Ventanas compartidas

Rayuela: una propuesta para el próximo milenio

por Ednodio Quintero

Este ensayo fue publicado como Prólogo a la Edición Conmemorativa de los treinta años de «Rayuela» de Julio Cortázar, Monte Ávila Editores Latinoamericana, Caracas, 1993.

Rayuela se publicó en 1963
Rayuela se publicó en 1963

¿Encontrará a la Maga? Llamémosla adánica, esa imagen primigenia de Horacio Oliveira caminando por la rue de Seine en un París de ceniza otoñal. Divisa la silueta del Pont des Arts, se detiene para encender un cigarrillo o conversa en etrusco con un gato, y ya lo vemos subir los peldaños del puente. Pero esta vez no encontrará a la Maga, pues aunque sabe que buscar es su signo, a esa mujer descifradora de enigmas, a esa criatura que ha entrado en su vida como una llama dulce que lame las rodillas y los huesos, a ella la ha encontrado siempre sin buscarla. Ya desde las primeras líneas, cualquiera que hayan sido los senderos elegidos por el lector en esta novela laberinto, el tono fascinante de la escritura de Julio Cortázar nos envuelve en una red de hilos invisibles, nos cubre como un manto de luz opalina y neblinosa en el cual podríamos quedarnos cómodamente para soñar. Pero hojo, hipócrita lector, mon frère¡hojo habisor!, ahí está el Gran Cronopio, disfrazado de demiurgo, testigo, protagonista, filósofo en gorro de dormir, jinete en la silla de un café, dejando que el bicho —la novela— galope a su antojo (No sé por qué mientras comienzo estos apuntes veo una mosca verde de alas transparentes caminar sobre la portada blanca como la nieve de la Poética de Aristóteles), para luego frenarlo con mano de seda o brusquedad de chalán, léase amansador. Ojo por tercera vez —el tercer ojo—, Rayuela  no es una novela para lectores distraídos. Al menor descuido, el niño travieso de ojos azul pizarra te puede poner un barril de pólvora debajo de tu cómodo sillón. La Gran Costumbre saltará vuelta añicos y tus escasas convicciones, cepillo dental y camisa de cuello planchado, no escaparán al cataclismo. Si eres tan ocioso o indulgente como para haber comenzado a leer esta parrafada antes que la novela, te recomiendo que saltes a la casilla 73 donde empieza de verdad verdad el juego. Advierte lo que ahí se dice: «Todo es escritura, es decir fábula». Y una línea más adelante: «Nuestra verdad posible es invención, es decir escritura». Y todas las turas posibles incluyendo la cunicultura, digo yo, que ya me estoy convirtiendo en un comentador impertinente. ¿Y esto, che, qué quiere decir? Llamémoslo pájaro sobrevolando una ola, conejo —para seguir el hilo cunicular— dibujando en su pequeño cerebro de roedor las curvas armónicas de sus saltos, conciencia, conocimiento, lucidez. Pues, ya se sabe, Rayuela es muchos libros o un único e inimitable y sorprendente libro: un objeto fabricado no sólo con palabras, sino con emociones, sensaciones, premoniciones, constelaciones, ones. Hecho de saltos como el juego que lo propicia y lo alienta y lo impulsa y lo cierra magistralmente. Entretejido con hilos de neblina, con piolines de colores atados desde el espaldar de una silla hasta el picaporte de una puerta, con círculos de tiza, en fin con los trazos feroces de una escritura que se niega a sí misma. Testás desmandando, che. Sí, yo también caigo en astucias de escribano, y a este paso, cojeando del pie izquierdo como Jacob después del último round, corro el riesgo de que los editores me manden de paseo y encomienden el prólogo a un escritor serio. Alligator’s smile del Cronopio y cambio de casilla.

2.

¿Un prólogo para Rayuela? Aló, aló. Alguien me quiere tomar el pelo. ¿Acaso esa antinovela formidable necesita de prolegómenos? Cálmese, se lo vamos a explicar. Se trata, señor, de una edición conmemorativa. Treinta años, treinta, de la primera edición. Los editores consideramos la pertinencia de un prólogo. Muy bien, celebro la iniciativa, pero, ¿por qué creen ustedes que yo pueda escribirlo? No soy crítico, no soy… Tal vez por eso mismo; de cualquier manera, no lo vamos a obligar. Decida usted, tiene un mes para pensarlo. Y me quedé con el teléfono en la mano, como si sostuviera un peso muerto. ¿Debo confesar que me temblaron las piernas? Pasó el tiempo y quise olvidarme del asunto. Simulé gripes y ataques de melancolía en un intento vano por zafarme de la tentación. Hojeé uno de los tantos libros dedicados a Cortázar, y el apéndice bibliográfico, que incluía cerca de dos mil referencias (una tercera parte dedicadas a Rayuela), me mareó. Ríos de tinta. Cuántas cosas no se habrán dicho y repetido en aquel maremágnum de papel. Cerré el libro y pensé que de lo único que me he arrepentido alguna vez ha sido de mis omisiones. Y me dije que escribir acerca de un autor, a quien he mantenido siempre en un sitial muy elevado, era, antes que una obligación, un privilegio. Y heme aquí, en la segunda casilla, aún sin brújula ni compás, intentando cumplir un cometido impuesto sólo por la voluntad, el asombro y la admiración.

3.

Si acaso Rayuela (ese torbellino) tiene un eje, éste se centra en la figura de la Maga. Pues todo parece girar en torno a ella. ¿La Maga, criatura de elección? No, por cierto. Porque las Eurídice, Beatriz, Justine no se eligen. Caen como un ladrillo del cielo negro y te rompen el cráneo. A este fenómeno, los occidentales, en su afán por poner etiquetas, le han dado el nombre de amor. Un «sentimiento» que pertenece al campo de la patología, que preludia el desastre y que acentúa, hasta volverlas trizas, las contradicciones. Pero el amor es también un juego, una vía dolorosa hacia el conocimiento, un rito de purificación similar a la cura escatológica recomendada por Heráclito. Dentro de estas coordenadas, móviles e imprecisas, es que quiero situar a la Maga.

a) De la misma manera que encontraba en la calle alambres y cajones de manzanas para construir sus artefactos, Horacio encuentra a la Maga sin haberla buscado. La incorpora a su mundo —al menos hace el intento, se ocupa de su «educación»— y vive con ella un romance que no excluye la desesperación. Comparten su afición por los felinos y los musgos, caen «en hidromurias y en salvajes ambonios»; el tiempo, entre citas en hoteles de mala muerte, paraguas rotos y paseos a través de una ciudad casi irreal, se convierte para ellos en una sustancia huidiza y engañosa. Luego el despertar: Pola París y su equivalente en los celos de Horacio a causa de un Gregorovius paternal. La convivencia previsiblemente desastrosa, olor a pañales, tristeza, Rocamadour. La muerte de Rocamadour. De ahí a uno de los posibles finales de la novela no hay más que un salto: «paf se acabó». Pero ésta no es más que una simplificación empobrecedora y un tanto maniquea, apropiada tal vez para lectores-hembra (como los definiera el propio autor), insatisfactoria y reduccionista. Pues, ¿acaso el pathos del homo occidentalis se resuelve siempre en la locura? La locura como purga del pecado original.

b) Horacio encuentra a la Maga. Se prenda de ella por algún motivo que escapa a la razón, y que él intentará en vano definir. Un fuego que titila como un cocuyo, el reflejo de una llama que arde y parpadea. ¿Acaso la Maga no se llama Lucía, dadora de luz? Horacio reconoce en la Maga su lado escindido (sí, Platón) y se amolda a él con exquisito placer, no sin dolor. Horacio ve o proyecta o imagina en la Maga su ánima (sí, Jung) y se junta a ella en un abrazo reconciliador. Pero es sabido que las formas puras sólo existen en un plano virtual. La condición humana parece estar signada por el movimiento, la mudanza que conduce al abismo o a la entropía, c`est pareil. Horacio, aprendiz de filósofo (como lo caracteriza off record el mismo Cortázar), heredero y depositario de 5000 años de cultura occidental, con su metafísica de bolsillo que incluye una dosis nada despreciable de budismo zen, dinamitero de vocación, homo ludens que duda ante cada jugada y que ve señales y figuras en las grietas de un muro y en las resonancias de una palabra, Horacio encuentra en la Maga la horma de su zapato —para utilizar una metáfora pedestre, de acoplamiento y ajuste, que deje satisfechos a Jung y Platón. Es el mismo Horacio-Cortázar quien lo dice: «Hay ríos metafísicos, ella los nada. ( ) Yo describo y defino y deseo esos ríos, ella los nada». Al infalible Horacio, el cuestionador, el sa-be-lo-to-do, se le mueve el piso. La Maga, no sólo lo desarma con su poder de elipsis que le permite guardar en el puño de su mano una luciérnaga capaz de contener la energía de una estrella, sino que lo lanza —como una tea encendida en la oscuridad— hacia el otro territorio. El territorio de la locura o del conocimiento, c’est pareil. Allí, enceguecido, con los ojos vendados, pues nadie atraviesa impunemente aquel túnel de luz, Horacio, en otro de los finales posibles de la novela, tal vez el más plausible, encuentra alguna forma, no importa que precaria y transitoria, de mantenerse a flote.  Mírenlo si no, sometido a los cuidados de la maga Talita, otra santa Lucía, protectora de los ciegos (sí, hagiografía para lectores del suplemento dominical). Pero, ¿no es ésta otra arbitraria simplificación?

c) Ensayo una tercera —y última. Y la sintetizo al máximo. Invierto el juego, cambio «Cielo» por Hades, me salto todas las casillas, acompaño a Horacio en su descenso. Veo a Orfeo (el que silba) en la morgue del manicomio. ¿Qué hace en aquel Hades refrigerado? A sus espaldas, Talita, a quien había confundido con la Maga, lo acusa de «necrófilo» y lo interroga. De pronto Horacio se percata de que no hay ninguna Eurídice que buscar, abre una de las neveras donde se guardan los orates muertos y saca una cerveza. Fin del sketch. Pongámosle un título antes de cerrar: “El mito y la parodia”.

Cualquier intento por encerrar esta novela dentro de coordenadas conocidas (mito, historia, sociología, tradición) nos dejará siempre insatisfechos. Pues la rayuela que conjura su título no ha sido hecha para ser interpretada, sino para jugarla. Las tres variaciones que he propuesto, centradas en el personaje de la Maga, son apenas una muestra de la complejidad y riqueza deRayuela, de los múltiples planos en los cuales se mueve su escritura y de la infinidad de figuras que sugiere una lectura libre y desprejuiciada. Cortázar, al apostar por el lector-cómplice, construye una novela que admite tantas lecturas como lectores se acerquen a ella con el espíritu aventurero  del jugador.

4.

Maleable como el mercurio, poliédrica como el diamante, la estructura (vale decir el arreglo de los elementos en un todo) de Rayuela está sustentada en dos pilares básicos: la imaginación y la reflexión.

Cortázar, que se había revelado ya como un cuentista consumado (Bestiario, 1951; Final del juego, 1956; Las armas secretas, 1959) y como un novelista de amplios recursos (Los premios, 1960), despliega en Rayuela todo su arsenal: la imaginación, rigurosamente controlada y vigilada, al servicio de la narrativa y de la nada. Romántico incurable, no cae, sin embargo, en las trampas del romanticismo; se mantiene el borde, como buen equilibrista, y en los momentos de peligro se libra mediante la ironía o la parodia. Aprovecha la mejor veta del surrealismo, aquélla de raíz bretoniana —la más pura, léase «Amor libre»—, y con ella impregna sutilmente los pasajes eróticos. Pero es en la herencia reciente del existencialismo de posguerra donde sus personajes (me refiero en especial  al grupo del Club de la Serpiente) se mueven como peces en una pecera, donde expresan su nihilismo desesperanzador. Tampoco rehuye lo fantástico, presencia constante en su obra anterior, pero es fiel a su propia visión que excluye lo espectral y opta por el extrañamiento: se mantiene dentro de un plano sugerente, como de suspenso, sin dejar que el tigre que ronda por los aposentos enseñe sus colmillos.

El carácter reflexivo de Rayuela —tal vez el mejor logrado en novela alguna escrita en español en lo que va de siglo— se ofrece en dos vertientes que tienen como denominador común la conciencia hipercrítica del narrador. Morelli, el escritor-filósofo, alter ego de Cortázar, vigila desde su «laboratorio», comenta, acota, critica la novela que se está gestando y que se cumple ante la mirada hipnotizada del lector. Despiértese, señor, entre en el juego, salte en un solo pie, arme usted mismo su mecano o váyase a dormir. La novela como obra abierta, el lector cómplice, posibilidades que Cortázar había planteado en sus escritos teóricos diez años atrás, encuentran en Rayuela el espacio apropiado para su concreción, se desarrollan hasta límites insospechados. En relación a Morelli, me permitiré una observación. Éste, que al principio pareciera un recurso del cual echar mano para sustentar el bagaje teórico-crítico del autor, se convierte en personaje. La famosísima noche joyceana de Berthe Trépat y Rocamadour, un auto atropella a Morelli delante del atribulado Horacio, y esta vuelta de tuerca coloca a Rayuela en una dimensión distinta, tal vez inédita, lejos de sus fuentes nutricias, pues ¿acaso Sterne o Joyce se atrevieron a tanto?

En un segundo plano, no menos importante, Horacio, en sus soliloquios y en las maratónicas conversaciones con sus pares del Club de la Serpiente, indaga con una voracidad manifiesta en una serie de temas que han sido motivo de constante preocupación para el hombre desde el mismo instante en que éste tuvo conciencia de su «estar sobre la tierra», de su fragilidad y de su desamparo. El destino, el sentido de la vida, la otredad. El nihilismo, al cual nos referíamos más arriba, y que pareciera ser el signo —como la marca al rojo vivo en la frente de Caín— del pensamiento de la segunda mitad del siglo XX, esa doctrina escéptica de la duda y la negación no le impide a Horacio seguir haciéndose preguntas. Oigamos esta reflexión suya en un instante dehorror vacuis cuando acaba de contemplar una serie de fotos de la más refinada y cruenta tortura china: «Lo que pasa es que me obstino en la inaudita idea de que el hombre ha sido creado para otra cosa». Tampoco escapan a la inteligencia agudísima del Cortázar narrador (o de su vicario en la novela, Oliveira) los temas de la actualidad, los más recientes hallazgos de la ciencia con su correspondiente cuota de alejamiento de lo humano, y las nuevas relaciones espacio-tiempo, tema de la física moderna que Einstein convirtió en asunto metafísico. En fin, Horacio y sus contertulios discuten dialécticamente acerca de lo humano y lo divino, despliegan el ovillo de su reflexión en cuyo centro está la preocupación más íntima del artista: el acto creador. La antinovela suele ser el núcleo del asunto, y aquí en Rayuela el autor plantea implícitamente una paradoja ejemplar, pues en esa narración que se discute y se afirma y se niega a sí misma, los personajes no tienen «conciencia» de su condición, no saben que son personajes de un soberbio experimento llamadoRayuela, no saben que han atravesado el umbral.

5.

«… no hay mensaje, hay mensajeros y eso es el mensaje». Fuera de contexto, esta frase de Morelli pareciera una sentencia del budismo zen. La idea subyace como un hilo subterráneo a lo largo de la novela, y es quizá esa indeterminación, a la manera de un koán, uno de los mayores atractivos de Rayuela. ¿Por qué los biólogos y los físicos y los lingüistas y los astrólogos y los jugadores de ruleta rusa la leen con tanta devoción? ¿Se trata acaso de una novela iniciática? No sabría responder esta pregunta. Sólo en parte, el imán de Rayuela se explica a través del lenguaje: ese formidable aparato verbal que gobierna y articula cada frase y cada párrafo, incluso en aquellas secuencias deliberadamente «mal escritas». Lenguaje, remember «…invención, es decir escritura», que no cesa de sorprendernos, y que le hubiera bastado al Cronopio Cortázar para convertirse en un clásico. Lo otro —y es aquí donde quisiera detenerme—, que a falta de un término más apropiado llamaremos contenido (de paso indisolublemente mezclado al lenguaje, de tal manera que se nos hace difícil separarlos, pues en Rayuela, fondo y forma se ajustan como el agua al recipiente que la contiene), es la esencia, el hueso al desnudo que sólo la novela, un género en constante crisis, puede mostrar: aquello que asombra y subleva y emociona (por qué no) y hace reír y soñar e imaginar. Esencia que se escapa, espejo en plena fuga, pulpo en un jardín de enredaderas. La incertidumbre, mon vieuxRayuela es una máquina que hace preguntas, que no concede tregua alguna en su afán de preguntarse y preguntarnos (En este punto me asalta una imagen que articula la primera idea de esta casilla: la imagen del arquero que continuamente lanza flechas a la luna, tensa el arco, afina la puntería, y sabemos y él lo sabe también que ninguna flecha dará en el blanco… pero, quién lo duda, el constante ejercicio de aquella tarea insensata lo convertirá en un arquero excepcional). Y es esa cualidad, refractaria para el que se acerque aRayuela como quien se asoma a un espejo, uno de sus logros primordiales. El sagaz Cronopio lo sabía: ya la novela no es el territorio de la prédica, ni púlpito ni cátedra ni tarima, es un espacio abierto, desolado tal vez, abismo a la intemperie, donde el escritor (acompañado de su cómplice, el lector) puede desplegar los múltiples registros de su voz, donde puede expresar su ansia por reconocer lo que aún le resta de humano o donde acepta, al fin, su parentesco con los dioses muertos, con el agua que corre y con el polvo estelar.

6.

¿Poliédrica o polimorfa? De múltiples aristas y facetas, interpolaciones, traslapes, digresiones. Planteada como un juego, un laberinto en el cual el lector queda atrapado, girando en una especie de lazo verbal, Rayuela se nos ofrece también como una caja de Pandora de la cual podemos sacar una nube Magritte, un trompetista de New Orleans, un guijarro pulido por siglos de lluvia y sol (si esto sucediera, se recomienda frotarlo entre los dedos hasta que brille como un talismán y luego guardarlo en el bolsillo izquierdo de la camisa, cerca del corazón), una alacena olorosa a yerba mate y café, y, cuidado, una ahogada flotando boca arriba en un río de aguas sucias color melena de león. Elijo, à mon seul désir, esta última figura y la inserto en el cerebro vuelto polvo de Horacio, justo cuando éste se hunde en la inmundicia siguiendo las instrucciones del Oscuro Heráclito —que recomendaba una cura parecida para aliviar la hidropesía. Luego interviene el orden, la police, y Horacio es arrancado de los dientes de la clocharde y enviado de un envión a su lar nativo. Traveler, irónicamente sedentario, y Talita, que lleva en una cesta al gato calculista, lo aguardan en el puerto. Pero la figura está ahí, y aunque Horacio silbe para espantarla, persiste. Se hace nítida en las madrugadas de insomnio y duele cuando Horacio contempla a Talita a horcajadas en el tablón. Horacio reconoce en Talita a la Maga fugitiva —ahogada o gitana en Transilvania. El reconocimiento puede no ser consciente, sin embargo, la proximidad de Talita en el circo y en el manicomio —espacios ideales para la puesta en escena— acelera el proceso: la posesión se cumple como un acto de simulación. ¿Sabrá Talita que está siendo invadida por el espíritu de una desconocida? Si no lo sabe, lo presiente y hasta el final se rebela: «Yo no soy el zombie de nadie», dice. Pero la rayuela es un juego, una forma sin centro que no alcanza a ser un mandala, y ella lo juega. Horacio, el oscuro y lúdico Horacio también juega. Aun cuando desde el episodio del tablón ha tenido la certeza de la derrota, pues Traveler sujeta a Talita por las axilas y la hace reingresar en su territorio, Horacio hace una nueva jugada: convierte al amigo y aliado en suDoppelgänger, delega en él su deseo, y así Horacio y la Maga vuelven a estar unidos, cumplen su destino en otra dimensión. Aquí me detengo, pues me zumba un oído. Amiga lectora, veo que te quitas las gafas y protestas: ¡Este idiota me está contando la novela! No, cara, te equivocas. Mi impertinencia no llega a tanto. Si me permito esta lectura personalísima (no pretendo que original como tampoco lo son las de la casilla 3) es sólo para demostrar(me) el efecto liberador que produce Rayuela, ese poder de transferir al lector las llaves de la narración, de implicarlo y sacarlo de sus casillas, de abrirle puertas (o mejor de permitirle que él mismo las abra) a través de las cuales sea posible vislumbrar, todavía, sí, todavía, bajo un cielo surcado por los vientos cargados de gases tóxicos del fin de milenio, vislumbrar, digo, un prado de hierbas color salmón donde pasta el unicornio.

7.

Se ha querido ver en Rayuela el producto de una experiencia zen. Sin duda Cortázar conocía suficientemente los principios de esta filosofía, y como todo gran novelista, un animal omnívoro por excelencia, los utilizó y se dejó usar por ellos en su narración. Afirma Morelli: «Escribir es dibujar mi mandala y a la vez recorrerlo, inventar la purificación purificándose, tarea de pobre shamán blanco con calzoncillos de nylon». La ironía de la última frase pareciera desmontar el tinglado zen, al menos reconoce las limitaciones del aprendiz de brujo. Pues un mandala es una figura mágica, un objeto de poder.

«Digamos que el mundo es una figura, hay que leerla». En esta propuesta de Morelli importa la figura. Aquí se me aparece la silueta casi espectral de un Horacio pintado por Soutine asomado al hueco negro de la ventana, trazando figuras en el aire con la brasa de su cigarrillo. El dibujo podría corresponderse a su mandala, pero aquel cambia a cada instante, fluye como la escritura, y en un momento determinado es esa rara mariposa que lleva en su lomo la forma nítida de una calavera, y en última instancia, last but not least, es también una fórmula química, una de las tantas que Talita tuvo que aprenderse en sus estudios de farmaceuta: signos, ideogramas, cifras de un alfabeto secreto que aspiran a ser leídas por el otro, es decir la otra (Talita), que tal vez a esa hora unánime de la madrugada se asoma a la ventana de enfrente.

8.

Desde sus inicios la novela hispanoamericana estuvo volcada hacia lo exterior: paisaje, historicismo, atavismo, identidad. Vocación de conquista y poblamiento, intentos por abarcar regiones tan vastas que no cabían en el cuenco de la mano. Necesidad de nombrar sin nombrarse. Los personajes se movían en un espacio dilatado —la selva, el desierto, el campo agreste— que los empequeñecía. Su dilema, ya se sabe, era el de domesticar la naturaleza. Vinieron luego las disidencias, teñidas de sociología, psicologismo a la moda, búsqueda de lo auténtico. Hubo de todo, desde tímidos balbuceos hasta notables aciertos. Los resultados están a la vista para el que quiera ver: Hispanoamérica ocupa hoy en día un lugar de relevancia en la historia de la novela. Podríamos citar una docena de ejemplos, y el lector atento agregaría una docena más. Harían falta, sin embargo, las precisiones ineludibles y los deslindes. Pero en esta octava casilla no tenemos lugar para un inventario exhaustivo ni tan siquiera somero de un tema suficientemente desarrollado por los especialistas. Me limitaré entonces a continuar el juego: salto en un solo pie.

Con Rayuela, novela fundadora de lo imaginario, los personajes recuperan su espacio interior, el inmenso territorio de su espíritu. ¿Se convierten en filósofos? No, qué horror. Digamos que piensan. Pero no habitan en un mundo de abstracciones, mantienen un cable en tierra, son criaturas de su tiempo. Su calidad de seres de ficción está revestida con ropajes convincentes, aquellos de lo verosímil. Y su sustancia, claro está, ha sido vaciada en los moldes de lo simbólico. Veamos a Horacio Oliveira, un Ulises porteño de los años cincuenta que viaja a París, cumple su odisea y vuelve a su Ítaca (Buenos Aires). No se alimenta sólo de Kierkegaard y Wittgenstein, también de las noticias de los periódicos —incluyendo la página de deportes— y de infusiones de yerba mate. Ah, y del café con leche que le prepara su Penélope (Gekrepten) mientras Talita (la Maga o la imposible Eurídice) se balancea en el tablón. Extraña y afortunada síntesis, Rayuela, capaz de conciliar los extremos de una realidad doméstica que bordea el costumbrismo con las incursiones en la pura metafísica. Y toda esta formidable aventura de la imaginación sostenida por el mito, la erudición, el juego, la ironía, el conocimiento esotérico, las leyes de Newton, la sonrisa del Gato de Cheshire, un compás de jazz, el erotismo, la locura, la compasión, y la aspiración secreta de que todavía es posible acceder al Kibbutz del Deseo, la tierra de Hurqalyã, el cielo negado.

En Rayuela se funden dos planos: la preocupación estética y el problema existencial. Y es esta íntima fusión la que imprime a la novela su sentido de totalidad. Rayuela es sin ninguna duda la propuesta más audaz de la novelística hispanoamericana de este siglo. Publicada en 1963, a 37 años del fin de milenio, ha sido celebrada con asombro y entusiasmo. Es leída por los más jóvenes y releída en la madurez. Conserva intacta esa especie de frescura y desparpajo que la convirtió, a pesar de los desafíos que plantea al lector, en una obra accesible e incluso popular. Y como una criatura de la imaginación, aguarda por sus nuevos lectores, aquellos que aún no han nacido, los del próximo milenio. Ellos encontrarán en sus páginas temas y variaciones, encantos, aromas, sensaciones, que la miopía que produce la proximidad de lo contemporáneo no nos ha dejado ver.

9.

(Las ideas aquí esbozadas me fueron sugeridas por una relectura compulsiva y delirante deRayuela —que apenas me permitió tomar algunas notas sueltas. Renuncié a un arqueo bibliográfico, que me hubiera condenado  a la parálisis u a otro mal peor: la paráfrasis. Hice consultas mínimas y adopté el método insensato del arquero: lancé mis flechas a la luna. Algunas se me quedaron en el carcaj. Aprovecho el minuto escaso que me concede este paréntesis para nombrar un par de ellas. El fantasma del Molloy de Beckett y el espectro gesticulante del Gombrowiz de Cosmos me persiguieron durante la lectura de los pasajes del manicomio, en especial en la batalla de los rulemanes. La referencia al irlandés es obvia («la intertextualidad», diría un alumno de la Kristeva), pero en el caso del genial polaco el asunto se complica, puesCosmos fue publicada dos años después que Rayuela. El aire de los tiempos, diría un aficionado a la meteorología. Sin embargo, el ocioso lector puede detenerse en la casilla 145, preferiblemente después de haber leído la novela, y comprobar cómo la proposición del autor de Ferdydurke se ha cumplido magistralmente en Rayuela.)

La vida de Julio Cortázar (1914-1984) es un tema para una biografía fascinante. Desde siempre y hasta la publicación de Rayuela (1963), por señalar una fecha decisiva, Cortázar se había consagrado por entero a la literatura. Era un escritor químicamente puro. Luego, durante los últimos veinte años de su fecunda existencia, se convirtió en una especie de apóstol de una causa que hoy creemos perdida. Participó en la vida pública de una manera exhaustiva, total. Su apuesta por la solidaridad y el giro que quiso imprimirle a su obra posterior —valga el Libro de Manuel(1973) como el mejor ejemplo— respondieron a lo que él calificaba como «dimensión histórica», ausente, según su opinión, en su vida de intelectual encerrado en una torre de marfil. No es éste el espacio para emitir algún juicio apresurado acerca de las motivaciones de un Cronopio que hizo de la razón dialéctica y de «la imaginación al servicio de nadie» el lugar de las contradicciones. El legado de Cortázar (vida y obra) posee todas las dimensiones que los ojos abiertos, o vueltos hacia adentro como en el poema de Rilke, quieran ver.

10. El cielo.

El juego de la rayuela es la simulación de un rito de paso. Rito que se cumple cuando el jugador alcanza la última casilla: el cielo. Veamos al jugador que avanza, en palabras de Horacio Oliveira, «a la conquista de un cielo que parecía desencantarlo apenas ganado». ¿No es acaso ésta una de las más extraordinarias metáforas del acto creador?

Enlazado desde:

http://prodavinci.com/2013/07/30/artes/rayuela-una-propuesta-para-el-proximo-milenio-por-ednodio-quintero/


Entre la tierra y la sangre

Por: Miguel Ángel Campos

  La redención de los indígenas proclamada por la revolución bolivariana supone un conocimiento superficial del proceso de las etnias, y en esa medida un desprecio expresado en las consecuencias de una violencia desatada sobre los yucpas (caribes) y barí (chibchas). Desplazados de las mejores tierras del piedemonte tras la colonización ganadera y agrícola de la segunda mitad del siglo XIX, a finales del XX estaban arrinconados y en fase de pauperización.

En la temprana madrugada del sábado 23 de junio Alexander Fernández, su hermano José Luis y un primo de ambos, Leonel Romero, son sacados de sus casas en el parcelamiento Las Flores, en la comunidad yucpa de Kuse, Sierra de Perijá, y asesinados a tiros. Con seguridad nadie en Maracaibo sabría dar con aquel lugar situado a unas tres horas de la ciudad, y a casi cualquier venezolano que se le pregunte dónde queda la Sierra de Perijá responderá que en el Amazonas.

 Y sin embargo el horror que hoy evoluciona en aquel ensangrentado santuario tarde o temprano tocará al chicho maracucho y a ese venezolanito de mall y refresco de dos litros. Alexander era un wayuu aquerenciado entre los yucpas, al igual que su hermano; Leonel era apenas un jovencito de 17 años. Aquél era sobreviviente de otra matanza, durante más de un año estuvo preso junto a Sabino y Olegario en la cárcel de Trujillo. De allí salieron los tres para sus comunidades cuando el gobierno ya no pudo seguir adelante con su protocolo de institucionalidad de medio pelo, en un juicio irregular cuyas causas finalmente se dirimieron entre los propios indios y apelando a los restos de lo que queda de sus tradiciones societarias. Y esta gente ha insistido en creer, cruzados con el tricolor de nuestra bandera, uno los ha visto ir y venir, se arropan con ella, crédulos como el niño ante el olor del trapo de la madre.

Año y medio vivió su libertad, su madre, Anita, todavía lo encontró con vida en el pajonal ―a él, como especial recado, sus asesinos le dispararon en medio de los ojos. La nuera, esposa de José Luis, y con seis meses de embarazo, le fue a dar aviso del secuestro, hacia las cuatro de la madrugada dan con el moribundo, los otros dos estaban un poco más allá, regados, como señalizando un área de iniquidad. El 14 de abril habían asesinado a Wilfrido y Lorenzo Romero, muertos también a tiros y con armas de grueso calibre, en aquella oportunidad se habló de robo de ganado. Aquí perdió la hija de Sabino a su segundo marido. En ésta ya ni siquiera era necesario una razón de turno, pues la verdadera, la única es conocida por todos: se trata de una razzia destinada a amedrentar y sembrar el terror entre los indios, ahuyentarlos y hacerlos desistir de sus pretensiones, y enviarles una clara señal a su paladines. ¿Pero quién siembra el terror y quiénes son sus paladines, sus defensores?. Responder esta preguntar significa completar el cuadro de dramatis personae, pero hilar las razones de las acciones de unos y otros es mostrar una de las más atroces infamias de la vida pública venezolana de los últimos tiempos.

 La redención de los indígenas proclamada por la revolución bolivariana supone un conocimiento superficial del proceso de las etnias, y en esa medida un desprecio expresado en las consecuencias de una violencia desatada sobre los yucpas (caribes) y barí (chibchas). Desplazados de las mejores tierras del piedemonte tras la colonización ganadera y agrícola de la segunda mitad del siglo XIX, a finales del XX estaban arrinconados y en fase de pauperización. En los últimos treinta años su territorio natural, el extremo occidental de la Sierra de Perijá, se convirtió en área de una guerra silenciosa, la presión humana sobre la masa biótica y las características de una frontera altamente violenta hizo de estos indios una comunidad  de alta vulnerabilidad y ese drama los encontró sin recursos culturales o estratégicos para retener su territorio y en consecuencia para preservar su vida.

De un lado, la actividad agropecuaria consolidada e integrada a la rutina económica de la región, del otro la guerrilla, el narcotráfico, los paramilitares, el bandolerismo y los parceleros y campesinos colombianos, éstos representan la más eficaz avanzada de ocupación y colonización del territorio a largo plazo ―y estamos hablando ya no de un conflicto de intereses corporativos sino de pérdida de autonomía y seguridad nacional. Si nada ocurre, en cincuenta años los límites venezolanos llegaran hasta Machiques, esa será la frontera, de allí para allá estaremos en linderos de los Departamentos colombianos Guajira y Cesar. El único proyecto esgrimido por el Estado venezolana para hacer presencia en la zona es casi su decreto de muerte: la actividad minera a gran escala. Convertida en área de desastre ambiental, sería una especie de Apocalipsis congelado, propicia sólo para ciudadelas de asentamiento y regulación del crimen en todas sus expresiones.

 La presión de los grupos en pugna por el control tuvo un impacto inmediato en la reformulación del paisaje y la geografía, y esto para los indios resulta devastador, como ocurre con cualquier especie: la destrucción del nicho ecológico garantiza la extinción. Pero los recién llegados no estaban interesados en la extinción de estos hombrecitos, les resultaba más útil incorporarlos a una estructura de explotación. A la ganadería les servían como peones y fuerza de trabajo barata, para la guerrilla y el narcotráfico han sido ciertamente mulas de carga y sus vacas lecheras ―también una forma de representación por mampuesto en el gobierno de Caracas. Hasta las avanzadas de wayuus que hasta allá se han aventurado han establecido con ellos relaciones de subordinación y expolio. En los petitorios de suministros que de cuando en cuando hacen llegar a los organismos del gobierno suelen verse artículos poco comunes: antibióticos de alta especificidad, kits de transfusión de sangre, plantas generadoras de electricidad, suero antiofídico. Son exigencias de jefes guerrilleros de la zona, las cuales ellos no discuten, pues ni siquiera es un acto de extorsión, pues lo han incorporado como el tributo al dominante en un vínculo de convivencia.

En general la Sierra, Machiques y La Villa del Rosario, son un espacio de paso franco de eso que en el viejo lenguaje burocrático llamaban irregulares, ahora es un amplio corredor donde la economía del crimen asienta sus reales (sicariato, extorsión, contrabando). Aliviadero es una nueva palabreja en boca de los funcionarios, es la manera de designar el lugar convertido en solaz tras la presión gubernamental del lado colombiano. En Neremo, una comunidad casi urbana, se pueden ver las pipas de basura entre las vaqueras, atiborradas de botellas vacías de whisky: ninguna de marca nacional. El crecimiento exponencial de las tierras dedicadas al cultivo de malanga (xanthosoma sagittifolium) va creando un tipo distinto de colonización, aquél representado por las transnacionales de la fast food, hasta hoy esa clase de demanda ha resultado concluyente en devastación forestal del planeta. Se trata de una fuerza nada despreciable de parceleros y campesinos colombianos, desplazados y refugiados de la guerra entre el ejército y las FARC y el narcotráfico, probablemente tengan en el paramilitarismo su mayor azote, pues suelen acusarlos de colaborar con los guerrilleros.

Después de la indígena, la presencia más antigua en la Sierra está representada por los finqueros, cuando aparecen los otros personajes este sector organizado de la sociedad constituye el único elemento de poblamiento y actividad civil en una frontera no tanto remota como olvidada. La formación del peonaje de alguna manera significó la única expresión de una relación clasista en aquella zona, y ya esto era algo frente al desierto. La pérdida de territorio venezolano en esa frontera, que ocurre desde el tratado Michelena-Pombo hasta las cesiones de Medina Angarita, se explican básicamente por el vacío de las fronteras.

De alguna manera la presencia ganadera desde las últimas décadas del siglo XIX sirvió de contención frente a la penetración de los colonos colombianos, allá no fue el capital de los comerciantes alemanes, tampoco hubo proyectos de comunicación ferroviaria. Fueron pioneros zulianos avanzando desde Maracaibo o el Sur del Lago, en una típica gestión de enclave que debía hacerse fundadora y de emporio. El plan de demarcación de tierras del chavismo ignoró estos ascendientes, pretendieron, en su simplismo aterrador, que todo se limitaba a expedir títulos de propiedad a unos desarticulados grupos indígenas aupados por demagogos, que a su vez vieron en el oportunismo del gobierno la gran justificación de su cruzada. Entregaban así un territorio a unos pobladores que carecen de recursos, estrategias, presencia demográfica y capacidad de fuego para resguardar la soberanía del país, en realidad lo entregaban a unos grupos óptimamente entrenados para colonizar y controlar espacios abiertos, sean urbanos o rurales.

Frente a este panorama los más beneficiados con la demarcación de tierras son la guerrilla y el narcotráfico. A la demagogia y el populismo zafio del gobierno debía agregarse este indigenismo indigente, poco indagador y pragmático. En vez de fortalecer la actividad económica en la zona, resguardarla de sus acechantes y proteger físicamente la frontera y la herencia biológica, demarcar desde una ampliación de alcance funcional, a los ideólogos de pacotilla no se les ocurre sino expropiar a los productores en un formulismo de alcance criminal. Y esto cambió la expectativa inmediata de los indios, de vagar en espacios reducidos pasaron al sobresalto en la tierra de nadie. Habría que entender hasta dónde puede llegar la demagogia cuando trafica con seres humanos palpitantes y desvalidos, convertidos en carne de cañón de la propaganda indigenista, unos ignorantes rápidamente graduados de malvados.

 No voy a discutir cual será la capacidad de los indios para asegurarse su bienestar en unas tierras intervenidas, dedicadas a la cría intensiva y donde hasta los ríos han sido convertidos en canteras. Agréguese a eso el haber perdido buena parte de las tradiciones que les permitían interactuar eficientemente con la naturaleza. Supongo que una Misión de Agropatria deberá instalarse en plena Sierra para sustentar a esas comunidades sin autonomía real y dependientes de los suministros de Mercal. Pero ahora se encuentran en el más duro desamparo, deben enfrentar a los propietarios expropiados y su decidida furia homicida.

La reforma agraria de la revolución bolivariana tiene en su cronograma fúnebre hasta hoy doscientos campesinos y dirigentes asesinados, doscientos uno, pues el 20 de junio de 2012, en mi pueblo Concesión Siete, en el Municipio Baralt, fue muerto a tiros José Ramón Pichardo, presidente del Bloque Campesino del Zulia. Ya la mayoría habrá olvidado el asesinato, en Machiques, de los Doria, padre e hijo, al comienzo de este carnaval de violencia. Como también se habrá olvidado que cuando la nefasta demarcación sólo era un rumor una de las primeras víctimas fue el padre del propio Sabino, un venerable y sabio anciano de noventa años: los sicarios llegaron sin armas, destruyeron su rancho y lo golpearon, murió a los dos días a causa de desprendimiento de órganos. No deja de ser una ironía de fondo que este río de sangre y sus razones fluya en un país donde el éxodo rural desde hace 60 años aglutinó el 80% de la población en las ciudades, que importa casi todos los alimentos que consume, sin agroindustria relevante y cuya agricultura es una ruina.

Un experimentado funcionario brasileño, traído por el mismo gobierno quizás para presumir, quedó espantado cuando le informaron que la tal Reforma Agraria se estaba haciendo sin resguardo ni militarización. Están locos, dijo, los matarán a todos, y así ha sido. El gobierno guasón se limita a decretar la expropiación y mediante una Comisión de Demarcación ―más parecida a una partida de repartidores de invasión del barrio “Rey de reyes” que a otra cosa― crea el espejismo de la autonomía de estas etnias. Pero el colmo de la irresponsabilidad es pretender dilatar el pago de las bienhechurías a los dueños de las fincas y haciendas, con el claro interés de desentenderse a largo plazo de esta deuda.

Y si los expropiados ya tienen asentados rencores, piénsese cuanto no podrían hacer ante la estafa y o el franco robo de sus bienes por parte de quienes se plantan como redentores de las etnias, sacando provecho de uno y otro lado ―y sin embargo, no es a los funcionarios que han firmado los documentos de transferencia de la propiedad y los flamantes títulos con quienes van a querellarse. Como el Estado es una entelequia, y los acuerdos son precarios, ellos enfrentan a los beneficiarios, no a sus tutores, ningún sicario tomaría, por lo demás, la tareíta de acribillar a un ministro. La raíz fáctica, el antagonista real no es la revolución bolivariana, ganaderos y asesinos saben de su fragilidad y mala conciencia; no pierden tiempo en disputas jurídicas y asuntos leguleyos. Saben que ese etat du droit es una ficción, y con él no vale la pena siquiera gastar el sarcasmo.

En una solución previsible de la sociedad más violenta y criminal de América Latina hoy, los expropiados contratan profesionales para asesinar indios en medio de la más absoluta impunidad. Los peores enemigos de la indiada terminaron siendo sus tutores civiles, uno de ellos me dice ahora, en la ocasión del crimen de Kuse, que ellos eso lo veían venir, que estaba escrito y todo cuanto seguirá, pues se trata del “Plan Colombia”. Y aquí ya no se si indignarme y cesar todo intento de conciliar con esta gente a la que considero equivocada pero de buen corazón. Hablan, además, de “la derecha ganadera”, una clasificación que casi le da un cariz de sobriedad al crimen, ya una denominación vacía y equívoca cuando las ideologías son tan sólo nostalgia o parapeto, y en la Venezuela del petróleo que lo contiene todo, el bien y el mal, donde los redentores de ayer son los truhanes de hoy. El sufrimiento de estos hombrecitos de la montaña parece disolverse en una abstracción intelectual, una vez más la teoría de la conspiración lo explica todo. De paso afirma los pergaminos del nacionalismo y la lucha antiimperialista, pero sobre todo exime de culpa y de sus graves errores al gobierno venezolano. En todo caso, aquello que sea el “Plan Colombia” (nada entiendo ni me persuade, debo ser un poco tapado para la geopolítica), en el desvarío de esta elucidación conspiracionista, históricamente ha debido detenerlo el gobierno nacionalista y prevenido del presidente Chávez. Pero éste ha propiciado el martirio de yucpas y barís al entregarlos a una devastación de odio y retaliación, indefensos ante la Hidra azuzada, y en su delirio panamericano ha vulnerado las zonas limítrofes, convertidas en el patio trasero de los países vecinos. Y sin embargo el gobierno cruel dice: ahí tienen sus tierras, los hemos redimido. Esa tierra es ahora su tumba, la riegan con su sangre, ésta no la hace fecunda, como creía Sarmiento, la hace oscura y apestosa.

Las notas de los redactores que informaban del triple homicidio insistían en forjar razones del suceso: viejas rencillas, robo de ganado, violaciones, venganzas, reparticiones de botín. Uno de esos diarios parecía tener una plantilla previa, y apunta un título como si los agresores fueran los indios: “Venganza indígena por tierras” (Diario La Verdad). Pero en el texto este motivo no aparece por ningún lado, línea por línea está dedicado a elaborar un prontuario de las víctimas, donde no faltan los apodos. Todo un expediente de criminalización. Se trató del clásico “ajusticiamiento” con fines demostrativos, esto es obvio para cualquiera que tenga una idea del conflicto surgido de la demarcación, pero no para el punto de vista de la infamia y los indiferentes. El periodismo de emergencias, indolente e iletrado se apresuraba, como siempre, a sacar su tarea. Nadie recordó que Alexander y su hermano no eran yucpas sino wayuus, que aquél era cacique en esa comunidad y afirmaba una historia inusual entre las etnias, de armonía y convivencia, de valoración de la diferencia.

 Los guajiros de la sabana abierta y de exitosa adaptación urbana, en los años recientes han medrado entre los serranos en una relación más de sometimiento y conquista, usurpación y mandonería, como esa frecuente en los días del éxodo rural venezolano donde el citadino presumía frente al montuno. El amañamiento de Alexander entre los yucpas es otra lección, distinta, de alteridad y entendimiento, de respeto y asunción de otros mundos. Nada de eso sabían los reporteros, no querrían saberlo en su afán noticular, no hubieran podido entenderlo desde su alma policiaca y morguera.

 Si la demarcación beneficia a unos terceros que no figuran en lisa, pero que acechan con fruición, tasando sus ganancias, en una lógica silogística se esperaría que aquéllos pusieran un poco de orden. A la guerrilla le interesa sobre todo que la vastedad sea entregada a sus esclavos, tener súbditos propietarios no es poca cosa, la convivencia con los ganaderos a larga puede resultar complicada, pues éstos sí tienen capacidad de fuego y están representados en las instituciones y el Estado, en la República de cualquier ordinal. Así pues, los herederos menesterosos de la tierra disputada tienen en ellos sus rasputines. Hasta ahora la matanza de indios parece dejarlos indiferentes, uno se pregunta si no debieran ejercer alguna clase de presión “demostrativa” también. En todo caso, en cualquier dirección tienen su rédito: vacuna y secuestro de ganaderos y servidumbre de indios.

 El bandolerismo gamonal colombiano está documentado desde los años treinta, Eric Hobsbawm le dedica un capítulo en su libro de 1959, Rebeldes primitivos, y Uribe Piedrahita, en su novela Toá, consigna una muestra que difícilmente tendría parangón, escenas de la zona cauchera (Putumayo, Caquetá, Yarí, lo que el prologuista de la edición de 1942 llama “la hoya maldita”). Pero el periodista argentino Ignacio Ezcurra (su parada en Cali en la travesía hasta EE.UU) nos legó un testimonio (1958) fuera de la embozada imaginación y que supera el horror de la escena de Toá: el crimen de una familia donde la refinación demoníaca supone un jalón para la especie humana. Tras leer esa esas páginas uno ya no es el mismo. En el crimen de Kuse los medios hablaron de sicarios con acento colombiano, y uno en particular lo atribuyó a las FARC. En primer lugar, los sicarios no tienen nacionalidad, y hay que deshacerse de ese chovinismo que remite nuestro deterioro social a la influencia colombiana. Si Venezuela está viviendo hoy aquello que alcanzó su cúspide en Colombia hace unos treinta años es porque produjo las condiciones para su arraigo: una de las tres primeras tasas de homicidios más alta del mundo (60/100.000), impunidad jurídica y social, decadencia de sus instituciones, destrucción de la solidaridad gregaria. Por lo demás, la gacetilla que incrimina a la guerrilla, “Supuestos guerrilleros de la FARC secuestraron a dos hermanos yucpa en la Sierra de Perijá”, (Qué pasa), demuestra una supina ignorancia de la dinámica del poder organizado en la zona, el colmo del caos que esa nota tiene como fuente la organización “Homo et natura”, tutora de los indios.

Miguel Ángel Campos (1955). Sociólogo, crítico literario, ensayista, profesor de la Universidad del Zulia. Autor de La imaginación atrofiada (1992), Las novedades del petróleo (1994), La ciudad velada (2001), Desagravio del mal (2005), La fe de los traidores (2005), e Incredulidad (2009).

La gasolina de los menesterosos

Por: Miguel Ángel Campos

La gasolina es la expresión más volátil del petróleo, también la más objetiva como imagen o representación de cuanto socialmente éste es. Le achacan todas las culpas, y desde hace algún tiempo se le odia.

La escritora Gisela Kozak exhuma el tema del petróleo, y no por enésima vez, aquello es carencia y abulia del venezolano, pero da en un punto sensible, la zona oscura, inexistente para la mayoría, elude el tópico manido y apela al sentido común. A propósito del punto de vista de uno de los excandidatos al premio de octubre: la gasolina seguirá siendo gratis, dice aquél, y obviamente alarma a la inteligente dama. Y a quienes somos menos inteligentes nos devuelve al monólogo de muchos años. Riqueza, petróleo, bienestar, abundancia (de qué, cuáles), igualitarismo, un catálogo florido no siempre bien despejado y peor relacionado. Cuál es el concepto de ese bienestar que maneja el venezolano, cómo se articula la riqueza en una sociedad reducida a la pura fisiología de la economía, a sus negocitos de compraventa, al consumo epiléptico, en fin. Gasolina gratis y transporte público de cuarta categoría, ya está, nuestra novelista ha establecido una relación conmovedora, incómoda, pues lo que conmueve no hace llorar, asusta, alerta. La función discrecional de la renta petrolera en Venezuela desde 1958 para acá se parece mucho al uso discrecional de la tecnología de guerra del ejército de EE.UU en Vietnam: ha mantenido un organismo funcionando al precio de su propia capacidad para reproducirse.

 Por razones de mínima elegancia, quien aspire a gobernar este país, y en los últimos cincuentas año, debería haberse leído por lo menos Mene (Ramón Díaz Sánchez) y en varias sentadas,  también, y en lectura  pública, El señor Rasvel, ese libro conjurador de nuestra doble moral, y ya no digo “Arco secreto” (Gustavo Díaz Solís), el animal  nocturno de ese relato abruma el realismo esquemático de cualquier asignador de presupuestos. Pero todo aquel con pretensiones de gestionar el bien desde las rasgaduras del petróleo está obligado a saber sobre éste un poco más que el precio fluctuante del barril. El petróleo nos dio un país bastante solvente en la era de aquellos hombres que enmendaron  el gomecismo; tras el perezjimenismo, aun en ausencia de proyecto, sostuvo las bases de una expectativa, hoy, convertido en sólo agente de contabilidad, puede darnos únicamente un país de ordinal impreciso, de cuarta como el transporte o de quinta como la educación.

Quizás la forma más primitiva de redistribución de la riqueza en Venezuela sea esa del subsidio, o mejor dicho, de la gasolina gratis. Resulta popular y destructiva como la pesca de arrastre, también demagógica y axiomática como todo lo popular. Y sin embargo, todo el mundo aspira a tener un carro donde el Estado financia a los empresarios del transporte, desde los infames y anacrónicos carritos por puesto de la ciudad de Maracaibo hasta las empresitas de autobuses interurbanos.  Esta gente taciturna desangra a los usuarios con los precios de los pasajes y la condición bárbara del servicio, todos debieran estar presos, los asaltos -muchas veces con complicidad de los empleados-, por supuesto, no son su responsabilidad. Pero hay más, el transporte de mercancías, alimentos y productos en general, debiera omitir el combustible de sus costos, este valor es insignificante y casi inexistente para los efectos de su contabilidad. Estos capitanes de empresa no debieran estar presos sino en el infierno, y que lo recorran pie.

El paisito desmemoriado ha olvidado que la mayor masacre de civiles que hemos tenido comenzó por el aumento del pasaje entre Caracas y una localidad cercana, Guarenas o Guatire (los chicos de la teoría de la conspiración dicen que el estallido fue de protesta contra la cartilla del FMI, hoy a los herederos de aquellos muertos les da igual.) El chantaje siempre está a un paso del crimen y eso ocurrió en febrero de 1989. Y ese chantaje es un arma latente, asecha en una forma de distribución de la riqueza muy parecida a una limosna de cianuro que el pordiosero hizo parte de su vida. Pero tarde o temprano lo envenenará, su organismo mórbido ha conciliado con la podredumbre y eso le permite estar vivo, y si embargo ya tuvo noticias del alcance de la descomposición estomacal.

 Es claro, pues, el Estado es chantajeado por estos sujetos, llámense empresarios del transporte con RIF y personería jurídica, o bien sea la muchedumbre de caleteros que conducen los destartalados “carritos por puesto” de Maracaibo, gente malavenida, ejército de reserva de la delincuencia junto a sus hermanos de clase “A”, los propietarios de los llamados taxis o carros libre. Pero el chantaje tiene sus verdaderos actores en la coalición gobierno y estos sectores antisociales tratando con la sociedad, y aquí aparece un ingrediente subestimado: soborno. Pues quien entrega algo de menor valor para resguardar o asegurarse lo cuantioso o trascendente ejercita el soborno. En un alcance consensual es lo que hace el Estado con la sociedad para retener la inmediata estabilidad política, se acumulan perturbaciones en aras de la funcionalidad del poder.

En términos de costos, la incidencia del combustible es casi cero en esta actividad básica de la economía, y sin embargo, ante el menor asomo de su aumento (pongo la palabra en cursivas pues cómo se puede aumentar aquello cuyo precio lo destituye del valor de cambio) los transportistas amenazan con duplicar el precio de pasajes y transporte. De igual manera, el expendedor final de las mercancías (último eslabón del empresariado importador de containers) hace su ajuste. Y esta explicación de la estafa, irreal, ficticia, fluye con legitimidad en la población, ignorante y solidaria de aquellos inescrupulosos, los jorobados terminan creyendo que el hatajo de truhanes son unas víctimas del Estado depredador. En la psiquis elemental del venezolano, aumento de la gasolina e inflación son una relación natural. El vínculo mortal (y real) es gasolina gratis y Estado de Derecho caro o inexistente.

Me pregunto de dónde habrán sacado los taciturnos semejante vínculo, explicación de sus males y carencias. No es del desconocimiento de las lógicas de la economía, pues no se necesita ser economista para indignarse y tener sentido común. Probablemente sea de su resentimiento ante la incumplida promesa de ser feliz, próspero y rico que siempre ha visto detrás de la abundancia fiscal. La gasolina es la expresión más volátil del petróleo, también la más objetiva como imagen o representación de cuanto socialmente éste es. Le achacan todas las culpas, y desde hace algún tiempo se le odia. Pero cómo la población de un país puede odiar un mineral, se odia a los extranjeros que se lo roban, al imperialismo acaparador, pero no aquello de lo que vives. En estos días todo el que tenga carro en Venezuela es sospechoso de acaparamiento de gasolina, ciudadanos cuasi ladrones a los que es preciso ponerles un Guardia Nacional a la hora de llenar del tanque. De la era del recelo hemos pasado a la del abierto tutelaje, evolución de una ciudadanía que se roba a sí misma el único bien de democrática repartición. Pero cómo te puedes robar aquello que es gratuito, son estos los retorcidos acertijos que se plantean en una sociedad donde se invirtieron los esquemas conocidos de intercambio, en la que todas las racionalidades perversas parecen haber encontrado lugar.

 Conozco a un sujeto que solía ser guía de turistas norteamericanos cuando éstos venían por aquí, en la excursión él elegía siempre pagar la gasolina del tanque de 70 litros de la camioneta y que los gringos pagaran la comida, se ufanaba de su astucia, todos felices; pero al final, para solazarse, informaba de cuanto era la diferencia entre una y otra: esta es la gasolina más barata del mundo, les decía. Al tarado sería preciso explicarle que es al revés: resulta la más cara del mundo en términos de compensación y equilibrio de la estructura de convivencia. Como puede ser barata la gasolina en un país con una tasa de homicidios de 55/100.000; una tasa de mortalidad infantil de 18/1000; de desempleo del 15%; con una  inflación de 30% (admitida por la estadística oficial); de crecimiento de la pobreza estructural; con un sistema de educación arruinado, incapaz ya de garantizar la llamada movilidad social, pero sobre todo la socialización primaria; donde el crimen y la delincuencia llegaron a ser un segmento de la economía y las policías se convirtieron en recicladoras de criminales, como lo denunciaba Francisco Delgado. Donde el Estado de Derecho llegó a ser una farsa siniestra, un puro protocolo que obra como una gestión más del poder ejecutivo, con una Fiscalía amodorrada y policíaca, con unos tribunales burocratizados y cuya eficiencia sólo suele verse cuando se trata de casos ruidosos y públicamente notorios. Y de su venalidad y prevaricación no doy como muestras, ciertamente, casos como el de Zuloaga y su acaparación de Toyotas, los policías de Puente Llaguno, el Comisario zuliano, discípulo aventajado del hombre-comando del Amparo, la señora Afiuni; apelo sólo a la memoria, pero si me apuran puedo revisar los periódicos para hacer más completa esta lista. Doy como muestras el asesinato de tres chamos en Santa Rosa (Maracaibo), error de la PTJ persiguiendo a un choro que había robado a un expetejota, el juicio fue radicado en Trujillo, la inmolación de Brito, o la infinidad de muertos en los barrios, que ni siquiera llegan a constituir un caso: en la primera fase encuentran una calificación que los invisibiliza, ajuste de cuentas.

De la indiferencia e ineptitud de ese etat du droit doy como ejemplo la Ley de Personas con Discapacidad, desde hace casi cinco años yo mismo he acudido a todas las instancias para hacer cumplir los artículos 14 y 45, sin ningún resultado (CONAPDIS, Fiscalía, INDEPABIS, Defensoría, Juez Superior Civil del Zulia.) Es pues la gasolina más cara y sangrienta ésta, la de una Venezuela cuya población recibe en especies la salvación. A cambio de las condiciones necesarias para la gestión de la vida ciudadana: resguardo jurídico, empleo, servicios, estado de derecho, educación, exige gasolina gratis. Inmersa en los puros desazones del consumo, confundida y hundida en su precario concepto de bienestar, desde el cual obra en su extravío: tener cuatro televisores en la casa y unas aceras, para ellos a eso se reduce civilidad y urbanismo.

Un lector de otra ocasión, que dice coincidir conmigo, se queja no obstante de no hallar en mis reflexiones una guía o propuesta de cuanto debería ser la enmienda, tan sólo expongo, dice, la descripción de unos males. Le digo que no soy consejero de gobernantes, ni aleccionador de muchedumbres, y que toda enmienda debe comenzar por el diagnóstico, si éste es errado aquella será un fraude, si no existe entonces es el reino de la infamia. En todo caso, el país sólo oye voces cercanas, y suelen ser las más parecidas a la de la adulancia, la distancia que permite ver los estragos es la misma que aleja a los desarrapados de la mea culpa. Para oír consejos tendrían que empezar por deshacerse de su socarronería. Por lo demás, me jubilé de la universidad y me considero afortunado de haber trabajado 32 años en una institución donde hasta ahora, sea por tradición o por inercia, ha prevalecido la libertad intelectual, el único espacio institucional donde hoy esto es posible, y una de las pocas virtudes que de ella debe reivindicarse.

   

Miguel Ángel Campos (1955). Sociólogo, crítico literario, ensayista, profesor de la Universidad del Zulia. Autor de La imaginación atrofiada (1992), Las novedades del petróleo (1994), La ciudad velada (2001), Desagravio del mal (2005), La fe de los traidores (2005), e Incredulidad (2009).

……………………………………………………………………………………………………………………………………………………………….


Clarice Lispector: La escritora y la máscara

  

Por: Patricia de Souza 

El País (Madrid), Babelia, 01/10/2011

Narrativa. Nuestra época está marcada por una frontera cada vez menos visible entre la vida privada y la vida pública, el Facebook, el Twitter, han convertido cualquier anécdota personal en objeto de dominio público. La biografía lucha por no cederle la batalla a Internet y poder ocuparse de la vida de aquellos, y aquellas, que se dedicaron a escribir y publicar. Últimamente no vemos muchas biografías, sino lo que podríamos llamar paratextos: notas, fragmentos, correspondencias. Una vez alguien dijo: «Lo que nos interesa es saber cómo se salvaron». Creo que esta palabra, «salvarse», tiene una relación directa con la obra de Clarice Lispector (Tchetchelnik, Ucrania 1920-Río de Janeiro, 1977); ella se salvó de un desastre familiar a través de sus textos que revelaron la parte más extraña, impenetrable y asfixiante de la realidad, un universo que muchas veces ha sido comparado con el de Kafka. Laura Freixas, en su excelente biografíaLadrona de rosas, revela detalles de la vida de la autora, uno de ellos, que fue concebida con el propósito de curar a su madre enferma. En ese sentido, el sentimiento de culpa, que la persigue toda su vida, en una misión que no se cumple, mantiene una relación con la obra de Kafka que gira también en torno a un profundo sentimiento de culpa, frente a la incapacidad de asumir y justificar su propia existencia. Clarice escribe: «Sé que mis padres me perdonaron haber nacido en vano, traicionando su gran esperanza, pero yo no, no me lo perdono» (Ladrona de rosas, página 39). Nacida de una familia judía emigrada en los años cuarenta a Brasil a raíz de los pogromos, Clarice vivirá en Maceió, enseguida en Recife, y finalmente en Río de Janeiro, donde permanecerá hasta su partida en exilio, en los años cuarenta. Haia (vida en hebreo), quien tiene nueve años cuando llega, se convertirá en Clarice, la escritora, de quien se desconoce el origen judío hasta el día de su entierro en el cementerio judío carioca, en 1977.

En 1944, Clarice Lispector debuta bajo proyectores con su primera novela, Cerca del corazón salvaje, y rompe con una tradición realista, preocupada en diseñar el retrato del país de entonces. Ella se inscribe en el movimiento iniciado, entre otros, por Vinicius de Moraes, Octavio de Faria y Lucio Cardoso, con una literatura intimista, que bordea los contornos difusos de la conciencia, e ignora la causalidad en la narración, logrando perderse en el latido de un lenguaje en perpetuo movimiento. Sus novelas y sus cuentos se colocan entre un mundo latente, casi subconsciente, y uno muy concreto, para ser el grito de un animal herido que se resiste a morir sin dejar huella. Salvo en sus cuentos, que empieza a publicar muy joven en diarios cariocas, y donde la estructura es más convencional, todos sus textos llevan una marca fenomenológica y exploran ese lado oscuro de lo real, una especie de evocación ritual (casi chamánica) con el lenguaje que despide un brillo casi hipnótico. «La hechicera de la literatura», como la llamaron algunos, empieza su exilio en 1944, después de la publicación de Cerca del corazón salvaje, vive en Nápoles, Berna, Torquay, Washington, junto con su esposo diplomático, Maury Gurgel Valente, tiene dos hijos, Pedro y Paulo, sigue escribiendo y mantiene una correspondencia profusa con sus amigos y con sus dos hermanas, Elisa y Tania (Queridas mías). En tiempos de pobreza, ya separada de Maury, Clarice Lispector escribirá crónicas para una revista femenina transformada en una mujer frívola, casi desencarnada, una mujer que se esfuerza en ser buena esposa, anfitriona y madre, en medio de instantáneas de Eva Perón o Giorgio di Chirico, tras la máscara de «la esposa de Gurgel Valente». Nadie sabía que escribía y ella estuvo segura de que fue mejor así. En una crónica sobre cómo realzar los rasgos del rostro escribe: «Hay mujeres de quienes podríamos decir que no tienen rostro» (Sólo para mujeres). Un detalle que impresiona en la biografía de LF es que podía llamar a su maquillador a cualquier hora de la madrugada para una sesión de maquillaje. El desfase entre la escritora y la mujer nunca se reduce, durante su vida en el extranjero, su correspondencia no revela muchos detalles de su contacto con el exterior, salvo cuando escribe: «Casi no salgo, llevo una vida recluida en casa». Lispector escribirá la mayoría de sus novelas en exilio, La ciudad sitiada, La pasión según G. H., comparada con La náusea, de Sartre, en 1959 decide volver a Río, donde seguirá escribiendo (novelas, cuentos, y las crónicas para mujeres que publica Siruela), La hora de la estrella, escrita poco antes de su muerte, luego de haberse quemado en un incendio, al olvidar un cigarrillo encendido; engorda, se deprime, Paulo, su hijo, confiesa: «Creo que vivió mal la pérdida de belleza y la vejez». La escritora no alcanzó a colocarse en el lugar de la mujer (¿estrategia de sobrevivencia?), de la lectora de Spinoza y de Sartre, de aquella que se definió como «una tímida decidida» y «una invitada de la literatura», aunque en realidad fue y siga siendo, su centro.

Enlazado desde:

 http://www.elpais.com/articulo/portada/Clarice_Lispector/escritora/mascara/elpepuculbab/20111001elpbabpor_10/Tes

Retrato de la horda

Por: Miguel Ángel Campos


La cultura del petróleo y sus formas diversas de construir el país se urden en la memoria narrativa de la más reciente novela de Luis Barrera Linares, Sin partida de yacimiento. Miguel Ángel Campos hurga en sus intersticios y propone una lectura que, desde su propia experiencia,
devela un país que no encuentra el rumbo….


El desarraigo cercano

 

Cuando leemos un recuento de peripecias de la infancia, recuerdo hilado entre imágenes desvaídas, ciertas o magnificadas, pero fijadas para siempre en un tiempo inmóvil, nos disponemos para reconocernos en él entre retazos de humor y también de melancolía. Sólo que Sin partida de yacimiento, de Luis Barrera Linares, trastorna el consabido esquema y nos prepara para enfrentar la infancia desde la pérdida de todo candor, liquidada la edad de la inocencia, desde el comienzo, el relato del niño confinado lejos del lugar de sus primeros años se convierte en la reconfiguración de la conseja mítica que perfila pueblito y ruralidad en un abrazo de bonhomía. Después de esta saga ya la idea de la comunidad virtuosa, objeto estrujado del país malvado e indolente queda hecha pedazos.

Anti-culto de la tierra chica, el libro de Barrera Linares produce desazón entre quienes modelaron su visión del país desde los sospechosos límites de lo nacional en función de una patria municipal y telúrica. Y también afirma la antigua perturbación de quienes hemos sentido que hay pocos objetos que venerar en un proceso donde las culpas se filtran como en un cedazo hasta separarlas de los culpables, y así, en el mejor de los casos, atribuirlas a gestiones anónimas o naturales (terremotos, inundaciones, golpes de estado). Desarraigado de su pueblo de origen, el niño se hace adolescente en un tráfago que ya no corresponde a la épica costumbrista o criollista de la aldea soñolienta. El viaje lo marca no sólo para desplazarlo, también para estigmatizar su lugar de nacimiento, en este caso el Trujillo que se atrasa escandalosamente en el siglo XX, y tras la solvencia de sus clases sociales en el XIX. En sus vueltas ocasionales el adolescente podrá constatar el prestigio de lo zuliano entre los trujillanos, al llegar de un lugar aureolado de éxito y cosmopolitismo las maneras se hacían estandarte, obraba la clara ansiedad del fetichismo. “Me aprovechaba además de mi acento zuliano, cosa que hacía desvivir a más de uno y una. Llegué a sentir que cada trujillano llevaba como figura ideal de vida la de un maracucho”.  El nuevo lugar es previsible, sintomático en la dinámica dela Venezuelareplanteando sus escenarios y valoraciones: el petróleo crea el esplendor de una frontera de novedad y esperanza.

 Todo va a someterse a prueba en el lugar de los hechos de la economía minera, convirtiendo los estilos y la tradición a la eficacia de sus exigencias. Los Puertos de Altagracia, en el corazón de la Costa Oriental del lago resulta una comunidad ideal para el fluir de unas expectativas, para la experiencia de asomarse a la Venezuelaque está siendo promocionada desde un modelo ya ejecutado y prestigioso. Pero quienes esperan o llegan al lugar, al pueblito emblemático de lo nacional, tienen algo que ocultar, o mejor dicho, no logran ocultarlo, el desfile de tipos humanos y su ecología, la historia menor donde familias y comunidad encajan en una sola continuidad, dan el tono del día. Los ruidos de la modernización material no desplazan los usos de unos parroquianos obrando desde sus acuerdos patriarcales. El pueblito se afirma desde los peores vicios de la servidumbre de unos y la vanidad municipal de otros, todos anhelan pasar sin examen al mágico mundo del bienestar del petróleo redentor. Pero no todos disponen de partida de yacimiento, denominación categórica para signar las nuevas alcurnias, aunque estos más desheredados todavía que la pobrecía feudal de la crónica de costumbres, pues aquellos en su fatalidad disponían de un horizonte de monte y geografía. La palabra yacimiento, además, la toma prestada la geología y casi la confisca, parece indicar allá lo inmóvil lo oculto, se nos devuelve con un extraño sentido erótico o funerario, que ya no es ajeno al predicamento de no saber que hacer con el placer y la riqueza, o acaso simplemente no saber que cosa son.

Equívocas virtudes, doble moral, matronas y patrones dictando sus reglas y reduciendo el civismo a preeminencia de acaudalados y a alcahuetería, la vida del pueblito venezolano que emerge en el remezón petrolero es la suma de todos los pesos muertos de las épocas de minoridad ciudadana, pobreza y abuso del poder. Usos y costumbres sancionados en prácticas de sometimiento a la autoridad de Ño Pernaletes y doctores venales, la desvitalización de una población que a duras penas sobrevive a la guerra biológica contra el paludismo, pero que arrastra impenitente la desvalidez de un sujeto sin sentido de la herencia societaria y todavía en la infancia de todo ordenamiento jurídico, lejano ayer y hoy al amparo civilizatorio del Estado de Derecho. De dónde sino de un orden de ultraje y destitución surge un personaje como esa Condesa, suerte de madama y madre superiora, colectora de niños expósitos, se los dejan al cuido, al libre arbitrio no ya de una persona de pocos o poquísimos escrúpulos sino al azar de una sociedad donde la educación no tiene mucho impacto en la seguridad como espacio de referencias: historia, identidad, justicia.

La infancia claudicante

El niño mandadero se educa en el ejemplo de la rapiña y la violencia de los adultos y su desesperación, las niñas esperan para ser colocadas o alquiladas, aquellas casadas y con la carga de gratitud eterna para la madama, estas a la mancebía o la franca prostitución. No es mucha la diferencia con el cuadro que nos da Carmen Clemente Travieso de los socorridos sitios de Colocación Familiar en la Caracasde 1948, en ellos, sospecha la periodista, se explota y humilla a las jóvenes entregadas por familias pobres de las zonas rurales, de allí iban a casas de gente adinerada a servir a cambio de la comida y ropa cosida con los restos del ajuar en desuso. El centro desde donde irradia el diagnóstico de la comunidad aletargada es aquel reclusorio de expósitos, y bien le viene el género, después serán un motel de madrugadas y borrachos, y aquella pensión caraqueña, la despedida del mozuelo que se encuentra con su destino, a donde llegan los montunos como en un sorbo sórdido de la gran ciudad, aquí también se continúa la falsa moral y el hábito del recelo, ya hundido en el alma de los errantes, estragados de una avanzada de tristeza. Insistamos: el caserío formado al paso de los troillers y las cuadrillas tiene ya los elementos del desarraigo, éste lo define, son los escoteros nombrados por Picón Salas en una frase como celaje y signados en ella para siempre.

Pero el pueblo histórico apela a su bagaje, a su identidad de retazos presentida por unos desde los días remotos de la Colonia, por otros desde el arrasamiento y las degollinas de la Independencia, o en el ufanoso clasicaje de la Federación. Pero para los usos de la comunidad negociadora aquellos blasones, de horror o templanza, no están en la memoria colectiva, los mueven otros gustos, otras seguridades, son las alianzas de la urgencia ante las angustias del día, las pequeñas pendencias de grupos gregarios, porque la luz de la fogata ahora los une, socializados en las carencias y dispuestos a hacerse una idea de lo que quieren, se entregarán a la melancolía y a la rapiña simultáneamente: de un lado lo que no comprenden pero desean, del otro la rencilla de los despojados. Esgrimirán los modales vistos entre el paso de los hacendados prósperos y se deslumbrarán con el monólogo de los doctores que atesoran la fragancia de la alfabetización. Harán suyas aquellas imágenes de bienaventuranza donde, presumen, lo mejor del cielo y la tierra se condensa: los campos petroleros advienen como en una epifanía que no sosiega sino que angustia, están allí como la negación de la fatalidad, nada más. Y a ellos no se llega ni por la educación ni por la buena conducta, tal vez por la obediencia y la sumisión, así lo creían no sólo los andinos ―“taciturnos, zamarros, crueles”―, como los define Ramón Díaz Sánchez en su rol de guachimanes.

Sorprendentemente es Los Puertos de Altagracia y no una polvorienta aldea de Monagas el pueblo que resume a cabalidad esta condición híbrida y real. Su genealogía puede ser rastreada paso a paso, fundado u hollado el mismo año que Maracaibo pues está en la costa de este lado del lago, desaparece de tiempo en tiempo tras la sombra de aquella ciudad, retrocede a trilla o caserío  y se levanta al estar atravesado en la ruta de welseres y exploradores que marchan desde el lago hacia el Caribe. El rumor del petróleo lo sorprende afanado en la lontananza, y en un tris está listo para enarbolar sus títulos de lugar histórico y habitado por gente dispuesta a hacerse de apelativos y un nombre sonoro.  El autor ejecuta el retrato de una comunidad ya asentada en sus elecciones, hábitos y recursos solventes garantizando una idiosincrasia de disimulo y ventajismo, conformismo y fatalismo, alianza fértil para crear una picaresca de dolor y destitución en la lucha por la vida. Desde los poderes públicos hasta el hilo borroso de aquellos seres definitivamente menores, todo registra el aura de lo inercial, y no por eso menos vívida y gestual.

 Dominados, o aún más, anclados en unos convencionalismos, no van a ninguna parte, se desplazan hacia las esquinas componiendo un conjunto de dura uniformidad, representan con fidelidad las expectativas de un país convocado pero azorado, sin herencia pública a que apelar para emparejar en los nuevos tiempos del gentilicio. Los campos tan cercanos son más fuente de angustia que de certidumbre, entre el desengaño y el resentimiento, ellos les recuerdan no ya las bondades del bienestar material sino la existencia de hombres distintos y superiores, al fetichismo de usos y consumo se agrega el escozor de la inferioridad. Incluso, quienes los han traspasado mediante la “partida de yacimiento” sólo pueden traer el testimonio de la indiferencia de sus anfitriones, y a su vez ejercen el dudoso privilegio de medrar entre los excluidos, recalcando su recién adquirido linaje.

 

El petróleo, su tinta

En 1973, escuché el desplante de un ingenierito refiriéndose a otros más nuevos que él como “esos soldados rasos”, afuera, en las “gates” de las oficinas de la compañía, era en Tasajeras, un hombre con apariencia de poco saludable reía feliz de formar parte del trust instalado en su mísero gatico.  Si algo ilustra de manera concluyente la peripecia puertera del entenado son las grietas de una cultura de la convivencia, todo fluye en su armonía de acato a la malicia, al doble sentido, al imperio de la conveniencia. Él observa desde abajo, desde su altura de zagaletón que se permite algo de desplante y socarronería, y por eso mismo puede adornar de pertinencia y hasta de solemnidad sus juicios, en un primer momento vestidos de humor. El fraude de la educación, modelada desde el cacicazgo y la humillación, condena los méritos del típico maestro de pueblo, abnegado y entregado a un sacrificio sin compensación, todo gesto grave queda teñido de sospecha o es ridiculizado por la infamia o los agravios no tan secretos del mandón de la comarca. Nadie sabe quién es el personaje cuyo nombre lleva el liceo, la adscripción no va tan lejos, seguramente rinde homenaje al padre del cronista y prestamista a la vez, en todo caso hay una larga lista de hipótesis (“Algún fantasma de las luchas libertadoras, un heladero célebre o quizás cierto empresario mecenas? ¿el padre o hermano  de quien elaboró el documento de fundación del liceo? ¿pariente de algún médico zuliano que lleva su mismo apellido o hijo ilegítimo del anciano Ordemburgo?”). Y si los nuevos profesores deben tener su aprobación ―como aquel listero de una cuadrilla de encuelladotes convertido en enseñador de Castellano y Literatura, o ese guardia nacional dado de baja y que un buen día aparece con su designación de profesor de Educación Física―, pues quién va a preguntarse por los méritos y virtudes de un tal José Paz González, además difunto.

Es la ascendencia nefasta de los prohombres en multitud de pueblitos venezolanos, algunas veces llegan conduciendo un camión con el  único ánimo de rematar una carga de cerveza, como en la novela de Miguel Otero Silva, y termina convertido en jefe civil, pero también puede estar esperando  para escoger y mandar a los maestros. Barrera Linares sabe muy bien hasta dónde alcanza la gestión de la picaresca y cuando el relato debe hacerse fría denuncia, el poco aprecio de la función del educador esconde un juicio sobre el saber y el conocimiento como instrumentos de liberación. “No sepa usted hacer nada o quede vacante de cualquier profesión u oficio y baste para que cualquier funcionario considere que su mejor destino es ser profesor de lengua castellana”. Alguna vez tuvo el maestro ascendencia entre su comunidad, la humildad campesina cobijó seguramente los afectos de una gratitud, quien educaba a sus hijos debía ser amado y resguardado, un emocionado respeto era la recompensa. Pero la autoridad arbitraria, legitimada por los Mujiquitas, fue mucho para el maestro urgido de resguardar cargo y ascenso, cuando función y empleo se hicieron incompatibles la siguiente acción fue la de la tierra arrasada, pues como dice Briceño Iragorry “con la dignidad se comercia una sola vez”.

 Pero a otras alturas del liceo estaba la Universidad, allá en la reluciente Maracaibo, era como otra dimensión del fetichismo, la vida mediocre del bachillerato parecía trocarse en algo superior en aquellos que ingresaban a ella, se trataba de otro rango de la veneración, las aulas maracaiberas constituían el Olimpo de donde llegaba el lote de petulantes. “Los profesores del Liceo, algunos de ellos estudiantes de la Universidad del Zulia, otros improvisados autodidactas entrenados en los bares locales…” La educación degradada a protocolo de títulos y certificados, es un hecho forense de la Venezuela de hoy, lo grave es que terminó desplazando el saber organizado del individuo retenedor de la herencia transformadora.

En mis días de profesor de la universidad Rafael María Baralt en la extensión de Los Puertos teníamos con frecuencia la visita del director del aquel liceo, el hombre parecía alelado con la rutina de la sede universitaria, tan sólo veía el estatuto, alelado pero también alienado en aquella admiración jamás entendería cuan idénticas eran las miserias del alma Mater y las de su desrranqueado liceo, filisteísmo y vanidad revestidos con otros asombros a los ojos de los parroquianos. Algunos años antes, durante mi primer semestre de Estudios Generales, aquel formidable prospecto de la Universidad del Zulia, en la clase inaugural de “Problemática de la Ciencia y Tecnología”, nuestro profesor llega con su bata de odontólogo y hace la más inaudita pregunta: “Alguien sabe que significan las siglas PDVSA”, fue todo el programa del día. En su mayoría el personal docente había sido reclutado bajando al mínimo las exigencias académicas y sobre todo las intelectuales, finalmente el clientelismo hizo el resto: seguramente los mismos diseñados del proyecto “metieron” a sus conocidos con el sólo requisito de estar graduados en una carrera universitaria, así un odontólogo podía dictar aquella asignatura o un ingeniero “Comunicación y lenguaje”.

Así se hace un país…

Pero la compilación de lo observado por Barrera Linares en aquel pueblo parece altamente representativa, así vemos reproducirse, en el ya muy avanzado siglo XX, estilos de gestión de lo público propios del caudillaje inicial postindependentista, una noción de país donde los referentes abstractos de norma y juricidad son inexistentes. Una población atascada en su relación puramente geográfica y topográfica con la urbanidad, reacciona y se conduce desde el vínculo primario con el otro: patriarca redentor u hombre rico, personaje carismático o figura pública, amigo de parranda o “compinche”; el venezolano duda siempre del entorno, acata con disimulo los acuerdos ya precarios y los destierra hasta extinguirlos. Seguridad y amparo le vienen siempre de unas palmadas en la espalda, de una llamada telefónica, de deslizar a tiempo una botella de whisky.

Ante la injusticia o la ausencia de Estado de Derecho los parias no se rebelan sino que buscan igualarse con sus opresores. Observemos cómo se organiza la policía en aquel pueblo: “Guiso Pirela, que llegó a dirigir la Policía Nacional, se trajo para Caracas a todos los vagos de Los Puertos, los puso a hacer un curso de un mes y les dio placa, revólver y poder, casi les dijo a todos: háganse tombos uniformados en cinco lecciones”. Me pregunto si no es como hoy, los cuerpos de seguridad, todos, reciclan y enrocan funcionarios expulsados por faltas graves, vemos sin escándalo cómo a pocos meses de haber sido creada una policía que se propone como modelo hay ya una larga lista de sus miembros acusados de delitos, unos enjuiciados, otros no. Y, en general, la frecuencia con que los funcionarios de los distintos organismo de seguridad aparecen involucrados en crímenes de toda índole no habla tanto de lo rentable que es hoy el oficio de delincuente como de la facilidad con que el Estado arma a esos delincuentes.

 El recuerdo de infancia se perpetúa en los datos del escritor, se hace vívido en la memoria porque tiene continuidad en su expectación de ciudadano, en Venezuela esta clase de Memorias son tan útiles para asegurarnos con horror de cuan poco hemos cambiado. Este relato de Barrera Linares puede atarse sin pérdida de espacio ni tiempo con algunas páginas de Argenis Rodríguez, nos darían un panorama de la desesperanza, el leiv motiv de una biografía tocada por la misma fatalidad, desde El Moján hasta Maturín. Es la picaresca de los recién venidos al espectáculo del petróleo, pero que al haber carecido de trasunto comunitario y proceso de gentilicio les resulta difícil situarse ante la novedad, incapaces de integrar las nuevas definiciones de poder, bienestar y dinero a un plan de mayor estabilidad en el tiempo, tan sólo pueden apelar a lo vestigial de una experiencia traumática, fracasada en su intentona de apropiación de una cultura funcional.

 La impresión que nos deja el persuasivo fresco Sin partida de yacimiento es la de una sociedad desarticulada, errátil y aleatoria, pagada de todo pragmatismo, cuyo proyecto se hace volátil pues no depende ni de una élite consagrada y tampoco de una prédica gregaria. Allá como aquí, hoy como ayer ―y la picaresca se hace amarga―, los grupos llegan a descollar en virtud de trapacerías. El individuo ajusta su potencial a una ecología de desconfianza y recelo, nadie dispone su mejor esfuerzo y todo se traza desde el cálculo, el éxito de los audaces fija un criterio de valoración no sólo del esfuerzo personal sino de los logros mismos, todo lo cual impacta, modela y remodela el ethos de una comunidad. La pobreza no es vista como responsabilidad social ni como acicate para transformar el medio devorador, antes sirve como parangón para que los opulentos ostenten su riqueza y bienes superfluos, y dado que nada más pueden exhibir.

 Doloroso pero cuán consistente es el testimonio de la infancia para biografiar un país como el nuestro, áspero y paidocida, que contra toda lógica concentra la mayor y mejor inversión en la punta del iceberg de su pirámide educacional. Hoy quizás ya no tengamos albergues de expósitos, ni públicos ni privados, llámense Carmania o Colocaciones Familiares, y sin embargo los niños de la calle son una herida lacerante y una vergüenza, escuela de prostitución e indigencia son nuestras calles, infancia sin amparo, niños hechos desde la violencia de los adultos indolentes, como un Oliver Twist del peor de los infiernos. Como aquel de no más de ocho años cuya imagen, en un semáforo de Maracaibo, me taladra, vestido de harapos ofrecía la Gaceta Oficial con la puesta al día de la LOPNA (Ley Orgánica para el Niño y el Adolescente).

Miguel Ángel Campos (1955). Sociólogo, crítico literario, ensayista, profesor de la Universidad del Zulia. Autor de  La imaginación atrofiada (1992), Las novedades del petróleo (1994), La ciudad velada (2001), Desagravio del mal (2005), La fe de los traidores (2005), e Incredulidad (2009).

“Sembrar el petróleo”: historia y destino

Por: Miguel Ángel Campos

 

 El pasado 14 de julio se cumplieron 75 años de la publicación del editorial “Sembrar el petróleo”, escrito por Arturo Uslar Pietri en el diario Ahora. A partir del valor histórico que este texto tiene como documento, el ensayista venezolano Miguel Ángel Campos indaga ―con su agudeza característica― en la Venezuela de aquellos años que buscaba su perfil como nación moderna luego de la larga dictadura de Juan Vicente Gómez, y contrasta el presente nuestro que sigue lejos de la previsión de Uslar Pietri, entonces un joven treintañero, que quiso un país preparado para administrar la riqueza súbita de la renta petrolera.

Hace setenta y cinco años apareció en el diario Ahora el famoso editorial firmado por Arturo Uslar Pietri; aquel era un diario concebido para servir de escenario a la modernización, había sido fundado ese mismo año de 1936 y alcanzará a ver los primeros días de los años cuarenta. Es un texto breve del cual muchos venezolanos han oído hablar: “Sembrar el Petróleo”. Se convirtió rápidamente en una frase fácil y pegajosa. Curiosamente, ese trabajo no está recogido en ninguna de las antologías importantes de Uslar Pietri. Quizás el texto más difundido del autor y no aparece ni en la antología de sus ensayos de 1969 que hace Monte Ávila ni en la ampliación de la misma editada a mediados de los ochenta (Cuarenta ensayos), ni en ninguna de las compilaciones dedicadas a los trabajos sobre la venezolanidad y la identidad de la aculturación (De una a otra Venezuela), tampoco en las compilaciones del debate petrolero, agrupadas al menos en un título, el de la editorial Orinoco, Materiales para la construcción de Venezuela (1963). Aparece por única vez recién en 1984, una compilación del propio Uslar, allí reúne ese texto con otro de 1955, su discurso de incorporación a la Academia de Ciencias Políticas y Sociales, sin duda el desarrollo de aquellas admoniciones ya en un tiempo de constatación y recelo. Una ausencia absolutamente extraña porque todos sus otros trabajos sobre el tema, escritos a lo largo de diferentes circunstancias, sí aparecen repetidamente recogidos en libro. De tal manera que ese editorial, el más conocido texto sobre petróleo de Uslar, y referencia del imaginario de lectores y conversadores, durante años estuvo fuera del alcance ordinario al no estar difundido en libro, y tampoco ha sido editado como folleto en tiraje masivo. La reproducción facsimilar recuerda más el aspecto de un manifiesto de la vanguardia antes que un documento de opinión, pues sustancialmente esto era. Hoy, los venezolanos cuando oyen el nombre de Uslar Pietri suelen asociarlo con petróleo, en aquellos días esto hubiera resultado inimaginable sobre todo para él mismo, tal vez habría rechazado con enfado la drástica identidad.

Hay un aspecto lateral de la frase del editorial, atañe a los rumores sobre su autoría, y no deja de ser significativo porque nos habla de duda y frivolidad en su recepción. La polémica sobre la paternidad al parecer corrió desde el principio, además muerto en esos días aquel a quien algunos comenzaron a atribuirla, la leyenda magnificó al especialista y receló del joven treintañero, en todo caso es sólo un lado pintoresco menor, el otro atañe a la significación ontológica que lo allí dicho adquirió  para la sociedad venezolana. En 1946, al fundarse la Corporación Venezolana de Fomento esta la asume como divisa, coletilla bajo el nombre de la institución. “Ya para ese momento se había escapado por entero de mi, muchas de las personas que la repetían y la invocaban no tenían la menor idea de quien pudo crearla”, dirá quince años después.

En relación con la paternidad se empezó a dudar, casi inmediatamente, que fuera de Uslar, y se le atribuía a un economista, Alberto Adriani, un poco el asesor y la fuente ideológica de la organización política y económica de Venezuela de esos años; era el hombre del saber certificado, el arquitecto del plan gestor, había estudiado economía en Harvard y Oxford y leía en varios idiomas. De tal manera que a él atribuyó el olfato popular de los maliciosos el editorial, y el propio Uslar la reconoce como “una atribución inteligente”. Porque Uslar, ya un poco molesto del sambenito de aquella atribución, escribió un “Pizarrón” para deslindar la incertidumbre creada por la opinión ordinaria y aún los sectores intelectuales. Uslar dice: “Estoy fastidiado de que el país, en vez de ocuparse del contenido del  texto se ha ocupado de la polémica de la paternidad”. Es decir, reprendía al país frívolo, bizantino, solazado en el espectáculo, algún sacrificio debió costarle hacer aquella aclaratoria del malentendido, no tanto por el deslinde como por la exposición del pudor. “Estoy harto, esto lo escribí yo, no Alberto Adriani,  pero era una atribución inteligente, porque Adriani, muerto en la plenitud de su capacidad servidora, era una hombre de mentalidad clara y de sentido práctico, que tenía la pasión de poner en marcha a Venezuela en una lucha heroica contra el atraso”.  En fin, Alberto Adriani es el autor del “Programa de Febrero”, el primer  prospecto de gestión moderna en el siglo XX en Venezuela, durante el gobierno de Eleazar López Contreras, y es básicamente un esquema técnico de reconstitución de la sociedad venezolana, corresponde a lo hecho por los países del Sur en el siglo XIX, es decir, inmigración, blanqueamiento, sanitarismo, en general medidas de saneamiento de la sociedad  casi como cuerpo orgánico. Una especie de positivismo mezclado con una cierta ideología avant garde y tras los instrumentos propios de una modernidad burocrática.

Y al hojear el “Programa de Febrero” nos damos cuenta de que corresponde enteramente al pensamiento de Adriani. Y estaba hecho con mucha antelación pues “el Programa de Febrero” es el resultado de un grave zafarrancho en el que hubo tres o cuatro muertos en Caracas el 14 de febrero de 1936, cuando la gente sale a la calle a exigirle al presidente que obre conforme a la emergencia de unas masas postergadas y famélicas, termine de deshacerse de elementos del gomecismo, es decir, dar inicio a la redención de la sociedad. La protesta con ánimos de revuelta se salda con cuatro víctimas, muertos por disparos de la policía. El programa está firmado el 21 de febrero. Por tanto no se pudo haber hecho en una semana, estaba allí y era producto reflexivo de Adriani. Y lo notable es que por ningún lado aparece la palabra petróleo en el “Programa de Febrero”. La referencia a la riqueza minera se llama “riqueza impositiva” en el lenguaje del “Programa”. No hay en él indicación sobre nada parecido a renta fiscal, renta petrolera, economía del petróleo, eso corresponde ya a otro lenguaje, a otra contemporaneidad, sin embargo solapada, todo lo cual está con propiedad en el texto de Uslar. Clima de inminencia, la tensión del largo plazo, el sentido de reconvención, son parte del espíritu del Editorial. Esa sería la prueba concluyente, a mi modo de ver, de que el texto pertenece por entero a Uslar. En una larga exposición de 1968 sobre el destino de la juventud venezolana fijará los antecedentes colectivos de aquel texto, lejos de cualquier vanidad el hombre que ya sobrepasa los 60 años dice poco menos que tan sólo interpretó una pálpito, una especie de clamor. “La consigna que estaba en el fondo inconsciente del instinto colectivo de supervivencia del venezolano, y que yo formulé públicamente en la hora auspiciosa del año de 1936…”

Cuanto hizo Uslar en los siguientes cincuenta años demuestra que efectivamente el texto corresponde a una apreciación inicial de él, porque fue absolutamente consecuente con esas ideas que están ahí, en “Sembrar el petróleo”. Incluso consecuente en los aspectos que son discutibles. La idea de Uslar de que el petróleo es una economía destructiva, está allí, reaparece en sus discusiones y debates del Congreso de la primera mitad de los años sesenta. La admonición de que el petróleo acaba con la agricultura, erosiona, contamina, destruye el entorno natural. Y Uslar predicó eso hasta el final de sus días, él veía en la urbanización caótica de las ciudades venezolanas un efecto paralelo de la minería predadora, también su simetría en los barrios colonizados, los cerros, el poblamiento anárquico. Comparaba el quehacer general del país con los campos petroleros improvisados, pozos y maquinaria abandonada y tras la convivencia abrupta de lo industrial con lo agrícola más rústico, para él todo esto resultaba chocante, le era inevitable trasladar esas imágenes a la visión del desarrollo urbano.

Y por supuesto su prédica a las generaciones de que el país se nos acaba, el país de los recursos y naturaleza pródiga, el de la herencia geográfica, territorio devastado y agostamiento tras la agricultura primaria y extensiva. Tal vez a nosotros hoy nos parezca un poco cándida la imagen. Sí, parece cándida pero hay que recordar que era la única heredad que allá podía reivindicarse como constitutiva del país: el territorio, la naturaleza, los recursos naturales, es decir, una visión bucólica pero dominada por la pobreza de fondo y un cierto fatalismo que hacía del campo un escenario de lamento. Era el conjunto dispuesto para valoración y programa del país, era todo cuanto sus ideólogos del desarrollo tenían para evaluar, sin otras heredades, ni industrias, ni grupos colectivos auspiciosos, sin instituciones estimulantes, ni tradiciones civiles sólidas. Entonces para ellos la heredad era la naturaleza, el país como territorio.

Y la gran angustia de muchos, Uslar como emblema, por el país devastado por los  incendios forestales, por la práctica campesina de la roza, por la erosión, del país arrasado por las inundaciones, (lo que él llama “el defectuoso régimen de las aguas”). Las crecidas de los ríos barriendo con todo, cubierta vegetal y nutrientes, elementos fuera de control disminuyendo la capacidad de producción de la tierra y empobreciendo el territorio. Pero a eso se le añade entonces la economía minera que aparece como una herida en el costado, en el flanco del país. Este panorama parece espectacular, y sin duda está magnificado, pero en términos reales el impacto de la industria petrolera sobre el territorio ecológico es mínimo. Sabemos que los campos petroleros están localizados enla Costa Orientaldel Lago, en Occidente, y en Oriente, distribuidos en una amplia cuenca forestal de geografía variada y nada frágil. Aunque la extensión de las concesiones es enorme, nunca la mitad del país como se ha dicho con demagogia, pero los puntos donde se perfora hacen un abigarrado de extensión mínima en la geografía, las consecuencias materiales  de subordinación del espacio (en la urbanización y la agricultura) son naturalmente reducidas, cuando no nulas.

Otra cosa es la subsidencia dela CostaOriental, el desplazamiento de poblaciones y reubicación de pueblos, en el primer caso se trata de los efectos de la minería en una economía donde los grupos humanos tienden a ser sólo carne de cañón. Convertidos en un insumo más, la urgencia los lleva a contrarrestar la pobreza a un precio que más tarde resulta muy alto en vista no de los efectos directos de la explotación, sino de la carencia de mecanismos civiles necesarios para regular la discrecionalidad de la industria en grupos primarios dispuestos a negociar casi cualquier derecho (el ejemplo a la mano sería la cesión de los comisariatos por los obreros de la llamada nómina diaria a cambio de un bono único). Y esa es ya la historia de cómo la gente dispone sus prioridades frente al futuro, la diferencia entre las promesas del dinero y la necesaria pausa para diseñar en medio del festín. Es decir, para construir bienestar, economías alternativas, confort, educación, salud y todas las derivaciones espaciales de aquellas demandas, desde el urbanismo hasta la desplazada agricultura.

A la hora de la valoración ha prevalecido esa del monstruo devorador, el petróleo personalizado comiéndose las entrañas del país, agotándolo y dejando el cascarón. Es una idea cuya intención justificacionista  desborda la calificación moral, pues si alguna vez tuvo una utilidad política fue la de excusar el fracaso de unas generaciones en la conducción de los negocios públicos.

Quizás la principal significación del editorial de Uslar es la intuición temprana de que el país carece de proyecto para la riqueza petrolera. Que las generaciones, fuerzas públicas y el poder político no tienen plan para canalizar las expectativas del país futuro, con grandes recursos convertidos finalmente en un modus vivendi, invertidos en el financiamiento del gasto diario, el llamado gasto corriente, pero sobre dedicados a garantizar la retención del poder a corto plazo. Siempre con el cálculo por delante los gobernantes evalúan el costo de su popularidad antes que los efectos de sus medidas, desde la exoneración de deudas a empresarios y ganaderos hasta la dotación de computadores en escuelas donde los niños sufren mareos a media mañana y muchos leen penosamente y otros ni siquiera conocen las letras del teclado.  Otros sí vieron venir la catástrofe cuando a mediados de los años cincuenta el país importaba el  70% del consumo, hoy esta sube hasta 80 u 85%. Pero la entrega a la salud forense del poder y la política sibilina ya se había tragado a los mejores, refiriéndose a los empresarios, en 1958, llegará a decir Arturo Sosa que “nadie puede ser exitoso en un país fracasado”. El riesgo de financiar la vida diaria, el consumo y una economía de contabilidad con el ingreso petrolero es lo que advierte Uslar. Y cuando él dice sembrar el petróleo está diciendo amparar la dinámica más estable, derivada de la educación y saber profesional, integración de la estructura social a través de la secularización de la vida pública. Es proteger esto con aquello, resguardarlo en su tiempo de florecer, no financiarlo, muchísimo menos sustituirlo.

Pero hay una incomprensión de fondo del fenómeno cultural del petróleo y es que el petróleo no es una economía; el petróleo es una articulación de complejidades en la que la generación de riqueza material es lo menos importante, porque esto sería en todo caso una consecuencia. El petróleo sufraga la educación, la salud, el país se desparasita (un país agobiado por las enfermedades endémicas), se urbaniza, crece demográficamente, se vitaliza, financia instituciones políticas modernas. Pero luego debía hacerse espacio para la generación de la novedad, el nacimiento de un orden pausado, una cultura de ciudadanía donde las urgencias habrían quedado atrás y se planificara desde la contemplación. En Venezuela, efectivamente, la renta petrolera pone fin a los caudillos pero atornilla los hombres fuertes y providenciales ante la carencia de beligerancia y contenido programático de la participación.

 El Estado acorazado, revitalizado en su capacidad conciliatoria y ascendencia sobre lo civil, introduce estilos políticos modernos. La democracia eleccionaria y de aclamación que dura hasta hoy (casi 50 años de manera ininterrumpida), no hubiera sido posible sin aquel saludable decorado del impacto petrolero. El petróleo introduce factores de civilidad y de modernidad en Venezuela, incluso en ausencia de proyectos y en un impacto inercial claramente positivo. Imaginemos el panorama si hubiera habido proyectos para aquella fuerza benéfica obrando en tiempos de paz. La impresionante continuidad del llamado hilo constitucional no puede explicarse desde la madurez ciudadana y menos desde la organización interna del poder. Asonadas sofocadas, revueltas del pillaje popular y sobre todo la ineficacia del puro modelo para generar un esquema reproducible de bienestar prueban como la promesa de la hacienda pública es superior a las tentaciones, destila estabilidad política como una glándula hormonas. No sirven, pues, las explicaciones policíacas ni las teorías de la conspiración para explicar las coyunturas de fuerza de esos últimos cincuenta años. El golpe fallido de 1992 tiene una explicación: la sensación, el presentimiento de que romper la continuidad legal significaba matar la gallina de los huevos de oro. La épica callejera de abril de 2002 escamotea quizás injustamente la aptitud de los elementos castrenses para ponerse de acuerdo cuando todavía queda bastante por repartir.

En la era del petróleo, desde Gómez a Chávez, la biografía del poder es sobre todo hedonista, no hemos tenido hombres solitarios sino personalistas, en esa medida alejados de todo sino trágico, ajenos a todo impulso de inmolación.  Usufructuar riqueza y autoridad ha sido el sino venturoso de los hombres del petróleo y si Pérez Jiménez detentó ese poder la reacción que lo saca del gobierno no reprobaba tanto aquella ilegitimidad como el rendimiento de los frutos de la discrecionalidad. Nadie quería matarlo ni vengarse de él, sólo estaban interesados en echarlo, hasta dar con un gerente menos inepto. En cambio Chávez encarna un rito más pintoresco y por eso mismo anacrónico, quería asesinar a Pérez para exorcizar la patria con sangre y hacerla florecer, rito no tanto tenebroso como agrario. Hizo lo suficiente pero no lo necesario; y desde la perspectiva del control de aquellas fuerzas tutelares, modeladoras debía ser así, los sublevados estaban destinados a sosegarse, nunca hubo candidatos a la tragedia, y al final del drama aparecía como un deus exmachina el guión más estable del estado de vigilia: el sobreseimiento. No tanto estado de derecho como espectáculo del perdón y la tolerancia de quienes también se saben aptos para el fraude y la barbarie. Las reglas del juego se salvaban intactas y ellas reconducen el plan ridiculizado en la opera bufa de los actos de violencia. Con persistencia, y quizás con tozudez, obra la fórmula del acuerdo como logro generacional, disuaden a los coléricos y los mandan a la fila de espera. Y una de esas fórmulas es, efectivamente, el instinto de una sociedad todavía dispuesta a aplazar sus conflictos y sus crisis y lo que es peor, financiarlos a partir de la capacidad de distensión, de equilibrar, de poner aquí y poner allá. Agobiada de traumas los aplaza, los acumulará hasta el estallido del frenesí, y ya cuando ni el psicoanalista ni la terapia electoral dominguera puedan servirles de nada. Pero la democracia electoral se la debemos casi íntegramente a la riqueza petrolera. De alguna manera la preservación de la legalidad ha condicionado la administración de la riqueza fabulosa, autoriza y a la vez excusa a los gerentes incompetentes, y mantiene la expectación de redención en las masas convencidas de tener el control.  La visión de Uslar no valida, pues, la modernidad que introduce el petróleo en la vida social venezolana, es un poco escéptico respecto a cuanto significa la herencia formal de representatividad, democracia eleccionaria y parlamento, pero lo es aún más cuando piensa en el sujeto real de esas adquisiciones. Seguramente la anatomía de ese sujeto está hecha con objetividad y concluida con detalle en su magistral ensayo “El mal de la viveza” (1952).

  El venezolano igualitarista que emerge de los odios sociales del siglo XIX seguía mirando al suelo tras el fin del gomecismo. Marcado por la subordinación gamonal, contertulio del caudillaje, en las vísperas  de su entrada a la ciudadanía poco tiene para llevar a esa fiesta. Sin aristocracia que injuriar, apenas con partidos para hacerse representar, estos lo dibujarán muy bien y probarían conocerlo: vestido con el liquiliqui del estanciero y con un bollo de pan embutido en el bolsillo. Una mezcla de sumisión y apetitos, y una cartilla de identidad forense era todo cuanto de su propia cosecha llevaba al encuentro con su destino. Con la aparición del petróleo y los núcleos urbanos, la circulación de dinero, los partidos políticos, fluyen otras coordenadas más seguras: la emancipación de la mujer, el consumo, la educación, estonces el venezolano levanta la vista por primera vez. Son los estructuradores de una modernidad menos incierta y más orgánica, y que se le deben a la forma como el petróleo se instaló en los orígenes democratizadores del país.

Pero Uslar es por encima de todo un escritor, un artista atenazado, es el hombre de la vanguardia. No es el ministro de educación, no es el ministro de fomento, no es el hombre de “Arturo es el hombre”, tampoco el polemista con Pérez Alfonzo. Es el pensador imaginativo, el creador y fundador de una cuentística paradigmática. Y sin embargo sus visiones, representaciones e imágenes de lo petrolero, salidas de allí, encriptadas desde la fantasía no han tenido la fortuna que la frase “Sembrar el petróleo”. Nuevamente lectores y ciudadanos eligen, consagran a Gallegos no tanto por sus libros, la televisión se encarga de retener algún personaje para esos lectores, terminan confundiéndolo con otro presidente del mismo nombre. De Uslar tal vez no hayan oído hablar, o dirán como los muchachones de un grupito musical cuando les preguntaron de donde habían sacado el nombre “Los amigos invisibles”: así empezaba un programa de tv aburrido que tenía un tipo en Venezuela (los sujetos declaraban en un medio de España.) Acaso la frase de tres palabras sea una lápida, tal vez un INRI señalando un cuerpo desaparecido, un texto ilegible y no leído por la horda perezosa de ejercitar las primeras letras, renuente a asomarse a la frase donde está escrito su destino.

La más solvente comparación del petróleo, esa donde se lo saca de las precarias coyunturas, es también otra de Uslar consignada en el ensayo “El laberinto del Minotauro”.  Es un momento de sosiego, y también de implícito pesimismo en el cual desarrolla una fugaz ontología del petróleo. Apela al mito de la confusión y desciframiento por excelencia, en él están presentes la elección y también la fatalidad, un fondo de racionalidad y deseo se proyecta desde la ambición y la culpa. El poderío debe ser ocultado pues ya es una fuerza perturbada, el placer es ahora una pena cuyo cese no es posible sino mediante la expiación de la sangre. Es lo hondo, lo irracional, el extravío aplicado y asimilado al petróleo. Y esa comparación sí es interesante. Porque efectivamente eso ha resultado la vida venezolana, un laberinto que no ha podido ser descifrado. Es una maravillosa y emocionada interpretación. Pero no fue popular. La gente no la conoce, no cree que le incumba. Porque sólo están interesados en explicaciones simplistas, unidimensionales, evidentes, pero Uslar asume la totalidad del desenlace del mito, Teseo no es un conciliador. La respuesta debe alcanzar al todo comparado, se trata de una liberación, no de una conquista, la elección es entre vida y muerte, no entre más o menos prosperidad. La salida del laberinto no corresponde a un acuerdo entre los hombres, es un acto de fuerza donde la sutileza es el anticipo del horror, la destrucción de la bestia donde ya se confunden la naturaleza de la victima y el victimario, redención por negación de cuanto somos, si extendemos las consecuencias de la comparación. La única vía abierta es la trágica, todas las otras se agotaron sin ejecutarlas. Ya no será posible preservar la gallina de los huevos de oro, ni la burocracia con su centro alienado, ni los protocolos de representación podrán evitarlo. Hay que matar al Minotauro decía la conclusión de fondo, matarlo significa dar con la respuesta final, así como Edipo, concluye cegándose y tras aniquilar a la esfinge pues esta no soporta, en su soberbia, el acierto del paria camino a su esplendor, es decir, la revelación de quien es tras haber descifrado los dos enigmas. Pero esta hermenéutica corresponde a otro ámbito, no al del desarrollo y la concurrencia de los grupos, socios legatarios, sino a la mea culpa, y en el peor de los casos a una nueva forma de aniquilación, ya no por retaliaciones de clase, más bien como en la disputa por los últimos restos, cuyo adelanto quizás vimos sin percatarnos en los días de febrero en 1989.

Uslar tiene 30 años cuando escribe ese editorial. Y el economista no es él sino Alberto Adriani. Después estudia economía y mantiene una cátedra en la Universidad Central de Venezuela. En esos años es sobre todo el hombre de la vanguardia, el autor que se ha estrenado con un libro distinguido, Barrabás y otros relatos (1928) inaugura una de las más límpidas ejecutorias del género en nuestro país. Luego, en 1931, publica Las lanzas coloradas, la novela por si sola probaría cuan atento estaba su autor a las promesas de la literatura, texto eficiente desde su orden formal, también es el inicio de una exploración de su realidad inmediata que confluye discretamente con el universo paralelo del petróleo en su novela  Estación de máscaras, de la trilogía no concluida “Laberinto de fortuna”. Pero ya se ha entregado a la vida pública, a la gestión ciudadana,  educación y aleccionamiento ya están de manera definitiva en su ideario y afanes. Y acaso no sea una manera de sacrificarse, esa de mirar por otros, transformar el medio desde responsabilidades públicas alentadas por el imperativo intelectual, lo cual es una novedad en absoluto despreciable en la naciente dignidad de nuestra gestión civil. Entrega su ímpetu fáustico al fuego fatuo de aquellas tareas, y pesar de todo logra ejecutar una obra de escritura concluyente, una de las más disciplinadas de nuestra literatura.

Uslar ha podido ser el gran narrador de la vanguardia hispanoamericana. A finales de los años veinte ya ha tomado clara distancia del criollismo todavía vivo y prestigioso, entre Las lanzas coloradas (1931) y Doña Bárbara (1929) parece mediar más que dos años, novela histórica y novela de tesis, aquella conocería todavía sus mejores tiempos. Los cuentos de Uslar están más cerca de un libro que todavía no ha aparecido, La tienda de muñecos (1927), de Julio Garmendia, la vanguardia canónica por excelencia. En los siguientes cincuenta años tendrá la justa prudencia para hacer de su biblioteca un santuario, desde allí opina y pontifica, desde allí sostiene la tensa escritura de quien sabe ha podido perderse en el espejismo de aquella devoradora redención.

Uslar vive hasta los 94 años, irónicamente el tiempo lo condenó a presenciar lo que dejó de hacerse, a verificar sus profecías de los años cuarenta y desde el exilio. Su escueto De una a otra Venezuela es un breviario de oscuras premoniciones puestas en clave de urgencia: sin proyecto para el torbellino de la sociedad planetaria el país que se devora a sí mismo, el Estado parásito, consumo despilfarrador, los vicios propios de toda campamento minero, la importación depredadora y la producción mentida, el 5 y seis y los juegos de azar… Su dramático señalamiento del Estado dispendioso, entidad  plutocrática del desvarío, el rico dispensador de favores, clientelista y oficina de planificadores ineficientes y corruptos, cuna dorada de revoluciones demagogas y botín de la pobrecía resentida, conserva hoy la intacta vigencia de su enunciado de los días inaugurales de la democracia de partidos. Hoy, más dramáticamente que nunca. Incluso, en tiempos en que se esgrime la transformación del modelo se han fortalecido estilos anteriores a la crítica del estatismo: asistencialismo clientelar, centralismo, burocracia todopoderosa dominada por el recelo propio de lo policíaco. Estado tutor y mecenas, salvacionista, son maneras anacrónicas, inauditas en el mundo contemporáneo, cuando el poder supranacional de otra institución como son los consorcios internacionales es denunciado violentamente. Uslar vivió para verlo. Creo que hay un primitivo sentido oculto en ese texto, que está cumpliendo setenta y cinco años, y no es otro que el de advertir de un doble fraude: dinero como riqueza y la demagogia de erradicar la pobreza desde el asistencialismo.

El año 1936 el país tiene varias agendas, una de ellas era el modelo de gestión de una comunidad precaria pero urgida de hacerse justicia. Uslar la examina en un celaje en ese texto, el contenido, rèclame y encarecimiento, desaparece, queda sólo la frase, lacónica, desamparada. Es increíble. La frase sobrevive al texto, este se extingue, nadie lo ha leído, no está en los libros. Otra deducción se desprende de eso: que el país codicioso ha oído a sus burócratas, a sus hombres públicos, a sus dirigentes, cuando hablan de petróleo. Pero no ha oído a sus intelectuales, a sus artistas, quizás no ha confiado en ellos. No ha prestado atención a los hombres que contemplan, no le son de fiar, se dirige ensimismada hacia sus llamados hombres de acción. Pide a gritos el regreso de los falsos Mesías y no tiene tiempo para sus intérpretes profundos. Ahí queda lo enunciado a tiempo, sólo una imagen patética, vislumbrada en tiempo útil, pero nacía sin ascendencia en medio de los lánguidos, estragados por el paludismo y la orfandad ciudadana, aquellas imágenes purificadoras ya no tendrían ningún efecto en el prospecto que los oportunistas mostraban al alma aletargada.

Hoy estamos conmemorando setenta y cinco años de una advertencia que fue desestimada, hemos visto los personajes de del drama pero todavía no estamos cerca del último acto del drama. Y aquella advertencia fue hecha por un escritor, ella no provino de los hombres inclinados ante el poder, ni de los estadistas, tampoco del carisma de los caudillos o de los cotizados pragmáticos. El catálogo de las frases sibilinas, destempladas o deshonrosas, recuento del país de la infamia y el analfabetismo prolongan su efecto en el largo atesoramiento de los aprovechadores y el pueblo inerme. Ellas modelan el carácter y acrecienta su flujo en la experiencia duplicada del mínimo esfuerzo, pedagogía siniestra de la elección entre el mal y el mal menor. Las otras no calan ni en el alma ni en la gramática de los alfabetizados, complejas, penetrantes ellas exigen más que el ánimo de una banal impaciencia.

Uslar  creyó hasta el fin de sus días que el petróleo se agotaría en años cercanos, quedaríamos en la ruina y se imponía aprovechar al máximo la fuente financiera creciente, pues dependeríamos de aquel acopio. Ha sido más terrible todavía, porque el suministro ilimitado de divisas petroleras administradas por el Estado significó no sólo el fortalecimiento del gasto corriente, sino el advenimiento de estilos en los que la demagogia, el populismo y el clientelismo modelaron las maneras de relacionarse el Estado con el país. Uslar dice que se va a acabar el petróleo y vamos a quedar en la ruina y nos vamos a morir de hambre. No estaba viendo el fenómeno cultural complejo que efectivamente llega hasta el día de hoy, aquella ruina llegará antes del agostamiento de los suministros, indigencia y crimen, anulación del estado de derecho y extinción de la educación como instrumento de ascenso social, todo en medio de de la opulencia fiscal, ¿no es acaso como el adelanto de la muerte? Y finalmente quiero consignar aquí una pura simetría, no me atrevo a llamarla azar. El colofón de Mene, la novela de Ramón Díaz Sánchez, reza así: “Se terminó de imprimir este libro en la Cooperativa de Artes Gráficas de Caracas el14 de julio de 1936”. Pero esa novela es hasta hoy la visión sintética de la novedad petrolera, catálogo de síntomas y actitudes, ella es también profecía del desencanto, como queda formulado en las últimas páginas.  Por un secreto orden, cuyo enigmático sentido nos desborda, ambos documentos se dan a la estampa el mismo día, también aniversario de la Toma de la Bastilla.

Miguel Ángel Campos (1955). Sociólogo, crítico literario, ensayista, profesor de la Universidad del Zulia. Autor de  La imaginación atrofiada (1992), Las novedades del petróleo (1994), La ciudad velada (2001), Desagravio del mal (2005), La fe de los traidores (2005), e Incredulidad (2009).

mcampostorres@gmail.com

Para recordar a Facundo Cabral

En 1996, la Unesco lo declaró «mensajero mundial de la paz».

«Cuando me fui de mi casa, niño aún, mi madre me acompañó a la estación y cuando subí al tren me dijo: ‘Este es el segundo y último regalo que puedo hacerte: el primero fue darte la vida, el segundo la libertad para vivirla’«.

En sus conciertos, refiriéndose a su madre, Sara, recordaba la oración que ella rezaba:«Señor, te pido perdón por mis pecados, ante todo por haber peregrinado a tus muchos santuarios, olvidando que estás presente en todas partes. En segundo lugar, te pido perdón por haber implorado tantas veces tu ayuda, olvidando que mi bienestar te preocupa más a tí que a mí. Y por último te pido perdón por estar aquí pidiéndote que me perdones, cuando mi corazón sabe que mis pecados son perdonados antes que los cometa.

 ¡Tanta es tú misericordia amado Señor!».

«Cada mañana es una buena noticia, cada niño que nace es una buena noticia, cada hombre justo es una buena noticia, cada cantor es una buena noticia, porque cada cantor es un soldado menos».

«Ahora mismo le puedes decir basta al miedo que heredaste, porque la vida es aquí y ahora mismo».

«Somos hijos del amor, por lo tanto nacemos para la felicidad (fuera de la felicidad son todos pretextos), y debemos ser felices”.

«Nunca pudo ser inteligente porque cada vez que intentaba aprender algo, llegaba la felicidad y la distraía», decía Cabral sobre su madre.

«Mira si será malo el trabajo, que deben pagarte para que lo hagas».

«Si los malos supieran lo buen negocio que es ser bueno, serían buenos, aunque sólo fuera por negocio».

«Lo maravilloso de la tercera edad que estoy atravesando es haber vivido intensamente la primera y la segunda.

 Y yo, por suerte, fui joven e irresponsable durante muchos años».

«Tienes un cerebro como Einstein, tienes un corazón como Jesús, tienes dos manos como la Madre Teresa, tienes una voluntad como Moisés, tienes un alma como Gandhi, tienes un espíritu como Buda. Entonces, ¡cómo puedes sentirte pobre y desdichado!»

«Como los budistas, sé que la palabra no es el hecho. Si digo manzana no es la maravilla innombrable que enamora el verano, si digo árbol apenas me acerco a lo que saben las aves, el caballo siempre fue y será lo que es sin saber que así lo nombro.

Sé que la palabra no es el hecho, pero sí sé que un día mi padre bajó de la montaña y dijo unas palabras al oído de mi madre, y la incendió de tal manera que hasta aquí he llegado yo, continuando el poema que mí padre comenzó con algunas palabras.

Nacemos para encontrarnos (la vida es el arte del encuentro), encontrarnos para confirmar que la humanidad es una sola familia y que habitamos un país llamado Tierra. Somos hijos del amor, por lo tanto nacemos para la felicidad (fuera de la felicidad son todos pretextos), y debemos ser felices también por nuestros hijos, porque no hay nada mejor que recordar padres felices.

Hay tantas cosas para gozar y nuestro paso por la Tierra es tan corto, que sufrir es una pérdida de tiempo. Además, el universo siempre está dispuesto a complacernos, por eso estamos rodeados de buenas noticias. Cada mañana es una buena noticia. Cada niño que nace es una buena noticia, cada cantor es una buena noticia, porque cada cantor es un soldado menos, por eso hay que cuidarse del que no canta, porque algo esconde.

 Eso lo aprendí de mi madre que fue la primera buena noticia que conocí.  Se llamaba Sara y nunca pudo ser inteligente porque cada vez que estaba por aprender algo, llegaba la felicidad y la distraía, nunca usó agenda porque sólo hacía lo que amaba, y eso se lo recordaba el corazón. Se dedicó a vivir y no le quedaba tiempo para hacer otra cosa.

De mi madre también aprendí que nunca es tarde, que siempre se puede empezar de nuevo, ahora mismo, le puedes decir basta a la mujer (ó al hombre) que ya no amas, al trabajo que odias, a las cosas que te encadenan, a la tarjeta de crédito, a los noticieros que te envenenan desde la mañana, a los que quieren dirigir tu vida, ahora mismo le puedes decir basta al miedo que heredaste, porque la vida es aquí y ahora mismo.

Me he transformado en un hombre libre (como debe ser), es decir que mi vida se ha transformado en una fiesta que vivo, en todo el mundo, desde la austeridad del frío patagónico a la lujuria del Caribe, desde la lúcida locura de Manhattan al misterio que enriquece a la India, donde la Madre Teresa sabe que debemos dar hasta que duela.
Caminando comprobé que nos vamos encontrando con el otro, lenta, misteriosa, sensualmente, porque lo que teje esta red revolucionaria es la poesía. Ella nos lleva de la mano y debajo de la luna, hasta los últimos rincones del mundo, donde nos espera el compinche, uno más, el que continúa la línea que será un círculo que abarcará el planeta. Esta es la revolución fundamental, el revolucionarse constantemente para armonizar con la vida, que es cambio permanente, por eso nos vamos encontrando fatalmente para iluminar cada rincón.

Que nada te distraiga de ti mismo, debes estar atento porque todavía no gozaste la más grande  alegría ni sufriste el más grande dolor. Vacía la copa cada noche para que Dios te la llene de agua nueva en el nuevo día. Vive de instante en instante porque eso es la vida.

Me costó 57 años llegar hasta aquí, ¿cómo no gozar y respetar este momento? Se gana y se pierde, se sube y se baja, se nace y se muere. Y si la historia es tan simple, ¿porqué te preocupas tanto?. No te sientas aparte y olvidado, todos somos la sal de la Tierra. En la tranquilidad hay salud, como plenitud dentro de uno. Perdónate, acéptate, reconócete y ámate, recuerda que tienes que vivir contigo mismo por la eternidad, borra el pasado para no repetirlo, para no abandonar como tu padre, para no desanimarte como tu madre, para no tratarte como te trataron ellos, pero no los culpes porque nadie puede enseñar lo que no sabe, perdónalos y te liberarás de esas cadenas.

Si estás atento al presente, el pasado no te distraerá, entonces serás siempre nuevo. Tienes el poder para ser libre en este mismo momento, el poder está siempre en el presente porque toda la vida está en cada instante, pero no digas no puedo ni en broma porque el inconsciente no tiene sentido de humor, lo tomará en serio y te lo recordará cada vez que lo intentes. Si quieres recuperar la salud abandona la crítica, el resentimiento y la culpa, responsables de nuestras enfermedades. Perdona a todos y perdónate, no hay liberación más grande que el perdón, no hay nada como vivir sin enemigos. Nada peor para la cabeza y por lo tanto para el cuerpo, que el miedo, la culpa, el  resentimiento y la crítica que te hace juez (agotadora y vana tarea) y cómplice de lo que te disgusta. Culpar a los demás es no aceptar la responsabilidad de nuestra vida, es distraerse de ella. El bien y el mal viven dentro de ti, alimenta más al bien para que sea el vencedor cada vez que tengan que enfrentarse.

Lo que llamamos problemas son lecciones, por eso nada de lo que nos sucede es en vano. No te quejes, recuerda que naciste desnudo, entonces ese pantalón y esa camisa que llevas ya son ganancia. Cuida el presente porque en él vivirás el resto de tu vida. Libérate de la ansiedad, piensa que lo que debe ser será, y sucederá naturalmente.

Facundo Cabral

Borges y su destino centroamericano

Por Sergio Ramírez
www.sergioramirez.com

A Jorge Luis Borges quiero recordarlo en clave centroamericana porque siendo él maestro de tantas cosas, lo fue de los textos apócrifos.

(El Nacional, Caracas, 3 de junio de 2001, “Siete días”, p. 6)

Recién se han cumplido los 25 años de la muerte de Jorge Luis Borges, y quiero recordarlo en clave centroamericana porque siendo él maestro de tantas cosas, lo fue de los textos apócrifos, y en El Salvador un aventurado cuentista buscó imitarlo en ese arte selecto de poner en boca de otros lo que uno mismo ha inventado, y lo hizo a costillas del propio Borges.

En 1963 Álvaro Menen Desleal, que por puro amor al arte de las ficciones había descompuesto sus apellidos originales, Menéndez Leal, para darles un toque más provocador, de lo leal a lo desleal, tenía 31 años de edad y ya había dejado tras de sí una larga cauda que incluía su expulsión de la Escuela Militar Gerardo Barrios por haber publicado un poema que las autoridades castrenses juzgaron subversivo; lo metieron preso luego bajo el cargo de conspirar contra el régimen del coronel Osorio; había peleado en las arenas de boxeo de México y Centroamérica en la categoría de peso mosca, y después de ejercer el periodismo escrito había fundado el primer noticiero de televisión que se transmitió en El Salvador, amén de haber dado pruebas de ser un publicista sagaz.

Ese año de 1963, entonces, ganó el segundo lugar en el Certamen Nacional de Cultura con su libro Cuentos breves y maravillosos, título que recordaba demasiado el de Cuentos breves y extraordinarios de Borges, aparecido diez años atrás. Pero eso no era todo. Cuando el libro se publicó, traía a manera de prólogo una carta del propio Borges, que comenzaba: «Mi querido amigo: «Al conocer sus Cuentos breves y maravillosos, pienso que no fue meramente accidental que Kafka escribiera La Muralla China: se repite en usted la nota de lo que con Bioy Casares llamamos las antiguas y generosas fuentes orientales. Se repite y se prueba mi idea de que el número de fábulas o de metáforas de que es capaz la imaginación de los hombres es limitado… limitado o no, lo cierto es que usted prueba a su vez que ese número no está en manera alguna agotado… mas usted le da nuevo engaste y logra con intensidad lo que otros, en más de veintitrés siglos, no lograron con extensión. Por eso yo no acepto el homenaje que me rinde al declararse mi seguidor. Si de algo es usted seguidor es de sus propios sueños…».

Las dudas envidiosas no tardaron en estallar como burbujas malsanas en el mundillo literario centroamericano, y sobraron las acusaciones de plagio de los propios textos del libro, y las de falsificación burda de la carta de presentación.
Álvaro que ya se sabe era publicista sagaz, escribió él mismo, con nombres simulados, no pocas de esas acusaciones que llegaban a los periódicos, con lo que las ventas del libro se dispararon. Nadie reparó en la nota con que, al final del libro, completaba su ardid: «Querido maestro Borges: «Mi vanidad y mi nostalgia ­me digo con sus palabras­ han armado una escena imposible. De pronto despierto de un sueño y tengo su carta en las manos, como la flor de Coleridge…».

La carta, los cuentos, la nota final, todo era parte de la misma ficción, todo era borgiano. 

En septiembre de 1999, cuando se celebró el centenario del nacimiento de Borges, Saúl Sosnowski, director del Departamento de Lenguas y Literatura de la Universidad de Maryland, organizó en Buenos Aires un seminario al que concurrimos escritores y académicos. Allí me encontré, después de décadas sin vernos, a Álvaro. Cuando tomó la palabra, hizo una detallada confesión acerca del prólogo apócrifo, a manera de un renovado homenaje a Borges y a sus formas de inventar, en las cuales la distancia entre los documentos reales y los ficticios no existe. Y en uno de los descansos de las sesiones, a la hora del café, me dijo que algo iba siempre a inquietarlo hasta la muerte, y es que ya nunca alcanzaría a saber si Borges se habría enterado del affaire centroamericano alrededor del prólogo, y si alguna vez habría llegado a tener entre sus manos sus Cuentos breves y maravillosos. Lo más probable, me dijo, abatido, es que seguramente no. Murió menos de un año después en San Salvador, el 6 de abril de 2000.

Álvaro ya no se enteró, pero Borges sí supo del affaire, y leyó el libro, tal como consta en Borges, de Adolfo Bioy Casares, el diario de este último, publicado en 2006, que reseña las conversaciones entre ambos, la bitácora de una amistad de cerca de 60 años, un impresionante volumen de 1.663 páginas, que aunque parezca mentira uno puedo leerse de una sola sentada, sin dormir ni comer, si es lo suficientemente vicioso.

En la entrada correspondiente al miércoles 11 de septiembre de 1963, Borges le dice a Bioy: «Tengo que consultarte sobre algo (…) trae un libro Cuentos breves y maravillosos, de un tal Menen Desleal, y una carta, de otra persona, guatemalteca, según creo, que le ha enviado el libro…». Luego hablan de la carta elogiosa, indudablemente apócrifa, y Borges expresa el temor de que su madre, sin consultárselo, la hubiera escrito y enviado; pero descartan la posibilidad, porque la señora nunca escribía tan largo, ni hubiera imitado el estilo de Borges.

Leen algunos de los cuentos, y uno de ellos, «Los cerdos», les parece muy gracioso. 

Borges, cuenta Bioy, no sabe qué hacer. Considera que el autor del libro es más inteligente que quien lo denuncia, pero que alguna razón tiene éste… los generosos elogios que prodiga a sus propios cuentos invalidan su carácter de obra desinteresada. Bioy lo contradice: «No podés ponerte en contra de un pobre individuo bastante inteligente, que no tiene libertad ni posibilidad de escribir sino como imagina que vos escribís…».
Y entonces, Borges, sin dar más importancia al asunto, elogia el libro, y aún la carta apócrifa.

Por fin, Borges contesta ese mismo mes al denunciante, que es el escritor Alfonso Orantes, y le dice: «Ya que el volumen consta de una serie de juegos sobre la vigilia y los sueños, queda la posibilidad de que mi carta sea uno de tales juegos y travesuras…».

Dice «mi carta». Y ha pasado a ser auténtica. Aparece incluida en El círculo secreto (prólogos y notas de Jorge Luis Borges, Emecé, Buenos Aires, 2003). Borges nunca la escribió, pero ahora la ha escrito. Es su carta.


Jorge Luis Borges: maestro de la sutileza

«¿No prefiere que subamos por la escalera, que ya está totalmente inventada?»


Fina ironía, ataques sutiles, frases demoledoras. Todo esto también forma parte del universo borgeano y de su obra informal. Aquí, una selección de algunas de sus ocurrencias y anécdotas inolvidables de un maestro de la sutileza.

Traducciones
Otra pregunta repetida es si todo lo que escribo lo hago primero en inglés y luego lo traduzco al español. Yo les digo que sí, que, por ejemplo, los versos: «Siempre el coraje es mejor, / nunca la esperanza es vana, / vaya pues esta milonga, / para Jacinto Chiclana» se ve en seguida que han sido pensados en inglés; se notan, inclusive, las vacilaciones del traductor.

Cumplidor
En 1977 Borges escribió un cuento para La Nación: «24 de agosto de 1983», donde el propio Borges se soñaba a sí mismo suicidándose en esa precisa fecha, el día en que cumplía 84 años. A medida que se acercaba la fecha de su cumpleaños, apareció mucha gente preocupada por el posible traslado de la ficción a la realidad.
Borges entonces comentó: «¿Qué hago? ¿Me comporto como un caballero y convierto en realidad esa ficción para no defraudar a esa gente? ¿O me hago el distraído y dejo pasar las cosas?»

Buenos Aires
Siempre he sentido que hay algo en Buenos Aires que me gusta. Me gusta tanto que no me gusta que les guste a otras personas. Es un amor así, celoso. Cuando yo he estado fuera del país, por ejemplo en los Estados Unidos, y alguien dijo de visitar América del Sur, le he incitado a conocer Colombia, por ejemplo, o le recomiendo Montevideo. Buenos Aires, no. Es una ciudad demasiado gris, demasiado grande, triste les digo, pero eso lo hago porque me parece que los otros no tienen derecho de que les guste.
Fragmentos extraídos del libro «Borges, sus días y su tiempo» de María E.Vázquez. Javier Vergara Editor, 1984

Estupidez 
Alicia Jurado: Usted, Borges, siempre se ha enamorado de mujeres un poco tontas.

Borges: Es que la inteligencia es siempre comprensible, pero en la estupidez hay un misterio que resulta atrayente.

Decimales
Cuando muere la madre de Borges, doña Leonor Acevedo, a los noventa y nueve años, llevaba ya tiempo tullida y postrada en la cama. Sus ayes se oían por toda la casa. Una persona sin imaginación, al darle el pésame a Borges, le dijo que era una pena que no hubiera podido llegar a los cien años. Y entonces Borges le contestó: «Me parece que usted exagera los encantos del sistema decimal».

Atenta
Borges está con otras personas en una editorial de Buenos Aires, esperando a un gerente que se había retrasado y que llega, finalmente, con media hora de tardanza. Entonces ocurre este diálogo: Gerente: Disculpen la demora, pero es que me ha sucedido un hecho extraordinario.

Borges: ¿Ah, sí? Gerente: Juzguen ustedes mismos: anoche soñé con una antigua y muy querida novia. El sueño, que se repitió una y otra vez durante toda la noche, era de lo más turbador: la imagen de mi novia giraba dentro de lo que parecía un túnel, mientras con la mano derecha saludaba como despidiéndose una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez. (El gerente tiene la frente cubierta de sudor; sus interlocutores aguardan).

Gerente: Pero ahí no acaba la cosa. Esta mañana a las siete en punto suena el teléfono y me comunican que mi ex novia, la del sueño, había muerto anoche en un accidente. ¿Comprenden? Durante toda la noche, mientras iba en busca de su muerte, mi novia se despidió de mí una y otra vez, una y otra vez, saludándome con la mano.

Y Borges, entonces, comenta: ¿Qué atenta, ¿no? (Contado por Mario Benedetti.)

Sorpresa
En el camino a Lichfield, en Escocia, alguien le dijo a Borges que allí se conservaba una pequeña capilla del siglo IX, desafectada del culto. Hacía mucho frío y había nevado toda la noche, pero Borges se obstinó en que llegaran hasta ella. Borges entró en la vetusta capillita de no más de cinco metros cuadrados y allí, en el helado silencio, recitó en alta voz el padrenuestro en anglosajón. Y al regresar al coche, explicó: «Lo hice para darle una sorpresa a Dios».

Inventos
Borges espera el ascensor en la Biblioteca Nacional. Después de un largo rato, impaciente, le dice a la persona que lo acompañaba: «¿No prefiere que subamos por la escalera, que ya está totalmente inventada?»

El amenazado
En los años setenta Borges había hecho unas declaraciones muy duras contra el peronismo y contra Evita. Y empezaron las amenazas telefónicas, que era uno de los rasgos más habituales del folclore de aquellos días. Pero pronto los llamantes anónimos se encontraron con una doble resistencia inesperada: la de doña Leonor, casi centenaria, que les respondía que no les iba a ser difícil matar a su hijo porque era ciego y no había ningún riesgo de que se defendiese, y la del propio Borges, que les facilitaba la tarea indicándoles la dirección y el piso.

Y añadía: «No se puede equivocar: en la puerta hay una placa que dice Borges. Y el que abre la puerta soy yo».

Jodernos
¿Qué tipo de Estado desearía?
Un Estado mínimo, que no se notara. Viví en Suiza cinco años y allí nadie sabía cómo se llama el presidente.

La abolición del Estado que usted propone tiene mucho que ver con el anarquismo.
Sí, exacto, con el anarquismo de Spencer, por ejemplo. Pero no sé si somos lo bastante civilizados para llegar a eso.

¿Piensa seriamente que tal Estado es factible?
Por supuesto. Eso sí, es cuestión de esperar doscientos o trescientos años.

¿Y mientras tanto?
Mientras tanto, jodernos.
(Revista Siete Días, Buenos Aires, 1973.)

Conservador
Fue en julio de 1963 cuando Borges se inscribió en el Partido Conservador: «Madre, radical de pura cepa, está un poco enfadada; piensa: el otro (Perón) es prófugo, y éste (mi hijo) es tránsfuga. Me ve como un traidor. Al fin y al cabo, los momentos de mayor grandeza que tuvo el país fueron siempre bajo gobiernos conservadores. Yo les dije: Ustedes son el único partido razonable, no son ideólogos. Y concluye: Estudio inglés antiguo, escribo versos medidos y rimados, me gustan los filmes norteamericanos, estoy inscripto en el Partido Conservador: soy un viejo de mierda, estoy perdido».
(De Borges a Bioy)

Estratagema
Luis, su sobrino (hijo de su hermana Norah y de Guillermo de Torre), anuncia su casamiento. Y entonces se resfría fuertemente y tiene que guardar cama. Borges lo comenta de este modo: «Será una estratagema para no casarse… Qué raro, elegir la inmovilidad como una forma de fuga».

Ilógico sin maldad
Borges sabía que sus declaraciones solían irritar a mucha gente, pero eso no impedía que las repitiese una y otra vez, con pocas modificaciones. Alguna vez, sin embargo, creyó necesario relativizarlas: «Me he burlado de muchas cosas y siempre sin maldad. Yo soy muy ilógico. Lo que pasa es que la gente me toma demasiado en serio».

Borges hooligan
Cierta vez me preguntaron qué cuadro prefería y yo pensé que se referían a telas o a óleos y les expliqué que como no veía bien, la pintura no me interesaba demasiado. Pero parece que se referían a cuadros de fútbol. Entonces les dije que no entendía absolutamente nada de fútbol. Ellos contestaron que ya que estábamos en ese barrio, San Juan y Boedo, yo tenía que decir que era de San Lorenzo de Almagro. Me aprendí de memoria esa contestación y cuando me preguntaban yo decía que era de San Lorenzo de Almagro. Pero pronto noté que San Lorenzo casi nunca ganaba. Entonces hablé con ellos y dijeron que eso no tenía importancia, que lo de ganar o perder era secundario ­en lo que tenían razón­ pero que San Lorenzo era el que jugaba un fútbol más «científico». Al parecer, no ganaban, pero lo hacían metódicamente.
(Contado por Emilio Gutiérrez.)

Metaforicidio
Borges me contó que en cierta ocasión, en un banco, una empleada le dijo: «Aunque conozco su saldo, lo verificaré porque no me gusta decirle una cosa por otra». Y me comentó: «Esa señorita acababa de dar muerte a la metáfora».

Miope versus ciego
Bioy: Qué incómodo esto de no ver sin anteojos.

Borges: Qué incómodo esto de no ver con anteojos.

Sabato
Qué pena, Alifano, que llega tarde; acaba de marcharse un periodista norteamericano que vino a hacerme una entrevista. Me dijo: «Usted es el segundo escritor argentino que voy a entrevistar; ayer estuve con el primero: Ernesto Sótano. Supongo que lo conoce ¿verdad?» Yo me di cuenta de quién se trataba y le respondí: «Pero claro, por supuesto, señor. Es un autor que escribe sobre túneles, tumbas y cosas así. ¡Cómo no voy a conocer a Ernesto Sótano!» (Contado por Roberto Alifano.)
Fragmentos extraídos del libro «El otro Borges» de Mario Paoletti. Emecé, 2011.

Enlazado desde:
http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/Maestro_de_la_sutileza_0_499150345.html

Norberto José Olivar: “Maracaibo es una caricatura y nosotros estamos dentro”

El jueves pasado (9 de junio) se dio a conocer el veredicto de la edición número diecisiete del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos. El texto que resultó ganador en esta contienda literaria fue Blanco nocturno (Anagrama, 2010), del escritor argentino Ricardo Piglia. Sólo un venezolano, Norberto Olivar, llegó a la instancia última de la competencia editorial con su novela Cadáver exquisito (Alfaguara, 2010).

Por Valmore Muñoz
Columnista de Código Venezuela

 

 1.- Creo que la literatura te ha tratado muy bien, lo cual significa para mí, que ella se ha sentido bien tratada por ti. ¿Qué significa ella en tu vida?

Significa contentamiento, pero no felicidad. Me justifica, pero no me indulta. Es la única manera de ser honesto. Y te enseña a vivir con la incertidumbre.

2.-  Tuviste una incursión fallida en la poesía, es algo que cuentas en el Cadáver Exquisito. Tu despecho poético lo desbocaste en un libro de cuentos llamado El Extraño Caso de Agustín Baralt. Un libro que, recuerdo bien, te trajo muchas satisfacciones. Ahora bien, ¿por qué no has vuelto sobre el cuento?

Luego de ese libro he escrito muy pocos cuentos. Ese asunto es misterioso, una vez, con toda una investigación realizada sobre la vida del poeta Ismael Urdaneta, me lancé a escribir su novela, y de pronto, sin explicación, la narración se cerró. Traté de continuar, pero fue imposible, el relato estaba concluido. La novela, entonces, se convirtió en un cuento. Años después, escribí una novela sobre Papillon que resultó un desastre, y al revisarla, años más tarde, descubrí que la introducción era un relato independiente, así que lo saqué del frustrado libro. Por lo visto, el cuento se me da de manera accidental.

3.- Te he dicho en varias oportunidades y hasta creo haberlo escrito en algún sitio que tu narrativa tiene un antes y un después, y que ese punto de quiebre lo representa Morirse es una Fiesta. Otros, quizás más enterados que yo, señalan como ese momento El Fantasma de la Caballero. En todo caso, sea una u otra, lo cierto es que a partir de esos años hay otro trato con la narrativa, ¿qué cosa procuró ese quiebre?

En el “antes”, que a mi juicio hace frontera con Morirse…, mi percepción de la narración se centraba más en la historia como proceso, en sus múltiples posibilidades, y en alejarla de la simplificación moral. El “después”, de Morirse hasta Cadáver exquisito entendí que, para mostrar mejor las contradicciones y todo lo que me interesaba, tenía que aceptar a la literatura como un padecimiento. No solo empecé a escribir un tanto distinto, sino que mi vida personal sufrió un viraje radical: renuncié a cualquier militancia política y religiosa, y todas mis prioridades personales fueron reorganizadas en función de dedicarme casi, exclusivamente, a la literatura. Mi responsabilidad es escribir, no podría justificarme de otra forma. Como Kafka, no se trata de cierta tendencia, se trata de ser literatura. A algunas personas les cuesta entender algo semejante.

4.- La aparición de El Hombre de la Atlántida por Comala.com generó cierta controversia en Maracaibo, lo cual marcó una impronta en tus primeras historias: la polémica. ¿Qué cosa recuerdas con mayor regocijo de esa época? ¿No recibiste más amenazas?

Un ex miembro de la Asamblea Constituyente Me dedicó, sino recuerdo mal, más de veinte cuartillas, entre las cuales me insultaba y me animaba a seguir escribiendo, pero eso sí, con un poco más de respeto y sentido común. Luego un ex cónsul alemán me rellenó, vía celular, por casi una hora, por otra novela corta, La guerra de Zingg. La polémica siempre está presente cuando tratas de no simplificar la realidad, cuando muestras las contradicciones humanas, y cuando construyes una cartografía de intereses que pueda explicar la realidad. En pocas palabras, cuando eres honesto (no santo) y busca la dignidad de tu texto, cierta gente no te lo perdona, bien porque son unos imbéciles o, sencillamente, unos sinvergüenzas.

5.- ¿Has pensado en reeditar alguno de tus primeros libros? Creo que hay gente interesada en leer algunas de esas obras.

Supongo que esas cosas llegarán en su momento. El único libro que he pensado para una reedición es El fantasma de la Caballero.

6.- Entiendo que los libros de Enrique Vila-Matas y Paul Auster han sido muy importantes en tu madurez como escritor. ¿Por qué? ¿Qué has visto en ellos?

La mezcla de géneros, la autoficción, la libertad absoluta con la que escriben conectadas con los viejos surrealistas, todo eso repotenció y reconfiguró mi proyecto narrativo, que no es otro que Maracaibo.

7.- Cuando hablas de renunciar a toda militancia política y religiosa no termina resultando eso una posición política y asumir otro tipo de militancia? Te lo pregunto debido a que, de alguna manera Kafka terminó siendo militante de la literatura que creía encarnada en él.

Ser militante de la literatura es hacerse literatura, Kafka ya nos dio esa lección. No puedes usar a la literatura, ella es la que te usará… Esa es la única regla.

8.- Creo que la libertad es absoluta o no es. No crees que cuando se adjetiva la libertad pierde su esencia misma?

Sospecho que nadie puede ser absolutamente libre, eso no significa renunciar a serlo, pero la literatura puede exigirte, en algún momento, abandonar algunos “principios”, algunas “convicciones”, sino lo haces, entonces te abandonará a ti. Lo que nunca te aceptará es una relación a medias.

9.- No sé si estarás de acuerdo conmigo, pero entre las palabras más manoseadas últimamente es el de libertad. Todo el mundo opina sobre ella con la misma pasión con la cercena. En el fondo, no crees que hablar y hablar y hablar de libertad es, de alguna manera, establecer un mecanismo, un dispositivo que sirva para neutralizarla? Fijarla en un discurso para luego apresarla?

Valery dice que hablamos de la libertad cuando se restringe de alguna manera, sino, pues ni cuenta te das que eres libre. Piensas en ella cuando falta. Creo que en este momento que atravesamos, hay ciertas preocupaciones sobre el ejercicio de la libertad. No se trata de que vivamos como esclavos, pero sin duda, la gente se piensa mucho lo que va a decir por miedo a perder ciertas oportunidades o beneficios. Eso ya va siendo una falta de libertad. De modo que está en los discursos actuales porque es una inquietud ciudadana, sin duda, ahora, eso no quiere decir que en la diatriba política no se exagere, de una u otra forma, según el bando, el alcance real de esta problemática. Lo triste es que el discurso político está atomizando la posibilidad de pensar, con seriedad y profundidad, en la libertad. Todo se reduce a la opinión y al protocolo electoral.

10.- ¿Qué autores venezolanos te han causado favorable impacto? Por supuesto, no sólo me refiero en esta pregunta a los autores y autoras actuales.

Mira, Francisco Massiani, Eduardo Liendo, nos enseñan la importancia del humor y la nostalgia en sus trabajos, Victoria de Stefano nos vuelca en la intimidad, nos sumerge en el pensamiento, en la metaliteratura, Adriano González León, Ana Teresa Torres, nos llevan a una visión más política, más social, más cultural. Es difícil precisar, porque son autores que están trabajando sobre una cotidianidad compartida, de modo, que tú padeces el mundo que ellos describen. La literatura venezolana no te influye, somos parte de ella, por eso es más complicado mirarla.

11.- Has resaltado a Francisco Massiani y eso me recuerda que es un autor de culto entre las nuevas promociones de escritores. He sostenido en algunos escenarios que es indispensable si queremos comprender el rescate de lo anecdótico, del pequeño relato dentro de la narrativa actual venezolana. Leíste seguramente Piedra de Mar. ¿Qué puedes contar sobre esa experiencia?

Piedra de mar es un recuerdo sentimental. Se lo leí a mi novia y, además, fue el primer libro que compré por decisión propia, no porque lo llevara mi padre. Me veo leyéndolo en el primer piso de la litera de mi cuarto, y recuerdo como fui retardando el final porque me daba mucha tristeza acabarlo. Cuando terminé esa lectura, me senté a escribir un relato, en el mismo estilo, que llamé Pepa e’ Zamuro, mis amigos se rieron mucho con aquello, pero luego lo quemé. Y no pidas copia porque fue mecanografiado en una Olivetti portátil.

12.- Recuerdas algún encuentro en particular con Hesnor Rivera?

Yo jamás tuve ningún encuentro con Hesnor Rivera. Lo miré siempre de lejos, con cierto rencor. Acaso un saludo obligado por la cortesía, pero él no sabía que yo era una de sus víctimas…

13.- Para escribir Cadáver Exquisito me dejaste por un tiempo prolongado sin mis libros de Hesnor Rivera. Entrar en su mundo poético no para disfrutarlo sino para construir otro mundo, en este caso, narrativo ¿qué significó para ti?

Primero aclaremos que muchos de esos libros eran míos. Tu biblioteca no resistiría una auditoría, pero bueno, igual me los “prestas”. Y para responderte, diría que Hesnor retoma a Maracaibo, pero de una manera diferente a Udón Pérez, que es el canto ditirámbico y obtuso. Hesnor busca la belleza de la ciudad en lo subjetivo, en la marginalidad, en la decadencia, en la oscuridad de una ciudad condenada por el sol. La belleza y la felicidad como algo efímero, y, acaso, encarnado en la mujer. Eso me conectó con él, con sus pesadillas, con sus miserias, y cuando conocí con más detalle su biografía, pues la seducción fue total. Me habría gustado ser Hesnor Rivera, porque vivió la literatura, y bueno, se dio al odio de una manera muy simpática. Todos los odiaban y lo amaban. Tuve la suerte de ir a París el año pasado y me hice un Hesnor-Tour, llegué hasta la casa de Breton y al bar donde aguardó Hesnor por aquel fugaz encuentro. No te imaginas lo extraño que me sentí pisando esos lugares.

14.- Qué te resultó más atractivo del Hesnor Rivera personaje y del Hesnor Rivera poeta? Naturalmente, esto en caso de que puedan verse por separado.

Para mí es una misma cosa. Indivisible.

15.- ¿Cómo percibes el movimiento editorial en Venezuela actualmente?

A pesar de los problemas, veo ganas, nuevos proyectos independientes y mucho entusiasmo en los lectores.

16.- He visto que has recibido mucho apoyo en Caracas. Cuando tu nombre apareció entre los 12 finalistas del Rómulo Gallegos, casi inmediatamente hubo una reacción en cadena por diversas redes sociales. Sin embargo, no distinguí lo mismo en Maracaibo. Obviamente, uno no debería ser profeta en ninguna parte, puesto que siempre terminan mal, pero, ¿por qué Maracaibo trata tan mal a sus hijos? Bueno, no digamos mal, ¿por qué Maracaibo no trata a sus hijos?

Maracaibo es frustrante, pero es nuestro espacio. Sin embargo, siento que mi trabajo empieza a calar, sobre todo, entre los jóvenes. He logrado que unos pocos vean la ciudad y la historia local desde una perspectiva diferente, eso puede traer cambios a futuro, pero, en todo caso, es un asunto lento, no hay que desesperarse. No se trata de reconocimiento personal, sino de sembrar ideas diferentes que puedan reordenar nuestra historia y nuestra literatura. Maracaibo más que metrópolis es una caricatura. Y nosotros estamos dentro.

17.- Cuando hablas y escribes de Maracaibo lo haces casi en el mismo tono inconforme del propio Hesnor cuando éste busca, de alguna manera, ocultarla tras las metáforas de su poesía, ¿será que es allí donde se opera un cierto encuentro con él?

La ciudad, la literatura, mueven sus peones, quiero creer que junto a Hesnor, soy uno más. En todo caso, la metáfora nos salva de crímenes más horrendos…

Enlazado desde:

http://www.codigovenezuela.com/2011/06/cultura-y-espectaculos/norberto-jose-olivar-maracaibo-es-una-caricatura-y-nosotros-estamos-dentro

Entrevista inédita

Carlos Monsiváis

Por Alfonso Quiñones 

Carlos Monsiváis escritor, poeta, ensayista y cronista mexicano (4 de mayo de 1938-19 de junio 2010).

Era tan famoso como lo fue María Félix. Era tan público como Cantinflas. Carlos Monsiváis era tan respetado como quizás solo Carlos Monsiváis. En él veía el mexicano de a pie reflejada su verdad. Fue el gran cronista de México del siglo XX y la primera década del siglo XXI.

“¡Viva Monsi!” gritaron el domingo sus anónimos seguidores, miles de mexicanos que se agolparon en el lugar donde velaban los restos de quien fue llamado “la conciencia crítica de México”.

La entrevista que reproducimos a continuación, fue brindada por el escritor el 18 de abril del 2009 para el programa de televisión “Mundos Paralelos”, durante su visita a Santiago de los Caballeros, adonde viajó para participar en el III Congreso Internacional Música e Identidad Cultural del Caribe, dedicado al Bolero y donde ofreció una conferencia verdaderamente magistral con la que inauguró el evento.

P. Maestro, ¿qué papel ha jugado la música en su vida?

R. Si no el primordial, uno de los primordiales. El primordial ha sido, desde luego, la literatura. La palabra que, en algunos momentos es música verbal. Y el cine. No practico la música, ni hago cine, pero no podría vivir sin ninguna de esas dos instancias.

P. Dentro de sus gustos musicales, ¿qué escalón ha tenido el bolero?

R. El bolero, si quiero ser sintético, es mi autobiografía repetitiva. Una y otra vez vuelvo a unos cuantos boleros, porque ahí identifico la dicha, la desdicha, el placer de saber que -pese a todo- he podido tener una vida emotiva, emocional.

Esto no se relaciona con la verdad. La verdad está en otra parte. Se relaciona con la gana de crear una verdad a través de las melodías y las letras. Se relaciona con el placer de sentirse inesperadamente vivo, recordando una relación importante. No de quién se trataba, pues eso es parte de otro problema y la mayor parte de las veces los nombres no vienen a la memoria.

Pero sí el hecho de que era importante y de que la vida emocional es definitiva. Así uno se quede con esas maravillosas briznas de la vida emocional que son los boleros o las canciones rancheras o las sinfonías o lo que uno quiera.

P. El machismo, que es algo que trae en el ADN el latinoamericano, y con especial énfasis los caribeños, y los mexicanos -que ahora Ud. se enteró que México también forma parte del Caribe…

R. Me enteré aquí que México es también parte del Caribe… Siempre había sospechado que el Zócalo era una playa (risas).

P. Pues ese machismo juega un papel preponderante, protagónico en el bolero. En estos tiempos, pues, del feminismo, ¿ha encontrado Ud. algún bolero que forme parte de esa nueva realidad?

R. Sí, el contra-machismo, que estaba ya en el repertorio de una gran bolerista, Chelo Silva, y que ahora en México ha potenciado Paquita la del Barrio, cuando dice: “tres veces te engañé, tres veces te engañé, tres veces te engañé/ la primera por coraje, la segunda por capricho, la tercera por placer…” es la mujer que reivindica el derecho a hacer lo que le da la gana. Lo que desde luego está muy bien. O “El cheque en blanco”, que termina diciéndole al miserable: “donde dice desprecio, debe decir tu precio/ y va firmado por mí”. Todo esto es ya la eliminación de lo que había, desde luego ya no demasiado poderoso del machismo en el bolero. El machismo donde se refugia es en la canción ranchera. En el bolero mucho menos.

P. Sin embargo, está ese bolero de los 50, que se tocaba en lo que ustedes llaman la sinforola, que en Cuba llaman victrola, y vellonera en la República Dominicana, que tilda a la mujer de cruel, de mala, y que le endilga una cantidad de epítetos a la mujer, que quizás alguna se lo merecía, ¿no? Porque tal vez n o se hicieron por gusto…

R. Por mercado también… Pero son anteriores, la mayoría son de los años 30 y algo de los 40. “Por qué te hizo el destino pecadora/ si no sabes vender el corazón/ porque pretende odiarte quien te adora,/ por qué vuelve a quererte quien te odió″… Eso depende de la necesidad de endiosar una forma de conducta que resulta a todas luces atractiva, fascinante, y que desde luego debe ser enmarcada por el pecado por el castigo divino. Pero todo es mercadotecnia también, desde entonces.

P. Como lo hay en todo. La vida nuestra del siglo XX y lo que va del XXI está signada por la mercadotecnia.

R. Si, luego llega uno a sospechar que la repartición de la semana en el Génesis, se debió a la necesidad de darle al domingo un tipo de relación mercantil distinta. Porque si descansó, tiene que hacer algo. Y entonces vienen los productos de fin de semana.

P. ¿Cuáles son los boleros preferidos de Carlos Monsiváis?

R. Depende del día, depende del sentimiento. Desde luego, “Verdad amarga”, de Consuelo Velásquez; desde luego “Cenizas”, de Walo Rivas; desde luego, “Tú me acostumbraste”, de Frank Domínguez, pero en la versión de Olga Guillot; desde luego “Noche de Ronda”, de Agustín Lara.

Todos marcan esa relación dramática con la noche. Esa relación dramática con lo que pudo haber sido y no fue. Y todo marcan también -aunque uno sepa- que lo percibido y experimentado es ficción. Pero si uno va a vivir todo el tiempo en la verdad entonces no tiene tiempo ya de retroceder. Sin embargo, el psicodrama se facilita.

P. ¿Se considera Ud. un hombre solitario?

R. Desdichadamente no. Me considero una persona populosa -para emplear el adjetivo de Borges- inmersa en los ritos de la soledad, cuando quiero imaginarme que soy distinto.

P. ¿Es pues un noctámbulo empedernido?

R. Era, porque la seguridad de la Ciudad de México no se presta para andar de noche. Si uno puede llegar en un tanque a un lugar nocturno, sí. Y yo no sé manejar tanques.

“El papel primordial lo ha jugado en mi vida la literatura. La palabra que en algunos momentos es música verbal”.

Enlazado desde:

http://aquinones.diariolibre.com/?p=155


El piano

 

RICARDO PIGLIA © | Anotaciones sobre la intervención militar y el riesgo atómico, que hace semanas han sustituido a las noticias locales; sobre supersticiones y cultura académica norteamericana, y sobre la que fue, quizá, la última tormenta de nieve del invierno.


 Lunes

Después del terremoto y el tsunami en Japón ella solo lee a Kawabata, como un rabino leería la Torá en tiempos de crisis. En su caso no es para pedir compasión sino para sentirse de ese modo personalmente afectada. Estoy afectada, dice, y reflexiona sobre el sentido de la expresión. Piensa que la palabra define las afecciones -y los afectos- de una experiencia verdadera. Cierto que también la usa para descartar a los escritores que le parecen afectados. Por ejemplo ¡El insufrible Murakami!,dice. ¡Espantoso! Se ha ido el viernes a Nueva York, muy preocupada por la crisis de las centrales nucleares, y desde entonces estoy solo en casa.

 Me despierto temprano y salgo a tomar el desayuno en el pueblo. El día está claro y frío, una de esas luminosas mañanas de invierno del hemisferio norte. Doy vueltas por el centro, compro los diarios en el quiosco de Palmer Square y por fin entro en el café Small World.

 Pido un expreso doble, un donut y un jugo de naranja. En las mesas cercanas, las chicas y los muchachos toman agua mineral o té verde, concentrados en sus notebooks, sus iPod, sus BlackBerry, los auriculares puestos, aislados en sus cápsulas espaciales pero ligados a las realidades exteriores por el teléfono celular. En el New York Times hace dos días que los reactores de Fukushima han desplazado a la intervención militar en Libia y a los conflictos del Medio Oriente. A la vez en estos días la intervención militar y el riesgo atómico han sustituido a las noticias locales.

 Como siempre los actos de control y de agresión se hacen en defensa de los controlados y agredidos. Si uno habla por teléfono con alguna repartición pública aparece una voz mecánica que anuncia: Por su seguridad esta conversación está siendo grabada. En este caso la CIA ha decidido bombardear a la población civil “para proteger a la población civil”.

Cuando estoy leyendo la sección de deportes, suena mi celular. Es ella, está en Park Avenue y la calle 50. Siempre necesita localizarse antes de hablar. Estoy justo frente a la casa de discos donde estuvimos el otro día, me dice. Ella y sus amigas han formado una especie de brigada de Agit Prop y participan en rondas y marchas de protesta ante la embajada japonesa. Van a contaminar los océanos, me dice, subrayando el plural. La radiación viene por el mar. ¡No comas pescado de ninguna manera! Quiere que nos vayamos a vivir a Berlín porque los verdes tienen poder en Alemania y se puede luchar contra la destrucción de la naturaleza.

 Jueves

Hace años que doy vueltas con la idea de hacer una historia de la pintura a partir de los títulos de los cuadros. Una serie de larguísima duración. A veces son un relato; a veces parecen la línea perdida de un poema. El sumo sacerdote Coreso sacrifica su vida para salvar a Calirroe de Fragonard. Luxe, calme et volupté de Matisse. Algunos muestran la incertidumbre de la representación Light, Earth and Blue de Rothko que puede ser visto como Luz, Tierra y Cielo o como Claro, Marrón y Azul. Otros son muy precisos: Vista de Delft de Vermeer, Treinta y seis vistas del monte Fuji de Hokusai.

Los nombres mejoran a medida que los cuadros dejan de ser figurativos. Impression Soleil Levant (1872) de Monet es un título fundador (del impresionismo). Y lo mismo podríamos decir del extraordinario Cuadro blanco sobre fondo blanco de Malevich. O de Juzgue el duchampiano título de Xul Solar. Como son descriptivos tienden a ser enigmáticos porque la imagen que representan no es fácil de nombrar. Por eso muchos pintores han terminado por trabajar con el grado cero de la descripción, como Pollock con su Number 32, 1950.

La clave desde luego es que el título depende del cuadro; en un sentido lo describe, en todo caso lo nombra. La tensión entre mostrar (showing) y decir (telling), sobre la que Henry James fundaba su teoría de la novela, define la tensión entre la palabra y la imagen.

Define un particular uso del lenguaje: lo que se nombra, está ahí. (En la literatura lo que se nombra ya no está). Algo se fija en el lenguaje, mejor sería decir, el lenguaje se fija en una imagen. Depende de ella, aunque la desmienta, como en el célebre Esto no es un pipa de Magritte. Describir aquello de lo que trata la obra no es decir lo que significa y lo que significa no depende del título.

La fotografía en cambio parece necesitar del lenguaje para significar. Todo es tan visible que hace falta lo que Jean-Marie Schaeffer en su libro sobre la fotografía llama el saber lateral, es decir, ciertas informaciones que no surgen de la propia imagen. Como los sueños, la foto necesita del lenguaje para encontrar su sentido. Digamos que necesita un título. Mejor sería decir (freudianamente) el título de la foto es su interpretación.

Vivimos en una cultura donde la interpretación define las imágenes. La hiper explicación es la marca de la cultura actual, circula por los medios, en los blogs, en el facebook, en los twitter: todo debe ser aclarado. Las series en EE UU, Lost, The Corner, se interpretan y se discuten casi en el momento mismo en que se emiten los capítulos, los receptores tienen un conocimiento completo de lo que están por ver.

Lo mismo ha sucedido siempre en el fútbol, gran espectáculo narrativo de masas, el relato de los partidos está acompañado por un análisis muy sofisticado, que explica las tácticas y el sentido de juego. Se narra y se interpreta al mismo tiempo.

 Martes

Doy una conferencia en la Universidad de Pensilvania sobre el escritor como crítico. Después cenamos con Roger Chartier, Antonio Feros, Luis Moreno-Caballud y otros amigos en el restaurant White Dog. En esta casa vivió Madame Blavatsky, fundadora de la Sociedad Teosófica; según dicen, el piano del salón principal a veces toca solo en la noche. Conversación muy divertida sobre supersticiones y cultura académica norteamericana. Paso la noche en Filadelfia y a la mañana antes de volver a Princeton, alcanzo a ver la exposición de Roberto Capucci en el museo. Una muestra extraordinaria. Alumbrados con luz blanca en la penumbra de una galería circular los vestidos y las esculturas de tela parecen mujeres mutantes de un mundo paralelo. Habría que agregar estas figuras femeninas sin cuerpo a la historia de la representación de la mujer que John Berger reconstruyó admirablemente en su serie de televisión Modos de ver. Capucci diseñó los vestidos de Silvana Mangano en la película Teorema de Pasolini.

La crítica literaria es la más afectada por la situación actual de la literatura. Ha desaparecido del mapa. En sus mejores momentos -en Iuri Tinianov, en Franco Fortini o en Edmund Wilson- fue una referencia en la discusión pública sobre la construcción del sentido en una comunidad. No queda nada de esa tradición. Los mejores -y más influyentes- lectores actuales son historiadores, como Carlo Ginzburg, Robert Darnton, François Hartog o Roger Chartier. La lectura de los textos pasó a ser asunto del pasado o del estudio del pasado.

Miércoles

Ella me está esperando en Princeton Junction y, de vuelta a casa, paramos en Home Depot. Es una especie de enorme ferretería con instrumentos, aparatos y maquinarias cubriendo el espacio como si fueran las piezas de un interminable taller desarmado. No hay clientes, ni empleados, está vacío. Es la crisis dice ella. Caminamos por los pasillos numerados entre grandes objetos rojos y taladros mecánicos. Tengo la sensación de estar todavía en el museo de Filadelfia. Un museo masculino, ironiza ella. Es la fantasía del galpón de herramientas de las casas antiguas, dice, pero ampliado hasta el delirio. Las cajas registradoras están cerradas y enfundadas. Al costado, una muchacha atiende el único mostrador en funcionamiento. Nadie hace cola porque no hay nadie. Compro una pala para la nieve, un par de guantes de lona y una pinza (para abrir y cerrar las ventanas). Se anuncia una tormenta de nieve, la última del invierno, quizá. | © Babelia

Enlazado desde:

http://www.elpais.com/articulo/portada/piano/elpepuculbab/20110423elpbabpor_59/Tes

PALABRAS SOBRE PALABRAS
LETRAS

El prólogo ausente y la firma olvidada

Por: Francisco Javier Pérez

 EL NACIONAL – Lunes 25 de Abril de 2011.


Desde que Gérard Genette demostrara la sustantividad de los umbrales, de todo aquello que los circundan, los libros han comenzado a entenderse de muy diversa manera. Concretamente, los prólogos constituyen algunos de los más determinantes umbrales del libro y algunos forman parte tan sustantiva de las obras que presentan que no puede concebirse en adelante tal libro sin su respectivo escrito preliminar, tan libro como el libro mismo. 

Antes que el gran Genette la verdad de este principio había sido sobradamente entendida. 

Con beneplácito, el lector venezolano de hoy ha visto volver a nuestras librerías algunas obras capitales de la literatura nacional. Cada generación, se sabe, necesita de sus propias ediciones de sus clásicos o de sus escritores emblema, pues ellos son los que permiten los rumbos y los virajes y los que hacen posible progresar sobre lo andado o sobre lo no transitado. La referencia recae en algunos de los productos de las ediciones El Perro y la Rana, poco aceptadas y queridas sólo por buena parte del público lector venezolano (y no me refiero a masas de lectores de las que descreo y que no sé si existan en nuestro país; un lamento largamente ensayado), muy a pesar de los esfuerzos que se hacen y de los intereses que se interponen. 

En particular, la motivación se abre camino en la evaluación de las nuevas ediciones de las novelas La guaricha de Julián Padrón (en la biblioteca dedicada a este autor y que reúne esta obra con cuatro títulos más) y de Nochebuena negra de Juan Pablo Sojo (en la Colección Páginas Venezolanas). Respectivamente, en las apariciones recientes y muy dignas de estas dos cumbres literarias por la mencionada editorial notamos que en una no se incluyó el imprescindible prólogo escrito por Mariano Picón-Salas y, en la otra, el hermoso texto prologal quedó sin la firma del maestro Liscano y como una producción del acaso escriturario (se reprodujo el texto del poeta como si hubiera sido obra del editor o de nadie en particular).

Si el olvido de la noble firma de Liscano podemos entenderlo como un descuido, la ausencia de la magistral pieza de Picón-Salas la sentimos como una falta deliberada. Quizá, se pensaría que si la obra iba a tener otro prólogo ya no era necesario dejar el original y se procedió a suplantarlo.

Pudo, por qué no, ser también un descuido editorial. 

En cualquier caso, la verdad es que se ha privado al lector de hoy de una hermosa página crítica, escrita desde el conocimiento y el cariño personal hacia el autor y, sin duda, el primer homenaje que se le rinde a Padrón a escasos dos años de su fallecimiento. 

Picón-Salas señala la escritura metafórica de la narración, la ubica en el estadio sublime de la última escritura de la tierra, califica el desarrollo del arte de contar en este autor (cree que Madrugada es su obra más acabada), revela el papel histórico de la primera realización (justamente la que prologa), relata el lado humano del escritor y formula la tesis sobre la «discontinuidad psíquica» de nuestro modo de ser y que Padrón había manifestado comprender en sus desarrollos novelísticos El editor es un custodio amoroso. Respetar lo escrito, su rasgo más noble. 

Reeditar reduplica el amor y potencia el respeto.

Enlazado desde:

http://impresodigital.el-nacional.com/ediciones/2011/04/25/default.asp?cfg=1955FDL1541&iu=6329



Salvador Elizondo

Por: Marcial Fernández

El Economista (México), 27 de marzo de 2011.

Para mediados de los años 80 Salvador Elizondo (Ciudad de México, 1932-2006) ya había publicado Farabeuf, o la crónica de un instante, por la que ganó en 1965 el Premio Xavier Villarrutia (galardón de escritores para escritores, obtenido por Rulfo, Paz, Vicens, Azar, Castellanos, Garro, Arreola y Aridjis hasta entonces), además de libros de novela, cuento, poesía, ensayo breve y crítica de cine, lo que lo convertía en uno de los profesores más buscados en la Facultad de Filosofía y Letras, en donde estaba a cargo de una asignatura en la que, desde el primer día de clases, sacaba a los oyentes del salón para que pudieran asistir a tomar la materia sólo los alumnos inscritos.

Elizondo era un erudito en diversos temas que confluían, por necesidad, en el acto escritural. No le permitía a los alumnos hacer apuntes y era cruel con quienes preguntaban estupideces o lugares comunes, interrumpiendo de esa manera la cátedra. Para él la literatura iniciaba con la metáfora homérica del mar color vino y concluía con Ulises de James Joyce. Le fascinaba, sin embargo, la poesía, la escritura china, la pintura, la tauromaquia, la proporción áurea del universo, la observación de la condición humana y los procesos alquímicos para transformar el tedio de la cotidianeidad en instantes placenteros y eternos.

El examen final de su curso era un ensayo breve que los alumnos tenían que hacer sobre alguno de los temas tratados en clase, y llevárselo a su casa de Coyoacán. Recuerdo que yo escribí algo sobre el temple del torero y cumplí con el rito de ir a entregar el trabajo con la esperanza de que Elizondo me recibiera.

Toqué la campana del portón, una voz extraña me contestó y, al cabo de unos segundos, la ayudante doméstica salió a la entrada a recibir mis cuatro o cinco páginas, despidiéndome en el acto. Decepcionado, di media vuelta a rumiar en otro lugar mi desencanto cuando, tras caminar media cuadra, la muchacha me alcanzó para decirme que el profesor deseaba hablar conmigo. Regresé y el maestro me esperaba en una pequeña terraza, invitándome:

-Gusta una cerveza.

Acepté complacido. Hablamos entonces de toros y de su preferencia por el toreo de Manolo Martínez; me enseñó un par de axolotes o perros de agua que cuidaba en una pecera, explicándome el por qué eran considerados un elixir de la eterna juventud; me percaté que estaba frente a una de las personas más inteligentes y refinadas que he conocido y, al sabernos con gustos afines, me obsequió su amistad.

Mis visitas a su casa se multiplicaron y nunca dejó de sorprenderme o asombrarse con su genialidad; como yo trabajaba en esos años de cronista taurino en un periódico, empezó a acompañarme a algunas corridas de la Plaza México o bien, a las novilladas del Restaurante Arroyo; incluso alguna vez pergeñamos al alimón un artículo de crítica taurómaca, pues él había escrito de toros con el pseudónimo de Matajaca, nombre que tomó de un cornúpeta de la ganadería de Tepeyahualco que, en 1907, en una arena que se ubicaba en la Calzada de la Piedad, acabó con la vida del matador trianero Antonio Montes, un diestro al que la tragedia lo acompañó en vida e, incluso, cuando ya era cadáver.

Así, aunque fui privilegiado por la amistad de Salvador Elizondo, nunca me atreví a tutearlo, a pedirle un autógrafo o tomarnos un retrato.

En sus últimos años de vida dejé de frecuentarlo, pues no le gustaba que lo viera enfermo. Mañana martes se cumplen cinco años de su partida física.

Salvador Elizondo

Nació en Ciudad de México el 19 de diciembre de 1932 y murió el 29 de marzo de 2006. Escritor, traductor y crítico. Fue considerado el escritor más original y vanguardista de la generación de los años 60 en México.

Elizondo cursó estudios de artes plásticas en la Ciudad de México y de literatura en las universidades de Ottawa, Cambridge, La Sorbona, Perugia y la UNAM. Fue fundador de las revistas SNOB Nuevo Cine, y colaborador de las revistas VueltaPlural Siempre, entre otras.

En 1965 recibió el premio Xavier Villaurrutia por su novela Farabeuf o la crónica de un instante y en 1990 recibió el Premio Nacional de Literatura. Fue becario fundador en El Colegio de México, en donde cursó estudios de lengua china. También fue catedrático de la UNAM y becario de la Fundación Ford para cursar estudios en Nueva York y en San Francisco. Igualmente, fue becario del Centro Mexicano de Escritores y de la Fundación Guggenheim.

Salvador Elizondo es el segundo escritor mexicano después de Octavio Paz en haber recibido a su muerte un homenaje de cuerpo presente en el Palacio de Bellas Artes.

Entre sus obras se encuentran: Poemas (1960), Luchino Visconti (1963), Narda o el verano (1966), Autobiografía (1966), El hipogeo secreto (1968), Cuaderno de escritura (1969), El retrato de Zoe (1969), El grafógrafo (1972), Contextos (1973), Museo poético (1974), Antología personal (1974), Miscast (1981), Camera lucida (1983), La luz que regresa (1984), Elsinore: un cuaderno (1988), Estanquillo (1992), Teoría del infierno (1993), y Pasado anterior.

Enlazado desde:
http://eleconomista.com.mx/entretenimiento/2011/03/27/salvador-elizondo

Entrevista a Tomás Eloy Martínez:
Literatura, vida y mujeres

 

A continuación publicamos esta conversación entre Tomás Eloy Martínez y Boris Muñoz llevada acabo en el año 2002, donde se evidencia la profunda pasión que tenía el recientemente fallecido narrador y periodista sureño por el arte de narrar historias.

Por Boris Muñoz | 31 de Enero, 2011

Tomás Eloy Martínez: “Los poderosos soportan la traición, pero no perdonan el abandono”

New Brunswick

La calle en la que vive Tomás Eloy Martínez, en Highland Park, es un apacible paseo, flanqueado por árboles bajos, que justo ahora comienzan a retoñar, y una monótona sucesión de casitas de dos plantas, con jardines de inofensivos setos y un par de autos estacionados frente a la cochera. Martínez abre la puerta, después de escuchar el timbre, y con la amabilidad de siempre me invita a pasar.

“¿Un vaso de agua? ¿Un café?”. Su rostro oculta mal el trasnocho que ha padecido desde que, hace 12 días, ganara el premio Alfaguara de Novela por El vuelo de la reina, obra que desde ya es motivo de especulación en los círculos literarios y de gran expectativa entre los devotos seguidores de sus fabulaciones. Ha sido una semana de poco dormir.

Incluso anoche, cuando regresaba a casa desde Nueva York, su auto se averió en plena vía rápida de la autopista y tuvo que esperar por una grúa hasta las tres de la madrugada, con la única compañía de la estación de música clásica de The New York Times en el estéreo. Al día siguiente del premio tomó un avión rumbo a Buenos Aires, para asistir a la boda de su hijo Blas, y como es predecible, no hubo un instante en que no fuera objeto de entrevistas y agasajos.

“Lo que más me sorprendió es que en los restaurantes no me querían cobrar”, me dijo con auténtico candor. No sería exagerado decir que el país entero celebró el premio como si se tratara de un bálsamo para una nación que sólo ha recibido golpes y aflicciones en los últimos meses. “Deja el suéter allí, porque te vas a asar con la caminata”, dice mirando hacia la modesta sala de muebles blancos que se encuentra al cruzar la puerta.

Enseguida estamos en la calle de nuevo, caminando hacia el parque Donaldson, donde Martínez camina 40 minutos diariamente. Viste ligero suéter gris oscuro de lana merino, jeans y unos zapatos Nike Air negros con válvula de aire, que compró el pasado diciembre en la tienda Nordstrom y que desde entonces son sus favoritos. Mientras caminamos va contándome los acontecimientos de los últimos días, en un estilo de conversación que siempre se eleva sobre el caos para hacer de lo simplemente rutinario un boceto literario.

“Desconocía quiénes integraban el jurado del premio. El fallo se sabría el domingo 4 de marzo a las 11 de la mañana de aquí, que eran las cuatro de la tarde en Madrid. Mi agente me había aconsejado que sí a mediodía no había escuchado nada, no me hiciera muchas ilusiones”.

A las cuatro, Martínez ya había dejado de pensar en el asunto y se encontraba con Solana, su hija menor, en el Riamar, un restaurante portugués de South River, donde le presentaron dos langostas vivas que en pocos minutos regresarían listas para comer con mantequilla.

“Festejamos que había perdido el Alfaguara y Solana estaba contenta porque yo no tendría que viajar”, me dijo. Así que la llamada de Jorge Semprún, a las siete de la mañana del día siguiente, lo agarró por sorpresa. “No hubo discusión en cuanto a quién era el ganador”, fueron las palabras definitivas del presidente del jurado al otro lado del Atlántico.

Media hora más tarde, cuando la llevaba a la escuela, Martínez le dijo a su hija: “¿Sabes qué, Solana? Tu papá se ganó el premio Alfaguara”, dejó caer las palabras y guardó silencio. “Ay, papá… ¿y ahora qué va a ser de nosotros?”.

Literatura y novela

Al conversar sobre literatura, Tomás Eloy Martínez adopta el aire casual, casi desafectado, de quien se sumerge en aguas tonificantes. Su biblioteca tiene miles de volúmenes que, a juzgar por los dobleces en ciertas páginas y las frases subrayadas, han sido devorados de principio a fin; pero a pesar de su enciclopédica cultura literaria, de su encantadora inteligencia, pocas veces deja traslucir una nota de arrogancia.

Pero no hay que engañarse: elige con todo cuidado los adjetivos para referirse a otras obras y escritores, y puede desmontar cualquier argumento con un par de precisiones que más bien parecen notas al pie de página inspiradas por Borges. Su memoria es bárbara y, por lo tanto, es también digresiva y anecdótica en extremo.

Puede evocar un episodio de sus primeros días de periodista en La Gaceta de Tucumán con la misma rapidez que el último mensaje en su correo electrónico o la trama de los tres libros que está leyendo. Pero esta capacidad de recuerdo es tan prodigiosa como peligrosa. Igual que ha coleccionado libros, autores y películas, tiene grabados chismes e historias privadas que resurgen frescas como si estuvieran ocurriendo, pues cuando recuerda algo parece activarse en él una cascada de imágenes simultáneas que involucran todos los sentidos.

De este modo, aparecen no sólo los personajes y las palabras, sino también los colores, sabores y olores que sirven de escenario y ambiente para su relato. Sin embargo, al hablar de su propia obra adopta una actitud exageradamente humilde. Por ejemplo, al preguntarle qué piensa hoy de los libros que ha escrito y qué conclusión ha sacado del premio…

“Esta tarde estaba pensando precisamente en eso. Lo único que puedo concluir de mis novelas es que todas nacen muertas”. Como es tan difícil creerle y puede ser que se trate de una teoría instantánea inventada para impresionar, le pido que argumente su respuesta: “Uno sabe cuándo la narración no funciona. Cuándo es plana y fastidiosa.

Por ejemplo, escribí tres versiones de La novela de Perón. La primera se situaba enteramente en Caracas y relataba la conspiración que montó Frondizi para matar allí a Perón. Esa versión no cuajaba por nada del mundo. Pero la terminé por disciplina, como hago con todos mis libros y la guardé sin quemarla, aunque consciente de que era mala. Inicié una segunda versión que transcurría en Madrid y aludía a una pelea entre Perón y los Montoneros. Tampoco era armónica. Cuando trabajaba en Radio Caracas Televisión, hubo un mes en el que no tuve prácticamente nada que hacer, y en ese mes saqué la versión definitiva. Esa vez sí había encontrado la arquitectura, que es la combinación de tono y estructura, indispensable para que una novela funcione. El escenario era Ezeiza y allí mostraba el regreso de un viejo decrépito a un país que era una caldera hirviente”.

Martínez pasa revista a sus novelas condenadas a la gaveta, hasta detenerse en Mujer de la vida. Luego de varios intentos frustrados, finalmente aceptó que no podía publicarla. “Nació chueca”, dice sin amargura. Sin embargo, la historia, tal como él la resume, es fascinante: “Se trata de la vida de una madame judía que regía un burdel en Buenos Aires, entre 1910 y 1930. Resulta que en esa época, falsos rabinos de la secta Zwi-Migdal se iban a Europa del Este a buscar jovencitas que llevaban a Buenos Aires engañadas con un matrimonio de mentira, para luego esclavizarlas como prostitutas. Una verdadera trata de blancas. Muchos años después, una enfermera también judía llega a cuidar a esta madame moribunda…”.

Mujer de la vida es sin duda un hito doloroso, uno de esos clavos que no salen con otro clavo. A pesar de la ligereza con que parece asumir su fracaso, Martínez se pasó un mes en cama recuperándose de la depresión.

-No puedo creerlo -acoté con escepticismo.

-No me has visto. Cuando estoy mal, me escondo. Susana me llevaba la comida a la cama y sólo me levantaba para sentarme en el sofá a ver televisión. Esa tendencia a rescribir incansablemente se ha mantenido desde entonces con resultados felices e infelices.

-Cuando concluí la primera versión de Santa Evita, se la di a leer a Asa Zatz, quien realizó la primera traducción al inglés de La novela de Perón, publicada por Pantheon en 1988. Asa me dijo algo que nunca olvidaré, por lo mucho que me sirvió: “¿Qué pasó, Tomás Eloy? ¿Te has olvidado de cómo escribir?” Pero quizá se trate solo de la Ley de Ensayo y Error que todo creador debe hacer suya para no entregarse a los formulismos. Con El vuelo de la reina se repitió el método, aunque de modo más dramático.

Martínez inició una primera versión en 1997 y una segunda dos años más tarde. La heroína de ambas versiones, una brillante escritora menopáusica que en medio del vértigo hormonal sufre de súbitos ataques de apetito sexual. Pero si la primera versión se ubica predominantemente en el ambiente doméstico de Buenos Aires, la segunda se desliza por el aburrido mundo diplomático de Andorra, adonde el marido de la brillante menopáusica -escritor de mucho éxito- ha ido a parar como cónsul. Claro que nada de esto sobrevivió en el libro ganador del Alfaguara.

A Martínez se le moría otra novela en las manos. “Era un engranaje vacío y grave”, dice de lo que había escrito. Para colmo, a cinco años del éxito de Santa Evita -una hazaña que ha sido traducida a 27 lenguas-, los editores comenzaban a impacientarse.

En medio de la desesperación del naufragio, el escritor se disponía a engavetar otra novela. Fue entonces cuando se le ocurrió contar la historia de los amores desventurados entre un hombre de edad avanzada y una mujer mucho más joven. Ignorando las agotadoras batallas que la salud le había dado en los últimos tiempos, se lanzó a la aventura de escribir un nuevo libro. Pero aún había algo que faltaba. Por retorcido que suene, fue un hecho de la vida real lo que vino en su auxilio: el asesinato de la joven Sandra Gomide a manos de su amante Antonio Pimenta, poderoso editor del diario O Estado de Sao Paulo. Ese triste azar fue la pieza que completó en la mente del escritor el rompecabezas de correspondencias que había permanecido sin solución por demasiado tiempo.

Pero en ese momento sobrevino una tragedia más terrible que la de sus ficciones novelescas. A fines de noviembre de 2000, Susana Rotker, la ensayista fuera de serie que fuese esposa de Martínez por más de 20 años, murió embestida por un auto loco mientras cruzaba una calle tomada de la mano de su marido.

Mentiras verdaderas

Al hablar de su esposa, Martínez disminuye el ritmo de nuestra caminata. El parque Donaldson aparece ahora suspendido e irreal como un paisaje futurista. El sol cae en agujas púrpura sobre la tarde que se desvanece. Entretanto, una flotilla de gansos obesos cruza el cielo a poca altura, mientras más arriba los aviones que van o vienen de Newark dibujan una indescifrable caligrafía de humo.

Pero la banda sonora de todo esto es el potente murmullo de los vehículos de combustión fósil que circulan como juguetes caóticos por todas partes. Pocos días antes de morir, Susana, quien fue desde siempre la más consumada e implacable lectora de Martínez, le había dicho: “Ahora sí va”. “Hasta abril del año pasado quedé medio paralizado. Pero seguía pensando en la novela y todos los días me decía: ‘tengo que hacerlo, tengo que hacerlo’”.

Por lo general, el trabajo de los escritores es luchar contra la muerte creando con la palabra. Su supervivencia depende en gran medida de la capacidad de extraer energía de las crisis con que la vida los envuelve. Cuando reemprendió El vuelo de la reina, desaparecieron todos los obstáculos. Martínez sabía que ya no pararía hasta escribir la palabra FIN.

Escribiendo con furia, sin hacer caso al correo electrónico y las decenas de mensajes en su contestadora telefónica, terminó el primer borrador en noviembre, y a principios de febrero tenía lista la versión que fue sometida al premio.

-Crucé un umbral sin regreso cuando comprendí que la estructura de la novela estaba basada en un juego de identidades y diferencias. Todo lo que sucede una vez, se repite otra vez en diferentes lugares, circunstancias e incluso tiempos históricos.

Por ejemplo, en la historia de Pimenta resuena la de Euclides Da Cunha, el famoso escritor de Os Sertoes, que murió baleado al defender su honor de marido ante Dilarmando de Assis, el amante de su mujer, que por mala suerte era el campeón de tiro de la época. Todas las novelas de Martínez tienen algo de ese eterno retorno: son como muñecas rusas, que se repiten una dentro de la otra ilimitadamente.

Pero en El vuelo de la reina -que no he leído, pero he escuchado tanto que puedo hacerme una idea básica- este espejo es llevado a sus posibilidades abismales.

-Pero la novela me llevó a darme cuenta de otras cosas. Descubrí un dato curioso y común al corazón de los hombres poderosos: soportan la traición, pero no perdonan el abandono. Lo que movió al crimen a Pimenta Neves fue el abandono de una mujer por la que se sentía subyugado, y que según dicen “tiraba como una diosa”.

Las mujeres son para Martínez un misterio a descifrar. No es un azar que las protagonistas de sus tres últimas novelas sean mujeres de personalidad tan definida que semejan arquetipos de diosas griegas. ¿De dónde sale esa obsesión por las mujeres? Martínez explica gozoso que desde su juventud en Tucumán, cuando era un novelista principiante, narrar mujeres le parecía un desafío fascinante.

“Para una mujer es fácil narrar a un hombre, puesto que ellas nos paren y nos alimentan y nos vigilan y están al acecho de cada uno de nuestros menores movimientos. Las mujeres son más observadoras. El hombre es tan omnipotente que no presta atención a los mundos secretos de las mujeres. Así que siempre me ha interesado narrar ese universo”.

-¿Cómo lo hace? -repuse-. ¿Es posible conocer a una mujer?

-Les pregunto incansablemente. A las mujeres que están durmiendo conmigo, las despierto en medio de la noche sólo para preguntarles: “¿Qué estás soñando?”. Ese es el momento en que tienen las defensas bajas, y entonces te cuentan lo que sienten verdaderamente. Se puede aprender mucho con este método, ¿sabes? Las mujeres sueñan distinto de acuerdo con su edad y con su estado. Una mujer que está menstruando sueña muy distinto a una que está embarazada, igual que una mujer de 16 años sueña muy distinto de una mujer mayor. En cambio, los hombres toda la vida soñamos igual.

-Esta es la teoría más descabellada que le he escuchado a alguien en mi vida.

-Es descabellada, pero verdadera. Ponla tú a prueba, a ver.

Enlazado desde:

http://prodavinci.com/2011/01/31/entrevista-a-tomas-eloy-martinez-literatura-vida-y-mujeres/

¿Entonces, Adriano?

Por Oscar Marcano

12 de enero 2011

El pasado 28 de mayo de 2009, nuestro querido Adriano González León recibió póstumamente el Doctorado Honoris Causa por la Universidad Central de Venezuela, junto a un grupo de rutilantes seres, muy amados y especiales, entre los que destacan María Fernanda Palacios, Rafael López Pedraza y Guillermo Sucre. Aprovecho la ocasión para entregar estas líneas sobre el hoy ausente gran maestro de nuestras letras.
I

Si hay un protagonista que destaca en la obra de Adriano, debemos referirnos con obligatoriedad al lenguaje. Para él constituía un valor omnímodo. Como la neblina de donde vino, que tiznó sus textos y los volvió fiesta y cortejo, el lenguaje en sus cuentos y novelas, en su cronicario, es una granizada permanente de ingenio, sutileza y poesía. Nosotros discutíamos mucho al respecto.

Azuzado por el presente, yo le decía que ya no era el tiempo del lenguaje. Que transitábamos el lugar de la historia. De la narración descarnada, filosa. Que era el tiempo del relato, de la tensión, de la economía y de los personajes.

No de la retórica.

Que esta contemporaneidad, signada por la tecnología, los medios, por la desacralización, nos exigía forzosamente una nueva visión narrativa: la de la eficacia, la de la areté griega.

Se tiene una sola bala, le decía. La tarea es dar en el blanco o perderla irremisiblemente.

Se requiere puntería.

El hombre contemporáneo no tiene tiempo para rebarbas. O, en todo caso, hay que refundar una poética basada en este pragmatismo, en esta realidad dura, metálica y, más recientemente, virtual.

«Déjate de pendejadas», me contestaba. «Cuando todo eso pasa y te plantas contigo mismo, sólo te queda el lenguaje».

Y es cierto.

La historia en el texto es el agua que calma la sed. El lenguaje es el vino que lleva a las estrellas.

Tan importante era para él el vector del lenguaje que había acuñado un patrón para medir el vuelo de un texto. Lo llamaba altivez. «Hay un trabajo allí, es cierto», solía decir en referencia a alguna lectura. «Pero al lenguaje le falta altivez».

Adriano hacía del lenguaje misterio. Y del misterio fuerza lírica.

Es un elemento común a Las hogueras más altas, a Asfalto-infierno, a Hombre que daba sed, a País portátil, a Linaje de árboles, Damas, Del rayo y de la lluvia. A Viejo.

Y obviamente, en el ámbito del poema, a El libro de las escrituras, Hueso de mis huesos y De ramas y secretos.

La novelística, la cuentística y la crónica de Adriano, están marcadas por un intenso trabajo en el que personajes e historias se subordinan invariablemente a esa validación del lenguaje. Y éste adopta todas las formas: seducción, intimidad y hasta silencio. Incluso su oralidad, exuberante a todas luces y magistralmente ordenada, que los que lo conocimos consideramos parte de su obra, está teñida por la impronta de una magia pocas veces vista.

«Por eso seduce la lectura de estos cuentos -escribía Miguel Ángel Asturias en el prólogo de Las hogueras más altas en 1959- en los que la realidad inasible y huidiza, va y viene humedecida de un relente de fuego de costas húmedas, entre goterones de ceguera verde, desdoblando presencias vivas de su sueño, trozaduras de pasiones angustiosas y tan violentas que en su contacto, como si sobre un paisaje de la luna se proyectaran los conflictos de la tierra, todo parece inmóvil, lúcido y dormido. Es de este contraste de paisaje estático y de un azogado movimiento de cosas humanas, de donde extrae su secreto Adriano González León».

En un significativo trabajo audiovisual realizado por Iván Feo en el homenaje que le preparásemos a Adriano en el 2003 para conmemorar los 35 años de País portátil, al final, hablando con Andrés, su hijo, le preguntan, para sintetizar, qué es Adriano. Y a Andrés no le queda más remedio que confesar -con todo el gravamen que eso significa para un hijo- que el símil de su padre era la poesía.

Es un hecho. Adriano encontraba en la palabra una misión fundadora. Su portento lo define su facultad de suscitar imágenes.

Fiel seguidor de Valéry, nos reiteraba de continuo que cuando el texto ocasiona el brote, la conmoción estética, no pensamos siquiera en comprenderlo.

Porque ya no es una señal, es un hecho.

Consideraba, como el maestro francés, que la belleza del verso y, por extensión, del texto, residía en no poder ser pensado.

II

No puedo dejar de referirme a él como mentor. Y lo entiendo como una mezcla de las dos categorías de maestro que el apabullante George Steiner establece en una de sus más conocidas obras. Para Adriano, por una parte, había una verdad, un hecho trascendente, canónico y divino que un mensajero inspirado debía acoger de un logos revelado y transmitir. Pero también era el tipo de preceptor exégeta, capaz de constituir espectáculo en sí mismo, que se situaba en el proceso, en el desarrollo de la ecuación y despejaba las incógnitas en comunidad con el discípulo.

En público solía ser el primero. El segundo, en privado.

En ambos, exhibía una verbalización perfecta, una lucidez desconcertante en la que razón y pasión iban cogidas de la mano, maravillando y maravillándose, derrochando inteligencia, gracia y ternura.

Adriano era un juglar. Un juglar devenido en clásico que, como el guardagujas de una estación de tren, cambiaba de riel, de la tradición a la contracultura, alineado a un escrúpulo ético que le confirmaba un aura de terneza y santidad.

A menudo conversábamos acerca de esa especie extendida soto voce, según la cual, un narrador tiene la obligación de escribir la gran novela nacional. La novela que recoja la esencia de los que somos y pague la deuda del arte con la identidad. La novela del petróleo. La de nuestra historia.

Tal esperpento coincide, paradójicamente, con el mito de América y la utopía renacentista de Moro, Campanella y Bacon. De manera que, muy en el fondo, estar en sincronicidad con ese sueño, ha dominado las mentes de muchos creadores y lectores en América Latina. El esbozo de soberanía poética de Andrés Bello, delineado en sus dos silvas es un poco el inicio de esa corriente que, aunque bien intencionada, privó de soltura a innúmeras generaciones.

Ante ello, Adriano abogaba por la libertad como un valor inherente al pensamiento. Defendía las influencias y voladuras generadas de la afinidad. En tal sentido celebraba a Darío y su galicismo intelectual por las magníficas consecuencias de su aporte a la modernidad. Por la apertura que significó para el escritor latinoamericano. Por ello amaba el surrealismo y la república de los sueños. El escritor, decía, debe buscar su expresión estética sin imposiciones ni fiadores, ni clichés nacionalistas. Debe reconocerse fiel a sí mismo y seguir la dirección que le dicte su deseo, su ímpetu y su mirada.

Se arrepentía de la satanización que hizo en la juventud de ciertas tendencias que consideraba menores u obsoletas. Se desdijo, por ejemplo, de su condena a Andrés Eloy Blanco y recordaba siempre la máxima de Carpentier, según la cual los jóvenes suelen acertar en lo que afirman pero no siempre en lo que niegan.

III

Hay quienes le reclaman el haber dejado lo que consideran una obra trunca. Hay quienes dicen que le faltaron novelas. En muchas ocasiones, frente a una copa o un café comentamos esta exigencia. Y Adriano se molestaba. Y me decía: «Poeta, ¿y es que acaso se puede escribir sin ganas? ¿Quién le paga a uno las ganas?».

Como en los griegos, la escritura de Adriano era un acto de consecuencia. Escribía por pasión. Y tenía que estar o concitar el ardor para acometer el texto.

Escribir para él era un ejercicio puro. Una moción auténtica. Nunca una diligencia, un acto frívolo, de compromiso o de productividad.

Adriano no se cansó de decirnos que la literatura no era un hecho publicitario sino un acto doloroso que tenía mucho que ver con el ejercicio hondo de la vida interior, de la memoria y los fantasmas.

Para él la literatura distaba del trámite.

Si una cosa tenía clara era que para que otros la vieran llena, no iba a convertir su obra en un recipiente vacío. Y escribió lo que debió escribir.

Que no es poco.

A vuelo de pájaro, podemos decir que nos legó dos novelas, entre ellas País portátil, una obra maestra con una vigencia atronadora.

Una obra en la que la marcha del trashumante desgarrado (presente antes en toda su cuentística) y realizada sobre agua, polvo o pavimento, se funde con la utopía, la historia, el viaje o la huida al fondo de sí mismo, para revelarnos el pathos de una nación que, como un personaje de Eurípides, se yergue y recae en su propia sombra, confinada a las redes de un destino.

Una obra opuesta instrumentalmente al positivismo filosófico y a cierto realismo decimonónico en boga hasta el advenio del boom. Que bebe de los cronistas de Indias y de las vanguardias europeas de principios del siglo XX, a la vez que aviva, como en un caleidoscopio, el mundo ancestral de los andes venezolanos, en un tributo de autenticidad y reverencia sagrada a la tierra. Una obra que no sólo ganó el premio Biblioteca Breve de Seix Barral, sino que colocó a Venezuela en la perspectiva de la literatura internacional, de la que estaba ausente desde los tiempos de Gallegos.

Además de País portátil y Viejo, Adriano dejó una novelette, Viento blanco, cinco libros de cuentos, varios títulos de poesía y una extensa obra en la crónica, reunida en Del rayo y de la lluvia, el nombre de su columna esencial.

Queda la tarea de editar reunidos los textos de Duende y espejo, su última colaboración en El Nacional, así como los escritos de aquella nota literaria, Señas de identidad, que publicara en el Papel literario hace muchos años, firmada con el seudónimo de Gabriel Zarcos, y que apareciera en 1972 bajo el título Señas de una generación, en las Ediciones de la UCV. Esto, además de sus muchas entrevistas, que fueron siempre una cátedra de amor al país.

Probablemente Adriano no escribió tanto como esperaron algunos. Pero era un hecho cierto que aparte de autor, era una personalidad literaria. Vivía en el asombro. Vivía en el milagro. Y regalaba belleza.

Se confesaba un triste.

Y los últimos años se le veía ciertamente ensimismado, recogido. Le castigaba el bullicio político de esta mediocridad oficial a la que fustigaba semana a semana en su columna. A mí me tocó acompañarlo los últimos cinco años. Y doy fe de sus congojas.

Pero entonces pasaba una abeja, el viento sembraba en su cabello la hoja de un Mijao o sobresalía en lo alto una cornisa, para que de lo más recóndito de su corazón saltase una chispa. Y la chispa incendiaba la pradera. Y se volcaba al prodigio de sus recuerdos, de su obra verbal. Entonces su pecho se inflamaba y el corazón le crecía como un corazón chagásico, y de las nubes bajaban premios.

Y con su aguja de príncipe y demiurgo hilvanaba todas las conexiones que aquella chispa había despertado.

Era un prodigio de sentimientos. De imágenes. De gozo.

Era un privilegio escucharlo.

Eso y muchas más cosas que no caben en estas líneas era nuestro amigo. Un hito que enorgullece la tradición literaria de este país prescindible y amnésico que, en ocasiones, hace un alto en su autofagia, para regalarnos figuras irrepetibles, que no caben en el olvido, figuras que vinieron a festejar el acto de vivir, como la de nuestro Adriano González León.

Enlazado desde:

http://prodavinci.com/2011/01/12/%C2%BFentonces-adriano/

Tomás Segovia:
El mundo no se puede descifrar fuera de la poesía

Por Sanjuana Martínez

Periódico La Jornada
Lunes 10 de enero de 2011, p. a-36


“La tentativa del poeta es producir algo que le asombre a sí mismo; es un parto. Escribo para que me quieran por mi sensibilidad”

Eterno refugiado, exiliado casual, republicano comprometido, perpetuo desarraigado, anarquista, Tomás Segovia tiene una lucidez prodigiosa a sus 84 años y escribe la poesía más libre, la de la vejez.

Ya no tengo que demostrar nada a nadie. No tengo ningún temor. La poesía me lleva a la sabiduría, dice en entrevista con La Jornada el poeta, dramaturgo, traductor y ensayista, mientras firma al lado de su esposa y cómplice, María Luisa Capella, su más reciente poemario: Estuario (Ediciones sin nombre, 2010).

Segovia camina y escribe poemas; piensa y redacta mentalmente hurgando como un hábil artesano las mejores palabras. Su cabellera y barba plateadas resplandecen en la luz de la mañana; sus manos, que han surcado los mares del conocimiento, hablan al moverse:

Ahora escribo absolutamente por gusto. No tengo ningún temor de que me digan qué debo escribir o me reprochen. Por muy libre que quise ser de joven, estuve tenso, pensando en los críticos o en tal o cual opinión de fulano. A mi edad ¿qué van a decir los críticos? Nada.

Autor de más de 50 libros, ha traducido al español a Rilke, Ungaretti, Harold Bloom y Lacan. Actualmente trabaja en Hamlet, de Shakespeare, y se ha propuesto un heroico reto: traducir Dios, el gran poema de Víctor Hugo, tarea que inició hace 50 años y ahora pretende terminar.

Para Tomás Segovia una hoja, el sonido del aire, la luz del crepúsculo o el silencio de la noche, son lenguaje. Respira poesía, emite arte y abraza la vida en todo su esplendor cuando lee en público: Es un poco raro que la poesía de la vejez sea más llamativa que la de juventud, dice.

–¿Por qué será?

–Porque soy mejor poeta.

–Supongo que gracias a la experiencia, ¿o hay otra razón?

–Podría haber una explicación de mala fe diciendo que como tengo menos memoria y yo escribo de memoria tengo que hacer poemas más breves o reducirme a una idea poética.

–Después de su más reciente libro publicado vuelve usted a los poemas largos…

–Sí, son relativamente largos y los sigo haciendo de memoria. Tengo que reconocer que he perdido memoria y ya no puedo manejar tanto lenguaje como cuando era joven, pero sí puedo manejar poemas largos.

–Poemas de la vejez…

–La sorpresa de la vejez fue la libertad. Los achaques de la vejez los preveo. Sé que luego voy a ser sordo, con dificultades para caminar, dolores de lumbago, pero lo que nunca preví fue la libertad que iba a sentir con la vejez. A esta edad ya no tengo que demostrar nada.

–¿De verdad?

–Ya no estoy en competencia. Eso de no tener que estar justificándose. Ya no siento la vida como exigencia a la que le tengo que cumplir. Estoy en paz con la vida. Esa es la libertad.

–¿De qué está hecha la poesía de la vejez, además de libertad y experiencia?

–¿Te parece poco? (risas)… Hay sabiduría de la vida. La poesía tal como yo la concibo es justamente esa cosa milagrosa de llegar a la sabiduría. Lo que siempre me ha deslumbrado de la poesía es que cuando ya no era joven y escribía un poema, yo sabía que no era tan sabio como mi poema. Es la poesía la que es sabia. Es lo milagroso. La tentativa del poeta es producir algo que le asombre a sí mismo. Es un parto.

–La poesía intenta descifrar el mundo, dijiste ayer… ¡menuda tarea!

–La poesía lo descifra como nadie. El mundo no se puede descifrar fuera de la poesía.

–Sus poemas amorosos escritos de joven también tienen sabiduría…

–Los escribí cuando tenía 25 años y son de una sabiduría que yo no tenía. Yo no paraba de hacer tonterías amorosas, pero los poemas no. Entra uno en las fuentes del lenguaje. La sabiduría esta allí. Llegas cuando estás desnudando las palabras. Pensar nunca ha sido otra cosa que hurgar debajo de las palabras.

–¿Y el oficio sirve?

–También sirve. La poesía no es una profesión, es un oficio. Claro que el oficio se va perfeccionando con el uso, con la táctica. Y yo creo que el oficio es mejor ahora, porque tengo más malicia de artesano. Ya no limo tanto donde no es necesario y sé dónde hay que limar.

–¿Luz provisional, publicado en 1950, fue su primer poemario? –se le pregunta.

–El primero que di a la imprenta. Fue una edición casera, manual. Eso es constante en mi vida. Yo tenía 21 años cuando hice ese librito con mi amigo Enrique de Rivas. Inventamos la tipografía manualmente, está hecho a mano, en casa. Con el sistema que se hacían los carteles de toros. Era una especie de grabado en cartón piedra.

–De ese poemario de 1950 al más reciente, titulado Estuario, publicado en 2010, hábleme de la evolución de su pensamiento…

–Hay constancia. Soy un poco monocorde. Mis temas son los mismos. La sensibilidad sí ha evolucionado. Y creo que he evolucionado más en la poesía que en el pensamiento.

–¿En sus ensayos?

–Sí, también. Ahora me da vergüenza releer mis ensayos escritos cuando tenía 19 años. Hay un amigo español que ha hecho una antología de ellos, pero no encuentra editor y me pregunta mi opinión. Puso muchos ensayos de mi primera época desde los 20 hasta los 30 años. Y yo le decía que son inmaduros. Me siento un poco incómodo. No por mis ideas, que eran más o menos las mismas que ahora, sino por la torpeza para expresarlas. Es algo demasiado polémico y combativo, algo que se da cuando uno es joven.

–¿Y cuando uno es viejo?

–Ahora soy mucho más tolerante e interesado en lo otro. Aunque he cambiado poco. En la poesía sí he cambiado un poco más. Al principio empiezas buscando, pero cuando encuentras el camino no entiendo la manera de cambiar; me parece un prejuicio moderno completamente infantil. Es un daño que hizo sin querer la generación de Picasso, sobre todo él. Estar vivo es estar cambiando, pero también es permanecer.

–La muerte casi no está presente en su poesía…

–No mucho. Como poeta yo empecé cuando estaba de moda la muerte: Muerte sin fin, de Gorostiza, o Nostalgia de la muerte de Villaurrutia, la expresión de la nada. Desde muy joven comencé a pensar que no quería la muerte, a pensar que quería vivir. No tengo nada contra la vida. No tengo reproches. El terror de la muerte es una cosa más juvenil que de vejez. Hay un poema donde hablo de que al despertar del sueño vuelve uno a encontrarse con los demás, como en una plaza pública y dándome cuenta de que no me he muerto. Esa sensación de que yo quiero vivir y sé que me voy a morir. Tampoco hay que edulcorar las cosas y poner la vida color de rosa. Hay que enfrentar la muerte; otra cosa es entregarse de pies y manos. Cuando aparece la muerte en mi poesía la acepto, pero no la cultivo.

–¿Hoy día no piensa en la muerte, a pesar de la edad?

–Hace cinco años estaba muy enfermo, al borde de la muerte. Mis poemas de esa época son muy vitales. Escribí más que nunca: Si alguna vez pisé el terreno de la muerte… pero sigo siendo humano, porque sigue habiendo alguien que no quiere que yo muera.

Las modas

Tomás Segovia convivió con Luis Cernuda, Rosa Chacel, Ramón Gaya, pero su gran maestro fue Emilio Prados. Desde muy joven se reveló contra las vanguardias y la llamada modernidad o posmodernidad, y se fue imponiendo retos en la escritura.

“Ahora trabajo un rato en la traducción del gran poema de Victor Hugo, Dios, la cual empecé hace 50 años. Traduje algunos fragmentos. Es un poema del tamaño de Dios. Y ése yo lo empecé a traducir cuando di mi primera conferencia pública. Es un poema filosófico, místico, de 3 mil versos, que nadie quiere publicar. Y espero algún día terminarlo. Es el tipo de poesía que está fuera de moda

–¿Cuál es la moda en la poesía?

–Estamos viviendo la modernidad vergonzante. Hubo un engolosamiento con la modernidad, una idea del siglo XVIII puesta en práctica en el XIX. Durante el XX seguían creyendo que era lo nuevo. La poesía moderna se inventó en 1897. ¿Cómo van a decir que es moderna? El cubismo es de 1909. La física cuántica es del siglo XIX. El mundo cambia velozmente, pero el conocimiento muy despacio. La posmodernidad no es antimodernidad, sino la hijita tonta de la modernidad. Es lamentable.

–¿Por qué le choca la modernidad?

–Porque la modernidad doctrinaria siempre empezó como un chantaje, diciendo: el que no crea esto es un nostálgico. Hay mucha gente que no se atreve a decir: la posmodernidad es una pendejada, pero en el fondo lo pensamos todos, lo que pasa es que estamos chantajeados”.

–Usted se formó bajo la influencia de Emilio Prados.

–Sí, y mi primera pelea doctrinaria fue a propósito de Dalí, porque decían: es un farsante, estafador, ladrón, reaccionario, pero qué bien dibuja. Y yo decía: pero si dibuja como los anuncios de carteles de zapatillas. Eso no es dibujar bien. Luego me decían que Breton era lo moderno, pero si ese señor nació el mismo año que mi abuela. Conozco muy bien al enemigo: el surrealismo, el arte abstracto, el estructuralismo y el lacanismo. Todo lo que me parece sospechoso lo estudio, no lo niego simplemente. Se dice que el arte no es útil y que usarlo es traicionarlo. Y yo digo que no. La verdadera función del arte es imprescindible. En el momento menos pensado viene un poema que aprendí leyendo poesía y lo voy a usar para pensar, entender, comprender, sentir y tomar decisiones.

– Y la esencia de Estuario, ¿cuál es?

–Había personas que no tienen especial cercanía o afición a la poesía y que se sintieron cercanas a ella gracias a mi lectura. Eso es a lo más que puede aspirar un poeta: a revelarle la poesía a alguien.

–Al leer sus poemas eróticos se descubre que el erotismo es una constante en su trabajo… ¿cómo vive ahora la parte erótica de su poesía?

–Con la vejez el erotismo se va volviendo amor. Distinguimos el amor del deseo. Es algo muy sutil. El freudismo vulgar tiende a convertir el amor en erotismo. Tiende a pensar que el amor es una máscara del erotismo. Como si quieres mucho a tu mamá es que te quieres acostar con ella. La imagen que produjo el freudismo es ésa. El deseo sexual es fundamental, pero el deseo es más lo que dijo Platón que lo que dijo Freud. La gente piensa que es cumplir un instinto. Freud dijo no son instintos son pulsiones.

–Ahora escribo una poesía que también es del deseo. Ya no es directamente sexual. En la pareja el deseo se vuelve amor, enamoramiento. En la vejez hay un amor… El placer de mirar a las mujeres: Aunque el hombre no coma la pera del peral, el estar a la sombra es placer comunal.

–Su reciente novela, Cartas de un jubilado, cultiva el género epistolar.

–Mi novela trata de la seducción del don Juan Santaella. El arte es seducción y no tiene nada de malo. Ese prejuicio contra la seducción es represión en el sentido freudiano. Machismo.

–¿Para qué escribe?

–García Lorca contestó: para que me quieran. Yo escribo para que me quieran por mi sabiduría, por mi sensibilidad.

Enlazado desde:
http://www.jornada.unam.mx/2011/01/10/index.php?section=cultura&article=a36n1cul

Volando voy

 

Juan Rulfo
Se cumplen 25 años de la muerte del autor de Pedro Páramo
Por: Antonio Castillejo

«¿La ilusión? Eso cuesta caro. A mí me costó vivir más de lo debido», declaró en cierta ocasión Juan Rulfo.

Una de las frases que ha quedado en la memoria de muchos y tal vez defina como ninguna otra a este escritor que con tan sólo dos libros está, por derecho propio, en el Olimpo de los grandes literatos del siglo XX.

Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno nació en Sayula, en el estado mexicano de Jalisco, el 16 de mayo de 1918. Su infancia transcurrió entre su pueblo natal y San Gabriel, la actual Ciudad de Venustiano Carranza, y allí cursó sus primeros estudios mientras fue testigo de la «sublevación cristera», el violento levantamiento que se produjo contra la legislación, promulgada por el presidente Calles, que prohibía en México las manifestaciones públicas del culto y subordinaba la Iglesia Católica al Estado.

El joven Rulfo quedó huérfano a muy temprana edad. A los seis años perdió a su padre y cuando tenía doce murió también su madre por lo que él y sus dos hermanos vivieron durante algún tiempo con su abuela, en Guadalajara, antes de ingresar en un orfanato regido por las monjas Josefinas francesas. Ya para entonces, Juan Rulfo había leído todos los libros de la biblioteca parroquial que el párroco había entregado a su abuela.

Con dieciséis años intentó ingresar en la Universidad de Guadalajara para estudiar derecho, pero año y medio de huelga estudiantil frustró sus intenciones. Fue entonces cuando comenzó a escribir y publicar algunos artículos antes de acometer un nuevo traslado, en esta ocasión a la Ciudad de México donde vivió con su tío, militar del Estado Mayor. Tampoco en la capital pudo entrar en la Universidad, en esta ocasión por no aprobar el examen de ingreso, y comenzó a trabajar como agente de inmigración en la Secretaría de Gobernación de la que más tarde fue trasladado, primero a Tampico y, posteriormente, otra vez a Guadalajara.

Durante esta época su trabajo le llevó a conocer gentes de distintas regiones y diferentes lenguas y dialectos, lo que le sirvió más tarde para trabajar en el Archivo de Migración, el Departamento Editorial del Instituto Nacional Indigenista y en el Centro Mexicano de Escritores.

En 1942, pasa a formar parte del Consejo de Colaboración de la revista América y tres años después publica en la revista su cuento «La vida no es muy seria en sus cosas» y «Nos han dado la tierra» y

«Macario» para la revista Pan de Guadalajara. Un año después, también en América, publica «¡Diles que no me maten!».

Diez años más tarde, Juan Rulfo creó su propio universo literario, un escenario, Comala, en el discurren las historias que narra en los dos únicos libros que escribió. En 1953 apareció El llano en llamas, un libro con diecisiete cuentos que giran entorno las duras condiciones de vida de los campesinos mexicanos. Dos años después, en 1955, Rulfo escribió la gran novela por la que su nombre ha pasado a formar parte de la historia de la literatura universal, Pedro Páramo, «una de las mejores obras de la literaturas hispánicas, y aun de toda la literatura», según Jorge Luis Borges.

Dos libros de Rulfo que conforman una obra escasa pero de tan impresionante calidad literaria que ha sido traducida a numerosos idiomas y le valió a su autor un reconocimiento mundial que le acompañó durante toda su vida y que quedó reflejado en la concesión de premios tan importantes como el Xavier Villaurrutia en 1956, el Nacional de las Letras en 1970 o el Príncipe de Asturias, en 1983.

Durante años, Rulfo anuncio la «inminente» aparición de nuevas obras, pero estas no llegon nunca a producirse si bien, en numerosas ocasiones colaboró en publicaciones como la Revista Mexicana de Literatura y ¡Siempre!.

Rulfo, al que en su día se adscribió al «indigenismo» y al «realismo mágico» por el manejo simultaneo que en su obra hizo de la realidad y la fantasía, es hoy unánimemente considerado como uno de los mayores escritores latinoamericanos y la crítica alaba su acierto a la hora de dibujar unos personajes, siempre arraigados a su tierra, que se enfrentan con su problemática sociocultural desde la perspectiva del mundo fantástico por el que transitan. «Juan Rulfo cierra para siempre y con llave de oro la temática documental de la Revolución», explica Carlos Fuentes al referirse a la obra de su compatriota.

Muchos de sus textos, incluido «Pedro Páramo» fueron llevados al cine, otra de las pasiones de Rulfo que, además de haber escrito varios guiones como «El gallo de oro» o «La fórmula secreta», también se dedicó desde muy joven a la fotografía.

Enlazado desde:
http://www.intereconomia.com/blog/volando-voy/juan-rulfo-se-cumplen-25-anos-muerte-del-autor-pedro-paramo

José Balza describe el esplendor de la literatura latinoamericana


El volumen une el pensamiento y la creación americanos en el espacio y los tiempos. ESPECIAL

Los autores del siglo XIX son los responsables del buen momento que viven las letras, explica el escritor

CIUDAD DE MÉXICO (30/DIC/2010).- Un recorrido en el tiempo y los géneros literarios en lengua española, que va del Siglo de Oro a la segunda mitad del siglo XX, es la nueva propuesta literaria del escritor venezolano José Balza, que saldrá a la venta en enero del 2011 bajo el título ‘Red de autores. Ensayos y ejercicios de literatura hispanoamericana’.
Este título es el primero de la nueva colección de ensayos ‘La semana del jardín’, que dirige el también escritor y poeta mexicano Adolfo Castañón, que busca reunir libros y obras de autores predominantemente americanos.
La serie igualmente aspira a acotar con su censo editorial un espacio de conversación, un ámbito de debate y un territorio de curiosidad y observación, vigilia crítica y amena pausa.
‘Red de autores. Ensayos y ejercicios de literatura hispanoamericana’, de este notable novelista recientemente homenajeado en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, es un recorrido crítico por las letras americanas de una manera muy particular.
A manera de una corriente secreta, el volumen une el pensamiento y la creación americanos en el espacio y los tiempos, y encauza en un mismo fluir siglos, naciones, novelistas, cuentistas, cantantes, pintores y poetas.
Así, el navegante José Balza es el guía en un viaje que va del Siglo de Oro y la Colonia, hasta la segunda mitad del siglo XX, a través de imágenes, paisajes y boleros, plasmados en cuatro capítulos, que conforman las áreas de apreciación que el autor ha ensayado a lo largo de su trayectoria.
En el primero, ‘Literatura del Siglo de Oro y de la Colonia’, Balza presenta textos sobre Gracián, El Lunarejo, Hernando Domínguez Camargo y Fray Juan Antonio de Navarrete, mosaico que delimita uno de sus aportes fundamentales como crítico, que es el descubrimiento de la aparición del pensamiento teórico y crítico en los tiempos coloniales.
En el segundo capítulo, ‘Venezuela: Imagen imaginante’, Balza presenta autores de primer orden en su país natal como Rafael Cadenas, el poeta José Antonio Ramos Sucre, el narrador Salvador Garmendia, el crítico Guillermo Sucre y el poeta y filósofo Josu Landa.
Se incluye un fragmento de su reciente libro de ensayos ‘Pensar Venezuela’ (Bid&co), volumen donde el autor reflexiona sobre el ideario y la construcción simbólica de Venezuela a través de su imaginario y sus mitos.
El tercer capítulo, ‘Madeja hispanoamericana’, es un recorrido a lo largo de la literatura hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX, y comprende a autores como Octavio Paz, Sergio Pitol, Julio Ortega, Carmen Boullosa y Roberto Bolaño. El último capítulo, a ritmo de bolero, hace una radiografía de este canto popular.

El sonido y la furia

Por Alberto Silva

Cuando en 1994 el Premio Nobel recayó sobre el japonés Kenzaburo Oé, la sorpresa no sólo fue en Europa o América, sino también en Japón. Sin embargo, Oé ya ostentaba una obra considerable y, sobre todo, un mundo cultural y existencial complejo como para justificar cualquier galardón. Alberto Silva, crítico y traductor especializado en literatura japonesa, propone aquí introducir al lector en el universo de Oé, signado tanto por algunos hitos literarios como Dostoievski, Sartre o Mark Twain, como por la enfermedad de su hijo Hikari. Un universo, el de Oé, áspero y denso, marcado por la rabia, la furia y también por una enorme capacidad de transformar el odio y el resentimiento en una reconciliación con la humanidad y la naturaleza.
Nacido en 1935, resulta obvio para los nipones que Kenzaburo Oé es contemporáneo suyo. Pero no dejan de inquietarse: ¿cómo podría ser japonés alguien que, si bien nació en el seno rural y profundo de Ehime, les resulta tan poco familiar? Las estadísticas advierten que en el archipiélago no muchos lo han leído, pese a ser Premio Nobel. Veamos esa extrañeza en su detalle.



A Oé siempre le atrajeron ideas occidentales nunca aclimatadas del todo en Japón: democracia, derechos civiles, antibelicismo. Hubiera deseado vivir con estilo francés; frecuentaba a Villon y a Montaigne, a los simbolistas y existencialistas, veía cine de Marcel Carné, usaba sacos de pana de gruesa trama vertical. Hasta fumaba Gauloises… En el oeste, comprender a Oé puede parecer familiar, como el mapa del París de Haussmann. En cambio, muchos nipones se resisten a degustar una sopa literaria con ingredientes ciertamente locales pero sospechado sabor foráneo. Esto lo sabe Oé. Acostumbrado a ser una isla más de su isleño país, prosigue solo su camino. Oé no es nada altivo, solamente silencioso, distante. Digan lo que digan, se trata de un artista japonés. Lo recordaba en su Discurso (1994) de aceptación: “Siempre he querido escribir sobre nuestro país, nuestra sociedad y sus sentimientos, siempre en un marco contemporáneo”. Sus personajes son nipones de hoy día. Sus tramas no podrían ocurrir en otro sitio. Sucede además que estudioso de la tradición literaria nativa, escribe textos con un nivel de lengua sólo comparable al de Murasaki Shikibu (siglo XI) o Junichiro Tanizaki (siglo XX), que muy pocos lectores alcanzan a entender. Decía un colega (profesor de literatura): “Cotejo mi lectura de Oé con su traducción al inglés: no entiendo muchos caracteres que utiliza”. A la distancia de estilo se agrega la frontera lingüística. Un tercer escollo se eleva entre Oé y la sociedad nipona. Theodor Adorno preguntaba: ¿se puede escribir después de Auschwitz? César Aira vive inquiriendo: ¿es posible escribir después de Borges? La literatura de Oé intenta responder parecidas preguntas, que recorren cual fantasmas el territorio japonés: ¿cómo escribir después de Kawabata, después de Hiroshima? Oé agregaría: ¿cómo hacerlo después de Hikari, su amado hijo hidrocefálico? Si Kenzaburo Oé es un gran escritor, si “tiene que ver” con ellos y también con nosotros, es por la forma en que sortea esos escollos y da respuesta literaria a sus preguntas. Como entremés para este autor poco leído, propongo una docena de facturas.
1. La literatura de Oé busca y mantiene un tono altamente dramático. Narra existencias cruzadas por conflictos y desgracias. Enfoca el drama humano y lo hace desde un punto de vista ético. Su literatura es moral: el bien, el mal. Las circunstancias biográficas contribuyeron a que tomara una orientación ética. Porque desgracia es recibir, siendo muy joven escritor, el don de un hijo autista, tragedia que asumió no sólo con paciencia (consiguió convertir a Hikari en compositor musical), sino con talento de luchador de karate (volviéndose más certero en su réplica literaria cuanto más incisivo era el ataque del destino aciago). Y conflicto es reconocer de cuajo la incomodidad de vivir en una sociedad como la nipona, que eligió la dependencia como estupefaciente para lograr la paz. Los libros de Oé crean personajes que cuestionan su responsabilidad ante la vida (la asuman o la eludan): sospechan que la felicidad se relaciona con el recto obrar. Por eso, igual que Camus, buscar lo justo los lleva a aceptar la ambigüedad de toda opción moral. Solemos equivocarnos, recuerda Oé: Bird, protagonista de Una cuestión personal (1964), se siente culpable de apostar por la muerte del bebé anormal que le tocara en suerte, concebido por una mujer a la que ni siquiera logra amar.
2. Dentro de ese universo moral (centrado por ende en la figura humana), la narración se construye con sentimientos contrapuestos: angustia/alivio; temor/seguridad; alegría/llanto. La polaridad es constante; la transición por momentos brusca, acorde con la velocidad de los cambios anímicos. Los personajes de Oé transitan de la pasividad a la actividad frenética, del aplomo al sobresalto, del júbilo a la pena, de la rabia al llanto. En cierto momento Bird reconoce sentir “una mezcla de alivio culpable y temor infinito”. Dimensión básica de todo universo moral es la necesidad de compensar, que equivale a equilibrar los platillos de la balanza de una enigmática justicia que se acata fuera de normativas legales. En Arrancad las semillas, fusilad a los niños (1958), su primera novela, si se produjo algo malo, habrá que adosarle en seguida algo nuevo. Toda falta debe repararse. Aunque el universo de Oé es el de una falta original que nadie puede recuperar. Es irremediable la culpa que padecen sus personajes (no tan frecuente en otras literaturas japonesas, la de Kawabata, por ejemplo) y resulta, al mismo tiempo (aquí sí volvemos a Japón) una vergüenza que atraviesa sus emociones.
3. Entre tan encontrados sentimientos uno predomina: la ira. Ira de personajes atropellados, traicionados, humillados, antes que nada en el plano sexual. Ira del narrador ante los hechos inmorales que cuenta. El mal se corporiza en sus relatos: se lo infligen entre sí los humanos; se inscribe en vidas regidas por un orden disparatado. Es el aspecto dostoievskiano de Oé: Humillados y ofendidos lo sigue fascinando. En 1957, varios relatos graficaban con metáforas sexuales la ocupación americana de Japón. En La presa trata sobre la relación entre un extranjero (entendido como Gran Poder, y un japonés (situado a distancia, en posición humillante). Circundada por ambos, aparece una mujer. Trata con extranjeros (prostituta, intérprete); su connacional la mira con desprecio. La discordancia sexual sirve para rechazar atropellos puntuales. O desvela situaciones estructurales que abren la puerta a los desmanes. 4. La ira se presenta en Oé como experiencia opresiva. Mediante la furia, sus personajes hacen patente la angustia que los habita y que parecen transportar desde siempre. La angustiosa opresión de sus tramas centra la atención en personajes presentados como una colección de víctimas. Oé cree que los novelistas han de espolear la imaginación de sus lectores. Por eso brinda detalles sobre cómo son los sentimientos (angustia, temor, llanto) y los comportamientos resultantes (humillación, abandono, engaño, envilecimiento). Sus novelas invitan a compartir, a la vez, la información emotiva del escritor y la rabia de personajes presos en inaceptables circunstancias. La primera “cuestión personal” de Bird es el hecho de ser víctima: de una herencia mezquina (inscripta en su maltrecho cuerpo); de una vida mediocre que no logra trascender (por considerarse “un mal hombre”), salvo para transgresiones autodestructivas (alcohol, aventuras extra conyugales, alejamiento del mundo académico); de un hijo “vegetal” al que sin miramientos llama “la cosa”. Furia es la respuesta preferida de los personajes de Oé: “Hay que presentar batalla, ¿sabe? ¡Luchar, luchar, luchar!”. Sus novelas acentúan que vivir ES angustioso. Sus personajes montan frágiles sistemas para contener la angustia, sin atreverse a enfrentarla del todo (salvo, como veremos, al final).
5. La niñez es la víctima central de la experiencia opresiva del rabioso vivir según Oé. Niñez abandonada, engañada, forzada. Vivero de adultos prematuros, endurecidos, encallecidos, viciosos. Hasta que, de pronto, ellos consiguen sostener (en lo que parece un milagro) corazón y sentimiento propios de la infancia. Oé recuerda a Dickens y a Twain, autores de su lectura y consulta: en los niños el abandono (rasgo común de lo humano) toma aspecto cósmico y metafísico. Pero supera a sus maestros: agrega la dimensión de un destino marcado para cada persona, según el giro de la rueda del dharma. Muchos de sus personajes son infantes: en la temprana La presa, ganadora del premio Akutagawa; o en Arrancad las semillas, fusilad a los niños, cuyo título original (Memushiri kouchi) podría ser: “Esos chicos nipones, persíguelos, elimínalos”. Los bebés de Oé van desnudos, son dóciles, diminutos, débiles, no tienen apetito, se afligen. Desde Una cuestión personal planteará, en cambio, que los niños consiguen remontar la situación. Por ser niños transmiten la sensación invencible del pobre, del que siente que no tiene nada que perder. Hace vivir a esos pequeños como si cada evento fuera inaugural (entusiasmo) y conclusivo (desapego). Ellos establecen una conexión entre el fulgor del instante y la experiencia de vivir momentos fuera del tiempo.
6. Ser víctimas de la maldad marca la existencia de cualquier persona y le añade un carácter incomprensible. Oé retoma la idea de un orden cósmico que todo lo rige, pero la retuerce en un sentido crítico (si bien no hay Dios en el budismo, Oé es un budista ateo). No concibe un ser superior, dada la maldad que campa entre nosotros, terráqueos seres que se arrastran. En Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura (1969), el autor introduce a Mori, nombre que volverá en otras novelas. Mori es un término polisémico. Significa bosque; también: montón, masa, colmo; incluso: niñera. Además piensa en la palabra latina mori, que significa morir y a la vez idiotez. Crea un juego rico de evocaciones y logra referirse a Hikari con exactitud no exenta de extrema delicadeza. Porque el protagonista de la novela tiene “un hijo idiota”, un hijo que por su autismo “muere” a la vida corriente del mundo (Hikari se mantiene niño para siempre y ha de ser cuidado de forma continua). Mori volverá en Kozui wa waga tamashii ni oyobi (Las aguas me inundan el espíritu, 1973) y en M/T to mori no fushigi o monogatari (M/T y la narración de los prodigios del bosque, 1978). Mori simboliza la substancia universal, la materia que forma el universo. Mori es despertar del yang y comienzo de su ascensión.
7. En este mundo (mal parido, como Hikari), la existencia individual se traduce en una serie de tropiezos, sobre todo para los que parten en mala posición (por ser pobres, por encargarse de oficios despreciables, por padecer taras mentales). Van de traspié en traspié: “En la vida –reflexiona Bird–, siempre me acechan peligros latentes, a la espera de que trastrabille y caiga.” Lo mismo se percibe en Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura: si se produce una circunstancia plácida, armoniosa, es que un drama está por desatarse. La narración mantiene el tono intenso de un instante lúcido captado justo cuando se abisma en su ignorancia: el protagonista no entiende a su padre; su hijo autista menos podrá comprenderlo a él. El tópico de la vida como camino adquiere connotación sarcástica: el caminante cae y cae, tropieza con lo que debiera sostenerlo. La vía no tiene final (eso es budismo). Ni siquiera destino (eso es pensamiento occidental). Caminar es lo peor que puede ocurrirle a una persona.
8. Oé es japonés por otro rasgo: la transida existencia transcurre en el marco de la naturaleza. El mundo natural siempre viene referenciado. Es lo constante, lo permanente, asegura cierta continuidad a la vida humana y a sus ritos sociales. En contraste, el mundo humano no acaba de aceptar una continuidad. Funciona como trasgresión del natural. Por ignorancia a veces; o por espíritu vengativo, ante la ira acumulada. Oé usa la naturaleza para adjetivar el estado emotivo de sus personajes. Entre hombre y cosmos prevalece cierto acuerdo. El escritor relaciona fenómenos climáticos con mentales, recurso que delata familiaridad con la poesía japonesa clásica, del Manioshu al Genji Monogatari. Por ello (a pesar de su carácter áspero, ¿amargado?) la obra de Oé está marcada por un deseo de reconciliación cósmica: entre personas, entre el mundo humano y el natural, entre las naciones. Su Discurso tronaba contra la ambigüedad del militarismo (¿renaciente?) de Japón. Suele declarar que quiere ser instrumento de concordia. Trabaja para “sanear” la propia vida y el entorno inmediato: en sus trabajos de la última década, varios escritos con su esposa de siempre, Yukari, parten en busca de un “hombre nuevo”.
9. Pero no hay que bajar la guardia, ni eludir la realidad: el hombre es un pozo ciego de violencia, un vaciadero de resentimiento sin sentido, aspecto sartreano de la escritura de Oé, quien en ningún momento descuida su ira. Está la violencia de los ricos, hecha de sed de sometimiento, de sadismo gratuito, usando la vida ajena (humana o animal) para alardear de dominio sobre los demás. Y está la violencia de los pobres, fruto del dolor recibido pero que, salvo excepciones, no golpea a los ricos sino a otros miserables, estableciendo perversas escalas de autoridad según grados de fuerza física o rapidez argumental. Su mirada de halcón se interesa por franjas de violencia encriptadas en la vida social. “Sora no kaibutsu agüí” (“Aghwee, monstruo del espacio”, 1964) era un cuento influido por el existencialismo (de Sartre) y por la picaresca (de Mark Twain en Huckleberry Fynn). Relata las peripecias de antihéroes al borde de lo ilegal, pícaros de poca monta. Critica a los poderosos mediante la mirada de los desposeídos. Pero en Una cuestión personal el desalmado es otro desgraciado: Bird viola a Himiko para que ella devuelva el mismo desprecio que recibe. La violencia parte de la palabra (ella le dice: “Comienzas a parecerte a una rata de alcantarilla que pretende escurrirse por un agujero”), pero se acaba haciendo cuerpo: cada uno es receptáculo y expositor de atropellos infligidos y recibidos. Cada cual es víctima e infierno de otro.
10. En el continuo ir y venir de bien y mal, los niños novelados (a menudo víctimas, lo hemos dicho) no replican la maldad que reciben. En Oé sólo la niñez se salva: la maldad no consigue penetrarlos. Se detiene en el atrio del templo sagrado de la infancia. Los niños se mantienen humanos: no inocularon la maldad de los adultos. De sus ancestros sólo mantienen usos buenos en sí. Un aspecto rousseauniano de Oé: bondad consiste en verter el vacío discurso envejecido en odres de lozanía juvenil. Sin embargo, lejos de ser normales, esos niños son filodelincuentes, retrasados mentales, raros. Designan una humanidad que quiere desviarse de un curso tal vez no sentenciado. Mientras los adultos padecen de autoconmiseración y se hacen las víctimas, los niños no practican el autoflagelo: se protegen no ofreciendo resistencia. Mientras no los ultimen, son capaces de disfrutar del instante. Saben, con todo, que viven en zona de riesgo.
11. Otro rasgo japonés de Oé: la importancia del grupo. El escritor pinta una vida social ritualizada. Cuenta la acción desde el ángulo de la adopción (exitosa o fallida) de alguien en la esfera microsocial. Narra atendiendo a la mayor o menor cohesión colectiva. Lo colectivo (aunque formen un atajo de niños débiles y abandonados) proyecta luz (hikari: resplandor) sobre un mundo tenebroso. El grupo es la forma en que un individuo resiste los embates del ambiente cultural devastador. Cuando menciona a la cultura sugiere, entonces, ritualidad en el accionar común (ya sabemos: la dimensión grupal atraviesa el arco social japonés). Cada grupo acata ritos comunes. Pero si alguien se alza contra el mundo, tiene que recalificar o retraducir sus convenciones. ¿Sobre qué escribe entonces Oé? Sobre niños campesinos en un rincón perdido de Ehime, sobre el acoso escolar), sobre pandilleritos con camperas de dragón. ¿Es el grupo una salida al atolladero de la vida? Bird descree, Himiko se aferra a la esperanza.
12. Queda en pie que el escritor singulariza a los integrantes de sus grupos, con lo que acaba dando en parte la razón a Himiko. Los protagonistas de cada colectivo son individuos inquietos, inadaptados, odiosos. El individuo es un revolté que se levanta contra el Leviatán social. Tal vez no contra la injusticia del orden instituido (esa conciencia no se estila en Japón), pero sí contra la maldad del orden humano (dibujando un sentimiento casi metafísico). La potencia del furor individual toma cuerpo en asociaciones de furiosos (por tanto desorden moral), pero a la vez sometidos (seguidores de alguien que al tomar la iniciativa desencadena la acción). Son individuos aunados de forma reticente que acaban transformando (se). El final de varias novelas de Oé mantiene el pulso firme para que la historia desemboque en la opción vital que parezca correcta. Bird sin duda es un canalla. Pero cuando lo toca la desgracia, cansado de escabullirse va y la acepta. Comprende que la vida ES su cuestión personal en un segundo sentido. Ahora piensa menos en la propia que en la ajena: un hijo deficiente, una familia se perfila, gente anodina cuyo drama Bird se atreve a compulsar. La existencia es asunto terrible, concluye Oé. Pero al final siempre titila un rayo de compasión y de esperanza.
Domingo, 19 de diciembre de 2010. © 2000-2010 www.pagina12.com.ar
Enlazado desde:
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-4105-2010-12-20.html

Entrevista a Miguel Ángel Campos

“Venezuela necesita un exorcismo cultural”

Por: Johandry A. Hernández. Fotos: Hectrofran

PISTA 1: EL PAÍS QUE NUNCA FUIMOS

Hay que preguntarse si la obra del ensayista Miguel Ángel Campos constituye su propio museo de simpatías y diferencias sobre lo venezolano, con sus tragedias y esperanzas. Cualquier lectura desprevenida de sus textos pudiera provocar la tentación -y hasta osadía- de decir que sí lo es. Pero en un halo de contemplación durante la tertulia, en esos escasos segundos en que se le ve sonreído, comenta que uno de sus escritores predilectos es Jorge Luis Borges. Surge entonces la duda sobre la incógnita inicial y será el propio poeta argentino quien aclare en alguna de sus obras: “El tiempo acabará por editar antologías admirables”. Se encuentra, entonces, la primera evidencia para entender el trabajo de este sociólogo, profesor jubilado de la Escuela de Comunicación Social de LUZ: su escritura se incrusta en el tiempo de una sociedad desolada, llena de asesinatos, de brutalidad, de pobreza, de crispación política. Él pertenece a ese grupo de intelectuales nacionales que se han dado a la tarea, más bien amarga, de descifrar los enigmas de la Venezuela de hoy y le ha tocado completar esa antología. Miguel Ángel Campos se ha encargado de reunir, a través de años de muy fina y disciplinada escritura, las pistas para comprendernos. Hoy, en el mes de las reflexiones supremas, ofrece tres grandes explicaciones, en un recorrido desde la época de la Colonia hasta los albores de 2010, sobre las pistas que debe asumir el país en el siglo XXI La ausencia de beligerancia de la sociedad le lleva a usted a afirmar que hay sólo personas fingiendo ser ciudadanos
— Para caracterizar la Venezuela de hoy, en su búsqueda de un modelo que no llega, se pasa por unas coordenadas que están más allá de la política y la constitución del Estado. Estos dos últimos son temas que la gente asocia como determinantes para resolver el enigma por la vía del poder político, la discrecionalidad para ejecutar, para disponer. Pareciera que a eso se redujera todo, a las expectativas planteadas por los grupos mesiánicos. El establecimiento del sentido del territorio, la unificación de la gente, los valores ecológicos, todo eso se ignora olímpicamente. Se recurre al Estado, a la historia constitucional, a lo eleccionario, a los grupos de poder, a los partidos como los únicos y verdaderos escenarios donde se va a debatir este drama de la identidad nacional. ¿Cuál es el origen de nuestras carencias, del extravío que tenemos como país?
— La gran hazaña hispanoamericana es la consolidación de un modo de vida definido más por una relación llena de ansiedad con unos objetos y no por la instalación de un señorío sobre el entorno. Las ciudades apaciguan la necesidad de estabilidad y lo que en ese espacio ocurre –y va desde la disidencia de los cabildos hasta el gusto por el protocolo y la legalidad de los caudillos- es la consecuencia de la incredulidad, es la tendencia a subordinar la realidad no registrada, la descalificación de la barbarie.

Esta tendencia, según afirma, se engendró desde la época de la Colonia

— Sí. El venezolano no fue capaz de desarrollar beligerancia frente a lo público porque siempre fue sumiso. El proyecto de ciudadanía del siglo XIX descansa sobre un territorio vacío, una población diezmada, demográficamente colapsada. Los caudillos que heredan la guerra de Independencia -que se reparten las instituciones- rápidamente se enfrascan en la guerra civil y se pospone la formación de los  agentes de una verdadera sociedad. Se pospone la educación, el estado de derecho, identidad, lo que supone arraigo de unos grupos en relación con su pasado.  El venezolano ha delegado permanentemente y pone sobre otros hombros las responsabilidades y espera todo de los hombres mesiánicos y del Estado. Cualquiera pudiera decir que el venezolano de hoy es producto de los últimos 20 años. Lo que pasa es que hay conflictos no resueltos que se han ido postergando, conflictos de grupo, de convivencia, de identidad, entonces, no se puede tener una imagen completa de ese sujeto, que oculta su pasado -usemos lenguaje de telenovela-. El venezolano es un sujeto que oculta su pasado, de la manera más eficaz: a través del inconsciente. Por eso usted describe al país de los sobresaltos…
— Me pregunto cómo puede permanecer un orden humano sin hacerse continuamente preguntas desgarradoras. Los venezolanos hemos aprendido a vivir apenas con sobresaltos y esto es resultado de la expulsión de la angustia, combatida como patología, aunque en realidad es un alentador del conformismo. Para la muchedumbre no hay  sino salvación de último minuto, que como se sabe nada salva, es sólo resguardo de los hambrientos, la expectativa de los abrumados por el apetito. El pueblo debe estar bien alimentado y saludable, aunque lo arrase la mala conciencia. Y cuando está hambreado alimenta su rencor. ¿Por qué reaparecen con tanta facilidad estas perturbaciones?
— Yo podría demostrar sociológicamente que el venezolano de hoy es menos solidario, menos piadoso, más cruel, que hace 10 o 15 años. Me dan 3 meses y lo demuestro. Eso es un espanto. ¿Por qué reaparece este mal en un país que vive el esplendor de la modernidad en los años 50, que expulsa el caudillismo que parece enrumbarse hacia un futuro? En 1989 aparecen los saqueos. Los planes del Fondo Monetario Internacional en la época de Carlos Andrés Pérez es un asunto de economistas, lo importante es cuestionar que esta sociedad saquea a pesar del florecimiento de las décadas anteriores. Uno de los países más pobres del mundo -moral y materialmente- es la India y allá no hay saqueos nunca. Es grave la perturbación nuestra. ¡Gravísima!. Y esta sociedad va a volver a saquear, en cualquier descuido, saquea

¿Puede asegurar que pactamos con el mal?

— En medio de esta realidad, el venezolano se ha confundido con sus agresores, terminó siendo órgano destructor de la propia sociedad. El venezolano promedio de hoy es un agresor y un potencial asesino. Lo digo con dolor. En cualquier transeúnte de hoy alienta la  agresión, reactivo, sectario, se convierte en instrumento de agresión, siempre para sacar ventaja. Estamos hablando de la extinción de la vida societaria, de un primitivismo visceral. El venezolano, en medio de su desesperanza, concilió con el mal y la rutina anómica. Se perturbó la condición del individuo que ya no es tocado por la nobleza.
PISTA 2. EL SIGLO XX Y LA CULTURA DEL PETRÓLEO

En Desagravio del mal, usted plantea que la aparición del petróleo puso al venezolano en posición de fundar rasgos definitorios de nuestra conducta y hábitos de pensamiento. ¿Por qué?
— Mis primeras visiones del petróleo están marcadas por la angustia. El tema del petróleo ha sido encarado a regañadientes, se le ha construido una identidad en la que hay mucha economía, poca sociología y una literatura más bien raquítica. Y tenemos que analizar qué implicó el petróleo en términos culturales. Durante el siglo XX sirvió como antídoto contra la guerra civil. Exorcizó permanentemente los brotes de violencia, de caos, de anarquía. Contrarrestó la cosa atávica, caudillista, castrense. El aspecto importante es que el petróleo en el siglo XX construyó una cultura social, de estilo político. Acorazó el modelo representativo desde el 1958 hasta hoy. Pero, hizo más: transformó al venezolano en términos de consumo, de apertura mental, desarrollo profesional, educacional, modernidad. Llevó a Venezuela a su máximo esplendor. La circulación del dinero, la modernización, la emancipación de la mujer, los planes de salud y educación. Todo eso se lo debemos al petróleo, porque Venezuela era uno de los países más agrarios, sumisos y oscuros de toda América del Sur, tras el fin del gomecismo.
El Programa de Febrero de la década del 30 funda un proyecto de sanidad. Hoy vemos un país que comercializa millardos de dólares en petróleo pero tiene hospitales públicos precarios.

—Venezuela destierra las enfermedades endémicas hacia 1945, soluciona el suministro del agua, se adelantaron proyectos sociales. Pero nada de eso se combatió con el petróleo, ése fue el instrumento, se combatió con  los proyectos de los grupos civiles que tenían muy claro que el país se transformaba o se extinguía. El proyecto económico de una sociedad es derivado, es solapado, secundario. La fuerza que motoriza la dinámica de una sociedad está en otro escenario, no en la inversión neta. ¿Cuál es el balance de la cultura del petróleo?
— Positivo. Si no hubiera habido petróleo en 1936, estuviéramos sumidos en la barbarie más absoluta. Lo que mantiene a flote la posibilidad de que el proceso político actual, por ejemplo, se enmiende es justamente la herencia del petróleo, su civilidad y espíritu de urbanidad, no hay otra expectativa. ¿Cuál es el impacto real de esa tesis del petróleo perverso?
— Convertida en crónica y circunstancia, la saga del petróleo es como un suceso familiar del que nadie habla, aun cuando sea de dominio público. La desesperanza es un subproducto de la cultura del petróleo en Venezuela, está en la psiquis del venezolano. Hay la percepción de que el petróleo no nos hizo ricos, ni felices a todos. El venezolano se amarga, se hace retrechero, resentido social, engendra el rencor. Muchos se sienten derrotados, que no los tocó la riqueza petrolera. ¿Por eso dice que el venezolano trastornó su concepto de bienestar?
— Sí, el venezolano confundió bienestar con dinero, se olvidó que bienestar es estabilidad política, formación cultural, arraigo societario, memoria del origen, sentido de adscripción a un país. El venezolano cree que bienestar es tener “cobres”, tres carros en el garaje, ocho televisores en la casa. La gente cree que eso es bienestar. Cuando un venezolano se gana el “Kino” no se le ocurre inscribir a los hijos en un buen colegio o mandarlos a estudiar francés en Europa, que se forme en alguna actividad ilustrada, no se le ocurre jamás eso. Como no tiene nada que mostrar como tradición, entonces ostenta los “cobres”, las posesiones. No tiene hijos escritores, artistas, científicos. No tiene nada que mostrar como blasones de prestigio, entonces ostenta el dinero como fuente de estima. Cree que el dinero y lo material son fuente de prestigio.
PISTA 3. EDUCACIÓN Y DEMOCRACIA

Usted dice que el Estado instauró la educación para tutelar a los ciudadanos y no a la inversa
— Cuando hablamos de la educación en Venezuela debemos fijarnos en el acto, porque tiene como gran tutor al Estado: como toda sociedad emergente que nace desde lo constitucional y no desde lo real, nacimos un día, una fecha específica con la aparición de una Constitución. Las instituciones, se sabe, no nacen en un momento concreto y tampoco en un acuerdo forense entre hombres. La sociedad venezolana acepta pasivamente el rol educador del Estado porque la figura de lo público, de la responsabilidad institucional ha desbordadado todos los procesos mentales en el país. Esta sociedad se ha dejado confiscar las funciones autorreproductoras de sus valores y hábitos. ¿Hay una percepción errada, entonces, del Estado?
— En Venezuela hay una gran veneración, una actitud casi teológica frente a la estructura pública forjada real: las oficinas son reales, los ministerios, el sello, la firma, el trámite burocrático, el acuerdo del consejo y del parlamento, todo pertenece a la esfera de lo público definido desde el Estado. Ese proyecto ha estado movilizado, no desde los intereses de quienes serían los sujetos de esa felicidad, sino de quienes tratan de imponer una suerte de orden útil para garantizar la retención del poder, un proyecto tribal y no civil.
¿Por qué no se cuestiona esta perturbación en las masas?
— Es fácil darse cuenta cómo en Venezuela ha faltado como antídoto una buena dosis de desprecio del poder. Nadie parece haber escapado a su fascinación, al prestigio de los halagos de media calle. Seguramente hay mucho escepticismo, el peso mortal de un país que recela de sus mejores momentos y en alarde de despecho lo echa todo por la ventana. Cuando la gente aplaude a los militares alzados en armas, los ve como hombres honrados poseedores de la fuerza, dentro de un ejército corrupto, que horrorizados quieren salvar la patria, pero no porque la patria esté herida, no por el fenómeno del poder perturbado. Frente al verdadero oprobio no es tan fácil reaccionar. Aquí volvemos otra vez al problema de la educación, de la conciencia, de tener un proyecto que imponerle al Estado.

Usted plantea que en el país no hay que reeducar, sino de deseducar…

— Pero claro que sí. No se trata ni siquiera de actualizar la educación. Se hizo y funcionó en los 40. Ya no. Llegamos a un punto de deterioro, de extravío, se trata de olvidar todo lo que nos han enseñado, lo que hemos aprendido en una escuela informal. La escuela nunca revisó críticamente sus programas, no se ha pensado como institución mental generadora de felicidad. Estamos en una sociedad que dejó de enseñar virtudes, que se hizo oportunista, economicista, que creyó, y cree que de lo que se trata es de la producción y el consumo. No tenemos ni siquiera corrección, menos virtud, si la tuviéramos, tendríamos esperanza de tener estado de derecho. Pero como no hubo ciudadanía, no tuvimos chance de tener estado de derecho. ¿Esta visión de educación ha reconfigurado la percepción de lo democrático?
— No hay participación política configuradora, porque la participación es casi gerencial, casi técnica, reducida a fetichismo jurídico (esto hace el fraude electoral técnicamente nulo). Detrás de las elecciones no hay una actitud permanente de interrogación, de revisión de los acuerdos principistas. Las elecciones en Venezuela se convocan cada 6 años y es todo un espectáculo de medios, ritual inocuo dispuesto para un domingo, día de descanso. Entonces, el venezolano cree que la democracia es ir a elecciones. ¡Hasta el día de hoy lo cree! Y le dicen que no votar es malo y que si no vota no tiene derecho a nada. No ve que la abstención es una opción, una forma de disidencia -no del partido, sino del modelo-, pero no lo sabe. Primero, jurídicamente el voto no es obligatorio, pero culturalmente, la abstención ha sido decisorio en las grandes sociedades en el estremecimiento moral de un régimen. ¿Pero nuestra abstención es consciente?
— No, no es dirigida, es una abstención inercial. No tiene el valor político que debiera tener en otra situación. No es contestataria. PISTA IV. ¿Y LA SALIDA? En medio de este evangelio de espanto, como usted mismo cataloga, ¿es posible asumir un proyecto de transformación?
— La respuesta es no. No es posible un proyecto que no exorcice esas tensiones, esas patologías que merodean allí en el cuerpo de los hombres, prestos a asaltar. Habría que deshacerse de  todos los hábitos y pulsiones que fueron residuales, pero que permanecen todavía como estilos, totalmente incoherentes. El consumismo, el derroche, el mayamismo, el tercermundismo, el tener sin poseer, la politiquería, la pérdida de cohesión, de solidaridad. Son residuos de la cultura del petróleo, que en el siglo XX fue una fuerza estructuradora, y se heredan en el siglo XXI como un peso mortal. El Estado petrolero que financia todo hay que desmontarlo y desmontar la cultura del petróleo de hoy. Venezuela necesita un exorcismo cultural.

La reiteración de la desgracia
Campos insiste en que el trabajo de nuestros sociólogos está olvidado, condenado, tanto por la dirigencia política como por la gente ilustrada, la educación, los lectores, la vida escolar. “Los aportes de Uslar, Mijares, Picón Salas, Briceño Iragorry, Enrique Bernardo Núñez develaron un país. El trabajo, por ejemplo, de Laureano Vallenilla Lanz explica porqué la sociedad se pone en manos en manos de un césar para salvarse de sus tendencia tanatorias, a autodestruirse.  Ahí tenemos el país de los vivos que reseñaba Uslar en 1952. ¡No han perdido vigencia! Son diagnósticos geniales, que espantan. Parecen que estuvieran describiendo punto por punto al venezolano promedio de hoy. Han pasado más de 70 años desde esa caracterización y seguimos siendo los mismos”. El mea culpa necesario
Campos apela al aporte de Mario Briceño Iragorry para recordar cuando el autor advertía que el venezolano necesitaba asumir sus propias culpas, admitir sus crímenes, tanto como individuos y como sociedad. “Carecemos de fe en nosotros mismos, necesitamos un mea culpa como apelación a una fuerza antidemagógica, el reconocimiento de la orfandad como punto de partida de un inventario de nuestras carencias. Si para los doctores el Estado era el botín, para las masas será la sociedad misma, ese espacio donde cada quien toma lo que puede y la herencia común termina en el muladar”, dice Campos.“¿DE QUÉ MURIERON NUESTROS INTELECTUALES?”Sus antecesores ya le habían colgado una etiqueta a esta tierra: “Equivocación de la historia”, decía José Ignacio Cabrujas; “El país de la viveza”, se indignaba Arturo Uslar Pietri; “La nación de las corazonadas”, se resignaba Mariano Picón Salas. Hoy, varias décadas después, le tocó a Campos sintetizar su visión: “El país de la incredulidad”, es su expresión para describir la dificultad del país de creer en algo, por su falta de fe en los proyectos civiles. La amargura, muchas veces, se convierte en el muladar en el que descansa la obra de los brillantes. Miguel Ángel Campos lo sabe y hasta ha descifrado de qué murieron efectivamente los grandes intelectuales venezolanos.

¿De qué murió Mario Briceño Iragorry?

— De mal de patria, una enfermedad que no aparece en los libros de medicina. ¿Mariano Picón Salas?
— De fastidio. ¿Arturo Uslar Pietri?
— De cansancio. ¿José Ignacio Cabrujas?
— ¡De descuido! Era muy alerta y cuando se descuidó, cerró los ojos y murió. Lo consumió el estrellato del día. ANTOLOGÍA DE UN PAÍS La obra de Campos puede considerarse como un referente para el ciudadano que se proponga realmente entender la complejidad social de Venezuela. A lo largo de su trayectoria como ensayista, ha ganado varios reconocimientos como el premio de ensayos de la Primera Bienal de Literatura Mariano Picón Salas y el Premio Fundarte de Ensayo Literario de 1994. Ha publicado las siguientes obras: Tonos (1987), La imaginación atrofiada (1992), Las novedades del petróleo (1994), La ciudad velada (2001), Desagravio del mal (2005), Incredulidad (2009) y La fe de los traidores (2010).

Enlazado desde: http://www.agenciadenoticias.luz.edu.ve/index.php?option=com_content&task=category&sectionid=4&id=67&Itemid=169

Juan Villoro:
“Es falso que el periodismo esté por debajo de la ficción”

El autor mexicano vuelve a publicar en Argentina y reivindica el lugar literario de las crónicas periodísticas.
Por FEDERICO BIANCHINI fbianchini@clarin.com

CRONISTA MILITANTE. “La crónica es como los pájaros exóticos, que rara vez se ven», dice desde México.

Dice que es por torpeza, porque no le sale de otra manera. Y con timidez reconoce que, a veces, antes de empezar un cuento y para entrar en confianza con su personaje, lo hace actuar, como si estuviera vivo. Entonces Juan Villoro escribe como el personaje, un hombre joven, toma el taxi al aeropuerto, pide un café mientras espera la hora del vuelo, recuerda lo que hizo esa mañana, sube al avión, se duerme, llega, baja del avión, pierde la valija, protesta, la encuentra. Ahora, el personaje está frente a la puerta del aeropuerto. “Ahí empieza mi cuento. Y todo eso, que escribí antes, lo tengo que sacar”, dice Villoro, con tono confesional, lejos del supuesto hermetismo del escritor consagrado. “Lo necesito para que la narración funcione. Para sentirme cómodo con el personaje”, agrega y después, entre risas, dice que a pesar de todo ese trabajo, en el caso puntual del hombre del aeropuerto, la historia no quedó nada bien y nunca fue publicada.

Acaba de editar por Interzona 8.8 El miedo en el espejo , una larga crónica sobre lo inesperado de los terremotos y sus consecuencias psicológicas. Sobreviviente de dos fuertes sismos (1985 en México, 2010 en Chile), al volver de Santiago después del cataclismo escribió una breve crónica para sacarse el tema de encima. “Sin embargo, en los días siguientes advertí que no podía pensar en otra cosa, algo se había quedado en la ciudad chilena, el alma no volvía al cuerpo: “mi libro fue ese punto de retorno”, comenta.

Ganador de los premios Herralde y Rey de España entre otros, no cree en la “economía del prestigio”. Le divierte que cuando lo invitan a un lugar como escritor lo hospeden en un hotel de cinco estrellas; y que cuando lo reciben en esa misma ciudad pero como periodista, a lo sumo, el hotel tenga tres. “Creo que eso surge de la confusión cultural respecto de que el periodismo está por debajo de la ficción o la novela. Se piensa que (Ernest) Hemingway o (Gabriel) García Márquez hicieron trabajo de albañilería como periodistas, para ser luego grandes arquitectos como novelistas. Definición claramente falsa”, comenta. Para Juan Villoro la fama y el reconocimiento son pura casualidad, algo que nada tiene que ver con la literatura.

¿Qué importancia le da entonces a los premios? Todos estamos hechos de lo mismo. Sería absurdo decir que no nos interesa que nos lean o nos reconozcan. Pero recibí mi primer premio veinte años después de empezar a publicar. Y haber trabajado tanto tiempo sin otra gratificación que la escritura fue una buena escuela de que los premios pueden no existir. Creo que son estímulos para hacer otras cosas aunque, claramente, no garantizan que lo que venga después valga la pena. Son una oportunidad de cambiarles las ruedas a tu coche y seguir adelante para caer a un precipicio en la curva siguiente.

Autor de novelas, cuentos para adultos y cuentos para chicos, crónicas y ensayos, este escritor mexicano y futbolero por naturaleza dice que cuando escribe nunca se relaja. Tampoco se siente cómodo. “No importa el género. En ese momento, estoy al mismo tiempo: tenso y cautivado”.

¿La fama literaria lo condiciona de algún modo? La presión siempre está allí. Pero no hay que olvidar que el reconocimiento es un simple malentendido. En ocasiones, el ruido que se genera sobre un autor, ya sea a favor o en contra, lo distorsiona por igual. Pero cuando la persona a la que eso le toca eres tú, la única actitud sana es la aceptación. Porque todo escritor tiene una respuesta a sus palabras, que puede ser desmedida: por el silencio o por el ruido. Yo fui muy amigo de Roberto Bolaño; él detestaba la fama literaria, odiaba a quienes la buscaban. Y, de manera paradójica, al morir se convirtió en el escritor más famoso de su generación, una especie de mito, un Jim Morrison de la escritura, algo nunca visto. Creo que si estuviera vivo, él enfrentaría todo eso como un malentendido, algo de lo que no puedes escapar del todo. Lo peligroso es vivir en función de la mirada del otro, de tener cierto éxito o de conseguir el premio que aún no recibes. Pero las cosas caen un poco accidentalmente y, por suerte, en mi caso, no estoy bajo reflectores tan grandes como los de (Mario) Vargas Llosa o (Gabriel) García Márquez.

Referente de la crónica latinoamericana, el escritor menciona la paradoja actual del género: una fama inusitada que coexiste con la dificultad para ejercerla. “Es como los pájaros exóticos, que llaman la atención pero rara vez se ven. Hoy se le da más importancia a un congreso sobre crónicas que a sostener una revista sobre crónicas. Y tengo miedo de que el género se convierta en algo sobre lo que se habla académicamente pero que no se ejerce, como esas corrientes teóricas que sólo sirven para ser enseñadas”.

Enlazado desde:

http://www.revistaenie.clarin.com/literatura/ficcion/juan_villoro_0_385161660.html

Discurso de aceptación del Premio Nobel

Elogio de la lectura y la ficción

MARIO VARGAS LLOSA

08/12/2010

Me gustaría que mi madre estuviera aquí, se emocionaba leyendo a Neruda

Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia

Quienes, como Liu Xiaobo, luchan por su libertad, luchan por la nuestra

Las experiencias peruanas siguen alimentándome como escritor

La emancipación de los indígenas es una asignatura pendiente, una vergüenza

La transición española ha sido una de las mejores historias modernas

Escribir se volvió una manera de protestar, de resistir, de rebelarme

La ficción despierta el espíritu crítico, es más que un entretenimiento…

Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida. Casi setenta años después recuerdo con nitidez cómo esa magia, traducir las palabras de los libros en imágenes, enriqueció mi vida, rompiendo las barreras del tiempo y del espacio y permitiéndome viajar con el capitán Nemo veinte mil leguas de viaje submarino, luchar junto a d’Artagnan, Athos, Portos y Aramís contra las intrigas que amenazan a la Reina en los tiempos del sinuoso Richelieu, o arrastrarme por las entrañas de París, convertido en Jean Valjean, con el cuerpo inerte de Marius a cuestas.

La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura. Mi madre me contó que las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía pues me apenaba que se terminaran o quería enmendarles el final. Y acaso sea eso lo que me he pasado la vida haciendo sin saberlo: prolongando en el tiempo, mientras crecía, maduraba y envejecía, las historias que llenaron mi infancia de exaltación y de aventuras.

Me gustaría que mi madre estuviera aquí, ella que solía emocionarse y llorar leyendo los poemas de Amado Nervo y de Pablo Neruda, y también el abuelo Pedro, de gran nariz y calva reluciente, que celebraba mis versos, y el tío Lucho que tanto me animó a volcarme en cuerpo y alma a escribir aunque la literatura, en aquel tiempo y lugar, alimentara tan mal a sus cultores. Toda la vida he tenido a mi lado gentes así, que me querían y alentaban, y me contagiaban su fe cuando dudaba. Gracias a ellos y, sin duda, también, a mi terquedad y algo de suerte, he podido dedicar buena parte de mi tiempo a esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.

No era fácil escribir historias. Al volverse palabras, los proyectos se marchitaban en el papel y las ideas e imágenes desfallecían. ¿Cómo reanimarlos? Por fortuna, allí estaban los maestros para aprender de ellos y seguir su ejemplo. Flaubert me enseñó que el talento es una disciplina tenaz y una larga paciencia. Faulkner, que es la forma -la escritura y la estructura- lo que engrandece o empobrece los temas. Martorell, Cervantes, Dickens, Balzac, Tolstoi, Conrad, Thomas Mann, que el número y la ambición son tan importantes en una novela como la destreza estilística y la estrategia narrativa. Sartre, que las palabras son actos y que una novela, una obra de teatro, un ensayo, comprometidos con la actualidad y las mejores opciones, pueden cambiar el curso de la historia. Camus y Orwell, que una literatura desprovista de moral es inhumana y Malraux que el heroísmo y la épica cabían en la actualidad tanto como en el tiempo de los argonautas, la Odisea y la Ilíada.

Si convocara en este discurso a todos los escritores a los que debo algo o mucho sus sombras nos sumirían en la oscuridad. Son innumerables. Además de revelarme los secretos del oficio de contar, me hicieron explorar los abismos de lo humano, admirar sus hazañas y horrorizarme con sus desvaríos. Fueron los amigos más serviciales, los animadores de mi vocación, en cuyos libros descubrí que, aun en las peores circunstancias, hay esperanzas y que vale la pena vivir, aunque fuera sólo porque sin la vida no podríamos leer ni fantasear historias.

Algunas veces me pregunté si en países como el mío, con escasos lectores y tantos pobres, analfabetos e injusticias, donde la cultura era privilegio de tan pocos, escribir no era un lujo solipsista. Pero estas dudas nunca asfixiaron mi vocación y seguí siempre escribiendo, incluso en aquellos períodos en que los trabajos alimenticios absorbían casi todo mi tiempo. Creo que hice lo justo, pues, si para que la literatura florezca en una sociedad fuera requisito alcanzar primero la alta cultura, la libertad, la prosperidad y la justicia, ella no hubiera existido nunca. Por el contrario, gracias a la literatura, a las conciencias que formó, a los deseos y anhelos que inspiró, al desencanto de lo real con que volvemos del viaje a una bella fantasía, la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida. Quien busca en la ficción lo que no tiene, dice, sin necesidad de decirlo, ni siquiera saberlo, que la vida tal como es no nos basta para colmar nuestra sed de absoluto, fundamento de la condición humana, y que debería ser mejor. Inventamos las ficciones para poder vivir de alguna manera las muchas vidas que quisiéramos tener cuando apenas disponemos de una sola.

Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión. Quienes dudan de que la literatura, además de sumirnos en el sueño de la belleza y la felicidad, nos alerta contra toda forma de opresión, pregúntense por qué todos los regímenes empeñados en controlar la conducta de los ciudadanos de la cuna a la tumba, la temen tanto que establecen sistemas de censura para reprimirla y vigilan con tanta suspicacia a los escritores independientes. Lo hacen porque saben el riesgo que corren dejando que la imaginación discurra por los libros, lo sediciosas que se vuelven las ficciones cuando el lector coteja la libertad que las hace posibles y que en ellas se ejerce, con el oscurantismo y el miedo que lo acechan en el mundo real. Lo quieran o no, lo sepan o no, los fabuladores, al inventar historias, propagan la insatisfacción, mostrando que el mundo está mal hecho, que la vida de la fantasía es más rica que la de la rutina cotidiana. Esa comprobación, si echa raíces en la sensibilidad y la conciencia, vuelve a los ciudadanos más difíciles de manipular, de aceptar las mentiras de quienes quisieran hacerles creer que, entre barrotes, inquisidores y carceleros viven más seguros y mejor. La buena literatura tiende puentes entre gentes distintas y, haciéndonos gozar, sufrir o sorprendernos, nos une por debajo de las lenguas, creencias, usos, costumbres y prejuicios que nos separan. Cuando la gran ballena blanca sepulta al capitán Ahab en el mar, se encoge el corazón de los lectores idénticamente en Tokio, Lima o Tombuctú. Cuando Emma Bovary se traga el arsénico, Anna Karenina se arroja al tren y Julien Sorel sube al patíbulo, y cuando, en El Sur, el urbano doctor Juan Dahlmann sale de aquella pulpería de la pampa a enfrentarse al cuchillo de un matón, o advertimos que todos los pobladores de Comala, el pueblo de Pedro Páramo, están muertos, el estremecimiento es semejante en el lector que adora a Buda, Confucio, Cristo, Alá o es un agnóstico, vista saco y corbata, chilaba, kimono o bombachas. La literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa las fronteras que erigen entre hombres y mujeres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez.

Como todas las épocas han tenido sus espantos, la nuestra es la de los fanáticos, la de los terroristas suicidas, antigua especie convencida de que matando se gana el paraíso, que la sangre de los inocentes lava las afrentas colectivas, corrige las injusticias e impone la verdad sobre las falsas creencias. Innumerables víctimas son inmoladas cada día en diversos lugares del mundo por quienes se sienten poseedores de verdades absolutas. Creíamos que, con el desplome de los imperios totalitarios, la convivencia, la paz, el pluralismo, los derechos humanos, se impondrían y el mundo dejaría atrás los holocaustos, genocidios, invasiones y guerras de exterminio. Nada de eso ha ocurrido. Nuevas formas de barbarie proliferan atizadas por el fanatismo y, con la multiplicación de armas de destrucción masiva, no se puede excluir que cualquier grupúsculo de enloquecidos redentores provoque un día un cataclismo nuclear. Hay que salirles al paso, enfrentarlos y derrotarlos. No son muchos, aunque el estruendo de sus crímenes retumbe por todo el planeta y nos abrumen de horror las pesadillas que provocan. No debemos dejarnos intimidar por quienes quisieran arrebatarnos la libertad que hemos ido conquistando en la larga hazaña de la civilización. Defendamos la democracia liberal, que, con todas sus limitaciones, sigue significando el pluralismo político, la convivencia, la tolerancia, los derechos humanos, el respeto a la crítica, la legalidad, las elecciones libres, la alternancia en el poder, todo aquello que nos ha ido sacando de la vida feral y acercándonos -aunque nunca llegaremos a alcanzarla- a la hermosa y perfecta vida que finge la literatura, aquella que sólo inventándola, escribiéndola y leyéndola podemos merecer. Enfrentándonos a los fanáticos homicidas defendemos nuestro derecho a soñar y a hacer nuestros sueños realidad.

En mi juventud, como muchos escritores de mi generación, fui marxista y creí que el socialismo sería el remedio para la explotación y las injusticias sociales que arreciaban en mi país, América Latina y el resto del Tercer Mundo. Mi decepción del estatismo y el colectivismo y mi tránsito hacia el demócrata y el liberal que soy -que trato de ser- fue largo, difícil, y se llevó a cabo despacio y a raíz de episodios como la conversión de la Revolución Cubana, que me había entusiasmado al principio, al modelo autoritario y vertical de la Unión Soviética, el testimonio de los disidentes que conseguía escurrirse entre las alambradas del Gulag, la invasión de Checoeslovaquia por los países del Pacto de Varsovia, y gracias a pensadores como Raymond Aron, Jean-François Rével, Isaiah Berlin y Karl Popper, a quienes debo mi revalorización de la cultura democrática y de las sociedades abiertas. Esos maestros fueron un ejemplo de lucidez y gallardía cuando la intelligentsia de Occidente parecía, por frivolidad u oportunismo, haber sucumbido al hechizo del socialismo soviético, o, peor todavía, al aquelarre sanguinario de la revolución cultural china.

De niño soñaba con llegar algún día a París porque, deslumbrado con la literatura francesa, creía que vivir allí y respirar el aire que respiraron Balzac, Stendhal, Baudelaire, Proust, me ayudaría a convertirme en un verdadero escritor, que si no salía del Perú sólo sería un seudo escritor de días domingos y feriados. Y la verdad es que debo a Francia, a la cultura francesa, enseñanzas inolvidables, como que la literatura es tanto una vocación como una disciplina, un trabajo y una terquedad. Viví allí cuando Sartre y Camus estaban vivos y escribiendo, en los años de Ionesco, Beckett, Bataille y Cioran, del descubrimiento del teatro de Brecht y el cine de Ingmar Bergman, el TNP de Jean Vilar y el Odéon de Jean Louis Barrault, de la Nouvelle Vague y le Nouveau Roman y los discursos, bellísimas piezas literarias, de André Malraux, y, tal vez, el espectáculo más teatral de la Europa de aquel tiempo, las conferencias de prensa y los truenos olímpicos del general De Gaulle. Pero, acaso, lo que más le agradezco a Francia sea el descubrimiento de América Latina. Allí aprendí que el Perú era parte de una vasta comunidad a la que hermanaban la historia, la geografía, la problemática social y política, una cierta manera de ser y la sabrosa lengua en que hablaba y escribía. Y que en esos mismos años producía una literatura novedosa y pujante. Allí leí a Borges, a Octavio Paz, Cortázar, García Márquez, Fuentes, Cabrera Infante, Rulfo, Onetti, Carpentier, Edwards, Donoso y muchos otros, cuyos escritos estaban revolucionando la narrativa en lengua española y gracias a los cuales Europa y buena parte del mundo descubrían que América Latina no era sólo el continente de los golpes de Estado, los caudillos de opereta, los guerrilleros barbudos y las maracas del mambo y el chachachá, sino también ideas, formas artísticas y fantasías literarias que trascendían lo pintoresco y hablaban un lenguaje universal.

De entonces a esta época, no sin tropiezos y resbalones, América Latina ha ido progresando, aunque, como decía el verso de César Vallejo, todavía Hay, hermanos, muchísimo que hacer. Padecemos menos dictaduras que antaño, sólo Cuba y su candidata a secundarla, Venezuela, y algunas seudo democracias populistas y payasas, como las de Bolivia y Nicaragua. Pero en el resto del continente, mal que mal, la democracia está funcionando, apoyada en amplios consensos populares, y, por primera vez en nuestra historia, tenemos una izquierda y una derecha que, como en Brasil, Chile, Uruguay, Perú, Colombia, República Dominicana, México y casi todo Centroamérica, respetan la legalidad, la libertad de crítica, las elecciones y la renovación en el poder. Ése es el buen camino y, si persevera en él, combate la insidiosa corrupción y sigue integrándose al mundo, América Latina dejará por fin de ser el continente del futuro y pasará a serlo del presente.

Nunca me he sentido un extranjero en Europa, ni, en verdad, en ninguna parte. En todos los lugares donde he vivido, en París, en Londres, en Barcelona, en Madrid, en Berlín, en Washington, Nueva York, Brasil o la República Dominicana, me sentí en mi casa. Siempre he hallado una querencia donde podía vivir en paz y trabajando, aprender cosas, alentar ilusiones, encontrar amigos, buenas lecturas y temas para escribir. No me parece que haberme convertido, sin proponérmelo, en un ciudadano del mundo, haya debilitado eso que llaman «las raíces», mis vínculos con mi propio país -lo que tampoco tendría mucha importancia-, porque, si así fuera, las experiencias peruanas no seguirían alimentándome como escritor y no asomarían siempre en mis historias, aun cuando éstas parezcan ocurrir muy lejos del Perú. Creo que vivir tanto tiempo fuera del país donde nací ha fortalecido más bien aquellos vínculos, añadiéndoles una perspectiva más lúcida, y la nostalgia, que sabe diferenciar lo adjetivo y lo sustancial y mantiene reverberando los recuerdos. El amor al país en que uno nació no puede ser obligatorio, sino, al igual que cualquier otro amor, un movimiento espontáneo del corazón, como el que une a los amantes, a padres e hijos, a los amigos entre sí.

Al Perú yo lo llevo en las entrañas porque en él nací, crecí, me formé, y viví aquellas experiencias de niñez y juventud que modelaron mi personalidad, fraguaron mi vocación, y porque allí amé, odié, gocé, sufrí y soñé. Lo que en él ocurre me afecta más, me conmueve y exaspera más que lo que sucede en otras partes. No lo he buscado ni me lo he impuesto, simplemente es así. Algunos compatriotas me acusaron de traidor y estuve a punto de perder la ciudadanía cuando, durante la última dictadura, pedí a los gobiernos democráticos del mundo que penalizaran al régimen con sanciones diplomáticas y económicas, como lo he hecho siempre con todas las dictaduras, de cualquier índole, la de Pinochet, la de Fidel Castro, la de los talibanes en Afganistán, la de los imanes de Irán, la del apartheid de África del Sur, la de los sátrapas uniformados de Birmania (hoy Myanmar). Y lo volvería a hacer mañana si -el destino no lo quiera y los peruanos no lo permitan- el Perú fuera víctima una vez más de un golpe de Estado que aniquilara nuestra frágil democracia. Aquella no fue la acción precipitada y pasional de un resentido, como escribieron algunos polígrafos acostumbrados a juzgar a los demás desde su propia pequeñez. Fue un acto coherente con mi convicción de que una dictadura representa el mal absoluto para un país, una fuente de brutalidad y corrupción y de heridas profundas que tardan mucho en cerrar, envenenan su futuro y crean hábitos y prácticas malsanas que se prolongan a lo largo de las generaciones demorando la reconstrucción democrática. Por eso, las dictaduras deben ser combatidas sin contemplaciones, por todos los medios a nuestro alcance, incluidas las sanciones económicas. Es lamentable que los gobiernos democráticos, en vez de dar el ejemplo, solidarizándose con quienes, como las Damas de Blanco en Cuba, los resistentes venezolanos, o Aung San Suu Kyi y Liu Xiaobo, que se enfrentan con temeridad a las dictaduras que sufren, se muestren a menudo complacientes no con ellos sino con sus verdugos. Aquellos valientes, luchando por su libertad, también luchan por la nuestra.

Un compatriota mío, José María Arguedas, llamó al Perú el país de «todas las sangres». No creo que haya fórmula que lo defina mejor. Eso somos y eso llevamos dentro todos los peruanos, nos guste o no: una suma de tradiciones, razas, creencias y culturas procedentes de los cuatro puntos cardinales. A mí me enorgullece sentirme heredero de las culturas prehispánicas que fabricaron los tejidos y mantos de plumas de Nazca y Paracas y los ceramios mochicas o incas que se exhiben en los mejores museos del mundo, de los constructores de Machu Picchu, el Gran Chimú, Chan Chan, Kuelap, Sipán, las huacas de La Bruja y del Sol y de la Luna, y de los españoles que, con sus alforjas, espadas y caballos, trajeron al Perú a Grecia, Roma, la tradición judeo-cristiana, el Renacimiento, Cervantes, Quevedo y Góngora, y a la lengua recia de Castilla que los Andes dulcificaron. Y de que con España llegara también el África con su reciedumbre, su música y su efervescente imaginación a enriquecer la heterogeneidad peruana. Si escarbamos un poco descubrimos que el Perú, como el aleph de Borges, es en pequeño formato el mundo entero. ¡Qué extraordinario privilegio el de un país que no tiene una identidad porque las tiene todas!

La conquista de América fue cruel y violenta, como todas las conquistas, desde luego, y debemos criticarla, pero sin olvidar, al hacerlo, que quienes cometieron aquellos despojos y crímenes fueron, en gran número, nuestros bisabuelos y tatarabuelos, los españoles que fueron a América y allí se acriollaron, no los que se quedaron en su tierra. Aquellas críticas, para ser justas, deben ser una autocrítica. Porque, al independizarnos de España, hace doscientos años, quienes asumieron el poder en las antiguas colonias, en vez de redimir al indio y hacerle justicia por los antiguos agravios, siguieron explotándolo con tanta codicia y ferocidad como los conquistadores, y, en algunos países, diezmándolo y exterminándolo. Digámoslo con toda claridad: desde hace dos siglos la emancipación de los indígenas es una responsabilidad exclusivamente nuestra y la hemos incumplido. Ella sigue siendo una asignatura pendiente en toda América Latina. No hay una sola excepción a este oprobio y vergüenza.

Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso -triste consuelo- descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.

De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.

Aunque no ocurrió así exactamente, la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de cómo, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.

Detesto toda forma de nacionalismo, ideología -o, más bien, religión- provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.

No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del «otro», siempre semilla de violencia, con el patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver.

El Perú es para mí una Arequipa donde nací pero nunca viví, una ciudad que mi madre, mis abuelos y mis tíos me enseñaron a conocer a través de sus recuerdos y añoranzas, porque toda mi tribu familiar, como suelen hacer los arequipeños, se llevó siempre a la Ciudad Blanca con ella en su andariega existencia. Es la Piura del desierto, el algarrobo y el sufrido burrito, al que los piuranos de mi juventud llamaban «el pie ajeno» -lindo y triste apelativo-, donde descubrí que no eran las cigüeñas las que traían los bebés al mundo sino que los fabricaban las parejas haciendo unas barbaridades que eran pecado mortal. Es el Colegio San Miguel y el Teatro Variedades donde por primera vez vi subir al escenario una obrita escrita por mí. Es la esquina de Diego Ferré y Colón, en el Miraflores limeño -la llamábamos el Barrio Alegre-, donde cambié el pantalón corto por el largo, fumé mi primer cigarrillo, aprendí a bailar, a enamorar y a declararme a las chicas. Es la polvorienta y temblorosa redacción del diario La Crónica donde, a mis dieciséis años, velé mis primeras armas de periodista, oficio que, con la literatura, ha ocupado casi toda mi vida y me ha hecho, como los libros, vivir más, conocer mejor el mundo y frecuentar a gente de todas partes y de todos los registros, gente excelente, buena, mala y execrable. Es el Colegio Militar Leoncio Prado, donde aprendí que el Perú no era el pequeño reducto de clase media en el que yo había vivido hasta entonces confinado y protegido, sino un país grande, antiguo, enconado, desigual y sacudido por toda clase de tormentas sociales. Son las células clandestinas de Cahuide en las que con un puñado de sanmarquinos preparábamos la revolución mundial. Y el Perú son mis amigos y amigas del Movimiento Libertad con los que por tres años, entre las bombas, apagones y asesinatos del terrorismo, trabajamos en defensa de la democracia y la cultura de la libertad.

El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. Sin ella mi vida se hubiera disuelto hace tiempo en un torbellino caótico y no hubieran nacido Álvaro, Gonzalo, Morgana ni los seis nietos que nos prolongan y alegran la existencia. Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: ‘Mario, para lo único que tú sirves es para escribir».

Volvamos a la literatura. El paraíso de la infancia no es para mí un mito literario sino una realidad que viví y gocé en la gran casa familiar de tres patios, en Cochabamba, donde con mis primas y compañeros de colegio podíamos reproducir las historias de Tarzán y de Salgari, y en la Prefectura de Piura, en cuyos entretechos anidaban los murciélagos, sombras silentes que llenaban de misterio las noches estrelladas de esa tierra caliente. En esos años, escribir fue jugar un juego que me celebraba la familia, una gracia que me merecía aplausos, a mí, el nieto, el sobrino, el hijo sin papá, porque mi padre había muerto y estaba en el cielo. Era un señor alto y buen mozo, de uniforme de marino, cuya foto engalanaba mi velador y a la que yo rezaba y besaba antes de dormir. Una mañana piurana, de la que todavía no creo haberme recobrado, mi madre me reveló que aquel caballero, en verdad, estaba vivo. Y que ese mismo día nos iríamos a vivir con él, a Lima. Yo tenía once años y, desde entonces, todo cambió. Perdí la inocencia y descubrí la soledad, la autoridad, la vida adulta y el miedo. Mi salvación fue leer, leer los buenos libros, refugiarme en esos mundos donde vivir era exaltante, intenso, una aventura tras otra, donde podía sentirme libre y volvía a ser feliz. Y fue escribir, a escondidas, como quien se entrega a un vicio inconfesable, a una pasión prohibida. La literatura dejó de ser un juego. Se volvió una manera de resistir la adversidad, de protestar, de rebelarme, de escapar a lo intolerable, mi razón de vivir. Desde entonces y hasta ahora, en todas las circunstancias en que me he sentido abatido o golpeado, a orillas de la desesperación, entregarme en cuerpo y alma a mi trabajo de fabulador ha sido la luz que señala la salida del túnel, la tabla de salvación que lleva al náufrago a la playa.

Aunque me cuesta mucho trabajo y me hace sudar la gota gorda, y, como todo escritor, siento a veces la amenaza de la parálisis, de la sequía de la imaginación, nada me ha hecho gozar en la vida tanto como pasarme los meses y los años construyendo una historia, desde su incierto despuntar, esa imagen que la memoria almacenó de alguna experiencia vivida, que se volvió un desasosiego, un entusiasmo, un fantaseo que germinó luego en un proyecto y en la decisión de intentar convertir esa niebla agitada de fantasmas en una historia. «Escribir es una manera de vivir», dijo Flaubert. Sí, muy cierto, una manera de vivir con ilusión y alegría y un fuego chisporroteante en la cabeza, peleando con las palabras díscolas hasta amaestrarlas, explorando el ancho mundo como un cazador en pos de presas codiciables para alimentar la ficción en ciernes y aplacar ese apetito voraz de toda historia que al crecer quisiera tragarse todas las historias. Llegar a sentir el vértigo al que nos conduce una novela en gestación, cuando toma forma y parece empezar a vivir por cuenta propia, con personajes que se mueven, actúan, piensan, sienten y exigen respeto y consideración, a los que ya no es posible imponer arbitrariamente una conducta, ni privarlos de su libre albedrío sin matarlos, sin que la historia pierda poder de persuasión, es una experiencia que me sigue hechizando como la primera vez, tan plena y vertiginosa como hacer el amor con la mujer amada días, semanas y meses, sin cesar.

Al hablar de la ficción, he hablado mucho de la novela y poco del teatro, otra de sus formas excelsas. Una gran injusticia, desde luego. El teatro fue mi primer amor, desde que, adolescente, vi en el Teatro Segura, de Lima, La muerte de un viajante, de Arthur Miller, espectáculo que me dejó traspasado de emoción y me precipitó a escribir un drama con incas. Si en la Lima de los cincuenta hubiera habido un movimiento teatral habría sido dramaturgo antes que novelista. No lo había y eso debió orientarme cada vez más hacia la narrativa. Pero mi amor por el teatro nunca cesó, dormitó acurrucado a la sombra de las novelas, como una tentación y una nostalgia, sobre todo cuando veía alguna pieza subyugante. A fines de los setenta, el recuerdo pertinaz de una tía abuela centenaria, la Mamaé, que, en los últimos años de su vida, cortó con la realidad circundante para refugiarse en los recuerdos y la ficción, me sugirió una historia. Y sentí, de manera fatídica, que aquella era una historia para el teatro, que sólo sobre un escenario cobraría la animación y el esplendor de las ficciones logradas. La escribí con el temblor excitado del principiante y gocé tanto viéndola en escena, con Norma Aleandro en el papel de la heroína, que, desde entonces, entre novela y novela, ensayo y ensayo, he reincidido varias veces. Eso sí, nunca imaginé que, a mis setenta años, me subiría (debería decir mejor me arrastraría) a un escenario a actuar. Esa temeraria aventura me hizo vivir por primera vez en carne y hueso el milagro que es, para alguien que se ha pasado la vida escribiendo ficciones, encarnar por unas horas a un personaje de la fantasía, vivir la ficción delante de un público. Nunca podré agradecer bastante a mis queridos amigos, el director Joan Ollé y la actriz Aitana Sánchez Gijón, haberme animado a compartir con ellos esa fantástica experiencia (pese al pánico que la acompañó).

La literatura es una representación falaz de la vida que, sin embargo, nos ayuda a entenderla mejor, a orientarnos por el laberinto en el que nacimos, transcurrimos y morimos. Ella nos desagravia de los reveses y frustraciones que nos inflige la vida verdadera y gracias a ella desciframos, al menos parcialmente, el jeroglífico que suele ser la existencia para la gran mayoría de los seres humanos, principalmente aquellos que alentamos más dudas que certezas, y confesamos nuestra perplejidad ante temas como la trascendencia, el destino individual y colectivo, el alma, el sentido o el sinsentido de la historia, el más acá y el más allá del conocimiento racional.

Siempre me ha fascinado imaginar aquella incierta circunstancia en que nuestros antepasados, apenas diferentes todavía del animal, recién nacido el lenguaje que les permitía comunicarse, empezaron, en las cavernas, en torno a las hogueras, en noches hirvientes de amenazas -rayos, truenos, gruñidos de las fieras-, a inventar historias y a contárselas. Aquel fue el momento crucial de nuestro destino, porque, en esas rondas de seres primitivos suspensos por la voz y la fantasía del contador, comenzó la civilización, el largo transcurrir que poco a poco nos humanizaría y nos llevaría a inventar al individuo soberano y a desgajarlo de la tribu, la ciencia, las artes, el derecho, la libertad, a escrutar las entrañas de la naturaleza, del cuerpo humano, del espacio y a viajar a las estrellas. Aquellos cuentos, fábulas, mitos, leyendas, que resonaron por primera vez como una música nueva ante auditorios intimidados por los misterios y peligros de un mundo donde todo era desconocido y peligroso, debieron ser un baño refrescante, un remanso para esos espíritus siempre en el quién vive, para los que existir quería decir apenas comer, guarecerse de los elementos, matar y fornicar. Desde que empezaron a soñar en colectividad, a compartir los sueños, incitados por los contadores de cuentos, dejaron de estar atados a la noria de la supervivencia, un remolino de quehaceres embrutecedores, y su vida se volvió sueño, goce, fantasía y un designio revolucionario: romper aquel confinamiento y cambiar y mejorar, una lucha para aplacar aquellos deseos y ambiciones que en ellos azuzaban las vidas figuradas, y la curiosidad por despejar las incógnitas de que estaba constelado su entorno.

Ese proceso nunca interrumpido se enriqueció cuando nació la escritura y las historias, además de escucharse, pudieron leerse y alcanzaron la permanencia que les confiere la literatura. Por eso, hay que repetirlo sin tregua hasta convencer de ello a las nuevas generaciones: la ficción es más que un entretenimiento, más que un ejercicio intelectual que aguza la sensibilidad y despierta el espíritu crítico. Es una necesidad imprescindible para que la civilización siga existiendo, renovándose y conservando en nosotros lo mejor de lo humano. Para que no retrocedamos a la barbarie de la incomunicación y la vida no se reduzca al pragmatismo de los especialistas que ven las cosas en profundidad pero ignoran lo que las rodea, precede y continúa. Para que no pasemos de servirnos de las máquinas que inventamos a ser sus sirvientes y esclavos. Y porque un mundo sin literatura sería un mundo sin deseos ni ideales ni desacatos, un mundo de autómatas privados de lo que hace que el ser humano sea de veras humano: la capacidad de salir de sí mismo y mudarse en otro, en otros, modelados con la arcilla de nuestros sueños.

De la caverna al rascacielos, del garrote a las armas de destrucción masiva, de la vida tautológica de la tribu a la era de la globalización, las ficciones de la literatura han multiplicado las experiencias humanas, impidiendo que hombres y mujeres sucumbamos al letargo, al ensimismamiento, a la resignación. Nada ha sembrado tanto la inquietud, removido tanto la imaginación y los deseos, como esa vida de mentiras que añadimos a la que tenemos gracias a la literatura para protagonizar las grandes aventuras, las grandes pasiones, que la vida verdadera nunca nos dará. Las mentiras de la literatura se vuelven verdades a través de nosotros, los lectores transformados, contaminados de anhelos y, por culpa de la ficción, en permanente entredicho con la mediocre realidad. Hechicería que, al ilusionarnos con tener lo que no tenemos, ser lo que no somos, acceder a esa imposible existencia donde, como dioses paganos, nos sentimos terrenales y eternos a la vez, la literatura introduce en nuestros espíritus la inconformidad y la rebeldía, que están detrás de todas las hazañas que han contribuido a disminuir la violencia en las relaciones humanas. A disminuir la violencia, no a acabar con ella. Porque la nuestra será siempre, por fortuna, una historia inconclusa. Por eso tenemos que seguir soñando, leyendo y escribiendo, la más eficaz manera que hayamos encontrado de aliviar nuestra condición perecedera, de derrotar a la carcoma del tiempo y de convertir en posible lo imposible.

El Nobel que lloró y que hizo llorar

Mario Vargas Llosa

Enlazado desde:

http://www.elpais.com/articulo/cultura/Elogio/lectura/ficcion/elpepucul/20101208elpepicul_2/Tes

En este enlace puedes ver en directo el video  de la lectura de este discurso:

http://nobelprize.org/mediaplayer/index.php?id=1416

Vargas Llosa, luz literaria

KENZABURO OÉ 06/12/2010

En este artículo, Kenzaburo Oé, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1994, rinde homenaje no sólo a la fuerza creadora del Vargas Llosa narrador, sino también al poderoso magisterio del ensayista. El novelista peruano leerá mañana su discurso en la Academia Sueca y el viernes recibirá el galardón.


En ocasiones el Premio Nobel de Literatura se ha concedido a escritores un tanto marginales antes que a los más conocidos a nivel mundial, aquellos que sobresalen por su calidad literaria. Esto es lo que me sucedió a mí cuando me adelanté a Günter Grass y Mario Vargas Llosa, y me sentí apenado de verdad, pues sostenía con ellos, entre otros autores que habían accedido con generosidad a mi petición (Escribir contra la violencia, Editorial Asahi), una fluida correspondencia. Los ensayos de ‘La verdad de las mentiras’ revelan la devoción del escritor por su oficio

Sin embargo, al repasar la lista de los galardonados en un plazo más extenso, digamos 5 o 10 años, me pareció que la selección había sido siempre muy acertada. Yo, por ejemplo, no sabía nada de la polaca Szymborska, y así comencé a leer sus obras publicadas con motivo del premio, primero en japonés, luego en inglés y francés, y finalmente terminó siendo una de mis poetisas favoritas.

Entusiasmado por el reciente premio otorgado a Vargas Llosa, 11 años después que a Grass, hice una colección de recortes de prensa para ponerlo al tanto de la repercusión de su merecido galardón entre lectores japoneses (con un resumen en inglés), y me quedé aterrado ante la columna de Akira Ikegami, publicada en Asahi bajo el título de Lectura oblicua de prensa.

Después de admitir, no sin vergüenza, que no sabía quién era Vargas Llosa, el señor Ikegami se refirió a las razones del premio y declaró que «no entendía en absoluto» estas dos líneas: «Por su cartografía de las estructuras del poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, la revuelta y la derrota». A mí, en cambio, me pareció un excelente esbozo de las mejores obras de Mario Vargas Llosa, quien desde el inicio de su carrera abordó con mirada crítica la realidad social y política de Perú.

A continuación, el señor Ikegami dice que para él «no es sino un galimatías» todo lo que los investigadores más experimentados han escrito con pasión sobre Vargas Llosa en espacios limitados de la prensa. Aunque me parece comprensible la reacción del célebre comentarista, yo, como escritor acusado durante mucho tiempo por un supuesto hermetismo, quiero manifestar aquí mi opinión para los no-amateurs que «desean iniciarse en la carrera de novelista».

Ante todo, lean ustedes al menos una novela de Mario Vargas Llosa. Luego, aprendan con sus ensayos literarios, que revelan la profunda devoción del escritor peruano por su oficio. De las primeras recomiendo sin duda La casa verde y de los segundos La verdad de las mentiras.

En este último libro, Vargas Llosa selecciona las 35 novelas del siglo XX que más le han impresionado en su vida, y las comenta con perspicacia y fervor. Citaré algunos pasajes ilustrativos del ensayo anexado a manera de epílogo. Entre las varias personas que «declaran ya obsoleto» al libro, Vargas Llosa se refiere a «la que la humanidad debe tanto en el dominio de las comunicaciones»: Bill Gates. Mientras el fundador de Microsoft le hace «lanzar un suspiro de alivio» cuando asegura en una conferencia de prensa en Madrid que se ocupará de que la letra ñ, indispensable en la lengua española, no desaparezca de las computadoras, lo saca de quicio su afirmación de que «no se morirá sin haber realizado su mayor designio», que consiste en «acabar con el papel, y, por lo tanto, con los libros».

«Tengo el convencimiento, que no puedo justificar, de que, con la desaparición del libro, la literatura recibiría un serio maltrato, acaso mortal. El nombre no desaparecería, por supuesto; pero probablemente serviría para designar un tipo de textos tan alejados de lo que ahora entendemos por literatura…», escribe Vargas Llosa.

Y también: «Otra razón para dar a la literatura una plaza importante en la vida de las naciones es que, sin ella, el espíritu crítico, motor del cambio histórico y el mejor valedor de su libertad con que cuentan los pueblos, sufriría una merma irremediable. Porque toda buena literatura es un cuestionamiento radical del mundo en que vivimos».

Para el escritor peruano, el papel más importante de la literatura es explorar a fondo el mundo interior de los individuos. El viejo y el mar, novela de Ernest Hemingway a la que Mario Vargas Llosa dedica un capítulo, comienza como una historia sencilla a simple vista: un viejo pescador, después de un largo tiempo de «salao», saca una presa grande, pero se ve forzado a batallar con los tiburones que buscan escamoteársela. Al regresar al puerto con el esqueleto inservible del pez, el viejo «muestra que siempre hay esperanza, que aun en las peores tribulaciones y reveses la conducta de un hombre puede transformar la derrota en victoria y dar sentido a su vida».

Por otro lado, al niño Manolín, que ha estado preocupado por el destino del viejo pescador, lo hace llorar «la admiración por el anciano inquebrantable, más todavía que el cariño y piedad que siente por el hombre que le enseñó a pescar».

«Para que esta notable transformación de la historia ocurra su mudanza de anécdota particular en arquetipo universal ha sido precisa una gradual acumulación de emociones y sensaciones, de alusiones y sobrentendidos, que poco a poco van extendiendo el horizonte de la anécdota hasta abarcar un plano de absoluta universalidad. El relato lo consigue gracias a la maestría con que está escrito y construido».

En principio, en La verdad de las mentiras, Vargas Llosa selecciona una novela por escritor, pero de Heming-way toma otra, aparte de El viejo y el mar (también hace una excepción con Graham Greene, sin avalar demasiado la calidad de sus obras): París era una fiesta. Estas memorias, escritas un poco antes de su muerte, se prestan para demostrar que en sus días parisienses el joven Hemingway, lejos de ser un bohemio legendario, era una persona cuidadosa y diligente que «lo observa todo con ojos fríos y prácticos, selecciona y desecha experiencias, almacena».

Mario Vargas Llosa, sin lugar a dudas un gran escritor, se revela en La verdad de las mentiras no solo como un maestro de la literatura mundial sino como un digno guía para los aspirantes a escribir novelas. ¡No pierdan la gran oportunidad!

Traducción de Ryukichi Terao, con la colaboración de Ednodio Quintero.

Mario Vargas Llosa
Nacimiento:  28-03-1936
Lugar: Arequipa
La noticia en otros webs

Enlazado desde:

http://www.elpais.com/articulo/cultura/Vargas/Llosa/luz/literaria/elpepicul/20101206elpepicul_2/Tes

Ana María Matute, feliz tras ganar el Premio Cervantes 2010

CARLES GELI – Barcelona – 24/11/2010


«Quiero ver este premio como un reconocimiento a que he dado casi toda mi vida a escribir»

Definitivamente, Ana María Matute (Barcelona, 1925) es, como su narrativa, mágica: no crece. Por eso, cuando hoy narraba aspectos de su vida tras obtener el premio Cervantes, modulaba la voz arriba y abajo buscando otras voces, dibujaba figuras con sus manos huesudas, hacía más de una y dos muecas. «Es que es lo que ha hecho siempre, desde pequeña, cuando lee cuentos en voz alta», aclaraban los que bien la conocen. Una narradora innata, eterna, pues.

Por lo dicho hoy en Barcelona, parece que esa coherencia vital también ha sido literaria en la que, tras María Zambrano y Mari Luz Morales, es ya la tercera mujer en obtener el máximo galardón de las letras castellanas. «Desde mi primer cuento he querido comunicar lo mismo, la misma sensación de desánimo y pérdida; vivir es perder cosas, también», afirma quien aún sigue escribiendo, si bien nunca sabe «cuándo saldrá; nunca se sabe lo que puede durar un libro; es un misterio; la vida también es mágica y esto de escribir también».

Muy atrás ha quedado hoy esa crítica literaria condescendiente que no supo encajar sus libros, a caballo entre el realismo social y esos mundos infantiles y mágicos que siempre han impregnado la obra de Matute. «Y qué quiere: no tenían ni idea de lo que decían, España estaba tan cerrada al mundo… No sabían nada de nada y te juzgaban con unos cánones fijos, estrechos, trillados, estúpidos y con un muchito de mala leche».

Pero hoy Matute está «enormemente feliz». «Quiero ver este premio como un reconocimiento a que he dado casi toda mi vida a esto que es escribir; el reconocimiento literario, si acaso, lo han de dar los lectores, si es que les he abierto o cerrado una puerta con mis libros».

Como hacía cuando tenía cinco años debajo de la cama o encerrada dentro de un armario, Matute continúa leyendo como una posesa: «Más de media vida larga de mi vida me la he pasado leyendo; es importantísimo; por eso pude escribir Pequeño teatro con 17 años [pero se publicó en 1954]: esos sentimientos los conocía porque los había leído en Dickens y Dostoievski». Los escritores rusos «son lo máximo». «Mi amor por los cuentos es culpa de Chéjov, cuyos relatos me parecen mejor que su teatro».

Devoradora ahora de una novela negra que ha redescubierto («Denis Lehane y Michael Connelly me encantan, me cae la baba; lástima que no tenga yo capacidad para ese género: ¡ahí cabe todo!»), sigue pensado que su mejor obra es Olvidado Rey Gudú.

Enlazado desde:

http://www.elpais.com/articulo/cultura/Quiero/ver/premio/reconocimiento/he/dado/toda/vida/escribir/elpepucul/20101124elpepucul_6/Tes

JOHN LENNON de PHILIP NORMAN:
30 años de la muerte de John Lennon

de Ojo Literario, el Viernes, 26 de noviembre de 2010 a las 7:42
Editorial Anagrama
Barcelona

Se acerca el trigésimo aniversario de la muerte de John Lennon, uno de los rostros más conocidos del siglo XX cuyo mito quedó marcado por su asesinato el 8 de diciembre de 1980 a la entrada del edificio Dakota de Nueva York.

Recomendamos la biografía total que Philip Norman le ha dedicado, titulada John Lennon y elegida por el Sunday Times como mejor libro de música de 2008, que nos muestra el hombre que se esconde tras las canciones y tras la leyenda póstuma, con sus luces y sus sombras.

«Una biografía esperada e indispensable» (Rolling Stone).

«Más de ochocientas páginas que se leen con sumo agrado» (Rafa Martínez, Rockdelux).

«Alumbra nuevos paisajes de la atormentada existencia del genio rebelde de The Beatles… Recorre con precisión la vida de Lennon y se cierra con un capítulo sobrecogedor en el que Sean Lennon habla a corazón abierto de su padre y recuerda aquella mañana en que despertó y su casa estaba llena de personas con cara muy seria» (Joseba Elola, El País).

«Esta biografía es una sólida candidata para ser hasta la fecha la mejor sobre el músico» (Iñaki Esteban, El Correo Español).

«Una gran biografía» (Luis Antonio de Villena, Expansión).

«Absolutamente imprescindible… Norman es un escritor preciso, metódico, minucioso. Un artesano del género biográfico. Justo lo que estaba pidiendo la vida anárquica, estrambótica, desordenada y disipada de Lennon. Es la información más amplia, veraz y detallada sobre el hombre que escribió “Imagine”. Un libro ambicioso que nos permite aproximarnos como nunca a la mente de Lennon… Y la cuenta de manera sorprendentemente amena… Una biografía grandiosa que ilumina toda una época, varios géneros musicales y una forma de vida tan creativa como salvaje… Jamás estuvimos tan cerca de Lennon como después de leer este libro» (Javier Pérez de Albéniz, El Mundo).

«Es la aproximación más precisa a la vida del Beatles más legendario» (Ignasi Moya, La Vanguardia).

«No hay hagiografía: emerge un hombre tierno y cruel, talentoso e inseguro… Por su minuciosidad y su anécdotas inéditas, es un festín para mitómanos» (Camilo Franco, La Voz de Galicia).

«Norman lanza una mirada renovada y penetrante que hace aflorar una ingente cantidad de tangibles e intangibles» (Nacho Para, El Periódico).

Enlazado desde:

http://www.facebook.com/note.php?note_id=10150101980385767


Los inframundos de Roger Casement

Boris Muñoz reseña la más reciente novela de Mario Vargas Llosa, El sueño del celta.

Por Boris Muñoz | 17 de Noviembre, 2010


Hasta hace pocas semanas, Roger Casement, a quien W.B. Yeats calificó como el irlandés más universal, era un personaje casi desconocido en la historia de Occidente. Casement fue el principal denunciador de las atrocidades y crueldades perpetradas en nombre de la civilización y el progreso en el Congo y la Amazonia peruana, por lo cual puede ser considerado, en justa ley, el precursor de la defensa de los derechos humanos, una suerte de padre fundador de organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch. Con todo, su nombre llevaba polvo en las enciclopedias o era materia de homenajes marginales en docudramas televisivos de la BBC, historiografías como Los fantasmas del rey Leopoldo II de Adam Hochschild o narraciones oscuras e imprescindibles como Los anillos de saturno de W.G.Sebald, casi siempre atribuyéndole ser el personaje crucial detrás de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Pese a estas referencias, su nombre era, en fin, una nota al pie en la Historia Universal de la Infamia, a la sombra de Conrad. Pero ahora la poderosa pluma de Mario Vargas Llosa lo ha sacado del cementerio irlandés donde se encuentra para –con el reciente premio Nobel mediante– ofrecérnoslo en genio y figura: no solo como aventurero de una sola pieza, sino como un personaje caracterizado por claroscuros y complejidades que, en casos como el suyo, el artificio literario explica y logra iluminar mejor que la propia historia.

Una de las claves del libro se encuentra en el epígrafe de Rodó que enmarca la novela: “Cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno sino muchos…”. Vargas Llosa toma esta idea que Borges también refrendó apuntando que “un hombre es todos los hombres”, para narrar las peripecias y caídas de Roger Casement, pero también para desarrollar lo que, en el porvenir, los críticos de su obra considerarán su más apasionada denuncia contra la explotación del hombre por el hombre y la crueldad salvaje del colonialismo.

Recluido en una prisión inglesa por sus actividades conspirativas a favor de la independencia de su natal Irlanda, Roger Casement espera la noticia de la conmutación de su pena o la condena a muerte. Pentonville Prison es un purgatorio de muros tan gruesos que ni siquiera permiten escuchar el más mínimo rumor de afuera. Salvo por esporádicas visitas, la espera se transforma en el compás existencial que le permite al prisionero hacer un repaso a su odisea vital y, por así decirlo, ajustar cuentas con el mundo y consigo mismo.
En ese sentido, El sueño del celta invita a una lectura doble y hasta cierto punto paralela. El periplo de Casement tiene la forma de un rodeo de 360 grados por el complejo cuadro psicológico, emocional, histórico, ético y sexual del personaje. Pero ese rodeo circular abarca también un viaje filosófico –cuya metáfora central es el río como lo fue para Heráclito- por conceptos tan amplios y difusos como lo humano, la civilización, la barbarie, el capitalismo, el nacionalismo, la religión, el misticismo.

Vargas Llosa divide el periplo de Casement en tres estaciones: el Congo, la Amazonia e Irlanda. Casement va al Congo, como los antiguos inmigrantes de Europa venían a hacer la América, una vasta e inexplorada tierra de promisión, abierta a todos los sueños y todas las realizaciones. En sus primeros años se enrola en las legendarias expediciones de Henry Morton Stanley y Henry Shelton Sanford y atestigua con ojos propios de que se trata la empresa civilizatoria. Se suponía que, en nombre Asociación Internacional por la Exploración y la Civilización de África, estas expediciones llevarían las instituciones del progreso –la educación, la ciencia, la religión– a esos confines prehistóricos de la Tierra. Stanley prometía ayudas sociales generosas. A cambio hacía que los jefes de tribu, que por regla eran analfabetos, firmaran unos papeles que comprometían a los pobladores originales de esas regiones a entregar al hombre blanco su mano de obra, sus tierras, sus familias y hasta sus alimentos, so pena de horribles castigos y crueldades atroces y repulsivas. Esa engañifa legal le permitió al rey Leopoldo II regir sobre el Congo a voluntad mientras de cara al mundo “civilizado” cultivaba fanfarronamente una cara de gran humanista. En 1885, gracias a la connivencia de los poderes imperiales del momento, el rey Leopoldo logra hacerse soberano y único trustee del Estado Independiente del Congo –una región casi 100 veces mayor que Bélgica– para regir sobre él su real gana sometiendo a sus habitantes, incluso a los caníbales, con las temidas Forces Publiques belgas.

El celta creía de buena fe que la educación enseñaría a los salvajes a no comerse al prójimo. Como se lo dijo Stanley: los misioneros los sacarían del paganismo, los médicos los salvarían con sus vacunas de epidemias que hasta entonces creían hechizos y maleficios, el libre comercio les acercaría la modernidad. Casement creyó ser guíado por el designió noble de la modélica empresa de Leopoldo II. En varios momentos el narrador hace hincapié en las condiciones desiguales del intercambio comercial. De Europa llegaban armas, municiones, chicotes –ese ominoso símbolo de la crueldad–, estampitas, crucifijos, cuentecillas de vidrio de colores, mientras de África salían inmensas rumas de caucho, piezas de marfil y pieles de animales. Poco a poco, a lo largo de esos 20 años en el horror colonial, Casement descubriría que él solo era un peón en un complejo sistema de expolio. Las bendiciones de la civilización no eran sino el maltrato abyecto, la violencia demencial, el saqueo y el estupro contra los aborígenes. Las privaciones de todo tipo, el tormento de las picaduras, el acecho de las epidemias y los ataques de paludismo que debió soportar durante sus años de expedicionario y al servicio del Foreign Office británico, solo contribuían a perpetuar ese orden de cosas que no tenía marcha atrás a menos que se destruyera de raíz. Esa certidumbre inflama su cabeza y es lo que, a fin de cuentas, lo impulsa a emprender la titánica expedición de varios meses para documentar las contundentes denuncias recogidas en su Informe sobre el Congo.

La consecuencia lógica de la tremenda acogida de sus denuncias fue continuar investigando las atrocidades de la empresa civilizatoria. Después de su llegada, en agosto de 1910, a Iquitos, pueblo fluvial de la Amazonia peruana, Casement vuelve a vivir el horror del Congo como si fuera una pesadilla que se repite. En efecto, la situación es igual salvo mínimos detalles. Y esta semejanza atormenta lo atormenta: “La historia de siempre, la historia de nunca acabar”. Sin embargo, su visión sobre los resortes que mueven la trata humana se profundiza y su militancia a favor de los indígenas se intensifica. En un plano ético y religioso, comprende que el combustible de la crueldad es la codicia. Ésta equivale a una peste espiritual y metafísica, porque su alcance es ilimitado y tiene el poder de corromperlo todo, empezando por los seres humanos y terminando por el Estado mismo que se vuelve parte inseparable del régimen de exterminio.

Como en otras ocasiones, el autor le ha pedido a los lectores que adopten una actitud paciente mientras se recorre una larga pista de despegue para esta novela, que no es un jet ligero, sino más bien un pesado pero potente jumbo transatlántico. La espera vale la pena. En los viajes amazónicos, la novela respira y crece a plenitud con un narrador que finalmente ha logrado meter a los lectores bajo la piel del protagonista e instalarlos en el corazón húmedo y sofocante del infierno verde, donde los indígenas son sometidos a trabajos forzados y marcados a fuego y cuchillo, como ganado, con las iniciales diabólicas de la Peruvian Amazon Company de Julio C. Arana.

Aunque hay muchas semejanzas entre la colonización del Congo y la Terra Incógnita, hay una importante diferencia. Es evidente que, en los pasajes Amazónicos, Vargas Llosa se encuentra en una de sus comarcas narrativas favoritas. Eso implica no solo que, en la Amazonia, la narración y los personajes cobran vida e impetus, sino también que el espacio narrativo se torna la arena de un apasionado debate ideológico. Al igual que las otras obras amazónicas de Vargas Llosa –me refiero a La casa verde, Pantaleón y las visitadoras, El hablador– ésta es una novela tesis o más bien una novela de múltiples hipótesis. A medida que se desarrolla la trama el narrador o el protagonista lanza una verdadera metralla de preguntas. Por ejemplo: ¿Podían ser verdad todas esas monstruosidades? ¿Con qué derecho habían venido esos forasteros a invadirlos, explotarlos, matarlos? ¿Pueden ponerse en un mismo plano a los caníbales de la Amazonia y a los pioneros, empresarios y comerciantes que trabajan en las condiciones más adversas para llevar el desarrollo a aquellas soledades? ¿La sanidad de su espíritu resistiría todo el espanto cotidiano? Esas y muchas otras preguntas de lo humano y lo divino asedian al cónsul especial y bullen incesantemente en su psique, de modo que hay que preguntarse qué quiere plantearnos Vargas Llosa con esta nueva incursión amazónica.

Quizá no haya una respuesta certera y acabada, pero al someter al muchacho idealista que fue Casement a una especie de epifanía negativa, el narrador va dando cuenta de la demencia agazapada en un sistema económico irracional y basado en la trampa y el lucro al que califica como el pecado original; un sistema tan extremo, nos dice, que destruía a los espíritus antes que los cuerpos, cancelando cualquier posibilidad de resistencia y organización por parte del colonizado.

Como en El corazón de las tinieblas, el gran tema de fondo es la crueldad encubierta en la empresa civilizadora. En cierto punto, Conrad le da las gracias a Casement por haberle “quitado las lagañas de los ojos sobre África, sobre el Estado Independiente del Congo y sobre la fiera humana”. Pero en buena medida El sueño del celta es una novela anti-conradiana, por así decirlo. Conrad empleó un método narrativo impresionista en el que las tinieblas más que mostrarse se insinuaban. Al ascender por los ríos M’pozo y Congo, la locura de Kurtz nos envuelve con imágenes febriles, delirantes, pero apenas la vemos como un celaje entre la espesura, como si viniera de un inframundo. Al viajar de Iquitos al Putumayo por el Amazonas y sus tributarios, el narrador de Vargas Llosa elige el camino contrario: su denuncia actúa por acumulación de pruebas y nunca ahorra detalles para estremecer al lector con descripciones gráficas de los desmanes del explotador a la hora de inflingir tormentos al prójimo: abundan las torturas, la mutilación de genitales, los grotescos asesinatos, la violación, las azotainas, el infanticidio y las decapitaciones. Todo esto aderezado por el revulsivo y ubicuo olor del caucho mezclado con el almizcle de la carne humana chamuscada. El mal mismo es personificado por el cínico y en apariencia incombustible Armando Normand, un contador enjuto con ojos de víbora y educado en Londres que, liberado de todo límite y contención civilizada, sojuzgaba a los indígenas hasta lo inimaginable, obligándolos incluso a comer sus propios excrementos. Sin embargo, Normand es apenas el símbolo en un elenco de seres pusilánimes.

En las páginas de El sueño del celta el inacabable debate sobre la civilización y la barbarie revive con nuevo brío. La narración es el campo de una batalla entre seres viles y codiciosos y seres altruistas y estoicos, pero sobre todo de la lucha del bien contra el mal y de los ideales civilizatorios contra la corrupción de los mismos. A cada paso, Casement encuentra una contra figura como su par el cónsul Stir o un aliado como Juan Tizón. No obstante agitarlo una mezcla de confunsión con sentido del deber, en la Amazonia, el cónsul es plenamente consciente de lo que hace y de los peligros que enfrenta. Y ni por un minuto, pese a los achaques que lo afligen, ceja en su férreo empeño de hallar una verdad y mostrársela al mundo, para, en la medida de lo posible, encarrilar el tren de la civilización.

En La casa verde, obra monumental y pesadísima como una catedral, la indolente y superfecunda selva era el escenario del desmadre. Eso mismo sucede en El sueño del celta, pero en ésta Vargas Llosa deja aun más claro que la maldad no reside en la vorágine capaz de tragarse, a fuerza de arbustos, matorrales, insectos y animales, toda huella humana. La existencia de esos enclaves de salvajismo es la falta de civilización o más bien los excesos de la codicia, Casement lo tiene muy claro. Uno de los valores que lo elevan por sobre los personajes que lo rodean es justamente distinguir qué es y qué no es la civilización. La civilización “no es la codicia de los mercaderes, sino la ciencia, las leyes, la educación, los derechos innatos del ser humano, la ética cristiana”. En definitiva, sostiene el narrador, “una moral que impedía que los seres humanos actuaran como bestias”.

La conciencia de la fragilidad de esa moral acompaña siempre al protagonista y es el alimento espiritual de sus angustias. “El Congo. La Amazonia…¿Cuántos? ¿Miles? ¿Millones? ¿Se podía derrotar a la hidra? Se le cortaba la cabeza en un lugar y reaparecía en otro, más sanginaria y horripilante”.

Al publicar su Informe sobre el Putumayo, Casement logra alcanzar un sueño que no ha deseado: convertirse en una figura pública y adalid de la defensa de la humanidad. En este éxito hay, sin duda, resonancias de la Polémica de Valladolid entre fray Ginés de Sepúlveda y fray Bartolomé de las Casas, y que giró en torno a si los indígenas tenían alma y debían, por tanto, ser tratados como cristianos. De hecho, el público que recibe sus denuncias contra el sistema colonial e imperial, lo compara con fray Bartolomé. Sin embargo, el retrato novelado del irlandés no es precisamente el de un santo. En su vida austera y recoleta hay una ominosa mancha: el apetito sexual por otros hombres.

En la celda de condenado, el irlandés evoca los tumultuosos episodios del amor que no se atreve a decir su nombre. Desde el Congo, Brasil, Barbados y la Amazonia, lo acechan los fantasmas de los diferentes cuerpos apetecidos o tomados, en su mayoría jóvenes negros o mulatos, siempre fuertes y estilizados, y con enormes vergas que lo llevan del delirio al frenesí. Es una sexualidad furtiva, vivida en el más estricto secreto y confinada a sus diarios. El cuerpo es para el cónsul especial una fuente de placer esporádica que se aviva cuando está lejos de casa o cuando el solitario enfermizo, que en el fondo es, libera sus ávidos instintos carnales. Los prejuicios de la Inglaterra victoriana que todavía ciñen la moral de su época, harán, a la postre, del registro de sus encuentros y fantasías sexuales en su diario íntimo el instrumento de su condena definitiva. En este sentido, el juicio contra Casement recuerda ese otro que también estremeció a la opinión pública británica y atlántica en 1900. Se trata del proceso contra Oscar Wilde quien, como Roger, fue condenado no solo por desafiar con su homosexualidad la moral imperante, sino también por representar el espíritu libertario irlandés.

Después de su regreso a Irlanda y su incorporación a la lucha independentista, las contradicciones internas que siempre lo han mortificado se acentúan. Desde su estancia en el Congo, muchos años antes, se ha preguntado sobre el destino del pueblo irlandés para el cual sueña con la libertad. ¿Por qué lo que es malo para el Congo es bueno para Irlanda?, se pregunta. ¿No es acaso la crítica al imperialismo en ultramar válida para ese pequeño país con una raza, una cultura, una lengua y una idiosincrasia distinta de la inglesa? Esta reflexión llena de rencor a Sir Roger llevándolo a dar la espalda al país que había servido como cónsul y que lo había cubierto de honores. La traición se consuma poco después cuando se pone del lado de Alemania, enemigo de Inglaterra durante la Primera Guerra Mundial, en una laberíntica conspiración para sumar fuerzas a la causa irlandesa.

A estas alturas de la narración, el lector se encuentra casi al borde de un paro cardiaco. Pero el hábil narrador nos distrae de nuevo de la inminente condena para plantearnos el elemento que urge definir. Casement se ha enfrentado con la naturaleza, los caucheros, las autoridades y, a fin de cuentas, con todo un sistema de expolio y trabajos forzados logrando doblegarlos. Pero su vida ha sido una “contradicción permanente, una sucesión de confusiones y enredos truculentos” que ha distorsionado su obra y oscurecido sus intenciones. ¿Han tenido sentido tantas fatigas?

La respuesta es su acercamiento final, en medio de torturantes dudas, eso sí, a la religión. A lo largo de su vida, Casement ha sido sobre todo un hombre de acción, un servidor público ejemplar, un militante de la libertad y la emancipación. No ha estado nunca cerca del sacerdocio, pero, paradójicamente, su actuación desinteresada, su conocimiento de los inframundos del alma humana, su reflexión espiritual y las odiseas que han experimentado sus huesos, lo acercan a los mártires místicos. En este caso, un caballero encargado de preservar la llama de lo que nos hace un género aparte de las bestias.

Con esa atmósfera sombría y espíritual, el narrador nos lleva a un desenlace que sabemos desde el principio. Todo esta servido para el sentimentalismo y el melodrama, pero en lugar de eso se nos presenta un final de suave y contenido patetismo. El héroe muere con una hidalguía y una soberbia que su mismo verdugo celebra. Sursum Corda, “arriba los corazones”.

Uno podría cerrar el libro en este punto, preguntándose en qué creo y para qué estoy aquí como ser humano y después olvidarlo todo sin consecuencias como solemos hacer cuando cerramos un libro. Sin embargo, El sueño del celta nos depara un sorpresivo giro en sus cinco últimas páginas.

En el epílogo de autor que cierra el libro, Vargas Llosa, rompe el contrato que, como escritor realista, ha entablado con el lector. Al igual que un padre que se ha encariñado con su criatura, trata de explicar su visión de Casement y, por su valentía e integridad, termina absolviéndolo de sus contradicciones más agudas incluyendo el extremismo patriota antibritánico y el aura maldita que sigue rodeándolo. Este final es sorprendente, anticlimático, y, sin duda, muy ilustrativo y, quizás, necesario. Lo es en tanto, salvando las enormes diferencias, como personaje literario Roger Casement ilumina aspectos hasta ahora poco o mal entendidos de la propia obra de Vargas Llosa. Una obra pardójica marcada también por febriles pasiones y apostasías así como enormes tensiones y contradicciones. Como Casement, él ha sido muchos hombres, con fases sucesivas, raras, contrastantes. De ejemplo tenemos sus novelas mayores, como Conversación en la catedral y, más aún, La guerra del fin del mundo, donde las ideas se ponen en lisa hasta que hay un claro ganador, pero en las que la complejidad psicológica e histórica de los personajes desborda la ideología y la dogmática que intenta reducirlos, explicarlos o justificarlos. Es decir que el Vargas Llosa fabulador envuelve y supera al Vargas Llosa catecúmeno, sea éste el defensor de la revolución o del libre mercado. Aunque con El sueño del celta sucede lo mismo, en ella el novelista ha dado otra vuelta de tuerca, tomándose la libertad de filosofar sobre sus personajes como no lo había hecho en otras novelas. La prueba es que no vio la necesidad de dar explicaciones sobre el sacrificio del Conselheiro Antonio Mendes Maciel o del desencanto de Zavalita pues todo estaba contenido en el orbe novelístico. ¿Por qué lo hace con Casement? A mi juicio, porque, al margen de lo paradójica, polimórfica e inapresable que es el alma de un hombre, si en algo coinciden el Roger Casement de la novela y el escritor de carne y hueso que le dio vida es en la mística, la honestidad y la valentía con que ambos le plantan la cara a la duda que los interpela como seres pensantes y humanos.

Enlazado desde:

http://prodavinci.com/2010/11/17/los-inframundos-de-roger-casement/

Roberto Bolaño, la desaparición temprana de un clásico contemporáneo

22/11/2010 – 12:43

La Casa de América rendirá tributo al escritor chileno Roberto Bolaño (1953-2003) desde este lunes y hasta el próximo 27 de noviembre por medio de un ciclo de conferencias y mesas redondas que reunirá a editores, críticos o estudiosos en torno a la figura del autor.

MADRID, 22 (EUROPA PRESS)

De esta forma, las jornadas contarán con cuatro mesas redondas sobre diferentes facetas del escritor, una conferencia magistral acerca de su obra, la proyección del documental ‘Roberto Bolaño, la batalla futura’ y un recital de poemas y fragmentos del autor chileno.

A su vez, el homenaje contará con la presencia de escritores como Patricio Pron y Alejandro Zambra; traductores como Chris Andrews y Heinrich von Berenberg y estudiosos como Wilfrido Corral, Dunia Gras y Carlos Franz, entre otras personalidades del mundo de la cultura.

La obra de Roberto Bolaño ha venido ocupando, durante los últimos diez años, una posición cada vez más relevante en el canon artístico contemporáneo, convirtiéndose, de esta forma, en uno de los grandes referentes de la literatura del siglo XXI y de la cultura universal.

Por ello, los organizadores de estas jornadas pretenden «ahondar en las razones de su éxito en todo el mundo, indagar en algunas claves de su obra y analizar por qué la figura de Bolaño va camino de convertirse, sobre todo entre los jóvenes, en un fetiche ‘pop».

La Semana de Autor, organizada por la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID) y la Casa de América, analizará la figura y la obra del escritor desde la literatura, pero también desde la música y la cinematografía.

UN AUTOR DE CULTO

Nacido en Santiago de Chile en 1953, Roberto Bolaño falleció en una clínica de Barcelona hace siete años debido a una enfermedad hepática, cuando contaba tan solo medio siglo de existencia y disfrutaba de su posición de autor reconocido y admirado, casi de clásico en vida.

Su muerte temprana le otorgó un aura de escritor maldito, al abandonar el mundo en su plenitud después de malvivir en Barcelona en los inicios de su carrera literaria. Ahora, la Casa de América propone una revisión de su figura más allá del éxito y de su ‘beatificación’.

A lo largo de su trayectoria, Bolaño publicó novelas como ‘Los detectives salvajes’ (1998) y ‘Mounsier Pain’ (1999) y poemarios como ‘Tres’ y ‘Los perros románticos’, ambos en 2000. A su vez, en los años noventa, obtuvo los premios de novela Herralde y Rómulo Gallegos.

Enlazado desde:

http://ecodiario.eleconomista.es/libros/noticias/2621531/11/10/Roberto-Bolano-la-desaparicion-temprana-de-un-clasico-contemporaneo.html

Enlaces relacionados

Roberto Bolaño «es inagotable», según el crítico español Ignacio Echevarría (7/11)

Arístides Rojas, un apasionado del conocimiento.
Un venezolano de las ciencias y las artes

Domingo, 21 noviembre de 2010

Por: Alberto Hernández

Entrega Especial


Científico, humanista, indagador de secretos, buscador de tesoros culturales, coleccionista del pasado, don Arístides Rojas fue uno de los padres del famoso Almanaque que aún se nombra junto con las pastillas Ross en tertulias y añoranzas.
El 5 de noviembre de 1826 nació en Caracas Arístides Rojas. Erudito, indagador de todos los asuntos que consideraba de interés y utilidad para el país, este hombre de aquella Venezuela ha quedado sellado en las páginas de nuestras ciencias e historia.A 184 años de su venida al mundo, en la Caracas de los techos rojos, el nombre Arístides Rojas, años después, adquiere renombre en los predios universitarios y académicos. Graduado de médico en la Universidad Central de Venezuela a los 26 años, ejerce la carrera en Escuque y Betijoque. Posteriormente se regresa a la capital donde su afán investigador lo conduce a Estados Unidos y Europa y vive unos años en Puerto Rico donde dejó sembrado su nombre.Escritor, erudito, investigador de la historia, la naturaleza y la literatura, Arístides Rojas fue mucho más allá, se sumergió en el mundo de la cultura de la cual elaboró teorías y enarboló tesis que aún nos tocan de cerca. Escribió y publicó relevantes páginas sobre geología, estadística, crónicas sociales. Su bibliografía ha encontrado en investigadores y académicos espacio para continuar los estudios varios que realizó sobre los muchos temas que tocó con su sapiencia.

La Biblioteca Ayacucho acaba de poner en circulación el tomo “Orígenes Venezolanos (historia, tradiciones, crónicas y leyendas), selección, prólogo y cronología del escritor merideño y académico de la Universidad de los Andes, Gregory Zambrano.

En efecto, el profesor Zambrano escribió en una publicación de la mencionada universidad acerca del personaje: “La historiografía venezolana debe a don Arístides Rojas (1826-1894) su reconocimiento como pionero. Una serie de ciencias nuevas y de orientaciones también inéditas en el tratamiento de las ya existentes, lo ubican como un obsecuente revelador de secretos. Por ello, sus aportes a la sismología, la arqueología y el folklore, a la heráldica y la numismática, se suman a su interés por la espeleología y, de manera mucho más palpable, a la antropología, la historia y a una ciencia que como tal era novedosa, la lingüística”.

UNA OBRA, UN APORTE RELEVANTE

La biblioteca de Arístides Rojas enorgullece a Venezuela. Sus aportes se hicieron títulos que aún son motivo de estudio de quienes bucean en nuestro pasado. Entre sus publicaciones están “Un libro en prosa”, “Leyendas y tradiciones venezolanas”, “El rayo azul en la naturaleza y en la historia”, “Orígenes venezolanos”, “Leyendas históricas venezolanas”. Un artículo sobre espeleología resalta por su manera de abordarlo, por su curioso perfil: “La Cueva del Guácharo”, aparecida en la revista Tertulia en 1875. Innumerables trabajos fueron publicados en periódicos y otras publicaciones. El afán periodístico de Rojas lo llevó a hacerse colaborador de espacios científicos, culturales y de investigación tanto en Venezuela como fuera de ella. Un periodista cuya honestidad ha dejado marca indeleble en quien ha sabido de su batallar. Considerado padre de la investigación científica y de la historia en nuestro país, también estudió Filosofía en la UCV. Coleccionista de objetos indígenas.

EL ALMANAQUE ROJAS HERMANOS

En 1838, el padre de Arístides Rojas funda el famoso Almanaque de Rojas Hermanos, que aún se consigue en ventas públicas y callejeras. A la muerte de éste, el hijo se encarga de continuar con la obra. En ese almanaque el investigador y curiosos hombre de ciencia vierte una gran cantidad de datos que vana aparejadas con otros conocimientos, razón por la cual el pueblo venezolano se identificó plenamente con él, precisamente porque se trataba de un calendario donde la gente aprendía.

ACADÉMICO, HOMBRE DE MUCHAS MIRADAS

Divulgador científico, su nombre se hizo familiar en muchas organizaciones. Fue miembro fundador de la Sociedad de las Ciencias Físicas y Naturales de Venezuela, miembro honorario de la Academia de Bellas Letras de Santiago de Chile y miembro de la Academia de las Ciencias Físicas y Naturales de Cuba.

Logró actualizar la “Geografía de Venezuela” escrita por Agustín Codazzi y convertirla, gracias a su adaptación, en un producto para niños. Fue el fundador de la Sociedad Bibliográfica Americana.

Organizó, junto con el doctor Adolfo Ernst, en 1892, el pabellón de Venezuela en la Exposición Universal de Chicago, donde sus trabajos fueron conocidos, así como parte de su colección de objetos indígenas.

Un venezolano apasionado del conocimiento. Pleno de luces, dejó un legado de importancia capital. Sus trabajos han servido para darle base a los estudios de diversos temas científicos y humanísticos. Un hombre cabal, entregado a
servir, a dar su talento a favor de un país que hoy necesita más de sus aportes, de los aportes de hombres como él.

Dejamos a los lectores un fragmento de “La Cueva del Guácharo”, con la curiosa grafía de aquellos tiempos:

He aquí un tema inagotable; la descripción de esta maravilla de Venezuela, célebre desde el día, en que ahora setenta y seis años, la visitó aquel Humboldt que ha dejado su nombre en ambos mundos, por donde quiera que su jenio interpretó los fenómenos de la Creación. He aquí un tema para el naturalista, y para el viajero, y para el jeólogo, y para el pintor, y para el hombre de la naturaleza, y para el hombre de la historia, porque en la Cueva del Guácharo no es solo la armonía plástica lo que cautiva, sino también la vida en su múltiple belleza, la tradición en sus oríjenes, el mito que hermosea con sus luces indecisas los recuerdos del pasado.

Pero, al enviar á los Redactores de LA TERTULIA la más bella y completa descripcion que hasta hoi se ha publicado de la célebre caverna, rindamos un homenaje al jeógrafo de Venezuela, que la exploró de una manera notable en 1835, y saludemos al mismo tiempo, esa memoria de Humboldt, el primero que dió a conocer al mundo de las ciencias esta maravilla del Continente Americano, situada en la rejión oriental de Venezuela.- Unas líneas, por lo tanto, sobre el gran Humboldt, lijeras reminiscencias históricas que sirven de apéndice al trabajo de Codazzi, ¿no serian para el rector que desea conocer la gruta, como esos tenues rayos de la luz del dia, que acompañan al viajero hasta cierta distancia, en que armado con la tea encendida penetra con seguridad en las salas májícas del palacio subterráneo?

Cuentan que en los primitivos dias de la conquista castellana, los primeros misioneros que se establecieron en las cercanías de la Cueva del Guácharo, tuvieron que refujiarse en esta, huyendo de los caciques chaimas, que los perseguian; y que allí, en medio de las tinieblas, celebraron los misterios de la relijión de Cristo, hasta que triunfantes las armas castellanas, se entregaron libres y contentos al desempeño de su misión evanjélica. Y refiérese también que en la mitolojía de los chaimas la Cueva del Guácharo era la mansión de las almas, y que los indios respetaban aquel recinto en cuyo centro reposaban sus antepasados. Por esto en la lengua de los chaimas, bajar al Guácharo, quiere decir: morir, descender a la eterna noche.

Estas tradiciones, unidas a relatos fantásticos, y a leyendas extraordinarias, relacionadas con la caverna, exaltaron la curiosidad de Humboldt, quien, a los pocos días de su llegada a Cumaná en 1799, emprendió su viaje de exploración hácia las rejiones occidentales de la provincia, con el principal objeto de estudiar la cueva, tema constante de tantos relatos.

¿Seguiremos las huellas del sabio en sus variadas excursiones? ¿Nos detendremos en cada uno de los sitios que deleitaron sus miradas y cautivaron su espíritu, lleno de emociones al encontrarse en medio de una naturaleza selvática, siempre renovada? No; nos detendremos solamente, cuando después de haberle visto recorrer las alturas del Cuchivano y de Cumanacoa, se detenga en la meseta de Cocollar, para contemplar el paisaje nocturno.

Alberto Hernández

Enlazado desde:

http://www.elperiodiquito.com/modules.php?name=News&file=article&sid=16718

Mario Vargas Llosa: obra y trayectoria

Discurso de Orden en el acto de conferimiento del Doctorado Honoris Causa de la Universidad Simón Bolívar a
Don Mario Vargas Llosa

Por Carlos Pacheco | 7 de Octubre, 2010

Manizales 1971: Éramos unos quince. Estudiantes todos de Filosofía y Letras de la Universidad Javeriana. Veníamos al Festival Internacional de Teatro Universitario con nuestros morrales llenos de expectativas y fuimos acogidos en un albergue improvisado por la Universidad de Caldas. La primera noche quedamos impactados por la potencia dramática y el desparpajo de Tu país está feliz, un montaje tan idealista como contestatario del grupo venezolano Rajatabla. Pero nuestra razón mayor para venir al festival era su invitado de honor: el aún joven pero ya reconocido autor de La ciudad y los perros, La casa verde y Conversación en La Catedral, ante cuyas páginas nos habíamos desvelado tantas noches. Al día siguiente daba una conferencia en la universidad y podríamos conocerlo.

Sartenejas 2008: Treinta y siete años más tarde tengo el privilegio y la exigente responsabilidad de presentarlo en este acto donde la muy querida universidad donde he desarrollado casi toda mi vida académica le rinde homenaje. No sólo es un acto de justicia sino también un gesto de pedagogía social: en uso de su legítima autonomía, esta corporación universitaria elige destacar en él un conjunto de virtudes y valores que estima oportuno –para este momento venezolano y global– resaltar como necesarios y deseables.

Un aporte llamativamente vasto, multigenérico y sostenido a la escritura literaria es naturalmente la razón más obvia. Y la precocidad de sus varias vocaciones es digna de mención: entre los 15 y 17 años, aún en bachillerato, publica su primer cuento, milita en una célula de extrema izquierda, comienza a trabajar como reportero en el diario La CrónicaLa huida del inca y escribe , su primera obra de teatro. Allí estaban en germen el narrador y el político, el periodista y el dramaturgo. El muy ulterior desarrollo de esta inclinación por el teatro nos ha regalado ya media docena de piezas, desde La señorita de Tacna hasta Al pié del Támesis, cuyo estreno presenció en Caracas hace pocos meses.

Manizales ´71: Llegamos temprano, pero ya el modesto auditorio estaba casi repleto. Como disciplinados pichones de investigadores de la literatura, habíamos devorado toda su obra. Pero estábamos inquietos y confundidos porque él, por su crítica a la dirigencia revolucionaria cubana en el famoso caso Padilla, ocupaba entonces el ojo de una polémica que nuestras discusiones replicaban en miniatura. “Ese engominado peruanito es un traidor”, nos gritaba el mono Múnera, mientras Luz Mary ponderaba su valentía para rectificar y enfrentarse a la censuradora ortodoxia revolucionaria. Poder escucharlo directamente nos mantenía en vilo, pues la conferencia no acababa de comenzar. De repente empezamos a oír un escándalo en la entrada principal.

Sartenejas 2008: Todos sabemos que su renombre universal se funda ante todo en su trayectoria novelística, pero sería insensato pretender siquiera una panorámica sucinta de la diversidad temática y procedimental y de la relevancia estética de las catorce novelas que se han sucedido desde La ciudad y los perros y La casa verde; ésas que lo catapultaron, aún bastante joven, como uno de los más influyentes y admirados autores del famoso boom, cuando por ellas recibió tan resonantes premios como el español Biblioteca Breve y el venezolano Rómulo Gallegos, respectivamente. Insensato y tal vez innecesario, pues este auditorio está repleto de lectores que han venido a conocerlo y a escucharlo –estoy seguro– porque han sido atrapados una y otra vez por esas novelas; con Zavalita, Pantaleón y doña Lucrecia han pasado ratos inolvidables y al cerrar la última página se han sentido huérfanos y exiliados de aquel mundo ficcional al con tanto gusto se habían mudado.

Por su reconocida capacidad de observación y su balzaciana retentiva, la experiencia vital del escritor ha sido fuente valiosísima para algunas de estas novelas, como La tía Julia y el escribidor o Travesuras de la niña mala. Los más diversos escenarios y conflictos de la sociedad peruana lo han sido también, por ser el novelista un muy informado estudioso y activo participante (no importa donde resida o a qué latitudes lo lleven sus viajes) de la realidad de su país, como puede apreciarse en Conversación en La Catedral o en Lituma en los Andes. Otras, como Elogio de la madrastra o Los cuadernos de don Rigoberto, observan –como por el agujero de una cerradura–, los goces y conflictos del amor y la pasión. Otras, finalmente, se atreven a abandonar los espacios y tiempos de la experiencia directa y levantan sus tramas ficcionales sobre realidades históricas a veces muy distantes, como La guerra del fin del mundo o La fiesta del chivo.

La impresionante cantidad de información histórica factual que sostiene estos relatos evidencia el trabajo de investigación que los precede. Los bibliotecarios del Instituto Iberoamericano de Berlín aún recordaban en 2000 las miles de páginas que unos años antes debían suministrar cada semana al investigador Vargas Llosa sobre todo lo relacionado con Rafael Leonidas Trujillo y su dictadura. El rigor y exhaustividad de esas indagaciones evidencia el talante apolíneo del escritor tanto como la planificación, consistencia de los personajes y nitidez estructural de sus novelas.

Manizales ´71: El alboroto iba creciendo. Una fuerte discusión y un forcejeo parecía enfrentar a los vigilantes con un grupo decido a entrar a la fuerza. En ese momento vimos a Marta Canfield ubicarse unas filas más atrás. Tan joven y diminuta como inteligente, uruguaya exiliada entonces por la dictadura y hoy prestigiosa catedrática en Florencia, Martha era nuestra profesora favorita. Su conocimiento de la literatura y de los debates literarios en la politizada Latinoamérica de entonces, hacían que no le perdiéramos palabra. Tocada con una gorrita escocesa, creímos ver en ella una versión femenina de Sherlock Holmes que nos saludaba. Justo entonces entró Vargas Llosa con sus acompañantes. A pesar del escándalo, la charla parecía a punto de comenzar.

Sartenejas 2008: Menos conocida es su obra como investigador literario, crítico, ensayista, profesor y conferencista, pero nuestro Vargas Llosa es también un académico de plena ley: Licenciado en Literatura por la Universidad de San Marcos y Doctor en Filosofía y Letras de la Complutense de Madrid, además de profesor invitado de las más distinguidas universidades del mundo y miembro de las Academias Peruana y Española de la Lengua. Por eso, no ha dejado de alternar su obra creativa con la de investigación y ha producido sustantivos estudios sobre Flaubert, Arguedas, Víctor Hugo, Rubén Darío y pronto Onetti, entre muchos otros. Estos estudios me han hecho descubrir en Vargas Llosa a un colega, pero uno dotado del formidable poder de comunicar sus hallazgos a un público amplio, con la claridad y amenidad proverbial de sus novelas. Entre las dos docenas de sus libros que se han ido apilando en mi mesa en estas semanas recientes, me ha conmovido en particular reencontrar el manoseado volumen de Historia de un deicidio, su tesis doctoral, profusamente subrayado y anotado por aquel estudiante javeriano que aspiraba a culminar algún día su propio doctorado y veía un modelo en aquel prodigio de francesa nitidez conceptual, donde además se expresaba por vez primera su poética narrativa del novelista creador de elocuentes mundos autónomos y de la resultante verdad de las mentiras.

Manizales ´71: Apenas iniciada la conferencia, una treintena de estudiantes trotskistas irrumpieron al salón para boicotearla. Gritaban, agitaban pancartas y vociferaban originalísimos improperios del tipo “lacayo del imperialismo yanqui”. El poeta y crítico Juan Gustavo Cobo Borda trataba inútilmente de imponer silencio, mientras el novelista, ya acostumbrado a estos rituales de la intolerancia, esperaba sereno el desarrollo de los acontecimientos. Martha Canfield nos miraba fijamente, ponderando nuestra frustración. Nos unimos a los que se atrevían a reclamar su derecho a escuchar al conferencista, pero sin resultados. De pronto, ella se movió y nos quedamos estupefactos.

Sartenejas, 2008: Esta memoria ficcional de la conferencia de Manizales me da pie para ir concluyendo. La variedad, consistencia y sostenida calidad de su obra literaria son sin duda en sí mismas razón poderosísima para este homenaje, especialmente en una universidad que se ha caracterizado desde su fundación por sostener el mérito y la excelencia profesional y académica como criterios superiores. Pero junto a la razón estética, está la razón ética: la responsabilidad y constancia encomiables con las que a lo largo de toda su trayectoria ha asumido Vargas Llosa su papel como influyente intelectual y encabezado una cruzada en pro de la pluralidad y el respeto a los derechos humanos, la tolerancia, y la libertad como valores superiores de la vida humana.

Una manifestación suprema de este compromiso fue naturalmente el sacrificar los apremios de su vocación literaria (como lo hiciera por cierto nuestro Rómulo Gallegos 40 años antes), para participar como candidato en la contienda presidencial peruana de 1990. Sin embargo, mayor alcance ha logrado sobre un público más amplio como multifacético periodista, a través de sus artículos y crónicas, publicados en los mejores diarios del mundo y luego recogidos en libros, verdadera piedra de toque de la opinión pública internacional, estratégicamente reforzada por frecuentes conferencias. Fundado en una rigurosa información documental y a menudo experiencial de primera mano, ha podido iluminar así con su aguzado análisis y certero criterio las más diversas polémicas y acontecimientos de la cultura, la política y la vida social contemporánea.

Manizales ´71: Ante nuestros ojos incrédulos, Martha avanzó hasta el estrado, tomó con toda calma el micrófono del podio y se subió a una silla para hacerse notar. Con una entereza, una serenidad y un vigor que parecían incompatibles con su diminuta humanidad, nuestra profesora les cantó a los vociferantes la cartilla del respeto a la libertad de pensamiento y de expresión. Les pidió que si no estaban de acuerdo con el conferencista, lo rebatieran luego con argumentos, si es que podían; y que mientras tanto, hicieran silencio y respetaran nuestro derecho de escucharlo. Un unánime, prolongado y sonoro aplauso del público refrendó sin apelaciones sus palabras y los gritones tuvieron que retirarse.

Sartenejas 2008: Una misma concepción filosófica y ética reúne la diversidad inmensa de este abanico de asuntos y formas discursivas en su obra periodística, ensayística, crítica, narrativa y dramática: el principio de la libertad; el respeto a la diferencia; la promoción de sociedades abiertas, democráticas y socialmente responsables; sin fundamentalismos ni autoritarismos de ningún signo que pretendan forzar un pensamiento único o censurar la creatividad. Ese mismo principio hace coincidir también la lección aprendida en Manizales hace 36 años, cuando finalmente logramos oír a Vargas Llosa, con la que se deriva de este doctorado honoris causa. Así lo comentamos años después con Martha Canfield, quien además de respetada profesora se volvió nuestra amiga para siempre: agredir a quien piensa diferente sólo descalifica al agresor; no es necesario coincidir en todo con el otro para respetarlo; sólo en el diálogo el abierto y en la aceptación gozosa de la diferencia es posible profundizar en las propias convicciones y construir así una sociedad donde valga la pena vivir.

Sartenejas, 8 de diciembre de 2008.

Enlazado desde:

http://prodavinci.com/2010/10/07/mario-vargas-llosa-obra-y-trayectoria/