki, y una niña, Sora, hijos de su primogénito Daichi. Su segunda hija Sawaka Katalyna, nacida en Japón, es cantante profesional. Masahito viaja constantemente, es un lector voraz de periódicos para estar enterado de las peripecias de la política japonesa y quiere emprender estudios de filosofía. Recuerda y se ríe de sus propias ocurrencias, tiene un humor de niño inquieto, dispuesto a comenzar una nueva aventura.

Camino se flor se publicó originalmente en japonés, luego se difundió por entregas en un periódico local de Chiba. La edición en español se publicó en México en el año 2000 y recientemente se publicó en inglés, como Road of Flowers, por Rivershore Books, en 2015.  / G.Z. Tokio (mayo de 2013). Actualizado el 14 de noviembre de 2015.

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Kobo Abe: la naturaleza ficticia de la realidad.

(Nuevas cartas, escritas por el novelista Kobo Abe, fueron encontradas en Sapporo).

El joven escritor Kobo Abe
El joven escritor Kobo Abe

Una serie de cartas que el novelista y dramaturgo Kobo Abe (1924-1993) envió a su hermano menor, Shunko Imura, entre 1947 y 1951, fueron encontradas en Sapporo, según reveló su hija, Neri.

Unas treinta cartas del autor de La mujer de la arena y El hombre caja lo muestran alentando a su hermano, entonces residente Sapporo, para que no desmayara en su intento de convertirse en médico, al mismo tiempo que en muchas de ellas le expresa sus puntos de vista sobre el arte.

Las cartas fueron encontradas en la casa de Imura en Sapporo a finales del año 2012. Dirigiéndose a su hermano como «Haru-chan» (Harucito), Abe le anima para  que se «convierta en médico a toda costa». A juzgar por algunas de las cartas, Abe estaba ayudando financieramente a Imura, a pesar de que en ese entonces no disponía de suficientes recursos económicos y por ello se disculpa, cuando no podía enviarle dinero. Imura, nacido en 1927, finalmente logró obtener su título de médico. En una carta escrita en 1949, Abe ofrece asesoramiento literario a Imura, quien para entonces escribía poesía. «Concebir la expresión que se ajuste a la imagen, ésa debe ser tu búsqueda. Las imágenes que construyes son de primera clase. Tienes un talento que yo no tengo «, le decía.

Abe también escribió con franqueza lo  que pensaba de su propio trabajo creativo. En una carta de 1947, afirma: «Todo lo que no sea el arte no significa nada para mí. Incluso si tuviera que tirar mi vida por él, no habría nada que lamentar».

En una postal de 1949, Abe le dice a su hermano que acababa de escribir un cuento corto, que había titulado «Dendrocacalia». Parece muy entusiasmado con el trabajo, y le dice: «He ganado confianza en mí mismo en el aspecto técnico.»

La mujer de la arena
La mujer de la arena

Neri Abe afirma que «este material muestra que el escritor Kobo Abe tuvo unos principios estéticos y una forma establecida de pensar desde el principio. Sus reflexiones muestran que él se asumía a sí mismo como un humanista».

Entre estos documentos hallados en la casa de Imura, en  Sapporo, también se encontró un cuento manuscrito. El relato, de 19 páginas, se titula «Tenshi» («Angel»); se cree que fue escrito en 1946, cuando el escritor tenía 22 años de edad. En ese entonces, Abe viajaba a bordo de un barco que transportaba colonos japoneses desde el noreste de China. El cuento fue escrito en un block de hojas de tamaño A-5.

En esta historia, el autor representa a un hombre que se escapa de un hospital psiquiátrico y se pasea con la creencia de que él y los transeúntes son ángeles. La historia muestra un tema recurrente en la obra de Abe: la naturaleza ficticia de la realidad. El relato inédito revela que el germen de esta idea estuvo presente desde sus obras más tempranas.

La autenticidad del manuscrito ha sido confirmada por la hija mayor de Abe, Neri, quien reconoció en el estilo de los trazos la escritura de su padre. (Versión de Gregory Zambrano)

 Fuentes originales:

http://www.japantimes.co.jp/news/2013/04/27/national/letters-written-by-novelist-kobo-abe-are-found/#.UX89XKKeOcA

http://www.japantimes.co.jp/news/2012/11/08/national/early-kobo-abe-short-story-found/#.UX89paKeOcA

Publican once cartas inéditas de Gabriel García Márquez 

Por: Mercedes Bermejo

VARGAS-DONOSO-GABRIEL-GARCIA-MARQUEZ
Escritores del «Boom» y sus musas

El periodista colombiano Plinio Apuleyo Mendoza, «viejo amigo» del nobel, presentó «Gabo. Cartas y recuerdos», una reedición de sus aventuras compartidas, a la que sumó la correspondencia entre ellos, con autorización de uno de los hijos que es su ahijado.

La fascinación que causó en Gabriel García Márquez tocar por vez primera la nieve, la incomodidad de la fama al convertirse en un autor de éxito o los desvelos que le causó Cien años de soledad son revelados en Gabo. Cartas y recuerdos, una obra hilvanada por Plinio Apuleyo desde la atalaya de amigo íntimo. Apuleyo Mendoza (Tunja, Colombia 1932) se presenta sin dilación como un «viejo amigo» del premio Nobel, de los que «leían sus manuscritos» antes de que el autor de La hojarasca alcanzase el éxito.

Gabo. Cartas y recuerdos, publicado por Ediciones B en España y Latinoamérica, traza un «perfil muy humano» del célebre escritor, a quien Apuleyo Mendoza conoció a finales de la década de 1940 en un café de Bogotá siendo dos jóvenes aspirantes a periodistas; Gabo solo tenía veinte años, Plinio cuatro o cinco menos. Sin embargo, sería París la ciudad en la que se forjaría su amistad, en los años cincuenta. En la capital francesa volvieron a encontrarse para vivir como amigos una similar aventura en buhardillas, bares y cafés del Barrio Latino.

«Nuestra amistad nació, tres días después de llegar García Márquez a París, cuando le invité a cenar y al salir del restaurante vio el Boulevard Saint-Michel cubierto de nieve», recuerda Apuleyo Mendoza, quien sonríe al evocar la cara «extatica y fascinada» del premio nobel al ver aquel «espectáculo de sueño». Plinio Apuleyo evoca como en aquella época García Márquez, quien fue cesado como corresponsal del diario colombiano «El Espectador» en París, comenzó a «pasar hambre» mientras escribía El coronel no tiene quien le escriba, aunque se negaba a aceptar dinero de los amigos.

En esos años, cuando todos los países de América Latina vivieron dictaduras, los dos amigos decidieron viajar a la extinta Unión Soviética; «el socialismo era un sueño», rememora Apuleyo. Sin embargo, lo que vieron en un periplo, que también les llevó a Alemania Oriental, Checoslovaquia y Polonia, les provocó, precisa el autor con una larga carrera en el periodismo, «un desconcierto grandísimo» regresando «muy desengañados del mundo comunista». «Perdimos la fe, pero cuando surgió la revolución cubana la recibimos cono algo nuevo» en el mundo comunista y en el latinoamericano, precisa Apuleyo Mendoza, quien dirigió en París la revista «Libre», catalizadora del «boom» de la narrativa latinoamericana.

El primer obstáculo en su amistad la pondría, en 1971, el encarcelamiento del poeta cubano Heberto Padilla, aunque no supuso distanciamiento alguno. Cuando llegó el «caso Padilla», dice, casi todos los escritores apoyaron una primera carta de protesta por el proceso contra el poeta cubano que contenía la firma de García Márquez y que fue incluida por decisión de Apuleyo al no localizar al premio nobel. Fue García Márquez quien personalmente le aclaró que él no quería figurar en esa misiva, por ello el propio Apuleyo anunció este hecho a la agencia cubana Prensa Latina en París que lo difundió.

Fidel Castro pidió conocer al escritor colombiano y «hasta hoy son amigos», puntualiza. Y es que Apuleyo piensa que «Gabo no es amigo del comunismo, lo que ha perdurado es una amistad profunda con Fidel», ante quien revela ha intercedido para liberar a escritores, el último de ellos Raúl Rivero, o sindicalistas.

Gabo. Cartas y recuerdos retrata en sus páginas el ejercicio como periodistas en Caracas, Bogotá o La Habana, al tiempo que compartían la misma devoción por la literatura. Con la aprobación de uno de los hijos de García Márquez, Rodrigo, del que Plinio es padrino, el autor ha incluido once cartas inéditas que el premio nobel le envió desde México mientras escribía «Cien años de soledad». «Me contaba sus inquietudes y le preocupaba lo que le decían sus amigos de esta obra», que el pensaba «podía ser una catástrofe o un gran acierto» y que entendía como «un largo poema de la vida cotidiana».

Intimidado García Márquez por la fama, a la que considera «una visitante inoportuna», Plinio Apuleyo recuerda como los amigos de Gabo trataron que tras la concesión del Nobel «nada cambiase» en su trato. El libro, que tuvo una edición anterior en 2002 pero sin las once misivas, incluye una colección de fotografías y en una de ellas Gabo aparece junto a Mario Vargas Llosa, José Donoso y sus respectivas mujeres, en Barcelona.

Una instantánea irrepetible, porque Apuleyo cree que «es tarde» para sellar de nuevo una amistad que, además, duda de que hubiera podido «perdurar» por las diferentes posiciones políticas de Vargas Llosa y García Márquez.

Apuleyo –quien también publicó «El olor de la guayaba», donde recoge sus conversaciones con el nobel colombiano– confiesa no saber a ciencia cierta el estado de salud de Gabo, con quien no habla desde hace dos años.

Fuente: EFE / Mercedes Bermejo

Enlazado desde:

http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/Publican_once_cartas_ineditas_de_Gabriel_Garcia_Marquez_0_852514970.html

Escuchar a los náufragos

Por: Mariano Nava Contreras

EL UNIVERSAL, viernes 26 de octubre de 2012.

Un náufrago es una buena metáfora para el poeta. El hombre que apenas salva su vida asido a un madero mientras todo se hunde. La supervivencia precaria, atada a la esperanza de un incierto rescate. La insularidad rotunda que circunda los días y las noches sin cuenta. Pero sobre todo el silencio, sin más refugio que el diálogo consigo mismo, la palabra interior. Y sin embargo, también el náufrago es el único que ha alcanzado la tierra, el que se salvó. El único que pisa firme mientras todos los demás nos hemos hundido en la tormenta. El que volvió a la necesidad primigenia. El que supo mantenerse a flote sobre el agua oscura y revuelta aferrado a un noble madero: la palabra.

La soledad del náufrago (Bid&Co. editor) es un poco de todo eso. En él, Miguel Marcotrigiano vuelve una y otra vez a los temas que son fundamentales en la poesía: el amor, la muerte, la noche, los afectos. Su tono, íntimo y trascendente a la vez, sabe concitar desde el primer instante la complicidad del lector (Somos de la misma raza / Los pequeños dioses / nos odian en silencio…). Su lenguaje, plástico y vívido, no evade ningún atajo que nos lleve a la sensualidad (Sé que un galope de agua baja por mi espejo y va a refugiarse al filo de tu espalda…), a la expresión desnuda del sentimiento (Vivir lejos / bien adentro de tu sombra). Mención aparte merecen aquellos textos en que el poeta discurre sobre los misterios de la voz, el arte de la palabra, y es que en la mejor tradición de Montejo y de Cadenas, Marcotrigiano no quiere dejar de reparar en el milagro del sonido, los poderes de la dicción y sus ambiguas relaciones con el silencio. Parte de estas reflexiones estarán en prosa:Dura un instante apenas, y ya deja de ser sonido para convertirse en recuerdo de ese sonido. Otras veces son poesía: Maldigo la hora de la voz / Es amargo el momento en que se revelan / los sonidos. En todas, la abrumadora venganza del mundo y sus palabras no deja al poeta otro anhelo: …permanecer sordo / de tanta oscuridad.

A Miguel Marcotrigiano lo conocemos como entusiasta profesor de literatura y poesía venezolana. A comienzos de año lo tuvimos en la ULA hablando de poetas suicidas, una de sus mayores obsesiones. Como estudioso de nuestras letras le debemos su antología Las voces de la hidra. La poesía venezolana de los años 90 (Caracas / Mérida, 2002), y más recientemente De orilla a orilla. Estudios de literatura española y venezolana (Caracas, 2011),  así como su Poesía y suicidio en Venezuela. El caso de Martha Kornblith (Saarbrücken, Alemania, 2012). Como poeta lo conocemos desde los tiempos de su Concierto vegetal a la luz de la luna (Mérida, 1991). Después vendrán De arcanos y otros signos (México, 1994), Dípticos (Caracas, 1995), Esta sombra que nos habita (Caracas, 2005) y Orfandades (Caracas 2011). En 2006 Ediciones Mucuglifo publicó su poesía escrita hasta el año 2005 en Ocurre a diario.

La selección que nos presenta La soledad del náufrago comprende un ejercicio de reescritura de muchos de estos poemas. El mismo poeta nos advierte que «-a veces-» se tornarán «irreconocibles». El resultado es encomiable. Celebro el tratamiento de los motivos, de las imágenes (la noche, el árbol, la muerte), que nos lleva a un Gerbasi, a un Sánchez Peláez. Elogio la limpieza del lenguaje, la facilidad del ritmo, que nos recuerda a Montejo. Admiro la solvencia y esmerada factura de sus textos en prosa, que nos remontan a un Cadenas, a un Ramos Sucre, siempre en la noble estirpe de la gran poesía venezolana. En un tiempo en que ser intenso se ha vuelto mala cosa, Marcotrigiano ha concentrado toda la agudeza y la fuerza de su expresión en cada verso, en la contundencia de cada poema. Sabe que no puede darse el lujo de ser light ni de ser cool en un espacio tan breve como el del texto, en un decurso tan exiguo como el de una vida. Será porque los afectos, los misterios de la existencia, las cosas del decir, no son asunto de modas. Es el secreto de la poesía mayor.

 

Mariano Nava Contreras es filólogo, narrador y académico de la Universidad de Los Andes (Mérida-Venezuela).

marianonava@gmail.com

Escenas

Lovecraft entre nosotros

Francisco Javier Pérez

El Nacional, Caracas, 30 de enero de 2012. Escenas 2.

Lugar común o sello de garantía, la invocación del nombre del raro escritor de Nueva Inglaterra es casi siempre augurio de éxito o asunto de novelería literaria. Está claro que para el magnífico libro El círculo de Lovecraft (Lugar Común, 2011), de Carlos Sandoval, resulta éxito y garantía de ejecución literaria. El autor protege su opera prima narrativa bajo el género de la nouvelle.

Esta modestia es también un ánimo compartido con Lovecraft y sus frecuentes dudas sobre las tareas que ejercía (resulta así cuando el canto es pleno y ajeno a todo falsete escriturario).

Especialista y científico sobre el cuento fantástico y la literatura que en torno al poderoso adjetivo se reúne, algunos de sus libros anteriores, auténticos triunfos de investigación, los dedica a conocer, rescatar y estudiar la materia fantástica de nuestra literatura decimonónica (El cuento fantástico venezolano del siglo XIX, 2000; y Días de espanto, 2000).

De entrada, debe decirse que si bien Lovecraft está presente en este libro no es éste un libro como los de Lovecraft, ni tampoco uno sobre este escritor, aunque se referencien y trajinen a los más venerables santones del culto. Si fuera posible asignarle situaciones filoliterarias habría que decir que es un libro sobre la literatura fantástica venezolana, sobre la literatura de la literatura, sobre lo fantástico en la realidad nacional, sobre escritores ocultos u olvidados (casi siempre en clave de homenaje, como en el caso de Pedro Berroeta), sobre la religión literaria, sobre el influjo (embrujo) de la literatura, sobre bibliofilia (se señala al doctor Arcaya), sobre el vínculo Lovecraft en Venezuela y sus particulares círculos, sobre fantastología y sus sectas, sobre goticismo y, para no prodigar más, sobre nuestro insólito universo caraqueño y venezolano. Todo ello propicia, en seguimiento de las muchas vueltas de este círculo de círculos, que ocupen metraje en el relato los terremotos de Caracas y Cariaco. Para el primero, el texto permite trazar hitos con explicaciones fantásticas muy propias de los caraqueños de ese momento y su crédulo fervor hacia todo argumento acientífico y su asimilación a especulaciones rayanas en la caricatura o el chiste: «Es sabido que las crisis colectivas producen, en tanto mecanismo psicológico para asimilarlas, numerosas anécdotas individuales con visos de anticipación o, en el mejor de los casos, que justifiquen las pérdidas; textos sustentados en pormenores fantasiosos que, por recurrencia, se transforman en sucesos verídicos«.

Un libro (o varios) procura ciertos temas del libro y de la penetración que tienen sobre realidades, tramas de desarrollo del círculo lovecraftiano venezolano. La referencia se concreta en el tenebroso Necronomicón; fija en toda la literatura y crítica del autor de El horror de Dunwich; un grave misterio como el macabro y mortal objeto de papel: «yo caí en el círculo empujado por los detalles que me dio quien menos desea que el tema salga de lo fingido, porque es literatura, porque en tanto se maneje dentro de la ficción todos seguiremos ignorando los hechos». Seguridad de la literatura y amparo de la ficción. El círculo de Lovecraft anuncia el próspero regreso del género fantástico entre nosotros.

Entrevista

Carlos Sandoval: «Uno termina siendo un escritor por la fuerza de la lectura»

Por: Daniel Fermín

El Universal, Caracas, 26 de enero de 2012.

«El círculo de Lovecraft es un libro que quizás provoque rechazo en algunos lectores».

Carlos Sandoval trajo el Necronomicón a Venezuela. Aquel libro ficticio que creó el estadounidense H.P. Lovecraft en uno de sus relatos sirvió de base para la primera incursión en la narrativa del reconocido crítico venezolano. El círculo de Lovecraft, editado por Lugar Común, es un pequeño homenaje a la literatura fantástica.

-¿Se podría decir que su libro es una venezolanización de aquellas obsesiones que persiguen a los autores?

-Sí, lo llamo un divertimento. Es un relato largo que busca hacer de la literatura una suerte de juego. De alguna manera, es un libro sobre la literatura para gente que le gusta literatura. Quizás en algunos lectores provoque cierto rechazo, o cierta lejanía. Quien va a disfrutar más el texto es aquel que conoce la literatura.

-¿Y el que no conozca del Necronomicón también puede disfrutar la novela?

-Sí, porque tiene características de una pesquisa fantástica. Aquel que no conozca espero que se enganche y que trate de indagar por sí mismo qué es eso. Este libro tendrá dos tipos de lectores: aquellos que vienen de la literatura y verán allí unos guiños; y otros que no están tan integrados en el mundo literario, pero que les va a dar curiosidad saber si el Necronomicón existe en el mundo real.

-Un amigo tomó una frase del libro para definirlo: sentí que perdí mi tiempo, necesito leer un cuento de Ribeyro para reconciliarme

-El libro, como todo libro, tiene lectores que les gusta y otros que no. Es lo rico de la literatura: que el lector tenga la posibilidad de hacer su biblioteca mental y decida qué leer. Ojalá que con Ribeyro se reconcilie con la literatura. Que lea Sólo para fumadores, así no caerá en tramas fantásticas.

-Otra cosa: Hay quienes se preguntan quién sería crítico si pudiera ser escritor

-El escritor es todo aquel que utiliza el lenguaje para expresarse. Sea en el periodismo, en el ensayo, en la ficción. Lo que cambia es el sentido que le dan a sus trabajos. Todos somos escritores, la diferencia es el público para el cual escribe y la intención que tiene el texto.

-¿Y ya usted le tomó el gusto a escribir ficción?

-Sí, yo soy un crítico que trabaja la narrativa. Siempre he tenido gusto por la ficción. Lo que pasa es que como crítico soy muy autocrítico. Me cuido más cuando voy a publicar. Seguro en el futuro seguiré explorando la narrativa, pero no sé con qué tanta frecuencia.

-Borges se enorgullecía de lo que había leído, no de lo que él había escrito…

-Es que somos el producto de muchos libros. A uno lo que lo lleva a la escritura es la literatura, la imitación de las obras que le gustan. Yo escribí sobre Lovecraft porque me encanta la literatura fantástica. Uno termina siendo un escritor por la fuerza de la lectura. Todo escritor es un gran lector.

-¿Y todo lector también es un escritor en potencia?

-Creo que sí. A todo gran lector en algún momento se le aparece la necesidad de escribir. Cuando uno lee mucho llega un momento en el que dice ‘pero yo también puedo hacer esto’. Y ahí nace la escritura, resultado de una vida de lector.

-Hay una teoría inversa: sólo aquel que no ha leído suficiente pretende escribir

-Hay quienes creen que para hacer literatura basta la redacción. Toda persona que sepa redactar puede escribir, pero esa obra será menos profunda que aquella resultado de un proceso de decantación sobre el material literario que maneja. Una obra escrita sin conocimiento literario no va a calar. Yo no creo que la literatura, la que trasciende, se pueda escribir sobre la base de la nada.

dfermin@eluniversal.com

Enlazado desde:

http://www.eluniversal.com/arte-y-entretenimiento/120126/uno-termina-siendo-un-escritor-por-la-fuerza-de-la-lectura

válvula en facsímil

Por: Francisco Javier Pérez

 


El Nacional, Caracas, 5 de diciembre de 2011. Escenas/2

 

El estudio de nuestras publicaciones periódicas reporta una de las experiencias más apreciadas en la investigación cultural. Duermen en ellas, tanto del siglo XIX como del XX, gran parte de la producción literaria, científica y de pensamiento, ésa que aún no ha podido entrar abiertamente en el saldo de las mejores consideraciones.

Mucho y bueno de la creación intelectual está aún por descubrirse en las revistas y periódicos venezolanos.

Todo esfuerzo que se haga en la dirección de hacer conocer y de rescatar el patrimonio escriturario será recibido con beneplácito, pues significará un paso al frente en la complicada tarea de conocernos en nuestra literatura y en las ideas que ella motiva.

Son estos algunos de los afectos que se hacen presentes ante la edición facsimilar de la revista Válvula que acaba de aparecer en Mérida bajo el sello de las Ediciones Actual y de un conjunto de instituciones auspiciantes, tales como la Universidad de los Andes, representada por el Instituto de Investigaciones Literarias Gonzalo Picón Febres y la Dirección General de Cultura y Extensión, la Universidad Nacional Experimental de Guayana y su Centro de Investigaciones y Estudios en Literatura y Artes y la Fundación UNEG.

La presentación de la edición ha corrido a cargo de los profesores Roger Vilaín y Diego Rojas Ajmad.

El primer y único número de Válvula apareció en enero de 1928. El copulativo texto «Somos» con el que se inaugura, cuya redacción se atribuye a Arturo Uslar Pietri, señalará el rumbo y destino de las vanguardias literarias en el país y la potencia con las que a partir de ese momento quedan instaladas: «Somos un puñado de hombres jóvenes con fe, con esperanza y sin caridad.

Nos juzgamos llamados al cumplimiento de un tremendo deber, insinuado e impuesto por nosotros mismos, el de renovar y crear. La razón de nuestra obra la dará el tiempo. Trabajaremos, ¡compréndasenos o no! Bien sabido tenemos que se pare con dolor y para ello ofrecemos nuestra carne nueva.

No nos hallamos clasificados en escuelas, ni rótulos literarios, ni permitiremos que se nos haga tal, somos de nuestro tiempo y el ritmo del corazón del mundo nos dará la pauta».

Afectos futuristas y surrealistas se hermanan con los destellos finales del modernismo para gestar una nueva visión de lo venezolano criollo. Se imponen construir una distancia y el trayecto les dará grandeza: «Llanero,/ caballero/ de las tierras estiradas,/ no eres un centauro,/ eres sólo un hombre aguzado hacia el peligro» (Julio Morales Lara).

Idea nueva de la nacionalidad: «A Bolívar no se le deben levantar estatuas./ Debe ser un martirio la cadena del bronce/ para el hombre que era la suprema libertad» (Miguel Otero Silva).

Premoniciones fatales habitan en los espitados: «Venezolanito que ordeñarás tu cielo,/ ¡ten cuidado!,/ no vayan a robarte las estrellas» (Pedro Sotillo). Se publican en sus páginas «El cortesano» de José Antonio Ramos Sucre y «La mujer que no vimos» de Fernando Paz Castillo. Muy singular, el poema «Vocales» de Pedro Rivero: «futurismo/ cubismo/ ángulos entrantes/ y salientes/ proas/ camouflage/ los mástiles de los rascacielos/ hacen cosquillas a los astros».

Felicitamos el acierto y nos congraciamos con su difusión.

Una nueva revista con “literatura para llevar”….

Coroto es……. pura artesanía

 

 

¿Qué sale de mezclar un periodista, un videasta y un economista? Coroto, y no es albur, más bien es testarudez, diversidad, oficio. Y es que lo que más impresiona de este proyecto literario es  que, cuando el amor por la literatura es más grande que la pobreza, no importan vientos ni mareas. “Nos lanzamos al vacío, como kamikazes, a hacer una revista por placer”, bromea Daniel Centeno (DC), periodista venezolano y uno de los tres padres de la nueva revista literaria Coroto que ha nacido en El Paso, Texas.  (@RevistaCoroto)

Por Martín Letona

El primer número de Coroto está en imprenta. Los lectores tendrán en sus manos una interesante propuesta, posiblemente a la altura de un disco de colección, de esos que solo hacen un centenar de copias. Esas páginas están sazonadas con firmas de escritores ganadores del Premio Cervantes; con una exclusiva literaria japonesa que por primera vez verá luz en un medio en idioma español; con piezas memorables de Juan Villoro y Alberto Salcedo Ramos. Otros nombres: Daniel Riera, Myriam Moscona, María Auxiliadora Álvarez, Inma Chacón, Justo Navarro, Diego Paszkowski, Rodrigo Hasbún, Andrés Burgos, Dulce Chacón, Erick Estrada Bellmann, Manolo Campoamor y Ana María Shua.Parir Coroto no ha sido fácil. Los contratiempos que Daniel Centeno y su compañeros colombianos, el videasta Daniel Ríos (DR) y el economista Diego Bustos (DB), han tenido que enfrentar frustrarían al más asceta de los emprendedores. Sin embargo ya preparan un segundo número corotero.

¿Qué significa Coroto y cómo este nombre se relaciona con el sentido que desean dar a su revista?

DC: La palabra Coroto es próxima y tiene que ver con “artefacto”. Es un comodín que remite a un sentido lúdico. Queremos tener en ella “la mejor literatura”, sin importar géneros, pero no deseamos imponer una distancia con el lector. Pese a todos los sufrimientos por los que hemos pasado, esta revista significa un gozo y esperamos que sea lo mismo para la gente que la tenga en la mano.

DB: En la revista cabe cualquier literatura que cumpla con esa característica tan difícil de definir -“que sea buena”-, pero que todos sabemos de lo que estamos hablando cuando nos referimos a ella.

¿Cómo fue que dieron vida a Coroto?

DC: Comenzó así (imitando a Ríos, con acento típico de Medellín, y luego a sí mismo):

−        Tenemozh que hazhcer la reviszhta.

−        No, marico, yo necesito este semestre pa´scribir.

−        No, ¡la hazhcemoszh!, ¡la  hazhcemoszh!

Y, luego, me metí en esta vaina, y no he escrito nada.

(Tanto Daniel Centeno como Daniel Ríos trabajaron juntos entre agosto de 2010 y junio de 2011 como editores de la Río Grande Review, una publicación auspiciada por la Universidad de Texas en El Paso, para los estudiantes del Departamento de Escritura Creativa).

DC: ¿Cómo se hace una revista? Bueno, antes tuvimos plata para hacer la RGR. Ahora estamos en plan cine independiente, pero en esa época era como si hubiésemos contado con el apoyo de Hollywood para pagar los efectos especiales. Ahí tuvimos contacto con escritores, editoriales, diseñadores, imprentas y un par de fundaciones de una manera bastante orgánica. Esa experiencia nos sirve ahora mucho. Por poner un ejemplo, la Universidad Autónoma de Nuevo León, que se interesó en el proyecto de Coroto, asumió la impresión y nos contactó con otros autores. Con ese apoyo solventamos uno de los gastos más significativos de la revista. El Consulado de México en El Paso nos ha ayudado a reunir otras firmas y fondos. El resto de dinero lo hemos conseguido con amigos, en kickstarter.com, y poniendo dinero de nuestros bolsillos. El resto es pura artesanía. Nosotros no tenemos oficina, ni impresora, nada. Cuando la gente vea la revista va a pensar que la pagó el Narco. Pero qué va, fue un We are the world, más bien.

DB: La idea básica es crear una revista que contenga “buena literatura”. Yo creo que el eslogan “literatura para llevar”, habla muy bien de esto: algo que esté siempre disponible para tener una buena experiencia de lectura.

¿Cómo determinan qué es una buena literatura?

DC: Bueno, que esté bien escrita, que no te dé sueño y que te deje algo valioso. Nuestro concepto de literatura es bastante amplio, creo. Anteriormente la revista en la que estuvimos no admitía que una crónica, una entrevista o una semblanza fueran tratadas como géneros literarios. Una vez una joven poeta nos criticó eso con bastante asombro… Ahora, intentamos hacer una revista de lo que nosotros consideramos es buena literatura. Pero eso también depende del punto de vista del lector de Coroto.

¿Cuál es la pretensión que buscan alcanzar con esta revista?

DR: Esta es una revista que privilegia el español porque es el idioma que manejamos los tres. Más que pretensión, lo que buscamos es desarrollar el gusto que nos quedó de la experiencia anterior. Y, modestia aparte, viendo que hicimos una buena labor, ¿por qué no seguir así si pensamos que servimos para esto? Aunque se nos acabe la gasolina o haya menos dinero… Pero ahí estamos. Creo que somos los primeros que, cuando hicimos la entrega de mando de la RGR, ya teníamos la sensación de que la cosa editorial no acababa en ese momento.

Los editores de Coroto aseguran que, en comparación a otros productos literarios que existen en la frontera, su revista se convertirá en un referente obligado de la misma para conocer de primera mano a los autores más representativos de Iberoamérica y de otras tradiciones. Daniel Centeno sostiene que, contrario a sus pares, ellos buscan “firmas ya consolidadas”. Por eso considera que Coroto “es una especie disco de remixes de autores profesionales de los libros, de lo que creemos es lo más excelso de la literatura”. Para Diego Bustos, esta diferencia lejos de ser una desventaja frente a publicaciones ya establecidas en la frontera, como la RGR que lleva 31 años de vida, es una ventaja: “entre todos podemos configurar la escena de El Paso como una ventana a la literatura contemporánea”.

DC: Coroto es un emprendimiento independiente. No hay una universidad o beca que nos respalde al ciento por ciento. Por ahora, sólo somos tres personas a las que nos gusta la literatura y nos lanzamos al vacío, como kamikazes, a hacer una revista por el simple placer de hacerla y hasta estamos poniendo dinero de nuestro bolsillo.

DB: Aun así, publicamos a dos premios Cervantes: Antonio Gamoneda (2006) y Juan Gelman (2007).

DR: Tenemos una parte de traducción donde colocamos un texto de Johnathan Coe y un cuento de Ryunosuke Akutagawa (1892-1927) -que por primera vez se presenta en español- y que es una de las estrellas de la literatura japonesa del siglo XX.

DB: Eso beneficia a los lectores de esta parte del mundo, porque nadie conocía este texto en español de Akugatawa sino hubiera sido por la traducción que Coroto presenta hoy.

¿Buscan convertirse en una revista elitista?

DC: Queremos una revista que premie la creación y el arte. Ya habrá una cabida bastante justa de algo académico, pero que gire en torno a la literatura. Queremos que esta revista gratuita se convierta en una muestra de democracia literaria. Ya sea por la selección de textos que hemos hecho o porque estamos regalando literatura de la buena. Presentamos a un grupo de personas que, si las compras por separado, te podrían costar entre 80 y 150 dólares en libros. Por eso me parece que esto es como si Coroto te regalara un compacto con una selección con la que, de repente, más adelante te puedes hacer seguidor de uno o de todos los escritores de la revista.

 ¿No habrá espacio para escritores nóveles en Coroto?

DR: En este número hay unas firmas nuevas: Manuel R. Montes, Nerea Dolara Hernández y Bárbara Mingo Costales, porque sus textos cumplían con la calidad deseada. Supongo que ese es el premio de la gente que está comenzando: haber pasado los filtros para llegar a figurar con el resto de escritores.

DC: No sé si después nos volvamos una especie de caza talentos y descubridores. Ojalá.

¿Qué tipo de contenido tendrá entre manos el lector de Coroto?

DR: El lector encontrará un dossier dedicado al “fin de la inocencia”, ilustraciones, fotografías, crónicas, poesía, cuentos, fragmentos de novela, reseñas, ensayos, traducciones y entrevistas.

DB: Los títulos de las secciones tampoco serán los acostumbrados: El Mentidero, será la sección de ficción; la de poesía, A puro verso; la de crónicas, La pura verdad; la de traducciones, Casa Babylon; la de las ilustraciones y fotos, Sala de Paso; y otra de trabajos más inclasificables que se llama Corototeca.

DC: La primera meta que nos pusimos era que esta revista no se pareciera a la RGR que ya hicimos, físicamente hablando. Esa fue la misma decisión que tomamos cuando se nos encargó el proyecto de la RGR en UTEP: que se diferenciara de sus predecesoras. Eso lo logramos creando un diseño muy particular, bonito, ordenado. Estas son las mismas características que queremos destacar en Coroto. Una cosa que sí queremos rescatar de nuestro antiguo proyecto es la distribución de la revista: depositarla donde quiera que vayamos. Haremos distribuciones muy particulares, esas que se mandan a escritores, editoriales o similares, dentro y fuera de Estados Unidos; aunque claro, para eso también se necesita un dinero que estamos buscando como locos.

¿Si los lectores se quieren subir a este proyecto, cómo lo pueden hacer?

DR: A través de kickstarter.com, donde pueden hacer donaciones a nuestro proyecto. El dinero no lo darán de gratis. Por ejemplo, si nos donan un dólar, les haremos un agradecimiento público a través del Facebook y del sitio web. Por $15, se harán acreedores a una copia de la revista. Por $25, un separador, una calcomanía y la revista. Por $50, salen sus nombres publicados en la revista y también les enviamos un ejemplar. Por $100, les mandamos su revista con una portada personalizada. Hasta ahora, a punta de amigos y familia, hemos recolectado cierta suma, que desde luego servirán para pagar a la diseñadora, que consideramos del equipo y que es la única que cobra “simbólicamente”: Miriam Luque, la cuarta corota. También nos pueden buscar para informarse mejor de las donaciones en Facebook, Twitter o en revistacoroto.com.

¿Dónde piensan hacer el lanzamiento oficial de la revista?

DR: El primer sitio será en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara adonde Centeno irá a presentar su libro. La podrán encontrar en el aparador de la Universidad Autónoma de Nuevo León. El 20 de diciembre se presentará en Medellín, Colombia. También fuimos invitados a San Luis Potosí, México, en mayo del próximo año, para ir a presentar Coroto y hablar de la labor de edición. En mayo o abril visitaremos la librería McNally Jackson de Nueva York. En marzo quizás inventemos algo en Chicago. De repente, se arma una cosa en El Paso. No me extraña que Monterrey nos prepare otra movida más adelante. El segundo número es probable que se presente en Japón, porque será dedicado a las letras niponas y editado por el escritor Ednodio Quintero, pero dudo que estemos presentes… A menos que aparezca un samurái muy desprendido.

¿Cómo se sienten ahora que la revista está lista?

DC: Sí se acerca mucho a lo que esperábamos, pero el tema es que uno nunca puede ser conformista. Queremos una revista al estilo de los Beatles, quienes en cada disco superaban al anterior. Pese a todo, estoy seguro de que si le preguntas a Paul McCartney, él te va a decir que los trece álbumes que sacaron son buenos y los ama con la misma fuerza. Queremos que Coroto sea así.

Más sobre Corotohttp://www.revistacoroto.com/

Martín Letona (San Salvador, El Salvador, 1980) es un escritor y periodista freelance radicado en El Paso, Texas. Trabajó como
reportero multimedia en Contrapunto.com.sv, El Faro.net, La Prensa Gráfica y Clic.org.sv. Es becario del Bilingual MFA Program in Creative Writing de la Universidad de Texas en El Paso.

Dejó de ser secreto nacional la obra de Roberto Martínez Bachrich

El escritor estará presente en la FIL el 29 de noviembre.
Durante la feria en Guadalajara se discutirá el trabajo de 25 autores desconocidos fuera de su país

Por: Michelle Roche Rodríguez
mroche@el-nacional.com

El Nacional, Caracas, 21 de septiembre de 2011.

Roberto Martínez Bachrich pasó toda la mañana de ayer haciéndole unos exámenes a su adorado perro Napo y, como estaba en el veterinario, no recibió el correo desde México ni vio la fiesta que armaron sus amigos en Facebook al enterarse de que su nombre estaba en la lista de Los 25 Secretos Mejor Guardados de América Latina.

Con la reunión de este grupo de autores, los organizadores de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara ­que este año conmemora cinco lustros­ buscan que la narrativa trascienda las fronteras entre los países de la región, para dar a conocer la obra de figuras comprometidas con el arte de la escritura desde el golfo de California hasta la Patagonia.

El objetivo es hacerlos visibles para los 200 agentes, los casi 2.000 editores, así como para las centenas de profesionales del libro que asisten anualmente a la feria. Un antecedente reciente de esta reunión de escritores latinoamericanos que dio buenos frutos ocurrió en Bogotá 39, un evento que formó parte de las celebraciones de Bogotá Capital Mundial del Libro 2007, que presentó a cuatro decenas de jóvenes autores en castellano y que contribuyó a difundir la obra de Andrés Neuman, Jorge Volpi y Santiago Roncagliolo, así como la de los venezolanos Slavko Zupcic y Rodrigo Blanco Calderón.

La batalla de Martínez Bachrich. El autor de Las guerras íntimas (Lugar Común, 2011) es el único venezolano que figura en el grupo integrado por narradores de 15 países de la región con más de un libro publicado y sin difusión fuera de sus naciones. Las actividades con estos autores incluyen 5 mesas de diálogo, en las que cada uno expondrá sus intereses.

El martes 29 de noviembre, a las 7:00 pm, le tocará el turno al escritor nacido en Valencia en 1977. Participará en una actividad junto con Fabián Casas, Andrés Burgos, Miguel Antonio Chávez y Carlos Oriel Wyntermelo, y los presentará Andrés Neuman.

«Es un honor y una gran alegría ser parte de este proyecto. Poder estar varios días en un lugar tan hermoso y pleno como Guadalajara, poder compartir con gente como uno, desconocidos que están, que estamos, de cabeza en la escritura es algo que me entusiasma enormemente», señaló Martínez Bachrich, que lamentó que no hayan sido incluidos otros compatriotas.

En la página web del evento (www.fil.com.mx/25/) se destaca el interés que tiene el autor de Desencuentros (1998) y Vulgar (2000) por los universos íntimos, domésticos, y en hurgar cómo en lo cotidiano surge, de golpe, una situación límite.

«Este bello gesto de reunir a 25 de los `secretos’ mejor guardados de Latinoamérica pasa por develar, un poco, esos `secretos’, por despejarlos, por, si se quiere, quitarles, quitarnos, algo de ese noble rango de `secretos’. Y, ahora que lo pienso, eso de ser un secreto es muy cómodo. Le permite a uno trabajar en la penumbra, cosa que se agradece. Supongo que, por naturaleza, haré todo lo posible para que eso no cambie demasiado», expresó Martínez Bachrich, cuya próxima publicación será un ensayo sobre la vida y obra de Antonia Palacios titulada Tiempo hendido, con la que obtuvo el Premio Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana en 2010.

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Coetzee subtitulado en español

Por: Nelson Fredy Padilla

  El Espectador (Bogotá, 17 de septiembre de 2011)

 

El enigmático Nobel de Literatura estuvo en Chile y Argentina y se ha acercado a Colombia a través de la obra de García Márquez.La noticia literaria de la semana: John Maxwell Coetzee está vivo y reapareció no en Sudáfrica sino en Suramérica. El asocial premio Nobel de Literatura 2003, quien se declaró muerto en su última novela, Verano, participó, tan frío y cortante como siempre, el martes en el seminario “La Ciudad y las Palabras”, en Santiago de Chile. 

Con 71 años de edad y buena salud, llegó con el compromiso de que le garantizaran “privacidad” y lo alejaran del acoso de los periodistas. Segunda sorpresa: habló en español, el idioma que exploró para leer a fondo a García Márquez y para criticarlo por su último libro, Memoria de mis putas tristes.

Dijo el martes (13 de septiembre de 2011) en la lengua a la que también se acercó por la poesía de Neruda: “Señoras y señores, quiero dar las gracias a la Universidad Católica por la invitación. Nunca antes había estado en Chile, este hermoso país”. Concreto y eficaz como su prosa, explicó ante un auditorio emocionado: “Voy a leer dos piezas cortas. No son exactamente relatos, no tienen estructura dramática, pero tampoco son ensayos ni son autobiográficos”. El primero, Una casa en España. “No tengo una casa en España”, aclaró antes de empezar a leer en su inglés británico la historia de un veterano hombre solitario, como él, que compra una casa centenaria en la costa de Cataluña, con la cual termina estableciendo una relación muy personal. Concluyó: “una forma de matrimonio entre un hombre que está envejeciendo y una casa que ya dejó de ser joven”.

El segundo texto lo tituló La granja y, por lo que se sabe de Coetzee, tiene que ver con su raíces sudafricanas, tema que subyace en todos sus libros porque convivió con las consecuencias del colonialismo, con el apartheid, con “el abismo” entre negros y blancos. En la lectura volvió a su desértico “edén perdido”, en inmediaciones de Cape Town, ya tan universal como Macondo. El narrador es un hombre que puede ser él evocando la niñez en aquel lugar mágico, transformado hoy en foco de turismo rural.

Un asistente contó que fueron 45 minutos de lectura y cinco minutos de aplausos. Coetzee agradeció de nuevo, pero no aceptó preguntas. Tercera sorpresa: accedió a firmar libros, se calcula que unos 300. Gran privilegio teniendo en cuenta que no se presenta en público y ni siquiera ha acudido a recibir dos veces el Premio Booker de literatura inglesa por Desgracia (1999) y Vida y época de Michael K. (1983).

El martes saludaba en español, preguntaba el nombre y estampaba el autógrafo. No estuvo hosco ni arrogante, como algunos esperaban, sino parco y complaciente. Luego dedicó tres días a conocer Chile, incluida la Isla Negra de Neruda. Hubiera querido conocer la Isla Robinson Crusoe, porque el náufrago de Defoe obsesiona a Coetzee (le dedicó el discurso del Nobel). Pero no había tiempo y dos semanas atrás murieron allí 21 personas cuando el avión no pudo aterrizar por mal tiempo. Prefirió pasar a Argentina y este fin de semana fue la atracción en el cierre del Tercer Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires.

No es casual este paseo del Señor C, como se representa en el protagonista de Diario de un mal año. Ahora es uno de los escritores que más venden en Latinoamérica, junto a Vargas Llosa y García Márquez. En Colombia, según cifras de su sello editorial Random House Mondadori, vendió hasta el mes pasado 23.509 libros, siendo un autor más de culto que comercial. Es lectura obligada y recurrente en los círculos literarios. El 31 de agosto pasado la Universidad Central realizó un encuentro sobre su obra en Bogotá y llenó el Teatro México con estudiantes de escrituras creativas y seguidores de la extensa obra de “uno de los mayores racionalistas de la prosa”, como lo define el escritor mexicano Juan Villoro.

Otro novelista mexicano, Jorge Volpi, ha estudiado la narrativa de Coetzee y en la Feria del Libro de Bogotá recomendó leer y releer Verano, elegido el libro del año en 2010 por la revista literaria Babelia, de El País de España. Tienen razón. Ratifica la técnica innovadora que demostró en obras como Diario de un mal año, donde los ensayos de un escritor australiano sobre el mundo actual (Coetzee se nacionalizó en ese país en 2006 y casi no sale de Adelaida, donde enseña literatura en la universidad local) se superponen a una novela clásica que relata, con estilo de contundentes pies de página, la caótica historia de amor entre el viejo autor y una joven vecina.

Verano es otra novela experimental, un autoflagelante juego inspirado en Esperando a Godot de Beckett, otro de los padres literarios del escritor. Coetzee ha muerto y un joven periodista inglés llamado Vincent intenta armar una biografía del Nobel, centrado en la que considera su época menos conocida, cuando regresó a Sudáfrica en 1971 hasta su reconocimiento público en 1977, es decir, mientras se habituaba y se resignaba a ser escritor.

Arma la estructura del libro a partir de los cuadernos de notas del autor que ponen en escena la atmósfera de la Sudáfrica de ese tiempo. Al final de cada fecha aparece un añadido en letra cursiva de supuestas notas de diarios personales escritos 25 años después, cuando Coetzee pensaba en su tercer libro de memorias, que se sumaría a las novelas autobiográficas en tercera persona Infancia (1998) y Juventud (2002). Esta última fundamental para entender su formación literaria y el miedo a la mujeres.

Las cursivas de Verano empiezan a perturbar al lector con la relación de Coetzee con su padre: “A desarrollar: la reacción de su padre a los tiempos comparada con la suya: sus diferencias, sus (primordiales) similitudes”. Las titula “pregunta”, “a explorar”, “precaución”, hasta meter al lector en una historia con refinada técnica de caja china. Siembra al tiempo la duda sobre que incluso sus escritos privados pueden ser ficcionales.

Valoradas las pistas de Coetzee, el investigador prefiere las fuentes testimoniales, las reduce a cinco y procede a entrevistarlas. Primero a Julia Frankl, con la que sostiene un diálogo de 60 páginas sobre su amantazgo con él estando ella casada. Un tratado del mal amante con episodios extremos como él pidiéndole que hagan el amor al ritmo del quinteto de cuerdas de Schubert. “Eso, me parece, le dice todo lo que necesita saber sobre John Coetzee. El hombre que confundió a su mujer con un violín. Que probablemente hizo lo mismo con todas las demás mujeres de su vida: las confundió con uno u otro instrumento, violín, fagot, timbales… tan bobo, tan separado de la realidad, que no podía distinguir entre tocar a una mujer como si fuese un instrumento musical y amar a una mujer. Un hombre que amaba de manera mecánica. ¡Una no sabe si reír o llorar!”. La comedia del absurdo. Ella, una vez se separó, pudo haber sido la mujer más importante en la vida de Coetzee, pero mientras pasaban la última noche juntos él se despierta, la ve, vuelve el miedo y huye en la oscuridad. Ella no lo recuerda como un príncipe azul, sino como “una rana”. Una novela dentro de la novela en género de entrevista. Reitera lo que concluyó en Juventud: “hay que resistirse a las mujeres incluso cuando se las ama”.

Julia también reconstruye la personalidad del escritor y del padre: “solitarios, socialmente ineptos, reprimidos, en el sentido más amplio de la palabra”. Experta en literatura alemana, cuenta que Coetzee “no era humano, no lo era del todo” y que su obra se funda en su decisión de “bloquear los impulsos crueles y violentos en todos los aspectos de su vida, incluida su vida amorosa, y canalizarlos en su escritura” como “ejercicio catártico interminable”.

Las siguientes entrevistas insertadas como capítulos incluyen a Margot Jonker, la prima más cercana al autor. Una descarnada radiografía de la familia Coetzee, con una interesante mezcla de primera y tercera personas, descripciones y diálogos, y hasta cruces de cartas. La fuerza de las “revelaciones” atrapa al lector y lo hace cómplice del rompimiento del pacto que el biógrafo tenía con esta mujer para no publicar la versión tal y como se lee. Entre líneas Coetzee se enfrenta al conflicto de si cuidar o abandonar a su padre “en medio de ninguna parte”, parodiando su novela del mismo nombre sobre las cicatrices del colonialismo en la condición humana sudafricana.

El amor latino de Coetzee, presunto y platónico, se condensa en la charla con Adriana Nascimento, una brasileña, maestra de danza. La mujer queda viuda, él intenta conquistarla con “poemas oscuros”, pero es María Regina, la hija de ella, quien se enamora de los poemas y de él. Una cita basta para captar la fuerza narrativa: “deja de obligarme a humillarte. ¿No ves que te detesto?”. Mientras para el biógrafo Coetzee es un gran escritor, su héroe, para ella “no es nada y no fue nada, tan sólo una irritación”. El literato que no sabía nada de mujeres termina reivindicado gracias a que Adriana contrapregunta a Vincent para saber qué tan buena es la obra de Coetzee.

Un maestro de literatura, Martin, rompe el matriarcado al conceder una entrevista sobre el Coetzee al que le ganó en Ciudad del Cabo un puesto de profesor adjunto. Parece intrascendente, pero vuelven las cursivas del autor para juzgarse como profesor de secundaria y de universidad. El colega lo considera poco notable, porque sabía mucho de todo sin especializarse en algo. Además, era rígido y formal, “un inadaptado” entregado en ese momento a los novelistas rusos del siglo XIX (El maestro de Petersburgo es su homenaje a Dostoievski), a la historia del surrealismo en Latinoamérica, a enseñar poesía a partir de los versos “exuberantes y expansivos” de Neruda, de “su reacción ante la injusticia y la represión”. Más que escritor y profesor hubiera preferido ser un simple bibliotecario.

En contradicción -y esa es la fuerza del libro y la palabra para definir la vida y obra de Coetzee-, su perfil académico es defendido por Sophie, profesora francesa en la Universidad del Cabo, diez años menor y de la que se enamora cuando los dos ofrecen un curso de literatura africana. Otra mujer casada que se aventura con este raro hombre, termina separada y defraudada sentimentalmente de él. “Le agradezco haberme salvado de un mal matrimonio”. Conocedora del Coetzee izquierdista y de parte de su obra, porque le perdió interés “por fría, fácil, sin pasión para ser gran literatura”, advierte: “así le hayan dado el Nobel, no era un ser excepcional, aunque sí inteligente y culto”.

Verano se cierra con fragmentos del cuaderno de notas del novelista, sin fecha y en tercera persona. Describe el reencuentro con su padre, un contador enfermo de 65 años. Juntos, sin amigos, intentan rehacer su relación a partir de un repaso a su vidas y a sus personalidades. El hijo fracasado no sabe qué hacer con él.

Hay que leer a Coetzee, a todo Coetzee, para disfrutar de la ambigüedad y los desenlaces de la buena literatura porque, como en Esperando a Godot, en Verano nunca se llega a saber quién es realmente el Coetzee que merodea por estos días nuestra vecindad.

García Márquez según el Nobel sudafricano

Un ensayo de Coetzee sobre Gabriel García Márquez fue publicado en 2006 por The New York Review of Books, a propósito del último libro del Nobel colombiano, Memoria de mis putas tristes. Califica de “inquietante” el territorio que explora la obra en “términos morales”, pero lo critica con dureza: “Hay indicios de que no está seguro de cómo manejar la historia de la joven”. Advierte sobre “los paralelismos” que hay entre esta narración y El amor en los tiempos del cólera. “Son tan llamativos que es imposible ignorarlos”. Para él Memoria es “una suerte de suplemento” de la otra novela y discute el final abrupto. Concluye: “No es un gran logro. Su insignificancia no es sólo producto de su brevedad”, comentario que aprovecha para reconocerle sobrados méritos a Crónica de una muerte anunciada, “una clase magistral vertiginosa sobre cómo pueden construirse múltiples historias —múltiples verdades— para dar cuenta de los mismos hechos”. Declara a Gabo “el discípulo más devoto de Faulkner” y lo ubica en “la tradición del realismo psicológico” más que en la del “realismo mágico”.

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Réquiem por Oscar Sambrano Urdaneta,

la autoridad de voz ecuánime

El dos veces ministro de Cultura fue miembro activo de la Academia Venezolana de la Lengua

Por: Michel Roche Rodríguez
mroche@el-nacional.com
El Nacional, Miércoles 15 de junio de 2011, p. Cultura-4

Ayer amaneció con una mala noticia: el fallecimiento de uno de los intelectuales más completos que habitaba estos días complicados y de tristes divisiones en la cultura venezolana, Oscar Sambrano Urdaneta.

Cardiópata desde hace años, ingresó el fin de semana en al Centro Médico La Trinidad con un coma diabético, cuadro que tuvo su trágico desenlace ayer. El país perdió a un acucioso investigador literario, un importante gestor cultural y un académico ejemplar. El entierro será hoy, a la 1:00 pm, en el Cementerio del Este.
En la esfera pública, se desempeñó como gerente desde muy temprano en su carrera y ocupó puestos como los de director de Cultura del Ministerio de Educación y presidente del Consejo Nacional de la Cultura, ente que dejó de existir en 2008. Además, fue ministro de Cultura en los dos períodos de Rafael Caldera. En la esfera privada, se dedicó a las aulas y a la silente crítica literaria, en la que destacaron sus estudios sobre Andrés Bello, Julio Garmendia y Fernando Paz Castillo, entre otros nombres importantes de las letras del país.

Público y privado.

Hasta el momento de su muerte, Sambrano Urdaneta fue uno de los miembros más activos de la Academia Venezolana de la Lengua, de cuya junta directiva fue presidente en dos períodos consecutivos, entre 2004 y 2006. También se le conoce por ser, junto con Alexis Márquez Rodríguez y Blas Bruni Celli, uno de los impulsores de la renovación de esa institución, proceso que vio frutos recientemente, cuando se juramentó la nueva junta directiva, presidida por Francisco Javier Pérez y llena de sangre joven y de propuestas novedosas para el estudio del idioma.
Hoy parece que pasaron siglos desde la época en la que el intelectual se ocupó desde el Gobierno de la gestión cultural nacional. Sin embargo, apenas ha transcurrido poco más de una década. Cuando la llamada Revolución Bolivariana llegó al poder, Sambrano Urdaneta era uno de los miembros centrales del aparato institucional de la cultura venezolana. No sólo fue ministro de Cultura en dos oportunidades, sino que presidió el Conac entre 1994 y 1999, en medio de las tormentas presupuestarias más graves que había afrontado el sector hasta 1998. Luego, el mal clima no amainó: Oscar Sambrano fue uno de los destituidos por Hugo Chávez en la cadena presidencial de 2001 en la que anunció la revolución cultural. Entonces lo separó de la dirección de la Fundación Casa de Bello, institución a la que estuvo vinculado desde 1977.
Nacido en Boconó, estado Trujillo, en el año 1929, Sambrano Urdaneta comenzó a interesarse desde muy joven por las letras. En 1946 se mudó a la capital para estudiar en el liceo Andrés Bello y comenzó a publicar artículos sobre literatura en los principales periódicos del país, entre ellos EL NACIONAL. Desde 1955 mantuvo un ascenso constante en la profesionalización intelectual.
Ese año se graduó del Instituto Pedagógico de Caracas como profesor de Literatura y Latín y cuatro años después era director de la Revista Nacional de Cultura. Y ese fue sólo el principio.

Inédito de inéditos

La Academia Venezolana de la Lengua publicará a finales de año Obra completa de Julio Garmendia, el máximo tributo de Oscar Sambrano Urdaneta a la obra del larense. Allí reúne las publicaciones La tienda de muñecos (1927) y La tuna de oro (1951) con textos inéditos como La motocicleta selváticaLa hoja que no había caído en su otoño y Opiniones para después de la muerte. Sambrano Urdaneta escribe el estudio preliminar, Blas Bruni Celli firma el prólogo y Rafael A. Rivas la bibliografía del libro de casi 800 páginas. El académico fue albacea de los textos del escritor, por decisión de su viuda. Con Del ser y el quehacer de Julio Garmendia ganó el Premio Municipal de Literatura en 1982.

Cultura

La sencillez de Oscar 

 

Por Argenis Martínez

Entre Oscar Sambrano Urdaneta y la realidad venezolana sólo hubo un propósito inicial y definitivo, con el cual soñó y por el cual debería ser recordado: su amor por el hacer de la cultura en sus distintos, hermosos y a veces amargos escenarios. Arribó de las montañas andinas con una ambición a cuestas, ser un sensato profesor de literatura y, a la vez, testigo de todos los movimientos y corrientes literarias que se trasladaban, entre conversación y diatribas, en una Caracas en la cual la cultura era un espacio aparte con dispositivos etéreos que impedían la incursión de los extraños y de los recién llegados.

Era el hijo ausente de nadie porque llegó solo y en busca de un espacio que ya estaba abrumadoramente ocupado. Y sin embargo, con la modestia y el trabajo constante, aconteció lo que era de esperarse: no sólo escribió un manual sobre apreciación literaria (que sigue viviendo sorprendentemente entre los liceístas de hoy), sino que lo hizo en un momento en que el país era sacudido por las vulgares batallas civiles y armadas más violentas del siglo XX.

También hizo de la crítica literaria y de la reflexión de lector acucioso su disciplina principal, y apaciguó, con su tono amable, un campo de batalla que muchas veces ocultaba la verdad de la literatura.

En lo personal debo decir que lo quise expresamente no sólo por su disposición a escuchar y conversar, por su mano abierta y su mirada sincera, por la extrema calidad de su amistad, por la transparencia de su alma.

Lo quise por su dulce sencillez tan venezolana, que negaba siempre la vulgaridad de los enfrentamientos.

Y en eso tenía y tendrá toda la razón.

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Convocan el Premio de Poesía
Eugenio Montejo

Departamento de Información y Medios
Junio, 2011

La editorial Equinoccio, de la Universidad Simón Bolívar abrió el 5 de junio la convocatoria al I Premio Equinoccio de Poesía Eugenio Montejo.

En el Premio, que se convocará cada dos años, podrán participar autores de cualquier edad, venezolanos o extranjeros residenciados en el país.

Según las bases, las obras deben ser escritas en español, rigurosamente inéditas, que no se hayan presentado a otro premio y cuyos derechos no hayan sido cedidos a ningún editor.

La convocatoria se abrirá el 5 de junio y culminará el 5 de octubre de 2011, mientras que el veredicto se dará a conocer el 30 de noviembre de este año.

El premio es único e indivisible y consiste en Bs. 10.000,00, además la obra ganadora se publicará en la serie Poesía de la colección Papiros de Equinoccio.

Bases del Premio

La Editorial Equinoccio de la Universidad Simón Bolívar anuncia la convocatoria a participar en I Premio EQUINOCCIO de Poesía Eugenio Montejo que se realizará cada dos años.

1. Podrán participar autores de cualquier edad venezolanos o extranjeros residenciados en el país.

2. Las obras deben ser escritas en español, rigurosamente inéditas, que no se hayan presentado a otro premio y cuyos derechos no hayan sido cedidos a ningún editor.

3. Las obras deberán presentarse en letra Times New Roman/12; por una sola cara, a doble espacio, en tamaño carta. La extensión del poemario será de 50 hojas como mínimo.

4. El premio es único e indivisible y consiste en DIEZ MIL BOLIVARES FUERTES (Bs. 10.000,00) y la publicación de la obra galardonada en la serie Poesía de la colección Papiros de Equinoccio. Será potestad del jurado otorgar menciones honoríficas.

5. El jurado estará integrado por reconocidos escritores, cuyos nombres serán dados a conocer oportunamente.

6. El Premio queda abierto a partir del 5 de junio, fecha en la que se abrirá el lapso para recepción de los materiales hasta el 5 de octubre de 2011. El veredicto se dará a conocer el 30 de noviembre de 2011.

7. Los trabajos se presentarán por cuadruplicado. Junto a la versión impresa se deberá entregar un archivo digital en formato Word debidamente copiado en un CD.

8. Los trabajos se firmarán con seudónimo. En sobre cerrado adjunto se incluirá la plica de identificación del autor con  su nombre, domicilio, número telefónico, dirección de correo electrónico.

9. Dirección de envío:

Universidad Simón Bolívar, 1º piso del Edif. Comunicaciones: Editorial Equinoccio, I Premio Equinoccio de Poesía Eugenio Montejo, Sartenejas, Caracas, Venezuela. Telf.: 212 9063162

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Ricardo Piglia
ganó el Premio Rómulo Gallegos

 

En Blanco nocturno,  el autor se vale del drama para retratar a su país antes del tercer gobierno de Perón

MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ/ El Nacional, Caracas, 3 de junio de 2011.
mroche@el-nacional.com 

Ricardo Piglia se toma casi una década entre un libro y otro, pero cada vez que publica marca un hito en la cultura hispanohablante. Su novela Blanco nocturno (2010) acaba de ganar ­por decisión unánime del jurado­ el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos en su decimoséptima edición, después de haber sido aclamada en los países iberoamericanos.

El anuncio lo hicieron ayer, en la sede del Celarg, el presidente de la fundación, Roberto Hernández Montoya; la viceministro para el Desarrollo Humano del Ministerio de Cultura, Sanibeth Rivas, y los miembros del jurado: el venezolano Freddy Castillo Castellanos, la mexicana Carmen Bullosa y el colombiano William Ospina, ganador de la convocatoria la edición pasada con El país de la canela.

Los intelectuales coincidieron en señalar que en esta edición hubo «una cosecha espléndida» y que las obras muestran la calidad y la diversidad de lo que se produce en la lengua española.

Al periódico Clarín de Argentina, el autor le declaró que se sentía halagado por el galardón y que celebraba que Venezuela mantuviera la tradición de este premio.

Negro drama. La novela editada por Anagrama en septiembre de 2010 comienza con la muerte del gigoló puertorriqueño Tony Durán, que pretendía a las gemelas Sofía y Ada Belladona ­»hijas y nietas de los fundadores del pueblo», como se lee en la obra­ en una provincia argentina antes del tercer gobierno de Juan Domingo Perón, en 1973.

Su tema es la traición, no sólo la familiar y política, sino a los propios ideales más íntimos, y la telaraña de intrigas que se teje alrededor de esto. Piglia reescribe en Blanco nocturno los postulados de la novela negra, con la que trasciende el esquema tradicional hasta darle profundidad dramática a la decisión de cada uno de sus personajes.

Uno de los aciertos de la obra es cómo se entreteje la historia de la familia más rica del pueblo con la intriga policial.

La imagen del hombre ­Luca Belladona, que hace lo posible por mantener su fábrica de automóviles a pesar de todos­ enfrentado con el sistema policial es una metáfora de las diatribas individuales con el sistema político.

«El complot es hoy la estructura de percepción del sujeto individual del mundo social.

Las grandes crisis económicas producen tragedias en los individuos que ellos mismos no entienden y eso les parece un mundo oscuro, por lo que imaginan un complot destinado a destruirlos personalmente», dijo el autor a El Nacional durante la FIL Guadalajara de 2010.

El libro Blanco nocturno también obtuvo el Premio de la Crítica Española a la mejor novela publicada el año pasado.

Como parte del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, las editoriales del Estado publicarán en los próximos 2 años 20.000 ejemplares de la obra.

Bibliografía esencial

Ricardo Piglia nació en 1941 en Adrogué, Argentina. 

Es profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Princeton. En 1967 apareció su primer libro de relatos, La invasión, premiado por Casa de las Américas. 

En 1975 publicó Nombre falso, otra colección de textos que se ha traducido al francés y al portugués. Su primera novela fue Respiración artificial (1980); doce años después editó La ciudad ausente y un lustro más tarde Plata quemada, con la que ganó el Premio Planeta por decisión unánime del jurado, que estuvo integrado por los escritores Augusto Roa Bastos, Mario Benedetti, Tomás Eloy Martínez y María Esther de Miguel.

Los textos más experimentales y en los cuales se define como un gran lector ­lo único de lo que en verdad le gusta presumir­ son los más cercanos al ensayo, como Crítica y ficción (1986); Formas breves (1999), que fue galardonado con el primer Premio Bartolomé March a la Crítica en España, y El último lector (2005).

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Juan Carlos Méndez Guédez: El Libro de Esther
Por: R. J. Lovera De-Sola


Entre nuestros nuevos novelistas se encuentra Juan Carlos Méndez Guédez (1967), cuya segunda novela es El libro de Esther. (1999,2ª.ed.Caracas: Relectura, 2011. 122 p.). Méndez Guédez pertenece a la diáspora literaria venezolana actual, vive en Madrid. Méndez Guédez es otro escritor en formación, con vocación literaria legítima, que si persiste, fantasea y corrige mucho un día nos dará una nítida cosecha creadora. Es miembro de la cuarta generación literaria nuestra que esta columna recibe, analiza con gusto, estimula sin disimulo.

Pero vayamos a su primera novela, El libro de Esther, ficción de formación, historia de una adolescencia: “Quizá toda la energía de mi existencia reposa en ese pasado. En el verdadero: Esther, el liceo, esas tardes soleadas. En el que configuraron mis manos, mis rumores” (p.179). Pero a la vez historia del primer amor vivido un día, perdido en otra jornada, el deseo sentido ahora de recuperado mediante la escritura, que aquí es rememoración, casi elegía.

Es esta la crónica de amores de liceísta (p.169). La presencia de Esther, con quien desea volver para vivir, para con ella pasar horas “deliciosas, magníficas, tiernas e intensas” (p.120).

Es esta también la historia también de un joven quien desea ser escritor, el cual recreando su propia adolescencia escribe su libro inicial, de allí sus reflexiones sobre la escritura. Sobre ella anota: “Quizá ocurre que hay actos que se impregnan de desmemoria y al volver sobre ellos creemos descubrir algo que siempre ha estado allí, esperando” (p.96). Por ello hay que escribir, como dice en San Juan (Capítulo I, versículo1): “en el principio existía la palabra” como lo traduce la Biblia de Jerusalén (Bilbao: Desclée de Brouwer, 1992, p. 2431).

Y por ello también que aquí hay numerosas referencias a Piedra de mar 1968), la novela de la adolescencia por excelencia de nuestras letras, escrita por Francisco Massiani (1944). Así Corcho, su protagonista, es Dédalo que lo conduce por el laberinto. Pero el creador está también fascinando por La última mudanza de Felipe Carrillo (1988) del peruano Alfredo Bryce Echenique (1939), formando también el entretejido intertextual de esta obra.

Y la novela sucede en la urbe: “una ciudad que ha hecho de la desmemoria su principal atributo” (p.65), la cual, como dice en otro de sus libros, tiene “El Ávila…como una señal inmóvil, como un talismán” como se lee en su Árbol de luna. (Madrid: Lengua de Trapo, 2000, p.35).

Cuando pasamos página tras página de esta novela nos encontramos con una obra fresca, bien contada, de suave humor, en donde aparece un personaje absorto por el trópico, el calor, el “sol caribeño” (p.29). Este volumen encanta a quien lo repase como todas las historias de la primera juventud: el lector recrea sus propios días juveniles al repasar sus hojas, “creo reaccionar y descubrirme montado en un viaje demencial” (p.22). Viaje a la locura o más bien, sencillamente, a los recuerdos más caros de alguien que hace poco ha salido de la adolescencia y que se cree adulto, aunque está lejos de serlo, que piensa que lo vivido es delirante. Por ello escribe en la primera línea del cuarto párrafo: “A la gente le fascinan las emociones fuertes, la angustia, el delirio. Supongo que en medio del aburrimiento de sus vidas les gusta tener algo miserable en que pensar, algo terrible a lo cual enfrentarse”(p.13). Sin embargo hay en la adolescencia siempre algo dramático, dolorosamente recordable, difícil de revivir. Por ello son también angustiados los testimonios adolescentes como los de J.D. Salinger (El guardián entre el centeno, 1951), Alain Fournier (El gran Meaulnes, 1913), James Joyce (Retrato del artista adolescente,1916), Robert Musil (Las tribulaciones del joven Törles,1906), Denton Welch (El viaje que fue,1943) porque recordarla es doloroso. Y hay que hacerlo como única forma de entender, comprender, la adolescencia de nuestros hijos e hijas.

Por ello el narrador escribe: “decidí caminar de nuevo por los alrededores del liceo y deslizar mis ojos por la geografía que recubrió nuestra adolescencia” (p.65) o “Teníamos veinticinco años. Ése es un momento en que te encuentras demasiado obsesionado con abandonar de una definitiva vez todo resabio de adolescente. Eres un adulto torpe, desprovisto de malicia” (p.88).

Abril 2,2011

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Horacio Castellanos Moya:

«Es difícil desmontar los mecanismos del terror»

Por Rosa Mora

El País (Madrid), Babelia, 26 de marzo de 2011

El Salvador de 1980 es el escenario de La sirvienta y el luchador, la cuarta novela de la saga de los Aragón: una historia extrema y estremecedora en la que el autor resalta los detalles de la vida cotidiana «dentro de la peor de las crueldades».

Las novelas de Horacio Castellanos Moya no dejan indiferente y La sirvienta y el luchador menos que ninguna. La intensidad de la prosa y la historia que narra no dan respiro al lector. «Es una historia tremenda, de personas que, en medio de conflictos terribles, expresan siempre lo más extremo del ser humano».

Estamos en San Salvador en 1980, a finales de febrero y principios de marzo, poco antes del asesinato de monseñor Romero. Desde las primeras páginas sabemos que Albertico, nieto de don Pericles Aragón al que ya conocimos en novelas anteriores como Tirana memoria, y su mujer, Brita, han sido detenidos, quizá mejor secuestrados, y llevados al ignominioso Palacio Negro, donde se ablanda y tortura a los subversivos y de donde muchos desaparecen para no ser encontrados jamás.

El Gobierno represor y los llamados subversivos, cada vez más organizados y armados, se enfrentan a muerte. «La situación en El Salvador era irreversible. Se pensaba que surgiría algo en el centro, pero no, no había remedio, los extremos atraían. La vida cotidiana en ese contexto político es como una gran nube oscura de la que no hay manera de escapar: los detalles de la vida cotidiana dentro de la peor de las crueldades».

El Vikingo es un antiguo luchador. Está viejo y enfermo. Su tarea actual es la de ablandar a los detenidos, pero a él lo que le gusta es salir de pesca, a por la presa, pero ya no se lo dejan hacer, dicen que ha perdido reflejos, por eso lo tienen en los sótanos. Pero en esta ocasión, sí le dejan salir de caza, a por Albertico y Brita.

María Elena sirvió en casa de don Pericles y de doña Haydée, y la familia Aragón le pide que atienda la casa de Albertico. Es ella, la que escucha las homilías de monseñor Romero, quien se da cuenta de que la pareja ha desaparecido. Teme lo peor. Reza porque no les hagan daño.

Ante la pasividad de los Aragón, que confían en sus teóricos contactos para encontrar a Albertico y Brita, María Elena pasa a la acción. «Ella tiene la energía positiva que no tienen los otros personajes. Una energía moral que le impide estar paralizada por el miedo. No tiene ideas políticas muy claras, pero sí sensibilidad hacia la justicia. Puede hacer frente a una situación peligrosa. Transmite una idea de esperanza». En su frenético ir y venir para encontrar a los chicos, María Elena recurrirá al Vikingo, que en otros tiempos estuvo enamorado de ella.

La sirvienta y el luchador está estructurada en cuatro partes y un epílogo. En la primera, descubrimos al Vikingo; en la segunda, a María Elena. La tercera es una explosión de voces: Belka, la hija de María Elena; Joselito, su nieto; la gorda Rita. En la cuarta, el Vikingo y María Elena volverán a encontrarse, en un hospital. «No es una historia de buenos y malos. Incluso en el Vikingo hay un atisbo de humanidad».

Al final todos saldrán perdiendo. Es como si esa nube oscura de la que habla Horacio Castellanos Moya les castigase. Es la desolación. «A veces, la cotidianeidad se convierte en tragedia». El epílogo es duro, con un guiño de humor terrorífico. «Explica lo que vendrá, indica el túnel negro de la guerra, sus prolegómenos. La guerra saca lo peor y lo mejor del hombre».

La saga de los Aragón se inició con Donde no estén ustedes (2003), siguió con Desmoronamiento (2006) y Tirana memoria (2008). ¿Habrá una continuación tras La sirvienta y el luchador? «Probablemente. Estas novelas van creciendo de forma espontánea. No tengo un diseño preciso de la saga, pero casi siempre queda un fleco suelto». Ojalá. El lector se pregunta qué será de Joselito, que tiene ahora 19 años y está con los subversivos armados.

En El asco (1997), el escritor narra la demolición política y cultural de El Salvador; en el libro de relatos En la congoja de la pasada tormenta (2009), habla del miedo, de la violencia que trastorna la vida, de la guerra, del destierro, de las difíciles relaciones humanas. Son solo dos ejemplos de su obra, que estremece.

Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, Honduras, 1957) se crió en El Salvador. «Mis historias son de El Salvador. Su eje es la experiencia de mi formación y crecimiento en este país. Quedé conmocionado. De ahí la radicalidad de mis temas».

¿Alguna vez podrá escribir sobre un país en paz? «Creo que yo no veré esa paz. El gran problema es que una sociedad vive aterrorizada por la violencia política y cuando se logra una cierta normalidad, vive aterrorizada por la violencia criminal. Cuando todo esto alcanza a dos o tres generaciones es difícil desmontar los mecanismos del terror. Centroamérica vive el cansancio de una vida en zozobra permanente».

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Juan Carlos Méndez Guédez está en Caracas

«Hemos llegado a la normalización del horror»

Por Michelle Roche Rodríguez
mroche@el-nacional.com
El Nacional (Caracas), 26 de marzo de 2011.

El autor lamenta que hoy el país acepte situaciones que antes hubieran sido inadmisibles.

En cuanto llegó, Juan Carlos Méndez Guédez sintió en la cara el golpe de la brisa húmeda de La Guaira y supo que los casi 20 años que ha vivido en España lo desacostumbraron al calor mojado de Caracas pero no al sentimiento de que lo entrañable está atravesado por el dolor de aquello que los años se llevaron del país.

«Me encanta reencontrarme con los sonidos de ciertas voces, pero tengo la impresión desoladora de una violencia desatada. El país en el que transcurrió mi juventud era mejor que el de ahora», suspira el autor de El libro de Esther, novela finalista al Premio Rómulo Gallegos en 2001, cuya reedición presentará hoy el novel sello Lugar Común.

El escritor se encontró con un país donde los estudiantes se cosen las bocas para exigir al Gobierno mejores presupuestos para las universidades, donde escasean productos básicos y donde se cuentan en decenas los muertos del fin de semana: «Hay tantas cosasterribles pasando juntas y me parece triste que hayamos llegado a la normalización del horror. Los poderes actuales han trabajado muy bien y lograron crearnos una coraza, por eso la gente ve con naturalidad situaciones que antes hubieran desatado profundos procesos de rechazo».

Perplejidades. Las metáforas del proceso de descomposición social que hoy es una realidad cotidiana estaban presentes en sus primeras publicaciones, como Historias del edificio (1994), Retrato de Abel con isla volcánica al fondo (1997) y La ciudad de Arena (1999). Y es que antes de abandonar el país el escritor ya encontraba las señales del caos por todas partes.

Un mes después del Caracazo, el autor ­que se asume como alguien «lleno de perplejidades que sólo puede resolver en la escritura»­ manejaba su carro por la avenida intercomunal de El Valle y, a pesar de que tenía luz verde, tuvo que detenerse para dar paso a «cinco soldaditos que sólo porque llevaban ametralladoras en las manos pensaban que podían amenazarnos». Y expresa: «Me sentí disminuido y entendí que la luz del semáforo servía para todos, pero no para ellos».

Esa misma sensación de vacío inspira uno de sus personajes típicos: el mediocre, el hombre moral y anímicamente reducido ante sus circunstancias. «Me gusta este personaje pues no puedo adscribirle un discurso épico, pero eso es sólo en lo literario, porque la mediocridad me asusta y me parece profundamente peligrosa».

Un ejemplo puede leerse en Tal vez la lluvia (DVD Ediciones, 2009): Adolfo, empobrecido y derrotado en tres matrimonios, vuelve al país sólo para cobrar la pequeña herencia de su abuela, pero en lugar de dinero encuentra una comunidad desarticulada y rescata una amistad entrañable que una pelea juvenil había enmohecido. Con la sencillez que George Sand celebraba en las obras maestras, esta novela condensa los temas que marcan la literatura del autor, como el exilio y la amistad, entre los que se cuela la ternura, un rasgo sobrecogedor de su prosa.

«La ternura es el feroz anuncio de una pérdida; toda belleza oculta su propio castigo», escribe Méndez Guédez en el libro, como la prefiguración del drama íntimo que sobrevendrá en la trama. La pasión por las situaciones enternecedoras viene de su interés en el contacto con el otro, pues está convencido de que esto configura en las personas la necesidad del afecto y del pequeño detalle que, aunque está mal visto en los hombres venezolanos, disfruta: «Me encanta la ternura porque me permite relacionarme con los demás como quiero y no como se me ha construido socialmente para hacerlo».

Ficciones en caracteres y bytes. Una carrera en ascenso como la de Juan Carlos Méndez Guédez está llena de buenas noticias para la literatura venezolana. Su obra comienza a darse a conocer en otros idiomas; no sólo su cuento «El hombre lobo en el bulevar» fue traducido al francés e incluido en la antología Les bonnes nouvelles de l´Amérique Latine (Gallimard, 2010), sino que también, el 30 de abril, presentará en Ginebra una antología de sus relatos titulada La ville de sable (La ciudad de arena).

En 2009 ganó el Premio de Novela Corta Ciudad de Barbastro con su celebrada Tal vez la lluviay ahora un manuscrito suyo está entre los finalistas a la segunda edición del Premio Internacional de Narrativa Corta Ribera del Duero, organizado por el sello especializado en publicar relatos cortos Página de Espuma y cuyo fallo se conocerá el 31 de este mes. Además, libros suyos comienzan a comercializarse también en la red, como Retrato de Abel con isla volcánica al fondo a través de Musa a las 9 (www.musaalas9.com), una editorial de e-books creada con la intención de rescatar textos descatalogados de autores contemporáneos.

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Juan Gabriel Vásquez
galardonado con el Premio Alfaguara de Novela 2011

Madrid, 21 de marzo de 2011. El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez ha sido galardonado con el Premio Alfaguara de Novela 2011, dotado con 175.000 dólares (unos 133.306 €) y una escultura de Martín Chirino, por la obra El ruido de las cosas al caer, presentada bajo el título «Todos los pilotos muertos» y con el seudónimo Raúl K. Fen. El jurado, presidido por Bernardo Atxaga y compuesto por Gustavo Guerrero, Lola Larumbe, Candela Peña, Imma Turbau y Juan González, ha declarado ganadora la novela por unanimidad.

Un total de 608 manuscritos inéditos, escritos en castellano, han concurrido a esta XIV edición del Premio Alfaguara. De ellos, 231 proceden de España, 105 de Argentina, 99 de México, 46 de Colombia, 29 de Estados Unidos, 25 de Perú, 19 de Chile y 14 de Venezuela. También en Bolivia se han recibido 14 originales, 12 en Ecuador, 5 en Uruguay, 5 también en la República Dominicana y 4 en Paraguay.

Juan Gabriel Vásquez nació en Bogotá en 1973. Es autor del libro de relatos Los amantes de Todos los Santos (Alfaguara 2001) y de dos novelas. Los informantes fue elegida en Colombia como una de las novelas más importantes de los últimos veinticinco años y fue finalista del Independent Foreign Fiction Prize en el Reino Unido. Historia secreta de Costaguana ha obtenido el premio Qwerty a la mejor novela en castellano (Barcelona), el premio Fundación Libros & Letras (Bogotá) y está actualmente en la lista de los finalistas del finalista del Independent Foreign Fiction Prize que se falla el próximo 26 de mayo en Londres. Ha vivido en París y en las Ardenas belgas, y en 1999 se instaló definitivamente en Barcelona. Ha traducido obras de John Hersey, Victor Hugo y E. M. Forster, entre otros, y su labor periodística también es destacada: Vásquez es columnista del periódico colombiano El Espectador, y ganó el Premio de Periodismo Simón Bolívar con El arte de la distorsión, ensayo incluido en el libro del mismo título. También es autor de una breve biografía de Joseph Conrad, El hombre de ninguna parte (2007). Sus libros están traducidos a catorce lenguas.

El ruido de las cosas al caer se inicia con la exótica fuga y posterior caza de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder. Ésta es la chispa que arranca los mecanismos de la memoria de Antonio Yammara, protagonista y narrador de El ruido de las cosas al caer, un negro balance de una época de terror y violencia, en una Bogotá descrita como un territorio literario lleno de significaciones.

En 1995, Antonio conoce al intrigante Ricardo Laverde, quien ha pasado veinte años en la cárcel. Laverde, de quien se sabe que fue piloto, forma parte de la parroquia de unos billares donde Yammara, joven profesor universitario de Derecho, consume el ocio de su última juventud. Entre los dos se fraguará una estrecha amistad, y Antonio, que pasa por la vida desdibujado por la duda, creerá ver en la experiencia torturada de su amigo un aviso.

Desde su primera edición, en 1998, han presidido el Premio Alfaguara: Carlos Fuentes, Eduardo Mendoza, Alfredo Bryce Echenique, Antonio Muñoz Molina, Jorge Semprún, Luis Mateo Díez, José Saramago, José Manuel Caballero Bonald, Ángeles Mastretta, Mario Vargas Llosa, Sergio Ramírez, Luis Goytisolo y Manuel Vicent.

El Premio Alfaguara de Novela se ha convertido en un referente de los galardones literarios de calidad otorgados a una obra inédita escrita en castellano. Está dotado con 175.000 dólares y una escultura de Martín Chirino. Su vocación y proyección en todo el ámbito del idioma español en el mundo ha propiciado una difusión internacional de primer orden, apoyado por la edición simultánea de las obras ganadoras en España y América. Hasta el momento han obtenido el Premio Alfaguara de Novela: Caracol Beach de Eliseo Alberto y Margarita, está linda la mar de Sergio Ramírez (ambos ganadores de la primera edición), Son de Mar de Manuel Vicent, Últimas noticias del paraíso de Clara Sánchez, La piel del cielo de Elena Poniatowska, El vuelo de la reina de Tomás Eloy Martínez, Diablo Guardián de Xavier Velasco, Delirio de Laura Restrepo, El turno del escriba de Graciela Montes y Ema Wolf, Abril rojo de Santiago Roncagliolo, Mira si yo te querré de Luis Leante , Chiquita de Antonio Orlando Rodríguez, El viajero del siglo de Andrés Neuman y El arte de la resurrección de Hernán Rivera Letelier.

Todos ellos tuvieron una difusión intercontinental y presentaron sus obras en casi todos los países de habla hispana a lo largo del año de promoción. El éxito de sus obras se ha reflejado también en las traducciones contratadas a otras lenguas y en el interés que ha mostrado el cine en algunas de ellas, como la película Son de Mar, dirigida por Bigas Luna y basada en la novela homónima de Manuel Vicent.

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http://www.eluniversal.com/2011/03/21/colombiano-juan-gabriel-vasquez-gana-premio-alfaguara-de-novela-2011.shtml

Elena Poniatowska gana el
Premio Biblioteca Breve

La novela ‘Leonora‘ está inspirada en la vida de la escritora y pintora surrealista Leonora Carrington, y su turbulenta historia de amor con Max Ernst.

Libros |Lunes,  07/02/2011 – 01:18h

Barcelona. (EUROPA PRESS). – La escritora Elena Poniatowska ha ganado este lunes 7 de febrero el Premio Biblioteca Breve, dotado con 30.000 euros, con la novela ‘Leonora’, inspirada en la vida de la escritora y pintora surrealista Leonora Carrington, su turbulenta historia de amor con Max Ernst, y su aventura vital, desde el manicomio en que fue internada hasta su paso por Nueva York y México.

La escritora, «muy emocionada» por el premio, ha explicado en rueda de prensa que conoce personalmente a Carrington –que tiene 94 años–, y que suele cenar con ella a menudo, aunque la artista ya apenas quiere hablar de su vida, y menos de su romance con Ernst. «Ella lo que quiere es fumar, tomar té y pasarlo bien», ha dicho divertida la novelista, segura de que tampoco leerá la novela que protagoniza, porque nunca lee lo que se escribe sobre ella. «Lo que sí pregunta es cómo será la muerte. Pregunta si nos vamos a evaporar o si nos vamos a ir de la mano», ha comentado Poniatowska, que a pesar de su actual contacto con la artista, centra el libro en sus primeros años, sobre todo su infancia entre la aristocracia británica y su juventud en el ambiente vanguardista de París.

Allí, de la mano de Ernst, se codeó con Salvador Dalí, Marcel Duchamp, Joan Miró, André Breton y Pablo Picasso, aunque esa época su truncó con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, y en especial cuando los franceses colaboracionistas con el nazismo internaron a Ernst en un campo de concentración. Carrington enloqueció y acabó en un manicomio de Santander, antes de dar el salto a Nueva York y definitivamente a México, donde, aunque parezca extraño, no intimó con los grandes Diego Rivera y Frida Kahlo, porque según Poniatowska, la pintora, traumatizada por la guerra en Europa, nunca quiso hablar de armas. «Había una división entre los pintores que venían de Europa y el gran movimiento revolucionario de México, que era muy agresivo», ha comentado, y ha añadido que, en cierto modo, la consigna era que lo mejor era alejarse de los que defienden la pintura «a balazos».

Poniatowska no ha querido caer en el sentimentalismo al agradecer el premio –«es una forma de cansancio, como decía Carrington»–, aunque no ha podido evitar emocionarse al dedicarlo a las mujeres que sufren en México, desde Ciudad Juárez hasta las indígenas de Chiapas, y a su padre, cuya vida también da para una novela.

Poniatowska (París, 1932) es hija del heredero de la corona polaca, Jean Joseph Evremond Sperry Poniatowski (descendiente directo del rey Estanislao II Poniatowski de Polonia), que en la II Guerra Mundial luchó con el ejército francés, participó en el desembarco de Normandía y fue estuvo encerrado 60 días en una cárcel de Jaca. Durante la guerra, la madre y sus hijas se instalaron en México, país donde la escritora ha consolidado una carrera ligada al periodismo literario con obras como ‘Hasta no verte Jesús mío’ (1969) y ‘La noche de Tlateloco’ (1971), sobre la matanza estudiantil en la plaza de las Tres Culturas de México. Otras obras ligadas al periodismo literario, el género que más cultivó, han sido recopiladas en los siete tomos de ‘Todo México’ (1991-1999); ‘Domingo siete’ (1982), y ‘Palabras cruzadas’ (1961), piezas que se unen a libros de crónicas como ‘Fuerte es el silencio’ (1980) y obras híbridas entre la crónica, el reportaje y el ensayo como ‘Las siete cabritas’ (2000), sobre siete mujeres mexicanas que brillaron en el campo artístico y cultural de los años 20 y 30.

Para Poniatowska, el Biblioteca Breve se une a una larga lista de reconocimientos, entre ellos el Premio Nacional de Periodismo de México de 1978, por sus entrevistas, el Premio Internacional de Novela Rómulo Gállegos 2007 por ‘El tren pasa primero’ y el título de Doctor Honoris Causa por nueve universiades, la última la Sorbona. La novela se publicará el 22 de febrero y ha sido escogida por un jurado compuesto por José Manuel Cabellero Bonald, Pere Gimferrer, Rosa Montero, Elena Ramírez y Darío Villanueva, que han destacado los «recursos verbales magistrales» de la escritora para plasmar en una sola mujer todos los sueños y las pesadillas del siglo XX.

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http://www.lavanguardia.es/libros/20110207/54111440211/elena-poniatowska-gana-el-premio-biblioteca-breve.html

110 años del nacimiento de
Mariano Picón Salas

El miércoles 26 de enero de 2011, se cumplieron 110 años del nacimiento de Mariano Picón Salas. El “merideño universal”, como lo ha llamado la historiografía; el prosista mayor de la literatura venezolana, legó una obra que aún espera ser reunida.

Por:  Gregory Zambrano

La valoración nacional e internacional de la obra literaria de Mariano Picón Salas (1901-1965), concurre en la conformación del imaginario nacional y latinoamericano, como uno de los aportes fundamentales en los procesos de identidades y diferencias que entran en escena en el horizonte de la globalización, tal como se plantea, con toda su complejidad, en los momentos actuales. La obra de Picón Salas se constituyó en una de las primeras respuestas orgánicas ante tales procesos. En estos momentos de transformaciones, de vacíos, de contradicciones que atraviesa nuestro país, se plantea como insoslayable la revisión y difusión de su pensamiento.

Las preocupaciones de Picón Salas por la Cultura, por la Historia, por la Educación venezolanas, fueron constantes a lo largo de toda su vida, y sus esfuerzos se vincularon especialmente a la fundación de instituciones Culturales que han contribuido con la formación de muchas generaciones de venezolanos, como lo fueron el Instituto Pedagógico Nacional, la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Venezuela, la Revista Nacional de Cultura y el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes.

A esta labor social y cultural hay que sumar el rico legado de su vasta obra intelectual que transitó esclarecedores caminos dirigidos al conocimiento del legado cultural de nuestra Historia patria. Picón Salas contribuyó a formar la idea de lo venezolano a partir de una minuciosa observación de todas las manifestaciones de la cultura, el pensamiento, las tradiciones, el folklore, las artes plásticas, y la literatura. Su obra pone de manifiesto un gran proyecto de historia social, ligado a la esperanza en las reformas democráticas para el ejercicio pleno de la ciudadanía, traducida en libertad de pensamiento y acción.

Para Picón Salas la Historia es un cuerpo vivo donde se leen los signos del pasado, pero no un pasado estático, sino una herencia que impone nuevos retos, que reclama respuestas convertidas en obras. El pensador merideño procura la síntesis, comprometida con su escritura artística y poseedora de una pulcra reflexividad. Indaga en la Historia, y su revisión está siempre en proceso; atiende a una necesidad de fijar la pertenencia y asumir los retos de su presente, consciente de que más allá de las coyunturas políticas del momento perviven los intereses de la nación, y para él “una nación no es sólo una suma de territorios y recursos naturales, sino la voluntad dirigida, aquella conciencia poblada de previsión y de pensamiento que desde los días de hoy avizora los problemas de mañana”.

Tal conciencia histórica es un llamado de atención en la medida en que se sostiene sobre la denuncia de las injusticias y los abusos que se ejercen desde el poder. Por ello valoró siempre, entre otras instituciones a la universidad como un espacio de libertad, de horizontes amplios para la coexistencia de formas diversas del pensamiento.

Mariano Picón Salas, el “merideño universal”, fue un viajero que por razones voluntarias unas veces, y forzosas otras, vivió prolongadas ausencias del país, no obstante, nunca fue un desarraigado. Amó a Venezuela y a servirla dedicó una significativa parte de su vida; también su obra es una búsqueda incesante de respuestas acerca de Venezuela y de los venezolanos. Leer hoy a Picón Salas significa reencontrarse con sus interrogantes ante el devenir y palpar su ideario en torno a la belleza, la democracia  y la libertad. Leer y releer su obra es el mejor homenaje que podemos hacer a su memoria de venezolano ejemplar.

Más sobre Mariano Picón Salas:

¿Dónde están las nieves de antaño?.
Investigación (Mérida), núm. 18, jul-dic, 2008, pp. 14-16.

Mariano Picón Salas: Celebración de la memoria.
Imagen (Caracas), año 34. Núm. 2, 2001, pp. 17-21.

Mariano Picón Salas: El narrador, el ensayista y los caminos de la Historia.
Cuadernos Americanos (México), núm. 88, jul-ago, 2001, pp. 96-110.

Los reinos de la memoria. Autobiografía y ficción en Mariano Picón-Salas.
Actual (Mérida), núm. 65, mayo-ago 2007, pp. 165-182.

Publican novela póstuma de Roberto Bolaño

EFE. Enero 16, 2011

Comenzada a escribir en los años ochenta, la editorial española Anagrama publica ahora “Los sinsabores del verdadero policía”, la nueva novela póstuma del escritor chileno Roberto Bolaño, en la que ya aparecen su estilo y su territorio literario pese a su carácter de obra de juventud.

Bolaño trabajó de forma discontinua en “Los sinsabores del verdadero policía”, hasta su muerte, en 2003.

La viuda del escritor, Carolina López, en una nota editorial al final del libro informa de que la novela está integrada por tres escritos: “Los sinsabores del verdadero policía” y “Asesinos de Sonora”, de 50 y 100 páginas respectivamente, localizados en el ordenador del escritor.

Además, hay un texto, en parte mecanografiado con una máquina de escribir eléctrica y en parte impreso desde un ordenador sin archivo informático.

Este último texto mecanografiado, y cuyo título es también “Los sinsabores del verdadero policía”, es, dice, “una novela completa de 283 páginas, clasificada en siete carpetas, cinco de las cuales se encontraban en la mesa de trabajo del autor, junto con otros materiales relativos a ’2666′, en tanto que las otras dos partes se descubrieron al organizar su legado”.

Sus historias y protagonistas transitan por otras novelas de Bolaño como “Estrella distante”, “Llamadas telefónicas”, “Los detectives salvajes” y “2666″, cuyo centro oculto quizás podría estar constituido por la presente novela. Además, comparten algunos de los personajes, como Amalfitano, su hija Rosa y Arcimboldi.

El editor Jorge Herralde señaló en declaraciones a Efe que “la lectura de la novela nos convence de que estamos ante una obra de una calidad literaria extraordinaria, en el territorio de ’2666′ y ‘Los detectives salvajes’, es decir, del Bolaño en su mejor forma”.

Un territorio literario en el que, como puntualiza Herralde, ya aparece “el gran Bolaño de la madurez” y persiste “el joven Bolaño poeta”.

En el prólogo de la obra, el crítico Juan Antonio Masoliver Ródenas señala que “Los sinsabores del verdadero policía”, como “2666″, es “una novela inacabada, pero no una novela incompleta, porque lo importante para su autor no ha sido completarla sino desarrollarla”.

La gran aportación de Bolaño a la literatura es la “provisionalidad”, sostiene Masoliver, “una escritura visionaria, onírica, delirante, fragmentaria y provisional” que rompe con la realidad tal como se había entendido hasta el siglo XIX.

En relación al título, “el menos bolañano de sus títulos”, anota Masoliver, el autor optó de manera “definitiva” por uno “descriptivo, largo, sin el ritmo a que nos tiene acostumbrados y sin la mínima provocación o extrañeza” que tenían “detectives salvajes” o “putas asesinas”.

En una carta de 1995, el propio Bolaño esbozaba esta novela: “Desde hace años trabajo en una (novela) que se titula Los Sinsabores del Verdadero Policía y que es MI NOVELA. El protagonista es un viudo, 50 años, profesor universitario, (con una) hija de 17, que se va a vivir a Santa Teresa, ciudad cercana a la frontera con los USA. Ochocientas mil páginas, un enredo demencial que no hay quien lo entienda”.

Amalfitano, exiliado chileno, profesor universitario, viudo con una hija adolescente, descubre al lector, a través de la narración, el desencanto político, su amor a la poesía, que como en una paradoja del destino le obliga a abandonar Barcelona tras un escándalo y le llevan a la lejana Santa Teresa.

En este lugar mítico y fronterizo habitan oscuras historias de mujeres asesinadas, y también Pancho Monje, hijo de la dinastía de las Expósito, y otro joven, Castillo, falsificador de las pinturas de Larry Rivers para venderlas a ricos tejanos.

En Santa Teresa, Amalfitano se encontrará con un mago, Arcimboldi, que es asimismo un escritor francés y cuya obra narrativa, minuciosamente descrita en uno de los capítulos, despliega la complejidad de otra asombrosa literatura.

El sida, el desencanto de la izquierda, un Barça-Madrid de baloncesto, una clasificación de poetas, una loa al tabaco o un capítulo en el que un supuesto “biopic” (biografía cinematográfica) de Leopardi sería interpretado, “por amor al arte”, por escritores como Vargas Llosa, Vila Matas, Josefina Aldecoa, Martín Gaite, Muñoz Molina, Cela, Juan Goytisolo o Marsé son algunos pasajes y escenas de esta obra caleidoscópica. EFE

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Escenas

Siruela edita Doña Bárbara

Por: Francisco Javier Pérez

Para Horacio Biord Castillo

A costumbrados a saberla grande, hemos olvidado su grandeza. Obra mayor de nuestro aporte a la novela, las nuevas plumas narrativas le han dado la espalda. Evaluándola más por lo que sus epígonos admirados quisieron de ella que por lo que ella misma significaba en nobleza de lengua y cultura, no se supo ver siempre lo que tenía de verdad y franqueza. Han hecho falta sus primeros 80 años para comenzar a vislumbrar que no se trataba de un furor de local veneración lo que ha movido a tantos y tantos seguidores a considerarla un libro de longeva perduración.

Desentendida quizá de estos afectos de bien o de desdicha, las Ediciones Siruela, con su habitual buen hacer y con su esteticismo de factual significación, acaban de publicar, en su colección Tiempo de Clásicos, junto con Eugenia Grandet, Cumbres borrascosas y Las palmeras salvajes (de Balzac, Brontë y Faulkner), la obra cúspide del maestro Gallegos. El prólogo ha sido encargado a la escritora mexicana Carmen Boullosa (que años atrás conocí en Caracas, cuando aún era promesa y no celebridad, al presentarla en una conferencia en la Universidad Católica Andrés Bello) y la lectura que alcanza tendrá desde ya que contarse entre las mejores exégesis gallegianas (no pocas y nunca suficientes).

Boullosa sigue al personaje, por el que está seducida, en suerte de reivindicación justiciera hacia los derechos de la mujer y hacia su destino literario. Sobre esto último, encuentra para él digna Domus cervantina: «Doña Bárbara comparte con El Quijote y un puñado selecto de personajes literarios un destino privilegiado: sale de las páginas de la novela, y se establece entre nosotros. Alteró la demografía, es otro más entre nosotros».

Sobre lo primero, querrá que su trayectoria complete la de Sor Juana o la de la Monja Alférez, la de George Sand o la de Sara Bernhardt o, enfáticamente, la de su contemporánea exacta, la aviadora Amelia Earhart, quien funda y preside en 1929, año mismo en que aparece la novela, una asociación de pilotos en Cleveland junto con 99 mujeres del aire: «Encarnación de la mujer popular, una «luchona», como las llamamos en México, que batalla por su sobrevivencia con las armas del miserable y desprotegido, al margen del orden y la ley».

Destaca el lenguaje de la tierra como su mejor lenguaje. Novela que se hace lengua capaz de hablarle a la tierra. Boullosa entrelaza estos dones y los observa desgastándose en el hoy de un mundo de cambios climáticos que ha descreído de ellos: «La leí con melancolía, presenciando un tiempo perdido sin remedio».

Al fin, la prosa. El asiento de las maravillas: «Es un placer leer la prosa de Doña Bárbara. Libro para ser dicho en voz alta, es un clásico, o varios clásicos: por la fuerza telúrica de su prosa, por las vidas de sus personajes, sus cambios, sus tornasoles y claroscuros, por las interpretaciones».

La perfección de un dibujo de nutricias hermenéuticas emblematizadas en los tres fulminantes verbos galleguianos; materia de la mejor música espiritual de Venezuela: amar, sufrir y esperar.

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EL NACIONAL, Caracas, Lunes 27 de Diciembre de 2010, Escenas /2.


Recopilan el legado de José Saramago

La consistencia de los sueños, un detallado retrato de José Saramago
La biografía y el legado del pensamiento del escritor portugués fue recopilado
en el interesante trabajo de Fernando Gómez Aguilera

CRÉDITOS: NTX / IAMR (INFORMADOR.COM.MX)


CIUDAD DE MÉXICO (23/DIC/2010).-
Una de las mayores pérdidas intelectuales del 2010 es, sin duda, la del escritor portugués José Saramago, quien tras 87 años de fructífera existencia dejó de existir en su casa de Lanzarote (Islas Canarias), el 18 de junio pasado.

Tras de sí dejó un amplio y diverso legado literario, que no escapó de la modernidad, al quedar plasmado en un ‘blog’ del cual el autor se había despedido poco antes de su deceso.

Su vida y obra puede ser revisada gracias al interesante trabajo de Fernando Gómez Aguilera, quien hizo de su biografía cronológica «José Saramago. La consistencia de los sueños», la prueba irrefutable de que el autor estaba «gobernado por un secreto hilo de fidelidad a las convicciones, a la naturaleza que nos constituye…».

«Tenacidad, coherencia, trabajo, confianza en lo imprevisible…sostienen el peso de su vigorosa figura literaria, intelectual y ética. Pero lo soporta también, y con consistencia, el brillo denso y expansivo del genio: el resplandor de una llama extrema y cegadora, que toma la forma de la fábula y la expresión inaugural», sostiene Gómez en el volumen.

Lo cierto es que el Premio Nobel de Literatura 1998 es una figura que se definía a sí mismo no como un novelista, «porque en el fondo no me interesa contar historias. Lo que en verdad soy es un ensayista porque escribo ensayos con personajes».

Un autor, cuya obra, decía, podía ser entendida como una reflexión sobre el error como verdad instalada y por eso sospechosa, «sobre el error como deturpación intencionada de hechos, sobre el error como ilusión de los sentidos y de la mente, pero también sobre el error como punto necesario para llegar al conocimiento».

El material, publicado en español por Alfaguara, tras la muerte del autor, incluye un desgloce pormenorizado de la vida y obra de Saramago, desde su nacimiento en 1922, su infancia en Lisboa, la fragilidad de su salud y la debilidad de su carácter. ‘Era un niño asustadizo que temía sobre todo a la oscuridad’, recuerda.

Y quizá por ello decidió salir de las sombras para convertirse en lo que fue, desde que en 1943 comienza a frecuentar una biblioteca en donde lee al azar, sembrando la semilla de lo que habrá de fructificar en un escritor de primera línea.

Se sabe que dos años después, en 1945, comienza a escribir poesía y que en 1947, el año en que nace su hija, publica su primera novela «Tierra de pecado».

A mediados del siglo pasado, a la par de su empleo burocrático, escribe numerosos cuentos y poemas que antecederán sus intentos de narrativa de mayor aliento, su incursión en la traducción y su trabajo en una editorial.

Su primera salida de Portugal en 67-68, y en 1971 un libro de crónicas que reúne su trabajo periodístico, colaboraciones como editorialista, su militancia en el Partido Comunista Portugués; sus primeros libros de narrativa y en adelante viajes a varios destinos europeos. Holanda, Francia y Alemania.

Década por década, Gómez va dando contenido a esta figura emblemática de las letras, quien será recordado como un hombre de su tiempo, como él mismo se definiera, al asegurar que él no escribía para el año 2427, sino para hoy, para la gente que estaba viva, pues su compromiso era con su tiempo.

Tras haber recibido el Nobel de Literatura, en 1998, sus frases adquirieron un nuevo sentido e iluminaron de alguna forma su figura, «estoy convencido de que hay que seguir diciendo que no, aunque se trate de una voz predicando en el desierto».

En 2007, al preguntarse por qué o para qué escribía, sentenció: «Al principio, respondía que escribía para que la gente me quisiera. Luego esta respuesta me pareció insuficiente y decidí que escribía porque no me gustaba la idea de tener que morir. Ahora digo, y quizá eso sí sea cierto, que, en el fondo, escribo para comprender».

José Saramago, autor de memorables obras como «Memorial del convento», «El evangelio según Jesucristo», «Ensayo sobre la ceguera», «Las intermitencias de la muerte», «El viaje del elefante» y «Caín», murió en su casa de Lanzarote, y fue despedido por su gente, pero también por colegas que lo apreciaban, como Nélida Piñón, quien lo describió como inmortal o eterno, como su obra.

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Homenaje al oficio de traductor

con Sergio Pitol


Sonia Sierra (El Universal)

15-Diciembre-2010

  • La colección de obras traducidas por el Premio Cervantes 2005 no tiene precedentes en el español
  • Inédito. El oficio de un traductor es ensalzado con la nueva colección titulada Sergio Pitol Traductor.

MÉXICO, D.F.- ¿Quién decide qué se traduce y por qué? La traducción es más un oficio de encargo: un editor pide a un traductor su “versión” en torno de una obra específica. Pero años atrás, era diferente: los autores se proponían la traducción como parte de su ejercicio creativo, elegían qué traducir entre el universo de libros que guardaban en su librero y eran ellos quienes hacían las propuestas a las editoriales.

A ese segundo grupo de traductores pertenece Sergio Pitol. Y el conjunto de la obra traducida por este autor mexicano, ganador del premio Cervantes en 2005, forma una colección editorial que no tiene parangón en el idioma español, que fue titulada Sergio Pitol Traductor, y que desde hace tres años publica la editorial de la Universidad Veracruzana (UV). A partir de enero será coeditada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta).

Desde los años 60, Pitol, por su cuenta, ha traducido más de 40 títulos, además de ensayos y textos sueltos. Se trata de libros de autores italianos, rusos, chinos, húngaros, polacos e ingleses.

Han sido 17 los títulos publicados en esta colección. Y con un promedio de cuatro nuevos libros por año, la editorial de la Universidad Veracruzana acaba de publicar tres novedades en la compilación: “Las puertas del Paraíso”, del polaco Jerzy Andrzejewski; “Washington Square”, del estadounidense Henry James (llevada al cine por William Wyler), y “Adiós a Todo Eso”, del inglés Robert Graves.

Cinco de los libros de la colección se encuentran agotados: “Diario de un Loco”, de Lu Hsun; “El ajuste de Cuentas y Otros Relatos”, de Tibor Déry; “El Corazón de las Tinieblas”, de Joseph Conrad, así como “Emma”, de Jane Austen y “La Vuelta de Tuerca”, de Henry James.

En enero, la Dirección de Publicaciones de Conaculta y la UV reeditarán los libros agotados. La Dirección de Publicaciones se sumará a la UV para continuar con las futuras ediciones y garantizar, de esta forma, una mayor distribución de los libros.

Una colección inédita

“La colección Sergio Pitol Traductor es una colección inédita en la lengua española. No se ha hecho una colección dedicada a esa faceta de un autor. Pero no es gratuito —dice Rodolfo Mendoza, coordinador de la colección—, porque no alcanzo a ver la obra literaria de Pitol sin la traducción. Sergio Pitol nos ha permitido conocer a autores imprescindibles; es un traductor arriesgado, para nada complaciente. Se atrevió a traducir a autores como Elio Vittorini, Ronald Firbank; Luigi Malerba y Lu Hsun, que de no ser por él serían casi secretos en lengua castellana”.

El coordinador define la colección como una cartografía por la obra de Pitol. “Hay evidentemente un trabajo de laboratorio que se descubrió en el trabajo de la traducción de los autores”.

Entre 12 y ocho títulos están todavía por publicarse en la colección. La difusión de éstos depende de si se consiguen los derechos de autor porque en varios casos, editoriales como Seix Barral o Tusquets tienen la titularidad de esos derechos para la lengua española.

Pitol, autor de famosos libros como “Domar a la Divina Garza” y “El Arte de la Fuga”, se fue a Europa en los años 60 y desde entonces comenzó a traducir al español a escritores de Europa del Este y otros países, entre otras razones porque no tenía trabajo. El escritor ha dicho que la traducción fue la forma como encontró, a partir de esos autores, “el secreto de atrapar el tiempo y los personajes en un texto”.

Aún no está confirmado que puedan publicarse en el país títulos traducidos por Pitol de autores como Vladimir Nabokov y Vittorini; de éste último se busca publicar “Las ciudades del mundo”.

“Hemos logrado acuerdos; el libro que viene, ‘Crimen Premeditado y Otros Cuentos’, de Witold Gombrowicz, lo tiene Seix Barral, pero nos han dado permiso, dado que Sergio fue traductor muchos años de esa editorial, para hacer una edición para México”.

Algunos títulos

*“El Buen Soldado”.F. Maddox

*“La Vuelta de Tuerca”. Henry James

*“Emma”. Jane Austen

*“El Ajuste de Cuentas y Otros Relatos”. Tibor Déry

*“Diario de un Loco”. Lu Hsun

*“Cosmos”. Witold Gombrowicz

*“En Torno a las Excentricidades del Cardenal Pirelli”. Ronald Firbank

*“Salto Mortal”. Luigi Malerba

*“Cartas a la Señora Z”. Kazimierz Brandys

*“El Volcán, el Mezcal, los Comisarios”. Malcolm Lowry

*“El Corazón de las Tinieblas”. Joseph Conrad

*“Las Puertas del Paraíso”. Jersy Andrzejewski

*“Washington Square”. H. James

*“Adiós a Todo Eso”. Robert Graves

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Publican «Confesiones de una máscara»,
de Yukio Mishima

jueves, 2 de diciembre, 2010

Madrid, 2 dic (EFE).- El emblemático y controvertido escritor japonés Yukio Mishima se suicidó hace 40 años, exactamente un 25 de noviembre, practicándose el ritual del seppuku, el harakiri. Con motivo de esta efeméride, Alianza edita su novela autobiografía «Confesiones de una máscara», traducida por primera vez del japonés.
Alianza recupera «Confesiones de una máscara», de Mishima Ampliar fotografía

Yukio Mishima, ese fatídico día, se clavaba un sable en las entrañas para abrirse el estómago en el cuartel general de las Fuerzas de Autodefensa de Tokio, tras lanzar una reivindicación de las tradiciones del país frente a la occidentalización de Japón. Después se evisceró, y, en segundos, uno de sus seguidores le decapitó con su katana, como mandan los cánones, todo un gesto contra lo que consideraba la decadencia del Japón.

Candidato en varias ocasiones al premio Nobel, Yukio Mishima es uno de los escritores más importantes e influyentes del Japón contemporáneo. Dramaturgo también, Mishima era un obseso de la belleza y la estética.

Ambiguo en casi todo, sentía admiración por el culto al cuerpo como representación y símbolo del espíritu; barroco y fronterizo, el escritor japonés siempre jugó con lo simbólico de la vida y la muerte y con la dicotomía entre tradición y modernidad.

En «Confesiones de una máscara» deja su propia homosexualidad en medio de un Japón autoritario y machista. Y a través de su protagonista, Koo-chan, quien para sobrevivir en el Japón de los años 30 debe esconderse tras una máscara de apariencias, deja traslucir su propia tragedia.

«¡La belleza es una cosa terrible y espantosa! Es terrible porque es indeterminable y no hay modo de determinarla porque Dios no ha planteado más que enigmas…» Este texto de «Los hermanos Karamázov», de Dostoievski, es el elegido por Mishima como prólogo del libro.

Toda una declaración de intenciones para el alma atormentada de este escritor, a quien «Confesiones de una máscara», le elevó a la fama.

Además de «Confesiones de una máscara», Alianza también acaba de publicar «La nobleza de un fracaso. Héroes trágicos de la historia de Japón», de Ivan Morris, orientalista, traductor y amigo de Mishima, que explica el contexto histórico y cultural del Japón que vivió éste.

Todo un argumento para explicar el culto a la muerte que existe en la tradición japonesa: «Sobre todo el culto al héroe derrotado que, para sobrevivir, elige la muerte para no traicionar sus principios o lavar su honor practicando el seppuku», dice Morris.

Asi, Morris incluye la vida de nueve héroes de la historia japonesa. Desde el príncipe Yamamoto Takeru, del siglo IV, a Saigo Takamori, protagonista de la película «El último samurái». También Morris dedica un capítulo a los kamikazes que en la Segunda Guerra Mundial se inmolaron lanzándose en sus aviones contra los buques norteamericanos.

EFE. Carmen Sigüenza

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XVIII Bienal Literaria

José Antonio Ramos Sucre

BASES:

1.  La Bienal se establece para obras inéditas en los géneros de Poesía y Cuento.

2.  La extensión para el género Poesía no deberá ser menor de cincuenta (50) páginas tamaño carta. En el género Cuento la extensión mínima será de ochenta páginas (80) tamaño carta, de tema libre y deberá atender a los principios básicos de este género literario. No se admitirán obras publicadas ni en proceso de edición. De resultar publicado el libro ganador, se declarará el premio Desierto, sin modificar cualquier otra decisión del jurado.

3.  Podrán participar autores venezolanos o extranjeros residenciados en Venezuela, con obras escritas en español.

4.   El premio es único e individual para cada género y consiste en DIEZ MIL BOLIVARES FUERTES (Bs. 10.000,00) y publicación de la obra galardonada. No será compartido ni deberá ser otorgado más de una vez a un mismo autor en el género en el cual haya sido galardonado. Será potestad del jurado otorgar menciones honoríficas.

5.    La Universidad de Oriente se reserva el derecho de publicación de las obras galardonadas.

6.   Las obras concursantes se entregarán en número de un (1) original y tres (3) copias transcritas y encuadernadas, firmadas bajo seudónimo. En sobre aparte y cerrado se enviará la identificación del autor, su currículum vitae, dirección, correo electrónico, números de teléfono y fax, y respaldo de la obra en formato CD.

7.   No se devolverán originales ni copias de las obras recibidas.

8.  El jurado estará integrado por reconocidos escritores, cuyos nombres serán dados a conocer oportunamente.

9.  El plazo de recepción de las obras se inicia a partir de la publicación de las presentes bases y finalizará el día 29 de julio del año 2011.

10.  Las obras deberán ser enviadas a la siguiente dirección: Dirección de Cultura y Extensión “XVIII BIENAL LITERARIA JOSÉ ANTONIO RAMOS SUCRE”, Avenida Vela de Coro, Complejo Cultural “Luis Manuel Peñalver” (antigua sede Corporiente). Cumaná, estado Sucre, Venezuela. Teléfonos: 0293- 4165327/ 4332318.

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Dos conferencias sobre historia de Japón

La XI Semana Cultural de Japón, se realiza en la ciudad de Mérida, Venezuela, organizada por la Universidad de Los Andes, con el auspicio de la Embajada del Japón en Caracas. Entre sus múltiples actividades, están previstas dos conferencias sobre el tema de la migración japonesa.  El catedrático Koichiro Yaginuma, de la Universidad de Estudios Internacionales  de Kanda dictará  la conferencia: “En busca de otro sol. La migración japonesa en América Latina”. Igualmente, Silvia Lidia González, del Centro de Estudios de Asia y África de  El Colegio de México y también catedrática de la Universidad de Estudios Internacionales  de Kanda, presentará su conferencia “De regreso a casa: Dekasegi y la presencia latinoamericana en Japón”. Los detalles en los enlaces siguientes:

Koichiro Yaginuma: “En busca de otro sol. La migración japonesa en América Latina”.

Silvia Lidia González: “De regreso a casa: Dekasegi y la presencia latinoamericana en Japón”.

Se presenta nueva obra narrativa de Alejandro Padrón


Vargas Llosa: “A mí me encontrará la muerte con la pluma en la mano”


Desde que ganó el Premio Nobel, Mario Vargas Llosa ha visto “saltar por los aires” su rutina de trabajo, pero espera que sea “una situación transitoria” y pueda volver pronto a ese “placer supremo” que para él es la literatura y proseguir con su sueño de “escribir buenas novelas”.

“A mí me encontrará la muerte con la pluma en la mano”, dijo hoy el escritor en una multitudinaria conferencia de prensa en la Casa de América de Madrid, en la que habló de su nueva novela, “El sueño del celta”, y de cómo ha cambiado su vida tras la concesión del Nobel de Literatura, el pasado 7 de octubre.

Y también habló de política, en especial de América Latina y de Estados Unidos. El Premio Nobel no va a cambiar su forma de ser ni sus costumbres: “No hay ningún peligro de que me calle. Voy a seguir hablando como un loro y escribiendo todos los días”, aseguró.

Esta esperada novela, cuya escritura ha sido “una gran aventura” para Vargas Llosa y le ha obligado a viajar al Congo y a Irlanda, y a sumergirse en épocas distantes y complejas, sale hoy a la venta en los países de habla hispana con una edición inicial de 500.000 ejemplares, la mitad de ellos en España, según dijo Pilar Reyes, directora de Alfaguara.

Ganar el Premio Nobel “nunca” estuvo entre sus “aspiraciones literarias”, que eran “más ambiciosas: escribir buenas novelas, buenos libros”. Y en realidad su “sueño secreto” ha sido siempre que sus novelas algún día se leyeran como las que a él le han “cambiado la vida” y le han “conmovido”.

“Nunca sabré si ese sueño se hará realidad”, señaló el gran novelista peruano, con esa facilidad de palabra que le caracteriza y que le permite meterse al público en el bolsillo

Pero ganó el Nobel, que fue “una sorpresa total, un reconocimiento muy grato”, y también “una revolución tal” que sus horarios de trabajo “han volado por los aires”.

“El acoso periodístico no tiene límites”, dijo Vargas Llosa antes de recordar cómo, a los veinte minutos de hacerse público el premio, su casa de Nueva York se vio invadida por periodistas y camarógrafos de todo el mundo.

Al autor de “La ciudad y los perros” le dan “envidia los escritores que tienen vidas interesantísimas, infernales, demoníacas”, pero no es así la suya.

A él le gusta su rutina de trabajo, pasar horas en las bibliotecas, cultivar la amistad y escuchar música clásica. “Mediocridades de este tipo me llenan la vida”, señaló el escritor ante más de un centenar de periodistas de numerosos países.

Flaubert decía que “escribir es una manera de vivir”, y para Vargas Llosa esa frase “es exacta”. Nunca deja de hacerlo, pero no cree que haya mérito en eso: “Escribir es el placer supremo. Escribir y leer son como el anverso y el reverso de una misma moneda”.

“Afortunadamente”, del resto de cosas de su vida, se encarga su mujer, Patricia Llosa, que hoy presenció la conferencia de prensa desde un discreto lugar.

Por eso, cuando su rutina de trabajo “se rompe por factores exógenos”, el nuevo Premio Nobel se siente “perdido, extraviado”.

Ganar el galardón más importante de las letras mundiales le obligó a suspender la escritura de “un pequeño ensayo” que tenía entre manos, “La civilización del espectáculo”, confesó Vargas Llosa, que ya debe de tener algunas ideas para el discurso de recepción del Premio Nobel, el próximo 10 de diciembre, pero prefirió “guardar el secreto”.

Su nueva novela, “El sueño del celta” está protagonizada por un personaje “fascinante”, “visionario”, “mitad héroe, mitad hombre normal”, con sus “debilidades, incongruencias y contradicciones”. Fue uno de los primeros europeos en denunciar las atrocidades cometidas por el colonialismo en el Congo y en la Amazonía.

La vida de Roger Casement (1864-1916), cónsul británico en el Congo a principios del siglo XX y amigo de Joseph Conrad, es una buena prueba de que “cuando desaparece toda forma de legalidad y se restablece la ley del más fuerte, inmediatamente brota el salvajismo, la barbarie y extremos vertiginosos de crueldad”, subrayó el autor de novelas como “La casa verde”, “Conversación en La Catedral” o “La guerra del fin del mundo”.

“La colonización del Congo fue probablemente la peor de todas”, y los informes que redactó Casement sobre lo que sucedía en África y en la Amazonía figuran quizás entre “las acusaciones más contundentes sobre los estragos del colonialismo y la destrucción que sembró”. La situación actual del Congo es heredera de aquella época, afirmó.

Vargas Llosa ha respetado los hechos básicos de la vida de Roger Casement, pero también ha inventado mucho. “Yo sólo miento cuando escribo novelas”, aseguró. EFE

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Cómo comencé a escribir

«Cómo comencé a escribir» es uno de los textos que componen el nuevo libro de Gabriel García Márquez titulado «Yo no vengo a decir un discurso», de pronto lanzamiento. Lo publicamos a continuación con la autorización de Random House Mondadori

Por Gabriel García Márquez | 28 de Octubre, 2010

Primero que todo, perdónenme que hable sentado, pero la verdad es que si me levanto corro el riesgo de caerme de miedo. De veras. Yo siempre creí que los cinco minutos más terribles de mi vida me tocaría pasarlos en un avión y delante de veinte a treinta personas, no delante de doscientos amigos como ahora.

Afortunadamente, lo que me sucede en este momento me permite empezar a hablar de mi literatura, ya que estaba pensando que yo comencé a ser escritor en la misma forma que me subí a este estrado: a la fuerza. Confieso que hice todo lo posible por no asistir a esta asamblea: traté de enfermarme, busqué que me diera una pulmonía, fui a donde el peluquero con la esperanza de que me degollara y, por último, se me ocurrió la idea de venir sin saco y sin corbata para que no me permitieran entrar en una reunión tan formal como ésta, pero olvidaba que estaba en Venezuela, en donde a todas partes se puede ir en camisa. Resultado: que aquí estoy y no sé por dónde empezar. Pero les puedo contar, por ejemplo, cómo comencé a escribir.

A mí nunca se me había ocurrido que pudiera ser escritor pero, en mis tiempos de estudiante, Eduardo Zalamea Borda, director del suplemento literario de El Espectador de Bogotá, publicó una nota donde decía que las nuevas generaciones de escritores no ofrecían nada, que no se veía por ninguna parte un nuevo cuentista ni un nuevo novelista. Y concluía afirmando que a él se le reprochaba porque en su periódico no publicaba sino firmas muy conocidas de escritores viejos, y nada de jóvenes en cambio, cuando la verdad -dijo- es que no hay jóvenes que escriban.
A mí me salió entonces un sentimiento de solidaridad para con mis compañeros de generación y resolví escribir un cuento, nomás por taparle la boca a Eduardo Zalamea Borda, que era mi gran amigo, o al menos que después llegó a ser mi gran amigo. Me senté y escribí el cuento, lo mandé a El Espectador. El segundo susto lo obtuve el domingo siguiente cuando abrí el periódico y a toda página estaba mi cuento con una nota donde Eduardo Zalamea Borda reconocía que se había equivocado, porque evidentemente con «ese cuento surgía el genio de la literatura colombiana» o algo parecido.

Esta vez sí que me enfermé y me dije: «¡En qué lío me he metido! ¿Y ahora qué hago para no hacer quedar mal a Eduardo Zalamea Borda?». Seguir escribiendo, era la respuesta. Siempre tenía frente a mí el problema de los temas: estaba obligado a buscarme el cuento para poderlo escribir.

Y esto me permite decirles una cosa que compruebo ahora, después de haber publicado cinco libros: el oficio de escritor es tal vez el único que se hace más difícil a medida que más se practica. La facilidad con que yo me senté a escribir aquel cuento una tarde no puede compararse con el trabajo que me cuesta ahora escribir una página. En cuanto a mi método de trabajo, es bastante coherente con esto que les estoy diciendo. Nunca sé cuánto voy a poder escribir ni qué voy a escribir. Espero que se me ocurra algo y, cuando se me ocurre una idea que juzgo buena para escribirla, me pongo a darle vueltas en la cabeza y dejo que se vaya madurando. Cuando la tengo terminada (y a veces pasan muchos años, como en el caso de Cien años de soledad, que pasé diecinueve años pensándola), cuando la tengo terminada, repito, entonces me siento a escribirla y ahí empieza la parte más difícil y la que más me aburre. Porque lo más delicioso de la historia es concebirla, irla redondeando, dándole vueltas y revueltas, de manera que a la hora de sentarse a escribirla ya no le interesa a uno mucho, o al menos a mí no me interesa mucho; la idea que le da vueltas.

Les voy a contar, por ejemplo, la idea que me está dando vueltas en la cabeza hace ya varios años y sospecho que la tengo ya bastante redonda. Se las cuento ahora, porque seguramente cuando la escriba, no sé cuándo, ustedes la van a encontrar completamente distinta y podrán observar en qué forma evolucionó. Imagínense un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de diecisiete y una hija menor de catorce. Está sirviéndoles el desayuno a sus hijos y se le advierte una expresión muy preocupada. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella responde: «No sé, pero he amanecido con el pensamiento de que algo muy grave va a suceder en este pueblo».

Ellos se ríen de ella, dicen que ésos son presentimientos de vieja, cosas que pasan. El hijo se va a jugar billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el adversario le dice: «Te apuesto un peso a que no la haces». Todos se ríen, él se ríe, tira la carambola y no la hace. Paga un peso y le pregunta: «¿Pero qué pasó, si era una carambola tan sencilla?». Dice: «Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi mamá esta mañana sobre algo grave que va a suceder en este pueblo». Todos se ríen de él y el que se ha ganado el peso regresa a su casa, donde está su mamá y una prima o una nieta o en fin, cualquier parienta. Feliz con su peso dice: «Le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla, porque es un tonto». «¿Y por qué es un tonto?». Dice: «Hombre, porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado por la preocupación de que su mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo».

Entonces le dice la mamá: «No te burles de los presentimientos de los viejos, porque a veces salen». La parienta lo oye y va a comprar carne. Ella dice al carnicero: «Véndame una libra de carne» y, en el momento en que está cortando, agrega: «Mejor véndame dos porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es estar preparado». El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice: «Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se está preparando, y andan comprando cosas».

Entonces la vieja responde: «Tengo varios hijos; mire, mejor déme cuatro libras». Se lleva cuatro libras y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice: «Se han dado cuenta del calor que está haciendo?». «Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor.» Tanto calor que es un pueblo donde todos los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos. «Sin embargo -dice uno-, nunca a esta hora ha hecho tanto calor.» «Sí, pero no tanto calor como ahora.» Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz: «Hay un pajarito en la plaza». Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito.

«Pero, señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.» «Sí, pero nunca a esta hora.» Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo que todos están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo. «Yo sí soy muy macho -grita uno-, yo me voy.» Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que dicen: «Si éste se atreve a irse, pues nosotros también nos vamos», y empiezan a desmantelar literalmente al pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo dice: «Que no venga la desgracia a caer sobre todo lo que queda de nuestra casa» y entonces incendia la casa y otros incendian otras casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio clamando: «Yo lo dije, que algo muy grave iba a pasar y me dijeron que estaba loca».

Enlazado desde:

http://prodavinci.com/2010/10/28/como-comence-a-escribir/

TRIBUNA: KENZABURO OE

La literatura, un viaje sin rumbo fijo

El País (Madrid), 01 de noviembre de 2010.

El otro día en el Instituto Cervantes de Tokio sostuve un diálogo abierto con el escritor español Javier Cercas. Su novela Soldados de Salamina me pareció una obra maestra.

Durante la Guerra Civil española, un comando del Ejército republicano, acorralado en Cataluña, se dispone a fusilar a un oficial fascista que se encuentra recluido bajo custodia, pero un joven soldado, por cuenta propia, decide liberarlo. La novela sigue los respectivos destinos del soldado y del oficial fascista. Se sabe que la noche anterior al suceso, el soldado se entretenía bailando un pasodoble.

Los franquistas obtienen una victoria avasalladora, el joven soldado se integra en el exilio a una tropa multinacional del Ejército francés y recorre el continente africano. Los soldados anónimos de la pequeña y precaria unidad terminan venciendo mediante una serie de tácticas de guerrilla al batallón alemán que tenía todas las de ganar. Se salva así la civilización francesa, y el soldado, aunque lesionado, sobrevive las sucesivas campañas.

Muchos años después, convertido en un veterano, recuerda con nostalgia el baile del pasodoble, elemento que enlaza el relato con el pasado remoto.

Cuando preparaba el diálogo con Cercas y revisaba en mi estudio los libros sobre la Guerra Civil española, me encontré de pronto con La misión de la literatura, el libro de Georges Duhamel traducido por Kazuo Watanabe, y la edición original en francés de Deux Patrons. Hay ahí dos patrones, es decir, dos maestros: Erasmo y Cervantes, a quienes el autor consideró como los salvadores de la civilización. Con ambos libros en mis manos, me trasladé 50 años atrás hasta verme en una cafetería subterránea, ubicada en el campus de la Universidad de Tokio.

A pesar de que había ingresado en la universidad con el deseo de profundizar en el estudio del humanismo, del que se ocupan con todo detalle los libros del profesor Kazuo Watanabe, durante mi carrera académica no fui capaz de entender sus lecciones. Lo único que logré hacer fue conseguir en librerías de viejo los títulos que el profesor Watanabe había publicado antes y después de la guerra, y leerlos a solas. Desilusionado con mis estudios, comencé a probar suerte en la creación literaria.

Una semana después de que uno de mis cuentos apareciera en el número especial de un periódico de la universidad con

motivo del festival estudiantil de mayo, el profesor Watanabe, que se encontraba en la cafetería, me detuvo cuando pasé a su lado y me habló así:

-Oye, he leído ese cuento tuyo en el cual un estudiante mata a un perro. ¿Es que piensas convertirte en narrador?

La pregunta me desconcertó y no atinaba a responder. Un amigo que me acompañaba se adelantó a contestar rescatándome de aquella embarazosa situación:

-Qué va, profesor, este solo se empeña en leer lo que usted ha escrito sobre el humanismo. A ver, ahí traes uno de sus libros, ¿verdad?

Le mostré al profesor La misión de la literatura y, al tomar el libro entre sus manos, me preguntó qué me parecía.

Le respondí que solo había terminado de leer la primera parte y el epílogo a cargo del traductor. El profesor abrió el libro y me pareció que se fijaba en las partes que yo había subrayado.

«No se debe permitir el derramamiento de sangre por causa de conflictos religiosos: a partir de esta firme convicción, Erasmo siguió un camino tortuoso, mientras que Cervantes llevó una vida trágica al aferrarse a la misma creencia en una época en que era inconcebible demostrar que una personalidad armoniosa y una razón suficiente eran superiores a la locura y la perversión. (…) Ni Erasmo ni Cervantes fueron guerreros heroicos sino tan solo soldados anónimos».

Para evitar que el profesor leyera mis notas al margen del libro, me apresuré a decir:

-Ahora creo entender no solo por qué el autor escribió esta obra al año siguiente del comienzo de la Guerra Civil española sino también por qué usted la tradujo un año antes de que Japón entrara en guerra.

El profesor Watanabe me concedió la razón:

-Georges Duhamel lanzó con palabras contundentes un grito de alerta ante la expansión del fascismo en Europa, pero ¿no te parece que el epílogo que escribí es bastante timorato ante la censura y a los demás temas que trata el libro? Te recomiendo, más bien, que leas con atención la segunda parte, si es que quieres seguir escribiendo novelas.

Emocionado, corrí escaleras arriba hacia la salida de la biblioteca y me tumbé en la hierba a leer el capítulo sobre Cervantes. Ahí encontré una exhortación que Duhamel dirigía a los jóvenes que aspiraban a formar parte del mundo literario:

«Entonces, joven, vive la vida ante todo. Bebe abundante leche de la ubre de la vida para nutrir tus futuras creaciones. ¿Dices que quieres escribir buenas novelas? Hazme caso entonces y embárcate en algún puerto. Recorre el mundo ganándote el sustento con modestas ocupaciones, y soporta la pobreza. No te apresures a tomar la pluma. Sométete al dolor y al sufrimiento. Aprende con las miles de personas que encuentres a tu paso. Y cuando te doy estos consejos, quiero decir que jamás trates de esquivar la angustia que te ocasionen los demás o las adversidades que tengas que experimentar para hacerlos felices. (…) ¿Quieres escribir buenas novelas? ¡Óyeme bien, entonces! Antes que nada, trata de olvidar ese deseo. Emprende un viaje sin pensar en un rumbo fijo. Agudiza la vista, el oído, el olfato y el apetito. Espera con el corazón abierto. Tal como hizo…».

Cervantes, por supuesto. Durante su estadía en Japón, ya en la posguerra, Duhamel le obsequió al profesor Watanabe la edición de lujo del libro original, ilustrada con más de 20 dibujos. Un año antes de morir, el profesor Watanabe me dejó como herencia esa edición. A lo mejor guardaba algún remordimiento desde aquel entonces, cuando se enteró, a través del amigo que me acompañaba, que me había deprimido profundamente al leer esa segunda parte. Pero, en realidad, yo también sabía que aquella había sido para mí una extraordinaria lección.

Traducción de Ryukichi Terao, con colaboración de Ednodio Quintero para el Instituto Cervantes.

Kenzaburo Oe es escritor, premio Nobel de Literatura de 1994.

Enlazado desde:
http://www.elpais.com/articulo/opinion/literatura/viaje/rumbo/fijo/elpepiopi/20101031elpepiopi_4/Tes

 

Hernán Lara Zavala obtuvo el
“Premio Real Academia Española”

 


Grata noticia nos deparó este viernes 15 de octubre. El maestro y narrador mexicano Hernán Lara Zavala (1946) obtuvo el “Premio Real Academia Española” por una novela ambientada en la península de Yucatán en el siglo XIX: Península, península. Esta obra fue publicada por Alfaguara en el año 2008  y tiene como contexto la Guerra de Castas (México), conflicto que mantuvo enfrentados durante más de medio siglo a los criollos y mestizos contra los nativos mayas yucatecos.

Según la nota de prensa divulgada hoy (15 de octubre) el  premio, dotado de 25.000 euros y una medalla conmemorativa, serán entregados al novelista próximamente en el acto de celebración del Día de la Fundación pro Real Academia Española.

Lara Zavala desempeña labores docentes en la UNAM y es autor de una notable obra cuentística y novelística. Entre sus títulos destacan:  Zitilchén (1981), El mismo cielo (1987),  Después del amor y otros cuentos (Premio José Fuentes Mares, 1994), Cuentos escogidos (1997); Charras (novela, 1990); los ensayos críticos: Las novelas en el Quijote (1989) y  Contra el ángel (1992); también es autor de la Antología del cuento inglés del siglo XX (compilación, 1986), así como de los libros de crónicas Equipaje de mano (1995) y Viaje al corazón de la península (1998).

La candidatura de Hernán Lara Zavala para este premio contó  con el respaldo de muy destacados miembros de la Academia Mexicana de la Lengua: Gonzalo CelorioAdolfo Castañón Concepción Company . Celebramos este premio y auguramos una buena cosecha al maestro mexicano, excelente escritor y generoso amigo (GZ).

Galina: una ciudad de puertas infinitas

Gregory Zambrano

(Palabras leídas en la presentación de Puertas de Galina, de Alberto Hernández.
Librería La Ballena Blanca, Mérida, 30 de septiembre de 2010).

Alberto Hernández lee Puertas de Galina
Alberto Hernández lee Puertas de Galina

I

Alberto Hernández, nos visita con sus versos, siempre trae una alforja llena de palabras donde guarda afectos y memorias. Alberto es poeta, narrador y cronista; desde hace muchísimos años ejerce el periodismo. Nacido en Calabozo en octubre de 1952, ha recibido diversos premios por su obra. Ha publicado La mofa del musgo (1980), Amazonía (1980), Última Instancia (1989), Párpado de insolación (1989), Ojos de afuera (1989), Bestias de Superficie (1993), Nortes (1994), Intentos y el exilio (1996), Poética y desatino/Aforismos (2001), Eslovenia (2001), El poema de la ciudad (2003); el ensayo Nueva crítica del teatro venezolano (1981), la colección de cuentos Fragmentos de la misma memoria (1994) y el libro de crónicas Valles de Aragua, la comarca visible (1999), entre otros. En 2008 Ediciones Mucuglifo, de Mérida, publicó su poesía reunida bajo el título El cielo cotidiano. Poesía en tránsito. Alberto Hernández fue el entusiasta promotor de una aventura literaria llamada “Umbra”, y desde hace muchos años los afanes de su escritura desembocan en el suplemento “Contenido” de El Periodiquito, diario de Aragua, que se edita en Maracay. Otro de sus oficios ha sido promover nuevos talentos poéticos y recuperar del olvido a otros tantos, labor que logró a través de la editorial La Liebre Libre, empresa quijotesca que gestionó junto a los poetas Harry Almela, Rosana Hernández Pasquier y Efrén Barazarte. Recibió el Premio “Juan Beroes” en reconocimiento a la totalidad su obra literaria en el año 2000. Ha visitado la ciudad de Mérida en diversas ocasiones y participado en eventos  como la Feria Internacional del Libro Universitario y la Bienal de Literatura “Mariano Picón Salas”. Alberto Hernández es, sin duda, un ferviente promotor cultural y un viajero que lleva como equipaje la palabra poética o más bien ésta es su pasaporte que no tiene fronteras y sí muchas geografías. Y para llevar esa presencia más allá del papel comparte su blog personal “Puertas de Galina”.
( http://puertasdegalina.wordpress.com/)

I I

Hoy nos convoca su más reciente poemarioPuertas de Galina (2010), que  lleva el sello de la editorial caraqueña Memorias de Altagracia, dirigida por  los escritores Israel Centeno y Graciela Bonet, en su colección “Celacanto”.

A Galina se llega desde el aire, la tierra, el fuego y el mar, a Galina se llega después del diluvio, después de la sed y la centella, a Galina se llega andando o montado sobre un potro brioso, que es la palabra. Y con la palabra ha estado bregando durante muchos años el poeta Alberto Hernández. Uno a uno ha ido entregando sus sueños y quimeras, sus preguntas y respuestas, sus silencios y esa gama de sentidos que decantan una pasión irrefrenable, como lo son las pasiones verdaderas.

¿Qué designios debo enfrentar ante la puerta abierta? ―se pregunta la voz que nos invita a franquear el umbral―. ¿Son acaso estos designios los que nos llevar a recorrer con sus versos un espacio que no existe pero que está allí, en el sueño y la vigilia, en la certeza y la duda, atravesando el hilo fino que separa la vida de la muerte? “Soy todas esas puertas, ese paisaje invisible”, nos dice. Y por ella entramos a su universo, lleno de dudas, de asombros, de silencios. Escribe el poeta en el pórtico de su libro: “este silencio, este líquido que corre por mis oídos tiene en mis próximas palabras  una sola salida, un agujero de tinieblas por donde algo tiene que emerger”.

Puerta de rey, puerta hacia la voz de Arnaldo Acosta Bello, presencia acuática en la memoria, en el sueño, desanda los desvelos del poeta limpiándose el polvo de los caminos llaneros. Puerta de Salamanca donde las sombras corren río abajo devolviendo la eternidad a un hombre que se queda estacionado en los inviernos.  Puerta de Alcalá, entrada y salida hacia el misterio. Allí está, frente a ella Madrid, la ciudad cabizbaja. Puerta de Compostela, hecha de silencios, cuya única certeza es el abismo, el paso de rostros sin facciones con gestos de agonía. Puerta de Lavapiés, entrada y salida de la resurrección. Puerta de ceniza, el gran incendio que sólo deja sombras, certeza de muerte envuelta en humareda.

III

Alberto Hernández, nos acompaña con sus palabras incesantes. Viene de Calabozo, viene de Guardatinajas, viene de Maracay.  Viene de México y España, viene del desvelo en justo pacto contra el silencio. Vive para la palabra, en sus poemas, en los afectos de tantos amigos dispersos en las más remotas geografías.

Con estos versos nos sacudimos el polvo de los caminos, entramos y salimos intactos de los ríos, vemos perros y caballos, husmeamos en las pulperías, limpiamos el sudor y despejamos el polvo que nos recibe en cada pueblo, nos habita la memoria del viajero solitario, recorremos casas de anchos corredores, divisamos en el horizonte ciudades que de pronto se desdibujan. Entramos y salimos de nosotros mismos. Eso es Galina, más que una ciudad imaginaria, una mirada hacia lo que somos, a lo que hemos sido más allá del dolor de la carne y la duda. Existimos en la invocación del paseante llamado por sus misterios. Y como dice Eduardo Casanova: “lo más importante de Galina no son sus casas ni sus edificios ni sus monumentos ni sus muchas tarjas ni sus museos ni sus catedrales ni sus avenidas arboladas ni sus horizontes infinitos y sus aeropuertos, sino sus puertas”.
(http://www.analitica.com/va/arte/oya/9247898.asp).

Como en el poema “Historia”, la puerta dejó de ser cuando apareció el miedo después de la guerra, pero allí sigue ella, en el hueco de la pared, para que entremos y contemos la historia de nuevo. En ese camino de piedras y hojas secas, seguimos el juego de la palabra que crea y recrea hasta el infinito este manojo de historias. La última puerta siempre será la primera, la que se abre hacia el misterio, la que inflama la llama del nuevo día:

Velado por la noche
por la brisa que sacude las horas,
mi cuerpo retorna al limpio aire
del silencio.

Quien entra
cierra la puerta.

El mundo se rompe bajo mis pasos.

Bienvenido poeta a esta geografía que también guarda tus pasos, el polvo de los caminos dejados atrás, los sueños convertidos en memoria, y el afecto de los amigos que acompañan tu vigilia.

Mérida, 30 de septiembre de 2010.

Gregory, Alberto y Alejandro Padrón
Presentan en la librería La Ballena Blanca

Puertas de Galina,  de Alberto Hernández

El próximo jueves 30 de septiembre de 2010 será presentado en Mérida el poemario Puertas de Galina, de  Alberto Hernández (Calabozo, estado Guárico, 1952). La obra, que ha recibido la bienvenida en otras ciudades del país, funda una especie de espacio simbólico, que va más allá de una ciudad llena de sueños y preguntas, pasadizos y desgarraduras. Una suma imágenes reinventadas por este autor, que posee una obra sólida, refrendada en sus poemarios anteriores, entre los cuales destacan: La mofa del musgo (1980), Amazonia (1981), Última instancia (1989), Párpado de insolación (1989), Ojos de afuera (1989), Bestias de superficie (1993), Nortes (1994) e Intentos y el exilio (1996), entre otros.Puertas de Galina lleva el sello de la editorial caraqueña Memorias de Altagracia, dirigida por  los escritores Israel Centeno y Graciela Bonet. En esta oportunidad el autor será presentado por Gregory Zambrano, escritor y académico de la Universidad de Los Andes. Acerca de este libro ha escrito Eduardo Casanova: “Yo estuve en Galina. Fui a Galina con Alberto Hernández. Conocí sus calles empedradas que se llenan de lodo cuando llueve como suele llover en el Llano. Y vi sus colinas y sus montañas nevadas, pero sobre todo, desde su orilla, admiré el horizonte llanero que se pierde en las nubes”.

Alberto Hernández es poeta, narrador, periodista y pedagogo, con un postgrado en literatura latinoamericana en la Universidad Simón Bolívar. Fue fundador de la revista Umbra. Reside en Maracay, donde dirige el suplemento cultural Contenido, que circula en el diario El Periodiquito. Es también autor del ensayo Nueva crítica de teatro venezolano (1981), el libro de cuentos Fragmentos de la misma memoria (1994) y el libro de crónicas Valles de Aragua, la comarca visible (1999), entre otros títulos.
La cita es este jueves 30 de septiembre, a las 6:00 pm. En la librería La Ballena Blanca,
Av. 3, sector Glorias Patrias, Mérida.

Para ampliar información sobre Alberto

Hernández:  

http://puertasdegalina.wordpress.com/

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